Cuando Gregor Mendel —el monje que cultivaba plantas de guisante y que se convertiría en padre de la genética— tenía veintidós años, fue enviado a estudiar a la Universidad de Viena. Tal vez a primera hora de la mañana o en el largo ocaso estival, paseando a orillas del Danubio, contemplara por primera vez la sucesión y el fin de las generaciones. Tal vez buscara consuelo a su soledad sentándose con los fantasmas de los muertos del río, cuyos cuerpos estaban enterrados en un pequeño cementerio de la ribera. Tal vez sintiera que aquel lugar de descanso había sido una elección cruel para quienes habían fallecido ahogados: haber sido enviados a reposar en el ámbito del rumor del río; aquellos cuyo último deseo —quizá también el último deseo incluso de los suicidas— era el abrazo maternal de la tierra. Las tumbas estaban tan cerca del río que, una y otra vez en el transcurso de los años, la crecida de las aguas amenazó a los muertos hasta que finalmente el pequeño camposanto fue trasladado a un terreno situado detrás de la nueva presa, donde no había peligro de inundaciones. Se construyó una pequeña capilla y se plantaron setos. En el emplazamiento del antiguo cementerio —donde tal vez Gregor Mendel considerara por primera vez los mecanismos de lo hereditario— creció un pequeño huerto entre los muertos sin nombre que quedaron atrás. Hoy nadie merienda en ese huerto meditabundo, ni en la pesarosa hierba a aquel lado del río. Aunque no hay señales que indiquen que aquel lugar fuera un día un cementerio, tal vez haya algo en la luz que parece prohibir tales placeres. Pero si uno quiere visitar a los muertos, sólo hay que tomar el tranvía 71 hasta el final de la línea en Kaiser-Ebersdor-ferstrasse. Desde ahí se puede ir andando. No está lejos.
Jean estaba junto a la verja del jardín de su madre, que florecía ahora en la tierra de cultivo del humedal de Marina. Las dalias y las peonías se combaban por el peso cansado y desbaratado de su madurez, borrachas de calor y de luz solar. Marina se había ocupado de todo; en ausencia de Jean, había contratado a un joven para podar y amarrar y girar y cuidar de las flores; se habían respetado sus herramientas, colgadas en ordenadas hileras en la pared del cobertizo, con los filos y los dientes bien limpios.
Jean abrió la verja. No quería hacer otra cosa que cavar, que ennegrecerse las manos. Se preguntó por el significado de aquello, de ese deseo; no se trataba de reclamar lo que era suyo, de eso estaba segura. Tal vez fuera una forma de hacer ofrenda de sí misma, como alguien que está en pie ante otro, pidiendo comprensión. La tierra estaba húmeda y fría.
Desde el porche trasero de la casa, Avery observó cómo Jean se arrodillaba; la curva de su espalda, la falda estirada sobre los muslos, la melena recogida de cualquier manera en lo alto de la cabeza para que la brisa alcanzara el sudor de la nuca y los hombros. Vio que ahora se movía de forma muy diferente, como si estuviera acostumbrada a ir encorvada por la fatiga, por la sensación de inutilidad; observó ese nuevo cuerpo, del que no tenía conocimiento alguno. Marina estaba trabajando; su puerta estaba cerrada, la casa en silencio. Avery se quedó sentado, con los pies desnudos posados sobre el frescor del suelo de baldosas de la cocina, y cerró los ojos.
Se precisaba una ventaja mecánica, pensó, una trócola. Él tenía que convertirse en la polea fija.
Recordó los meses que había pasado en Quebec, cómo Jean había preparado su mochila de nuevo al término de los fines de semana que pasaban juntos, escondiendo cartas para las semanas que pasarían separados, para abrir cada una de ellas en la hora indicada: poemas, cuentos, fotografías. Era una forma de domesticar su deseo durante la separación, de otorgar otro afluente a ese deseo. Entonces había creído, al abrir aquellas cartas —después de la cena, a las tres de la tarde del domingo, justo antes de dormir—, que de alguna manera entre él y Jean poseían, sin habérselo ganado, y posibilitado sólo por la existencia del otro, una aptitud para la felicidad, un calibrado.
Ahora él iba a ser como alguien que ha sido testigo de un milagro y no se permite olvidarlo; como un creyente que se aferra a las señales y a los portentos; se negaba a dudar. Sentía que su padre lo hubiera comprendido. Porque William le había enseñado la relación entre fuerzas invisibles, iones ligados a pesar de las enormes distancias que hubiera entre ellos y de la diversidad de sus densidades. Seguiría deseando, creyendo, hasta que Jean, como alguien que sintiera de pronto la mirada de otro desde el fondo de una habitación, levantara los ojos. Permaneció sentado, sumido en el misterio de esta determinación.
Jean se giró para contemplar la finca y vio el porche vacío y las ventanas en sombra, cerradas contra el calor. No era capaz de explicar lo innato de su derrota, de su desolación, como si todos los años de felicidad con él hubieran sido tan sólo una especie de indulto, como si en realidad no le perteneciesen. La lástima que sentía por él: era un tipo de amor que hacía burla involuntaria de otro. Trabajó hasta que le dolieron las manos, hasta que el intenso resplandor del crepúsculo se extendió por el jardín. Anhelaba la primera claridad del otoño, preguntándose si el frío la dejaría limpia. Pero sabía que no podía ser. Había malgastado todo el tiempo que la niña había estado viva en su interior; se lo había pasado rogando a los muertos; la añoranza por su madre; la de su madre por ella.
Desde la ventana de su estudio Marina observaba a Avery y a Jean, dos figuras leves, cruzando el humedal. Veía la distancia que había entre ellos. La camisa suelta de Avery revoloteaba en el viento, vacía tras de sí.
Desde su regreso, Jean dormía en el cuartito que solía compartir con Avery, y Avery en la cama desplegable del estudio de Marina. Sentía una tenue satisfacción al ver cómo esa cama, prueba de su separación de Jean, desaparecía cada mañana en el interior del sofá, como si todo pudiera restaurarse tan fácilmente.
Avery y Jean estaban de pie a cierta distancia, ahora siempre parecía haber hueco para otro entre los dos. Había hileras de vistosas lechugas balbucientes sobre la tierra negra. El humedal estaba bordeado de árboles empapados por la lluvia. Llevaban casi un mes fuera del desierto pero el olor de la tierra mojada aún resultaba ácido y extraño.
Jean apenas podía hablar.
—¿Estás diciendo que quieres tu libertad?
—Estoy diciendo que los dos deberíamos sentirnos libres —dijo Avery— hasta que sepamos qué hacer.
Estaba seguro de que en esta perversidad había una especie de verdad, al menos una integridad. En cuanto habló supo que así era. No sabía cómo restaurar a Jean, era incapaz. Su desesperación era tan cierta como todo lo demás que constituía su ser. Y una cosa sabía con certeza: de esta manera nada sanaría, en esta órbita de derrota, en este quebranto.
Estaba tan delgada, las únicas bolsas de carne que le quedaban eran los pechos, el sexo. Su imagen le conmovía hasta el tuétano.
Dijo:
—Entiendo. Volver a estudiar será difícil, llevas mucho tiempo esperando esto, vas a tener que trabajar sin distracciones…
Marina estaba lavando melocotones en el fregadero, con la ventana abierta de par en par hacia la noche.
—Jean te ama —dijo.
Marina esperó, pero no hubo respuesta. Se giró y vio a Avery, con la cuchara a medio camino entre la sopa y la boca.
Le abrazó, de pie detrás de su silla. No hay madre que olvide la sensación de un hijo que llora.
Marina se sentó a su lado, cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó en ellos la cabeza, esperando que él hablara.
El piso de Clarendon estaba vacío, los subarrendatarios se habían ido, y fue allí adonde se marchó Jean. El regreso a Clarendon fue terrible. Trajo consigo una maleta de ropa, una caja de libros, una mesa y dos sillas, un colchón para poner en el suelo. Todo lo demás se quedó en casa de Marina en el humedal.
