CAPITULO III

Ella acabó el sendero enarenado, llegando hasta la puerta de la casa. Era de sólido roble y recordaba más que nunca a la de una noble construcción inglesa. Las ventanas estaban enrejadas y tenían cristales emplomados. Todos era silencio en torno suyo. Una oscura sensación de pesadumbre, de muerte, se desplomaba sobre los muros.

La muchacha abrió su bolso, pero lo hizo con movimientos calmosos y tranquilos. No parecía impresionarle para nada aquella soledad. Al contrario, diríase que le gustaba.

Del bolso extrajo un papel doblado y lo desdobló. Era una carta de un viejo notario de San Francisco. Sin duda el que había traído el taxista hasta allí pocos días antes.

La carta estaba dirigida a Nueva Orleáns, y decía:

Señorita Katty Wolseley, lamento tener que comunicarle el súbito fallecimiento de su tía carnal, la señora Ingrid Wolseley.

Puesto que no me fue posible localizarla a usted por teléfono, ya que sin duda se hallaba ausente de su domicilio, me encargué de todos los trámites de inventario y entierro. Yo administraba los bienes de la señora Wolseley y además, era amigo suyo, de modo que me consideré un deber cumplir con esa piadosa tarea, aunque no le oculto lo penoso que resultó todo, debido a la falta de parientes y al hecho de que la tía de usted falleciera de un ataque al corazón cuyas causas, no se han explicado aún nadie satisfactoriamente.

En fin, cumplimos esos trámites, los cuales me ocasionaron unos gastos de cuatro mil dólares con sesenta y dos centavos, pues hubo que liquidar algunas pequeñas facturas pendientes, estoy en disposición de comunicarle que es usted la única heredera de doña Ingrid Wolseley, consistiendo la herencia en la casa y terreno del 68 de Haymarket Road, en unos solares muy valiosos de la zona de Sausalito, cuyos planos y títulos poseo, y en un importante paquete de acciones cuya relación le mostraré cuando usted se sirva pasar por mi despacho. Todo ello hace que la herencia pueda valorarse en unos ocho millones de dólares, de los que habrá que deducir una importante cantidad en su día por los impuestos a favor del Estado.

Repito que puede pasar por mi despacho cuando guste para formalizar los trámites. A la presente carta le adjunto las llaves de la casa donde murió su tía, En Haymarket Road, pues en ella hay objetos muy valiosos y debería usted tomar posesión de la misma cuanto antes.

Una vez lo haya hecho, no deje, al menos, de telefonearme.

Y ahora quisiera hacerle una advertencia un poco delicada y muy confidencial, que quisiera no tomase usted a broma. Por Dios, no me considere un viejo que chochea. Pero las extrañas circunstancias de la muerte de su tía, me obligan a hablarle de las no menos extrañas circunstancias de la muerte de su esposo, hará unos cuantos años. El señor Wolseley era un excelente investigador y un excelente médico, que sin embargo, no había ganado demasiado dinero, porque se pasaba el día en el laboratorio. Cierta noche apareció muerto en circunstancias que me atrevo a llamar terroríficas e impropias de nuestro siglo XX. Simplemente, le habían chupado toda la sangre. Era un caso de vampirismo puro, un caso que nos estremeció a todos los que vimos aquello, y en el que yo personalmente aún no he llegado a creer. Se hicieron investigaciones, se procuró que el caso no trascendiera a la Prensa y al final no hubo más remedio que archivar el asunto.

Por mi parte y por la de su tía de usted también se procuró no airearlo. ¿Razón? Una razón muy íntima, se lo juro. Había motivos para no desear encontrar jamás al culpable, mejor dicho a la culpable.

Confidencialmente le he de informar de algo que usted no sabe ni había sospechado jamás. Hace unos veinte años, sus tíos, en una expedición por el Amazonas, descubrieron a una niña blanca. Era imposible saber cómo había llegado allí, aunque sin duda sus padres habían muerto en la selva. Lo milagroso era que hubiese sobrevivido…, ¡en una zona llena de serpientes, de caimanes y sobre todo de vampiros! Los vampiros del Amazonas, esos voraces pájaros que le chupan a uno la sangre durante el sueño, hasta dejarle al borde de la muerte, tenían que haber acabado con ella, lógicamente, en una sola noche. Pero nada de eso. La niña estaba bien. Los señores Wolseley la recogieron, la metieron en su avioneta y la trajeron a San Luis, Estado de Missouri, donde vivían en aquella época. Y fue entonces cuando se dieron cuenta de algo terrible, de algo inhumano y aniquilador: ¡la niña se alimentaba de sangre! ¡Era eso lo único que quería! Un médico llamado a toda prisa descubrió que había visto actuar a los vampiros en la selva y que, en su mente infantil, el modo de alimentarse que tenían, le había parecido muy lógico. En consecuencia se dedicó a hacer lo mismo que ellos con los animales que tenía a su alcance. Así consiguió sobrevivir en circunstancias que me parecen dramáticas, terribles y asombrosas.

Sus tíos, los Wolseley, se asustaron tanto que no supieron qué hacer. De repente se dieron cuenta de que albergaban en su casa a un monstruo, aunque ese pequeño monstruo no tuviera la culpa de nada. Procuraron hacer cambiar de costumbres a Lucy —le habían dado ese nombre—, pero sólo lo consiguieron en parte. Cada vez que aparecía, por ejemplo, un gato desangrado en la calle, sabían que lo terrible había vuelto a suceder. La muchachita, al hacerse mayor, les dio incluso miedo. Temían que les atacara a ellos. La señora Wolseley dormía con la puerta atrancada toda la noche.

