Los brazos impulsaban los remos y las palas de éstos se hundían en el agua sin producir más que un leve susurro.
A veces golpeaban con un poco más de fuerza la superficie del lago y entonces se oía un brusco «Chap, chap», que casi sobresaltaba.
Por lo demás, el silencio era absoluto.
Ni el más leve rumor turbaba la quietud del amanecer. Sólo muy de tarde en tarde, desde la lejanía, llegaba el chillido de algún pato salvaje.
La voz señaló entonces:
—Allí.
En efecto, de las quietas aguas del lago surgía la m no. Sólo al mirarla se tenía ya una sensación angustiosa que contraía la garganta.
Era una mano que parecía pedir socorro desde el más allá.
Únicamente sus dedos crispados sobresalían de la limpia superficie de las aguas.
El lago tenía así un aire macabro, tenía algo que hacía sentir frío en la columbra vertebral.
La barca se acercó pausadamente. Hizo una maniobra para que los remos no tocaran los crispados dedos.
El sargento Riley, murmuró:
—Es lo más estremecedor que he visto. ¿Cómo una muerta puede sacar la mano de ese modo, igual que si estuviera pidiendo socorro?
—El lago tiene aquí muy poca profundidad —sugirió el agente Morton.
—¿Y qué?
—Pues que el cadáver puede estar enganchado en el lodo del fondo y haber quedado vertical. Así no es tan extraño que llegue a sacar la mano.
—De todos modos nunca había visto nada igual —dijo Riley—. A ver. Con cuidado. Sujetad el bichero.
El largo palo con un garfio al extremo, que se empleaba para sujetar las ropas de los cadáveres y tirar así de ellos, apareció en la proa de la barca. Daven, el agente especializado en aquellas macabras tareas, lo manejó hábilmente.
—Ya está…
—Tira.
Surgió la cabeza.
Era la cabeza de una muchacha muy bonita, o que al menos lo había sido. Los policías tenían en eso una especie de macabra especialización. Veían una calavera y, por sus proporciones más o menos armoniosas, decían: «Ha debido pertenecer a una hermosa muchacha». Era algo parecido a lo de los forenses cuando sacan un hígado de un cadáver y exclaman: «¡Qué magnífica pieza!».
Pues bien, la muchacha que acababan de extraer del lago debió haber sido bonita. Pero su rostro ya había sido devorado de tal modo por los peces que resultaba irreconocible. Tampoco existían sus manos ni parte de sus nalgas.
A cualquiera, aquel espectáculo le hubiese llenado de un frío horror.
Pero los policías del lago ya estaban acostumbrados, porque casi todos los cadáveres aparecían así. Ellos sólo se fijaron en la juventud y en las proporciones, armoniosas de la víctima. El sargento Riley, pensó: «En efecto, debió ser una muchacha muy bonita».
Las voces dominaron el chapoteo de los remos. Rompieron el silencio espectral de la mañana.
—Arriba.
—Cuidado. Situadla en este lado de la barca.
—¿Qué opina usted, sargento? ¿Cree que se ha ahogado o que se trata de un crimen?
—Si no se trata de un crimen —dijo sombríamente Riley—, ¿dónde está la barca desde la cual cayó?
Y señaló hacia la lejana orilla perdida entre las brumas. La embarcación de los policías fue girando lentamente, movida por los remos. Nunca empleaban el motor fuera borda en aquellos casos porque las hélices, a veces, habían destrozado los cadáveres.
—Volvamos.
Poco a poco dejaron atrás la zona del macabro hallazgo. Unos rayos de sol alumbraron el lago de lleno, proyectándose sobre los ojos milagrosamente intactos de la muchacha.
—Fíjate —susurró uno de los policías—. Cualquiera diría que esos ojos tienen hasta expresión. Parece como si ella viviera…
—Sí —susurró el otro policía con un leve estremecimiento de miedo inconfesable—. Más vale que mires hacia otro sitio.
Ese fue el primer estremecimiento que se produjo en aquel siniestro caso. Y ése fue solamente el principio.