Avery encontró un apartamento en un bajo cerca de la Facultad de Arquitectura, donde se había matriculado ya como estudiante de posgrado. La primera noche que pasó en la avenida Mansfield se sentó a la mesa, sintiéndose inconexo del puro riesgo que corría al dejarla libre. Recordó una historia que Jean le había contado sobre sus padres, una de las primeras historias que le contó aquella noche en la cabaña junto al Long Sault. Elizabeth Shaw había llegado tarde un día del mercado. Ruborizada y con aspecto culpable, había confesado a su marido que se había pasado casi una hora con el pesado abrigo de tweed y la gorra de lana puesta en la librería Britnell leyendo a Pablo Neruda. No tenía dinero para comprar el libro, así que había bajado la calle hasta una joyería y había vendido la pulsera que llevaba puesta. Le rogó a John: «No te enfades». «¡Enfadarme!», dijo él. «No te puedo ni explicar lo que significa para mí haberme casado con una mujer que es capaz de vender sus joyas para comprar poesía». Avery pensó en lo que su propia madre le había dicho esa misma mañana, de pie en la puerta de atrás cuando él se iba de su casa. «El dolor se cuece dentro de nosotros, se cuece hasta que un día metes el cuchillo y sale limpio».
Era casi medianoche cuando llamó ajean por teléfono. Tumbados juntos, con unas pocas manzanas de ciudad entre ellos, la voz de él le hablaba al oído. Le contó lo que iba a aprender: el significado del espacio, las consecuencias del peso y del volumen. Luego colgó y la recordó. No le había dicho lo que quería: envíame una señal a través del río, con la luz de una linterna o el canto de un pájaro, ven escondida en la noche, te conoceré por el olor, ven con la lluvia…
Jean no comprendía lo que significaba para ella ahora la botánica, ni qué hacer con ella. Por sugerencia de Marina, se matriculó a tiempo parcial en la universidad. Muchos días, en lugar de ir a clase, conducía hasta el humedal para trabajar en el jardín trasplantado de su madre. Cocinaba para Marina mientras ella trabajaba. Colocaba en la mesa panes gruesos y cuadrados, quesos redondos, verduras recogidas de los negros campos. Pero ella no tenía apetito. Marina no le hacía preguntas. En lugar de eso le hablaba de Avery: «Es mucho mayor que el resto de los estudiantes. No se relaciona. Excepto por Avery y el profesor, todos los demás nacieron a este lado de la guerra, y esos años los han convertido en otra especie… A veces, dice Avery, mira al profesor buscando una hermandad, pero el hombre desvía la mirada, no le hace ningún caso, demasiado ocupado como está intentando montarse en la barca salvavidas de la juventud. Dice que se siente ajeno, como si el inglés fuera su segunda lengua…».
Mientras Marina hablaba, Jean podía sentir a Avery, su concentración, su seriedad, su autocontrol.
Marina le contaba historias de la infancia de Avery, sobre su vida durante la guerra cuando vivía con la hermana de William y los primos, de la reclusión cuando perdió a William; y le hablaba de su trabajo, de pintar toda la noche, con una lupa, el tejido del abrigo de invierno de un niño contra la corteza de un árbol, como si lo más importante del mundo fuera hacerle a este niño imaginario un abrigo como es debido.
Jean siempre conducía de vuelta a la ciudad poco antes de que anocheciera. En las ventanas de las casas de Clarendon se veía la temprana luz de las lámparas. El atardecer era fresco, y la luz ya no era pálida, sino el principio de un profundo azul otoñal. Si el recibidor estaba vacío cuando llegaba a casa, se paraba y miraba al techo. Las constelaciones seguían flotando, como una red dorada en su mar zodiacal. Después, se tumbaba en el colchón sobre el suelo, observando las formas de los árboles en la ventana. Se imaginaba a Cari Schaefer pintando las estrellas con la puerta del patio abierta hacia la insistencia de la noche de otoño; y a su madre, con veinte años y recién casada, llegando a casa bajo esas estrellas, con el largo abrigo rojo con botones negros que Jean recordaba de su infancia. Pensaba en su padre: «Yo adoraba a tu madre, la adoraba». Se imaginaba a Avery, leyendo en la avenida Mansfield, con el portaminas colgando entre sus dedos; y a Marina dando su paseo nocturno por el humedal, intentando ver en la oscuridad.
¿Quién fue la última persona que abrazó a nuestra hija? Jean sollozaba en lugar de conducir seis horas hasta el cementerio al norte de Montreal para encontrar y contemplar —no sabía si con ánimo de dar gracias o de condenar— a la persona que había cavado el agujero.
Avery, habiendo renunciado a dormir, daba cabezadas a primera hora de la tarde y en el rato antes del amanecer, o entre clases. Al instante de despertar hundía la mente otra vez en su trabajo… Todo edificio crea espacio, y los grandes edificios hacen sitio para la contemplación de la muerte… Recordaba haber apartado la manta para mirar el cuerpo entero de su hija, y la cara de Jean cuando despertó en el hospital, viendo en él la única cosa para la que su lengua no encontraba palabras… Qué cuidado hay que tener con el techo, ese principio enclaustrador, la línea entre un hombre y el cielo…
Una tarde de camino a casa desde la universidad Jean se topó con un hombre, de unos cuarenta años tal vez, bien vestido, con traje y corbata, dormido en la hierba de un parque público. Resultaba chocante ver a alguien tan bien vestido tirado en un césped; de haber estado solo, ella hubiera pensado que lo habían derribado. Pero estaba tendido junto a una anciana que sin duda tenía que ser su madre. La mujer, también muy arreglada, con un abrigo ligero, yacía boca arriba, con un brazo cubriéndole los ojos para resguardarlos del sol. El hombre estaba hecho un ovillo a su lado, de espaldas, como si estuvieran en una cama. Jean sólo pudo echarles un vistazo, de íntima que resultaba la escena. No supo qué detalle la llevó a imaginar que la mujer había emigrado, abandonado su hogar en los últimos años de su vida para reunirse con su hijo, pero Jean estaba segura de que no podía ser de otra manera. Estaban juntos en este sitio extraño y él se enfrentaría a la responsabilidad de enterrarla lejos de todo lo que ella había conocido. Cuando Jean regresó unos días más tarde a ese mismo trozo de césped entre los dos parterres con flores, no pudo mirar el lugar donde habían yacido sin sentir que ahora les pertenecía a ellos. Fue entonces cuando empezó a sentir un propósito; fue entonces cuando el plan se le ocurrió por primera vez. Muy temprano a la mañana siguiente, regresó al lugar y plantó, deprisa, como una intrusa, en los parterres ya existentes, brotes que crecerían sin llamar la atención excepto por su fragancia. De haber conocido su procedencia podría haber plantado, con más precisión, flores que les recordaran a Grecia, Lituania, Ucrania, Italia, Cerdeña, Malta…, para que, en caso de volver aquí a dormir sobre la hierba, aromas familiares invadiesen sus sueños haciéndoles sentir inexplicablemente cómodos. Pero no les había oído hablar y no tenía ni idea de dónde venían. Así que plantó acedera salvaje, que crece en cualquier país templado, y que es comestible además de medicinal.
Al principio Jean plantó en los barrancos, luego en las cunetas, en los bordes de los aparcamientos, lugares sin dueño evidente, descuidados durante años. Luego se volvió más osada, plantando de noche en las zonas salvajes entre los arcenes y las aceras, entre las aceras y los jardines; en los bordes, en las grietas, a lo largo de las vallas municipales.
Iba anotándolo todo en un cuaderno y a veces regresaba para investigar cómo progresaba su trabajo. Se podría pensar que esto le daba placer. Pero después de toda una noche plantando, la soledad la enmudecía, como si hubiera estado arreglando tumbas.