Cierta vez tuvieron con Lucy una escena tan terrible que la pequeña escapó de casa. Tenía entonces unos diez años. Los Wolseley decidieron que era mejor así, y aunque se daban cuenta de que su actitud era inhumana en parte, no la buscaron. Decididos a olvidarla por completo, se abstuvieron de dar parte a la policía y abandonaron San Luis, iniciando una nueva vida en San Francisco.

Ese capítulo macabro de sus existencias parecía cerrado para siempre, parecía haberse transformado tan sólo en un mal recuerdo cuando, de pronto, el señor Wolseley apareció muerto en las espantosas circunstancias de que le acabo de hablar. Ni su tía ni yo dijimos nunca a la policía lo que sospechábamos: que Lucy había vuelto. Que, en cierto modo, se había vengado del hombre que la abandonó a su suerte. Y, aunque dominados nosotros dos por el más insuperable horror, hicimos lo posible para que el caso se archivara.

Investigaciones posteriores —la señora viuda de Wolseley se gastó algún dinero en detectives privados— nos permitieron saber que en distintas ciudades del país, pero empezando por el Estado de Missouri, la policía tenía archivados inexplicables, casos de personas muertas desangradas y víctimas de verdaderos actos de vampirismo. Se consideraba que eran actos maníacos y que no se volverían a repetir. En efecto, no se repetían nunca en la misma ciudad, pero en cambio ocurrían en otras. El hecho de que los casos se hubieran iniciado en el Estado donde se perdió Lucy era para nosotros un dato tan significativo como aterrador.

De todos modos, ¿qué podíamos hacer? La señora Wolseley me pidió por favor que guardara el secreto, y como un notario tiene esa obligación, yo la he cumplido fielmente… hasta ahora. Muerta Ingrid, me considero en el deber de contarle lo que sé para prevenirla.

Le dije a la viuda que ella también corría peligro, pero no me hizo caso. Ni tan siquiera dejó esa casa tan hermosa, pero al mismo tiempo tan siniestra de Haymarket Road, donde estaba completamente aislada. No sé por qué tenía interés en vivir allí, poseyendo como poseía algunas fincas en el centro de la ciudad. Pero ése era un asunto privado en el que no me metí. Tampoco me metí en los últimos negocios emprendidos por la señora Wolseley, unos negocios de los que no me daba cuenta, pero que le permitieron multiplicar su fortuna de una forma fabulosa en tres años, hasta el punto de que el enorme paquete de acciones que posee viene de esa época. En este punto concreto jamás me tuvo la menor confianza, cosa que me dolió, pero me abstuve de comentarlo con ella. Se lo advierto sólo para que usted sepa que la señora Wolseley tenía algún negocio, aunque no sé cuál. Ese dato puede serle útil si alguien la visita o le habla de eso.

Pero, sobre todo, quiero advertirle de que usted corre un gravísimo peligro. Por Dios, no permanezca en esa casa de la colina más que el tiempo estrictamente indispensable. ¡No haga ni una noche en ella! Yo doy una interpretación a la muerte de su tía, y es ésta: la señora Wolseley… ¡vio a Lucy! ¡Se encontró cara a cara con ella después de los años! ¿Qué aspecto tendría Lucy? ¿Qué horror visceral, profundo, invencible llegó a causarle?

El síncope que sufrió la pobre mujer se debió al miedo y sólo al miedo. Nunca podré olvidar su cara. Si usted la hubiese visto tampoco la olvidaría. Estoy seguro de que Lucy volvió… ¡y puede regresar de nuevo! ¡Puede estar aguardándola a usted en la casa! Por tanto permanezca en ella de día, pero de noche vaya a un hotel. No se arriesgue. En cierto modo va a entrar usted en un infierno.

No me gusta decirle esto, pero creo que es mi deber. Ahora ya lo sabe todo y espero su visita.

Suyo afectísimo,

Robert Nataniel Fox. Notario de San Francisco.

La muchacha dobló de nuevo la extensa carta, escrita con un tipo de letra muy menudo y que permitía aprovechar al máximo el papel. Una arruga se había formado en su frente, rompiendo la maravillosa armonía de su piel. Sus ojos seguían teniendo aquella expresión lejana, como si estuvieran en el vacío.

¿Había miedo en aquellos ojos? ¿O había incertidumbre? Hubiera sido imposible decirlo. Lo evidente era que la mirada femenina era más profunda, más inquietante que las de las otras mujeres. ¡Era una de esas miradas que, una vez las ves, no las olvidas ya nunca!

Miró a un lado de la puerta.

El silencio se había hecho más agobiante y más espeso. Sólo se oía el sonido de las hojas al ser arrastradas por el viento.

A un lado de la puerta estaba la placa de metal que rezaba:

COLEGIO FEMENINO DE LA SEÑORA WOLSELEY
CLASES ESPECIALES

La muchacha apretó los labios.

Sí, allí estaba el trabajo que proporcionó buenos ingresos a la señora Wolseley en la época de su viudez. El notario tenía que ser un viejo distraído. ¿Cómo se había dado cuenta? La señora Wolseley fue maestra en su juventud, y sin duda había vuelto a serlo por pura afición. También estaba en situación de dar clases de medicina y biología, pues había ayudado a su marido. Esas cosas se pagaban bien.

Hizo girar la llave.

Y entró en la casa.

En aquel extraño santuario del olvido.

En lo que el notario Fox había llamado «la entrada del infierno».