Todavía no era completamente de noche, pero ya hasta las farolas que quedaban por encima de las espesas copas de los árboles revelaban poco. Ésta era la penumbra que Marina pintaba con tanto conocimiento, la que es anterior a la verdadera luz de las estrellas, o incluso a la sombra de la luna. Jean se arrodilló. Sintió que la tierra húmeda del pequeño parque urbano le manchaba las piernas. Ya no habría un momento en que el frío del suelo, independientemente de lo negro o lo húmedo que estuviera, dejara de recordarle al desierto. Abrió la tierra con la pala y, uno a uno, fue sacando del bolso ásperos bulbos redondos y deslizándolos en los agujeros que iba abriendo con la hoja de metal. Trabajaba con ritmo, sus manos encontraban el camino. Sentía que las uñas se le iban llenando de tierra. Desde la distancia, su palita, a la que había atado una linterna, era una luciérnaga cabeceando errática unas pulgadas por encima del suelo.
Jean cavaba, deseando tener hectáreas que remover con sólo una palita; la meditación de levantar la tierra a paladas, sumergida en sus pensamientos, avanzando durante horas hacia una comprensión que al principio es sólo visceral y luego se convierte en conocimiento consciente, como si sólo este tipo de acción física pudiera convertir el pensamiento en palabras. Hundía la mente en una imagen, en algo que hubiera percibido en la cara de alguien en la calle, o en algo dicho por Avery, o en una frase leída de pie frente a las baldas de una librería, como su madre, sin dinero para comprar el libro y teniendo entonces que terminar en la cabeza el pensamiento, que a veces era toda una historia.
Esa noche estaba pensando en el padre de Avery, en la muerte lenta, en la clase de dolor que reparte la naturaleza, y en la historia que le había contado Avery de su padre nadando en los fríos lagos de Escocia y del norte de Ontario. Era la ceremonia de William Escher y nunca variaba. Se adentraba despacio —los tobillos, las rodillas, las caderas— gritando todo el rato a Avery, que le esperaba en la orilla: «¡No me voy a meter! ¡Está demasiado fría, no me voy a meter!», hasta que el agua le llegaba a la barbilla y seguía gritando: «¡No me voy a meter!», y entonces hundía la cabeza en el agua. Avery observaba el rastro del cuerpo de su padre bajo el agua, sus fuertes brazos y piernas conduciéndole al lugar en el centro del lago donde reaparecería su cabeza, gritando: «¡No me voy a meter! ¡Nadar en esta agua tan fría sería de lunáticos!». Jean pensó en el cuerpo de niño de Avery, metido en el lago hasta las rodillas, mirando, temblando, en bañador, mientras su padre abría el lago con los brazos. Y pensó en Avery recordando aquella historia en el hospital, sentado junto a su padre cuando le habían quitado ya todos los tubos. «No me voy a meter, no me voy a meter».
—¿Qué estás haciendo?
Jean pegó un respingo.
—¿Tengo que tenerte miedo? —dijo el hombre, señalando su pala luminosa—. ¿Eres una loca? ¿No sabes que esto es propiedad privada?
Ahora Jean podía ver que el hombre estaba divirtiéndose. Era grande, alto y fornido. Era mayor que Jean, pero realmente no hubiera sabido decir cuántos años le llevaba. Lucía un mono manchado de pintura y un cinturón de herramientas lleno de brochas. Un obrero. En una mano llevaba un farol. Aunque estaba bastante oscuro y el parque estaba vacío, Jean, por extraño que fuera, no tenía miedo. Tenía el pelo manchado de pintura, se había dejado una franja al apartárselo de la cara con la mano.
Cuando se le hacía una pregunta directa Jean solía ser clara, como una niña.
—Estoy… plantando —dijo.
El hombre consideró esta información.
—Scilla siberica —dijo Jean, con menos firmeza.
El hombre vio que no iba a sonsacarle nada más. Pensó durante un momento.
—¿No sabe que esto es propiedad privada? —dijo otra vez.
Jean recogió sus cosas deprisa.
—Ya me iba.
—Espere —dijo el hombre—. ¡Es como tiene que ser! Esta noche también yo he roto la ley de la propiedad privada. Estaba deseando que hubiera algún testigo de ello cuando vi su luz botando arriba y abajo sobre la hierba como un pájaro. ¡Esto garantiza nuestra solidaridad!
—Para ser un criminal grita usted mucho —dijo Jean. Miró a su alrededor. Sonrió ligeramente—. Los vecinos van a empezar a abrir las ventanas y a tirarnos zapatos.
—Zapatos —el hombre asintió—. Ése sí que es un tema serio. No se asuste. He estado trabajando duro y es sólo que me gustaría enseñárselo a alguien. Puede que no tenga otra oportunidad. Mire, podemos caminar a veinte metros el uno del otro.
Se alejó, para dejar claras sus buenas intenciones.
Pasó al otro lado de la verja y la esperó junto a la valla del pequeño aparcamiento, sujetando el farol en alto sobre su cabeza. Estudió la valla, balanceando el farol despacio adelante y atrás, concentrado.
Jean vio que lo que había pintado no era una réplica estéril, sino que había tomado vida a partir de la propia valla. Los tablones rotos, los nudos en la madera, la pintura desprendida, los rastros de viejos carteles, el grafiti, cabezas de clavos, grietas, grapas industriales, cada detalle —hecho por el hombre, por el clima, por el tiempo— estaba integrado en las texturas y en las formas del manto, los cascos, los ojos, los cuernos. De esta manera no sólo los animales de Lascaux, sino también la propia valla decrépita cobraba vida de golpe. Era como si esa valla de Canadá hubiera estado esperando que alguien viera lo que tenía escondido, que resultaban ser pinturas rupestres del periodo Cromañón europeo. Caballos luchando contra la fuerza de la corriente de un río. Bisontes sobre patas flacas, con los ojos enloquecidos por la persecución. Los animales saltaban a la luz. El trabajo era rápido, extraño. Pensó en Matisse: «La exactitud no es la verdad».
Por fin Jean se giró hacia él.
—¡Eres el Cavernícola!
Él asintió como si el cuello le quedara estrecho.
—Me conoces —dijo, decepcionado.
—Todavía no —dijo Jean.
Y con eso, el Cavernícola pareció ponerse contento otra vez.
—Hay un café ahí mismo, a dos pasos —dijo.
Jean conocía el sitio, aunque nunca había entrado. Era un establecimiento estrecho con ventana a la calle en la que habían colocado un trozo cuadrado de cartón: Café, advertía el cartel, y nada más.
El Cavernícola echó a trotar por delante dócilmente, mirando hacia atrás a cada momento para asegurarse de que le seguía.
—Este pequeño café es el local de mi amigo Paweł, para mí es como mi sala de estar.
Le sostuvo la puerta. El aroma del café recién hecho salió a borbotones por la puerta hacia la noche. Dentro del café vacío un hombre pequeño y pálido, con una camisa de manga corta blanca como la cera, estaba sentado detrás de la barra de madera, leyendo. A su lado había un libro de música al dictado, como los que usan los niños. Sobre la antigua caja registradora habían pegado un letrero en la misma letra que el cartel de la ventana: No pretendo decirte lo que te ha costado tu visión. No pretendas decirme lo que me ha costado mi ceguera. Detrás de la barra, una pared de diminutas ventanas como de una máquina expendedora, llenas de granos de café aceitosos y aromáticos.
—Paweł: conoce el café —dijo con orgullo el Cavernícola—. ¡Es como un vinatero con sus vendimias!
Paweł dejó de leer y levantó la mirada.
—Paweł, me gustaría que conocieras a…, ésta es… una chica con una pala.
Paweł los miró y se fijó en las rodillas manchadas de tierra de Jean, en sus zapatillas de lona y en su bolso de plantar, del que sobresalía la pala-linterna. Vio cómo la noche se aferraba a ellos. Cerró el libro rápidamente.
—Esta noche está Ewa en casa. Quedaos todo el tiempo que queráis. Sólo cierra la puerta cuando os vayáis, Lucjan. Deja la luz de la barra encendida para que los ratones no tropiecen.
Jean se sentó frente a una mesita. Por todas partes había muebles que no combinaban, mesas de madera y sillas de cocina de vinilo, tapizados de seda ajada, mimbre, tiras de plástico trenzadas.
—¿Te apetece brasileño, africano, jamaicano, argentino o cubano? —preguntó el Cavernícola.
—O polaco —dijo Paweł, cerrando la puerta silenciosamente tras de sí.
—¿Alguna vez has visto a un hombre —dijo el Cavernícola— que se ponga tan contento de volver a casa con su mujer?
—¿Son recién casados?
—¿Paweł y Ewa? Llevan casados desde la infancia, hace lo menos ya veinte años.
—¿Cómo es el café polaco? —preguntó Jean.
—Instantáneo —dijo el Cavernícola—. ¡Pero sin agua!
El Cavernícola hundió una pala metálica en los granos de café.
—Leí acerca de tus cuadros en el periódico —dijo Jean—. El anónimo Cavernícola…, era un elogio de tu trabajo… Alguien ofreció una comisión…
—De acuerdo —dijo él—. ¡Es una lástima! Pero no voy a pensar en ello. ¡Nunca pienses demasiado en las buenas noticias! —volvió a dirigirle una mirada larga, sonriendo—. Y ahora, antes de nada, cuéntame por qué plantas cosas en secreto, como una monja que deja un mensaje para un amante.
Jean bajó la mirada hacia la mesa sintiéndose culpable. Luego, se abandonó al rápido impulso desafiante de decir la verdad.
—Cuando planto estoy dejando una especie de señal. Y espero que la persona para la que la dejo la reciba. Si alguien va caminando por la calle y experimenta el aroma de una flor que lleva treinta años sin oler, incluso aunque no reconozcan el aroma, sino que se acuerden de repente de algo que les causa placer, entonces tal vez haya hecho algo que merezca la pena.
Jean le miró con tristeza.
—Pero podrías evocar algo doloroso —dijo el Cavernícola—. Cuando plantas algo en la memoria de la gente, nunca sabes lo que va a salir.
Vio la consternación en la cara de Jean. Pensó durante un momento.
—Tal vez deberías trabajar en un hospital.
—¿Por qué pintar Lascaux? —preguntó Jean.
Pero en cuanto lo dijo, notó una punzada de comprensión. Él había encontrado la vida escondida en la valla, haciendo uso de cada cicatriz, adaptando los animales a su entorno. Sintió un indicio de algo de lo que se daría cuenta después, de que no se trataba de Lascaux, sino del exilio y del aferrarse a una dicha que no llega por su propia iniciativa.
—Mi marido me habló de una iglesia en una pequeña ciudad del centro de Italia. Por fuera es una sucia caja de piedra, sin un solo adorno. Pero al entrar en ella, cayendo en picado en la oscuridad desde la altura de la luz italiana, a medida que los ojos se van ajustando a la penumbra, el tamaño del lugar se despliega; ¡la iglesia crece ante tus propios ojos! Las estatuas surgen de pronto. Creo que todos iban buscando lo mismo, en las antiguas grutas cristianas, en las cuevas pintadas: dar vida a la piedra. Las primeras iglesias no eran más que espacios cercados, creo que lo que realmente alteró el cristianismo fue el momento en que alguien puso una silla en ese espacio. La gente ya no sentía el suelo al rezar. Y sin duda esas sillas debían de significar que algunos eran más iguales que otros a los ojos de Dios.
—¿La valla te hace pensar en todo esto?
—Sí —dijo Jean.
—A mí lo que me preocupa —dijo el Cavernícola— es que todos esos bisontes vayan a confundir a las ardillas.
El Cavernícola, Lucjan, vivía en un edificio que había sido abandonado a su soledad. Con el tiempo, la cochera en ruinas había sido apartada del resto de la propiedad y permanecía varada detrás del resto de las casas sin una entrada desde la calle. Sin embargo, tenía su propia dirección entre paréntesis: (trasera). Tres de sus lados estaban rodeados por jardines residenciales, y el otro por un edificio de apartamentos. Dos días después de su encuentro en el parque, Jean siguió el estrecho pasadizo que conducía a la casa desde la calle Amelia, aceptando la invitación de Lucjan a cenar. En la puerta vaciló. Los árboles espesos lucían todos los matices del amarillo, y el sol iluminaba la cochera como si fuera una cabaña en mitad de un bosque. Sintió que si se daba la vuelta, vería cómo la calle se retiraba, igual que la orilla se retira de un barco, y deseó que Avery estuviera con ella. Sintió el vuelco en el estómago del destierro, tuvo la sensación por primera vez de que él ya la había olvidado. El mecerse de las hojas, el sol atrapado, moviéndose continuamente adentro y afuera de las sombras, un tejido de inquietud; ajean esto le pareció tan triste como el primer momento de la conciencia al despertar, triste como el momento único en continua desaparición que es una vida. Triste como una esperanza sofocada en el tarro de un coleccionista, por no haber hecho suficientes agujeros en la tapa de hojalata.
Jean descubrió que, por dentro, el pequeño edificio de Lucjan había sido restaurado por partes, a lo largo de muchos años. Contenía sólo la mitad de un segundo piso que, por seguir la moda, podría llamarse un loft, aunque en realidad no era más que la mitad de un piso, al que se accedía por una empinada escalera. Aquí era donde dormía Lucjan. Había pintado, en el centro de la habitación, sobre los tablones de madera desnudos, una moqueta oriental que le había llevado dos semanas de trabajo. El piso bajo era una sola habitación grande, con la cocina en una pared y una vieja y elegante bañera con patas con garras en la esquina. La bañera se había quedado ahí por la situación de las cañerías y, además, porque sencillamente era demasiado pesada como para moverla. Por la noche, con la chimenea encendida, Lucjan se daba baños y escuchaba música, que llenaba el espacio abierto como si fuera una catedral. Había cortado y lijado un tablón y lo colocaba encima de la bañera cada vez que necesitaba otra mesa.
Lucjan utilizaba la otra mitad del piso bajo como estudio.
Todas las superficies de la cocina eran de un blanco luminoso, limpias y vacías de objetos. Pero la otra mitad de la gran habitación, la mitad empleada en el trabajo, estaba repleta de pilas de herramientas de escultura, chatarra, trozos de madera, viejos armarios de cocina, maderos recogidos del mar, leños, lienzos, muebles rotos. Lucjan siguió la mirada de Jean.
—Mi amigo Paweł dice: «No pienses en limpio y en sucio, piensa en mente consciente y mente inconsciente».
Jean se sentó en silencio en la cocina de Lucjan mientras él buscaba un dibujo. Aquí y allá había visto piedrecitas, sobre las mesas y la balda baja junto a la cama, y ahora se estaba fijando en los libros sobre la encimera de la cocina, en el suelo, más o menos abiertos, y se dio cuenta de que Lucjan utilizaba estas piedras redondas como marcalibros, para mantenerlo todo abierto en su casa.
Jean llevó las tazas al fregadero y las enjuagó. Luego cruzó la habitación y cogió el tren de juguete que había visto en el alféizar de la ventana. La pintura plateada tenía arañazos pero aún conservaba el brillo; y vio que, en un lado de la locomotora, tenía una esvástica y la insignia del doble rayo de las SS. Inmediatamente Jean volvió a ponerlo en su sitio. Se quedó muy quieta. Desde el otro lado de la estancia Lucjan la observaba.
La miró y de repente ella sintió un gran miedo.
—Lo siento —dijo Jean—. Creo que debería irme.
—Entonces vete.
Jean se puso el abrigo y la bufanda y se quedó de pie en el umbral de la puerta.
—¿Crees que soy un simple? —preguntó él.
Ella abrió la puerta.
—Esa locomotora —dijo Lucjan— la he tenido desde que era niño. Me encantaba ese tren, fue mi primer juguete de verdad, algo comprado en una tienda, no hecho en casa, no esculpido a partir de la pata de una vieja mesa, ni un amasijo de retales zurcidos y rellenados. Era de Piotrowski, en Krakowskie Przedmiescie, escogido del mismo escaparate. Mi padrastro y yo lo vimos juntos. Entramos y lo compramos directamente. Sabía que algo estaba a punto de ocurrir, y fue una acción audaz y extravagante, gastarnos el dinero en algo que sin duda íbamos a tener que dejar atrás. Por unos pocos días de alegría. Pero eso hicimos. Así que esas feas letras, ese feo símbolo, significan algo para mí, sí.
Jean permaneció de pie en silencio, con la mirada en el suelo.
Sin mirarle a la cara, volvió a la habitación y se sentó en una silla de la cocina, aunque no se quitó el abrigo.
—Eres muy hermosa —dijo Lucjan—. Siento que tengas tanto miedo de mí.
Se sentó a la mesa. Alargó la mano y le quitó despacio el bolso del regazo y, con una dulzura sorprendente, lo colocó a su lado sobre la mesa.
Por las mañanas a Avery le despertaba la familia que vivía en el piso de encima. Oía a los niños en los triciclos dando vueltas y más vueltas alrededor de la mesa del comedor mientras su padre les gritaba que pararan, corriendo arriba y abajo, dando portazos.
El cuarto de lavadoras estaba en el sótano y Avery sabía que, mientras la madre organizaba la colada, a veces los niños exploraban su apartamento. Muchas veces se dejaban juguetes o libros olvidados (una vez Animal Orchestra, de Tibor Gergely, «las focas grises ladraron y levantaron las aletas y tocaron unos compases con sus violines…»). A Avery no le molestaba que los niños curiosearan ociosamente entre sus cosas; de hecho, se sentía decepcionado cuando volvía a casa y no detectaba su rastro. Encontrar las posesiones de los niños entre las suyas parecía otorgarle permiso, confirmar su lugar; ahí, en un sitio que no era el suyo.
Avery yacía con la casa vacía encima de él. Sus compañeros mostraban un ferviente interés por el diseño de museos, centros comerciales, rascacielos, plazoletas de usos múltiples, centros urbanos completamente reconstruidos. Eran combativos y ardientes en relación con el tejido urbano y las infraestructuras, el control de flujos peatonales y del tráfico. Avery oía a su alrededor el ruido de la ambición y se encontraba solo, deseoso de aprender qué sencillo humanismo podría ser posible, con todo en contra, en un edificio industrial, en el Sunila de Aalto o en la fábrica de Olivetti en Ivres. Estaba empezando a darse cuenta de lo que significaba construir estructuras con la presentación más humilde y directa, francas y desnudas, sin ironía; capaces de expresar un pesar y un solaz sencillos: una casa que comprenda que todo el curso de una vida puede verse alterado, para bien o para mal, por alguien que cruza una habitación. Una habitación capaz de enfocar toda su quietud en una sola pera, cortada por la mitad en un plato junto a una ventana. Un aula en una escuela que esté tan hermosamente formada y situada que se convierta en una idea. Patios de recreo que los niños puedan rediseñar una y otra vez, con piezas móviles para construir fortalezas y refugios. Edificios de oficinas con cenadores donde leer en alto, y áreas de trabajo amplias (con espacio para pensar). Por qué eran tan feos los colegios, concretamente, tan estériles, tan carentes de aspiraciones y de inspiración, la antítesis de las cualidades que uno querría inculcar a los alumnos; paredes de bloques de hormigón, suelos de linóleo enfermizo, luz muerta, sótanos horrendos, instalaciones ordinarias, sin respeto por sí mismas… Sabía que tanto dinero podía gastarse en construir algo inerte como en construir algo vivo… No bastaba con hacer que las cosas fueran menos malas; había que hacerlas para bien.
¿La evolución ha trasladado el hueso de nuestro cuello para permitir el habla, hemos aprendido a ponernos en pie, a medir, a rendir culto, a plantar y a cosechar, a manipular el átomo y a explorar el gen, a enhebrar agujas —tanto filosóficas como de las otras— con nuestros cerebros prénsiles y autoconscientes, a reproducir el mundo con pintura y lenguaje, todo aunque no tengamos destino alguno como especie?
Estos pensamientos estaban vinculados al sonido de los niños subiendo y bajando a todo correr por las escaleras, al breve momento de silencio imaginando los abrazos que se daban antes de salir todos corriendo por la puerta, al hecho insalvable de la felicidad de los otros, tan inocente como el nombre de un niño escrito en mayúsculas cuidadosamente en la solapa de un libro.
Durante casi un mes, Lucjan pintó ajean. El vestido de terciopelo, el jersey gordo. Ella no sabía si se quitaría la ropa para él en caso de que él se lo pidiese, de que cruzara la habitación hacia ella; pero él no lo hizo. Observaba la manera en que el tejido se arrugaba o se estiraba, destellos de volumen y de hueso. La comprensión que existe antes de que el tacto nos ciegue.
La mirada de Lucjan era dolorosa; al principio Jean apenas era capaz de tolerar el escrutinio de cada una de sus partes, aunque fueran partes visibles a cualquier extraño de la calle: su cara, la carne tierna entre sus dedos, detrás de las rodillas, la curva de su cuello. Todas las tardes sus ojos hacían el mismo recorrido, y al día siguiente y al otro, con un conocimiento cada vez más profundo, y después de unos días ella empezó a observarle a él mientras dibujaba, haciendo el mismo lento recorrido de su cuerpo.
Hacerse visibles por la mirada de otro.
Muchas noches después de aquel primer mes se sentaron uno frente al otro en la mesa de Lucjan, o Jean en la moqueta pintada y Lucjan al borde de la cama, dos viajeros en viajes distintos, esperando juntos en una estación de tren vacía, animados por las circunstancias a establecer una incómoda intimidad.
—¿Conoces la historia de Kokoschka y su clase de dibujo del natural? —preguntó Lucjan desde el otro lado de la habitación—. Sus estudiantes estaban pintando a partir de un modelo. Los dibujos le parecían patéticos, débiles, aburridos. ¿Cómo dar vida a esas miradas? Un día llevó a la modelo aparte antes de que comenzara la clase y le susurró algo al oído. En mitad de la hora la mujer se desplomó y Kokoschka se precipitó a su lado. «¡Está muerta!», exclamó. Los estudiantes miraban horrorizados aquella carne que se había quedado tan repentinamente sin vida. Entonces Kokoschka tomó a la modelo de la mano y la ayudó a ponerse en pie. Ella regresó a su pose. «Ahora», dijo el maestro, «dibujadla otra vez».
A cambio, Jean le habló a Lucjan de los grabados de madera de Hans Weiditz, las primeras ilustraciones de plantas en un libro impreso. De repente, por toda Europa, boticarios, herbalistas, doctores, comadronas podían observar la misma planta e identificarla indiscutiblemente. Tal vez lo mismo podría decirse del primer dibujo de un rostro humano. Y a partir de entonces, le contó Jean, los dibujos botánicos se convirtieron en un arte; los meticulosos estudios de Da Vinci de la corteza de los árboles y de las endentaduras y las venas de las hojas. Las acuarelas de Alberto Durero —tan realistas—, sus iris, las dobleces y los pliegues de la piel apergaminada, amoratada…
—Todas las flores son acuarelas —dijo Lucjan.
Lucjan preparó una cena tardía. Echó todos los ingredientes en una única cazuela, las verduras, la carne, los huevos; picó las hierbas y frotó el polvillo sobre el aceite rizado y luego volcó la cazuela, echándolo todo en dos platos.
Jean lo observaba. Nadie la había sentado nunca en una silla y había cocinado para ella, en todos los años que habían pasado desde la muerte de su madre. No había sabido que esto le dolía. La primera vez que se sentaron juntos a cenar sollozaba mientras comía, la comida normal más deliciosa que había probado nunca, y él la dejó llorar, sólo cogiéndole la mano desde el otro lado de la mesa, como si esta gratitud fuera lo más natural del mundo. Comer y llorar.
Después de cenar Lucjan dijo: susúrrame al oído.
—De acuerdo, pequeña Jean-Janina —dijo Lucjan mientras se sentaban completamente vestidos en la cama de él—. El primer cuento de antes de dormir. Para ser honestos, hay sólo uno. Quieres que hable yo primero…
»Hay muchos grados de solidaridad. Quien arriesga su carrera y quien arriesga su vida; uno que se arriesga porque lo han hecho sus amigos, que no soporta la vergüenza y la soledad de ser un cobarde. El amigo que te ayuda cuando lo necesitas, y el amigo que te ayuda antes de que lo necesites.
»Tenemos que conocer el valor de las palabras del otro, lo que cuestan.
Por debajo del jersey, en la tripa, Jean sintió la tirita de la mano de Lucjan, sintió los botones de su camisa, sintió la correa de su reloj. Nunca más volvería a sentir indiferencia hacia esos objetos.
—Éramos miles, Robinson Crusoes viviendo en los escombros…
»El silencio de las ruinas es la respiración de los muertos…
»Era la primera vez que me despertaba la sensación de la nieve sobre mi piel…
»Nacemos con lugares de sufrimiento en nuestro interior, la historia es prueba de ellos…
»Sólo puedo hablar si estás tumbada junto a mí —dijo—, tan cerca como mi propia voz, con mis palabras a todo lo largo de tu cuerpo, porque lo que voy a decir es toda mi vida. Y en realidad no tengo nada más que estos recuerdos. Necesito que escuches como si estos recuerdos fueran tuyos. Los detalles de esta habitación, esta vista desde la ventana, estas ropas apiladas en la silla, el cepillo en la mesilla de noche, el vaso en el suelo, todo tiene que desaparecer. Necesito que escuches todo lo que digo, y todo lo que no puedo decir también debe ser escuchado.
»Es aterrador escuchar de esta manera, dejándolo todo atrás. Tal vez esté pidiendo lo imposible…
»El humo forzaba a la gente a salir de los sótanos, los empujaba a través de las puertas de fuego. El sonido de las “vacas bramantes”, las máquinas que arrastraban las minas hasta su sitio, y luego la explosión. Las ratas de los escombros decían: “No te preocupes, si oyes la explosión es que no estás muerto…”.
»Una multitud se reunía al borde de las ruinas. Nadie se atrevía a dar un paso adelante. Muy por encima de ellos (sus cabezas se echaban hacia atrás con incredulidad), ardía la gigante ola helada de escombros. Desde algún sitio un hombre dijo: “Pon un pie en Polonia y te estás metiendo en mierda de caballo hasta la rodilla”. La multitud, bullendo de furia, estiró el cuello para ver quién osaba decir tal cosa y golpearle. Pero cuando la gente se giró vieron que el viejo lloraba…
»A los pocos días de la retirada alemana éramos veinte mil viviendo entre las ruinas, y en pocas semanas los Robinson Crusoes nos habíamos multiplicado por diez; muchos, muchos niños que no conocían otro lugar y que tenían miedo de probar suerte en otro sitio, que necesitaban quedarse en el sitio donde vieron a su padre y a su madre por última vez…
»Cuando mi padrastro regresó a Varsovia después de la guerra, estábamos sentados con otros sobre el montón de piedras que solía ser Krakowskie Przedmiescie, la misma calle en la que, parecía que tanto tiempo atrás, habíamos comprado ese trenecito de juguete. Agarró a un anciano por el brazo, un desconocido, y me enseñó el tatuaje que tenía aquel hombre, porque él también estaba lleno de dolor y no tenía ninguna cicatriz que lo atestiguara.
Era como si el cielo hubiera estado hecho de piedra y se hubiera estrellado contra la tierra: un horizonte interminable de escombros.
La nieve caía despacio, atravesando el humo y el polvo de piedra. No se podían ver las estrellas por la atmósfera espesa. El río negro fluía hacia el norte por encima de puentes estallados.
La nieve caía pacíficamente sobre setecientos veinte millones de pies cúbicos de escombros. Se adhería a los sedimentos masticados, arrancados, destrozados, de paneles, tejados, vidrios, camas de hierro, bibliotecas enteras, sobre los restos de guarderías y de árboles, y sobre noventa y ocho mil minas terrestres.
En medio de esta devastación se encontraba la abollada plaza de la ciudad, Plac Teatralny, en su día el punto de intersección de todas las principales rutas comerciales de Europa: desde el Báltico hasta el mar Negro, de París a Moscú. En el centro de esa plaza se mantenía aún en pie una delgada columna de piedra, intacta, en la punta apenas visible la aguja de un compás grabado, vertical entre las ruinas incomprensibles, marcando el lugar: latitud 52’ 13 grados norte, longitud 21 grados. Varsovia.
El aire estaba cargado, sólido; temblaba, como si hubiera muros surgiendo del suelo a paso acelerado. Tras unos minutos de observación aterrada, Lucjan se dio cuenta de que estaba saliendo el sol, y de que aquellos muros espectrales no eran más que el efecto del alba ascendiendo humo arriba. La luz del sol atravesaba paredes de humo donde hacía sólo unas horas se levantaban muros de verdad; la ciudad era una postimagen. Cuando el polvo se fue depositando, esta carne refulgente se disolvió, dejando sólo los esqueletos de los edificios, afilados montículos de piedra, huecos de ventilación, vigas de hierro destrozadas, vigas de madera hechas jirones, adoquines, chimeneas, cornisas, armarios de cocina con sus pomos redondeados, pomos de vidrio y de metal, distintos tipos de tuberías retorcidas, cables eléctricos, yeso desintegrado, cartílago, hueso, materia cerebral. Fibras flotantes de tela y pelo quemado en el viento de enero; jirones de vestidos de lana, botones derretidos, y el humo grasiento de los cuerpos aplastados por la avalancha, ardiendo todavía. El aire centelleaba con infinitesimales partículas de vidrio.
Los muertos eran invisibles y omnipresentes; estaban en otra dimensión donde jamás serían encontrados.
De las ruinas emergían objetos que asombrosamente no habían sido digeridos por los muros derribados y los incendios: un cepillo, la rueda de un carro, un dedo. Sobresalía el marco de una ventana, con la cortina aún sujeta; en el aire flotaban, lánguidas, flores de algodón amarillo pálido, buscando la cocina desaparecida.
Las ciudades, como las personas, nacen con un alma, el espíritu del lugar, que sigue haciéndose notar incluso después de la devastación, un mundo antiguo en busca de sentido en la nueva boca que lo dice. Porque aunque no quedaran edificios y los escombros se extendieran más allá del horizonte, Varsovia nunca dejó de ser una ciudad.
En la oscuridad podían verse rabos de humo parpadeando en el viento, elevándose de entre las grietas en las piedras. Así uno podía saber que allí había un sótano, lo bastante grande como para un fuego subterráneo. Sólo de noche podía verse cuántos vivían en las ruinas.
A menudo las entradas a estas meliny, a estas madrigueras, estos túneles hacia el interior de los escombros, estaban indicadas con una maceta de flores. Geranios. Un estallido de rojo, un chorro de sangre entre los huesos.
—Una vez, una mujer, probablemente la esposa de un periodista, había multitud de ellos en la ciudad durante las primeras semanas después de la guerra, me ofreció una onza de chocolate —dijo Lucjan—, envuelta en un pedazo de papel de plata. El aroma de sus polvos de maquillaje, en el interior de su bolso, se había adherido al papel brillante. Recuerdo que lo contemplé durante un largo rato; para mí era el primer chocolate desde antes de la guerra. Cuando por fin me lo metí en la boca, sentí que el calor me recorría el cuerpo a toda velocidad y, mirando a aquella mujer con su abrigo de piel y el cierre dorado de su bolso brillante, deseé reposar mi cabeza contra su suavidad. En lugar de eso, para devolverle su amabilidad, le eché una larga mirada, como si la odiase, y me alejé deprisa antes de que ella dijera una palabra.
»Cavé hacia abajo hasta encontrar una habitación casi perfectamente intacta y, mientras estaba fuera buscando comida, otra persona se la apropió. Me dejé caer en un agujero y encontré a un hombre cubierto de sangre; la había por todas partes, hasta podían verse sus pisadas. Me quedé mirándolo. “No te preocupes tanto”, me dijo. “No es más que una herida en la cabeza”. Una vez, me quedé dormido en un sitio que había encontrado cuando ya casi había anochecido del todo. Cuando desperté, me di cuenta de que estaba tumbado con la cara pegada a la de una muñeca que sobresalía de las piedras en un ángulo violento. Pero no era una muñeca… Una vez, encontré la bodega de una tienda llena de cajas de zapatos. Llevé a cabo unos útiles trueques antes de que otra persona también descubriera ese sótano lleno de zapatos… Tienes otro par de zapatos o un segundo abrigo. Estás de pie en la calle y si abres los brazos eres una tienda… Aprendí pronto que lo mejor era un agujero sin nada que ofrecer, donde nadie me molestara. Tenía una manta, un cuenco. A veces aparecía una cabeza, me veía ahí sentado, y desaparecía.
»Una vez vino una chica. Debió de ver la luz de mi vela filtrándose entre las grietas. Yo ya estaba dormido y ella me despertó sacudiéndome. Tendría como mucho doce o trece años. Me preguntó si se podía quedar hasta el amanecer. Una gran cruz de madera amarrada a un cordel le colgaba sobre el pecho, tan delgado que los brazos de la cruz se extendían casi de una punta a otra de su cuerpo. Antes de que pudiera responder la tuve detrás de mí, echada, con la frente contra mi espalda y su brazo sobre mí, y en un minuto estaba dormida. Me aterraba su tacto. Apenas podía respirar por el dolor de su brazo flaco reposando sobre mi abrigo.
»Una vez, triscando por los escombros, vi un trozo de algodón estampado atado alrededor de la garganta de una mujer. Ese trozo de tela de colores estaba saturado de vida. No la mujer, porque no había pulso en aquel cuello, sino la tira de tela, roja y azul contra la nieve. Al principio creí que tenía la frente perlada de sudor. Pero era hielo.
—A medida que la gente regresaba a Varsovia fueron apareciendo, cada vez con mayor frecuencia, aquí y allá entre las ruinas, una rama con un trozo de papel clavado; marcando el lugar donde alguien pensaba que había estado su casa o su tienda, donde habían visto por última vez a la persona que buscaban…
»A esto hay que añadir el olor, los chillidos de tufo de los karbidówki, las lámparas de carburo que apestaban cuando las limpiaban cada mañana…
»Una vez oí a una pareja de ancianos organizando su alojamiento en el montón de desechos. El hombre estaba limpiando un hueco para ellos cuando de repente exclamó: “Mira, un vaso, sin romper, ni un rasguño. ¡Increíble! ¡Ya podemos beber!”. “No”, dijo su mujer, “pongamos flores en el vaso. Todavía podemos beber con las manos”.
»La gente tiene el instinto de dejar flores donde ha pasado algo terrible, junto a la carretera donde ha habido un accidente, frente a un edificio donde alguien ha muerto de un disparo. No es como traer flores a una tumba donde un cuerpo ha sido puesto a reposar. Esas flores no son iguales. Alguien sufre una muerte horrible y de pronto aparecen los ramos. Es el instinto desesperado de dejar una marca de inocencia sobre una herida violenta, de marcar el lugar donde se paró el último nervio palpitante de inocencia. La primera tienda, la primera de todas, que se abrió en las ruinas de la ciudad, en los primeros días después de la ocupación alemana, posada sobre los escombros, ¡en la nieve!, fue una floristería. Incluso antes del tranvía abandonado y en ruinas que contuvo el primer café, donde se despachaba sopa y sucedáneo de café, estuvo esa floristería. Todos los periodistas extranjeros se maravillaban ante ella: qué vitalidad, qué fortaleza, qué espíritu; qué babosería balbuceaban esos periodistas. ¡Bla bla bla! ¡Etcétera etcétera etcétera! Pero nadie decía lo que tendría que haber resultado sencillo y obvio: las tumbas necesitan flores. Se necesitan flores en un lugar donde ocurren muertes violentas. Las flores fueron nuestra primerísima necesidad. Antes que el pan.
Y mucho antes que las palabras.
—Los soldados alemanes habían impuesto un estricto horario de demolición —dijo Lucjan—; cada edificio, calle por calle, había sido numerado en pintura blanca. En este sentido, los números pintados sobre los laterales de aquellos edificios eran como los tatuajes en los brazos de los internos de los campos; se podría decir que los números significaban su fecha de destrucción.
»Al otro lado del Vístula los soviets esperaban pacientemente mientras la Wehrmacht, con gran eficiencia, arrasaba la ciudad vacía. Cuando terminó el espectáculo, casi tres meses después, el ejército soviético rápidamente tiró un pontón sobre el Vístula, el mismo río que durante toda la revuelta y la demolición de la ciudad había sido declarado “infranqueable”, y reclamó la ciudad para sí.
»Supón —dijo Lucjan en voz baja, tumbado junto ajean bajo las mantas— que quieres convencerme del color del pelo de un hombre. ¿Me enseñarías como prueba a un hombre con una buena mata de pelo? No, está claro que podría haberse teñido el pelo, o que hubiera alterado la foto. No, lo que haces es enseñarme un hombre calvo. Me dices: solía tener el pelo castaño. Examinamos el tono de su piel, el de sus cejas. No resulta tan fácil saberlo. Al final, nos rendimos, tal vez, sí, el pelo del hombre calvo podría haber sido castaño. Unos años después ves la misma fotografía, el rostro te resulta familiar pero lo único que recuerdas es que ese hombre solía tener el pelo castaño…
»De acuerdo. Supón que quieres que olvide el significado de determinado nombre… En un claro del bosque cerca de Minsk, los soviets erigen un monumento nacional de guerra para marcar el lugar donde la aldea de Khatyn fue arrasada por los alemanes. Día tras día, durante décadas, envían autobuses llenos de niños a visitar el lugar. ¿Por qué se ha elegido este sitio para construir un monumento nacional cuando hay tantos otros lugares donde hubo más muertos que aquellas pobres almas de Khatyn? Sencillamente porque existe otro claro, en un bosque cerca de Smolensk, un lugar llamado Katyn. En este lugar, donde se siente una presencia invisible, al principio uno cree que es sólo el efecto de la luz del sol moviéndose entre el follaje, cientos de oficiales polacos fueron masacrados por los soviets en 1939, y enterrados en una fosa común.
»Los soviets intentaron que los alemanes asumieran esa culpa pero al final sólo hubo una manera de hacernos “olvidar” Katyn, y fue construir el monumento conmemorativo de la guerra en Khatyn. Los acontecimientos se confunden hasta que queda un solo acontecimiento, que se convierte en la verdad por la prueba irrefutable que supone una estatua gigante.
»Y cuando te sientas a tomar algo con ese mismo hombre calvo y él habla de soledad, bueno, ¿se trata de soledad rusa o de soledad polaca, de la soledad de un católico o la de un judío? ¿Es acaso la soledad de un verdadero marxista? Hubo incluso, y esto resulta increíble, un barco soviético atracado en Varsovia en aquellos años después de la guerra, que se llamaba El Cuento de Hadas…
Jean se sentaba a menudo en la biblioteca de la universidad, esperando a que fuera lo bastante tarde como para ir caminando adonde Lucjan, a las nueve o a las diez de la noche, cuando ella sabía que él habría terminado en el estudio. Salía de la claridad cegadora de las baldas de la biblioteca, de la taxonomía, de la genética de las epifitas, de réplicas en cristal de Blaschka o en cera de Minton, a la oscura calle de noviembre, con su muestrario de intimidades, ventanas ámbar llenas de la vida misteriosa, la vida corriente. Lucjan y ella cenaban juntos, y si Lucjan no había terminado del todo de trabajar, volvía a ello, rebuscando hasta dar con el trozo de chapa con la forma adecuada, pintando, soldando, mientras Jean leía. Después, una última taza de té, la de Lucjan aderezada a veces con un chorro de algo; y luego a meterse en la cama, donde Jean yacía vestida y cada noche, tal vez durante unos diez minutos, Lucjan dibujaba su rostro. Había ya unos treinta retratos; rápidos, precisos, amorosos. Un registro del conocimiento cambiante que él iba teniendo de ella. Luego aquel cuento para antes de dormir que se seguía desenmarañando, y los dos entendían en la misma medida que aquello era un acuerdo de confianza. Egipto, Montreal, pero sobre todo Varsovia, ante los ruegos de Jean. Sus palabras abrían un resplandor oscuro, una fosforescencia dentro de una cueva. Lo que se iluminaba no era el mundo, sino una oscuridad interior. No la flor, sino las tinturas que se elaboran con la flor. A menudo se quedaban dormidos con la ropa aún puesta, ahora ya no como si estuvieran en una estación de tren, sino en un vuelo nocturno; en la ventanilla del dormitorio caía la nieve como cenizas sobre el negro río Vístula.
Una mañana despertaron y encontraron la casa fría, con las ventanas emplumadas de blanco. Lucjan bajó al piso inferior a encender la chimenea. Para prender el fuego utilizó páginas de viejas guías telefónicas, eligiendo una letra al azar y declamando nombres y direcciones en voz alta antes de arrugar las hojas. Jean lo observaba escandalizada.
—Sientes ternura hasta por un listín telefónico —dijo Lucjan—. ¿Qué voy a hacer contigo?
Se puso en cuclillas frente a la chimenea y la miró.
—¿Por qué te pone tan triste?
—No estoy segura —dijo Jean.
Ella titubeó.
—Tómate el tiempo que necesites. Podemos quedarnos aquí sentados en este frío mientras piensas. Lo siento —dijo él.
—Es como si hubiera una conexión entre esos nombres que nunca comprenderemos —dijo Jean en voz baja. Como si estuviera pasando por alto algo importante.
Lucjan se sentó junto a ella en el suelo.
—Recuerdo que mi padrastro se levantaba temprano para encender el fuego en el cuarto de estar donde tomábamos el desayuno —dijo—. Nunca conocí a mi padre, que murió antes de que yo naciera. Yo tenía dos años cuando mi madre volvió a casarse. Era tan guapa. Educada, refinada, sociable. Personificaba una época, un momento, la primera y la última de las debutantes judías en Polonia. Mi padrastro, que no era judío, se quedó fuera del gueto y se unió al Ejército Nacional porque creía que eso nos salvaría. Durante aquellos años en los que mi madre y yo estuvimos solos juntos, me habló todo el tiempo. Nos metíamos debajo de las mantas para mantener el calor y me contaba historias, todo lo que recordaba de cuando era niña y de cómo eran las cosas cuando conoció a mi padrastro, siempre acariciándome el pelo y haciéndome reír. Después de la guerra, cuando volvió y me encontró, pude ver el trastorno en su rostro, todas las cosas que se había obligado a hacer por nosotros, y todo para qué. En realidad había sido sólo por mi madre, y ella ahora ya no estaba. A mí apenas me había visto en casi siete años… Fuimos revisando todos los escombros, llevamos en las manos la mitad de la ciudad, piedra a piedra. Él se negaba a creer que no fuera a encontrarla. Me arrastraba de un sitio a otro. Nos plantábamos delante de una pila de rocas, una tras otra, día tras día. Yo estaba siempre llorando. Plasta que al final me sacudió y me dijo que me callara. Debía de estar volviéndole loco. Me dijo que se iba a Cracovia. Me pidió que le esperara. Al final no sé si el Ejército Rojo lo reclutó antes de que pudiera volver por mí o no. Durante años creí que ese único hecho importaba más que cualquier otra cosa. Pero muchos meses después hubo un momento en el que comprendí que nunca había tenido intención de volver. Estaba trabajando en la Ciudad Nueva, ayudando a descargar los camiones llenos de casas rotas en el lecho del río. Llovía. Casi aplastamos a un hombre con una carga. Dio un grito y su voz en la lluvia fue el sonido más triste que jamás había oído. Si la lluvia tuviera una voz, ésa sería su voz. En ese preciso instante, calado hasta los huesos, oyendo gritar a aquel hombre, sentí cómo algo salía volando del mismo centro de mi ser. Mi padrastro, el caballero soldado valiente y noble a quien mi madre me había enseñado a amar; de repente me sentí libre, perfectamente libre de él. No soy capaz de expresar el alivio que puede suponer tal desesperación. Algún día te contaré el final de la historia… No me mires así, con esa mirada de lástima.
—No es lástima —dijo Jean.
—¿No? Pues a mí me parece que es de lástima.
—¿Serías tú capaz de reconocer una mirada de lástima?
Lucjan no dijo nada en mucho rato. Se quedó sentado en el suelo, muy quieto, delante de la chimenea.
—Nadie me había dicho eso nunca. Y resulta que tienes razón. ¿Qué experiencia puedo haber tenido yo de la lástima?
—Por favor no quemes los listines —dijo Jean—. A lo mejor es una tontería por mi parte, pero no soporto ver arder esos nombres. Es como si nadie fuera a ser capaz de encontrar a alguien nunca más. Es como romper un hechizo.
Lucjan empujó el libro por el suelo hacia una esquina.
—Aquí hace frío —dijo.
—Ven conmigo debajo de las mantas —dijo Jean—, por favor.
Él se metió en la cama y ella atrajo su rostro junto al suyo. Estuvieron tumbados un rato en silencio y luego Lucjan dijo:
—Tienes razón, Janina. Todos esos nombres en un libro como si se pertenecieran los unos a los otros. Como si toda la ciudad fuera una sola historia.
Los compañeros de clase de Avery, después del sondeo inicial, perdieron interés en él. Trasladaron su atención a la dominación intelectual del aula, el establecimiento de las afinidades mentales, la adquisición de amantes; a él no le preocupaba no destacar en ninguna de esas categorías.
Ahora sentía ambición. Tenía buena memoria para los edificios que había visto con su padre y, tras tantos años de trabajo, un instinto puro y destilado para las presiones, los equilibrios, las sombras que se proyectarían. Los libros formaban torres en el suelo alrededor de su cama. Dormía con la lámpara encendida y cuando se despertaba en mitad de la noche empujaba deliberadamente el calor de Jean lejos de su mente.
Vivía a base de cereales, pan y té. Para cenar, Avery colocaba sobre la mesa la tetera, el ladrillo de mantequilla en su papel de plata y la barra de pan. El tiempo o la luz despertaban dolores reflejo, detalles de ella. La sensación de su antebrazo sobre la espina dorsal, con la mano de ella entre los hombros. Su curva cálida, las mañanas en las que ella se despertaba antes que él y se ponía a leer de lado, tranquilamente, la conciencia que él tenía de su delicadeza absoluta, antes incluso de abrir los ojos. En esos momentos, el miedo le presionaba para que pusiera fin a la separación. Pero, como dos mitades creadas por una sola hoja, había un segundo miedo detrás de sus acciones que le obligaba a contenerse, el miedo a desaprovechar la última oportunidad que tenía con ella.
A finales de noviembre, una tarde de fuerte viento y lluvia invernal, Avery esperó a Jean en el Sgana, un café diminuto en un aparcamiento a la orilla del lago. Se sentó junto a la ventana mirando cómo las viejas sillas y mesas de cocina chocaban unas con otras en el patio. Nadie las metió dentro. Las olas que se formaban en el lago lamían el embarcadero de cemento. Las ventanas del café estaban arrasadas por el agua, y el viento se colaba por los bordes del cristal. Y ella estaba en la puerta, con el abrigo goteando, con el cabello empapado bajo un pañuelo empapado. En cuanto Jean hubo llegado a la mesa, Avery vio, aunque no hubiera ninguna alteración exterior, lo sintió de inmediato, que otra persona, otro hombre, había conseguido alterar la impresión que proyectaba, había cambiado su rostro. Llevaba tanto tiempo deseándolo, deseando que se disipara esta desesperanza, que se desdibujara, y ahora había ocurrido, o empezaba a ocurrir, esto mismo que él había sido incapaz de hacer.
No se dijeron gran cosa y no se quedaron mucho rato. Era insoportable estar tan cerca y sentir esa transformación. Avery no podía describírsela a sí mismo. Ella le parecía ahora más bella de lo que casi era capaz de tolerar. Era como si se hubiera despojado de algo invisible y estuviera, en todas las partes de sí misma, nueva e incompleta. Ella esperó a que hablara él. Le preguntó, cerca de las lágrimas: «¿No puedes decirme lo que es, qué es lo que tenemos que hacer?». «Todavía no —le dijo él—, no lo sé. No». Y el olor de ella.
A menudo, en las noches en que Jean no estaba con Lucjan, sonaba el teléfono y ella se tumbaba con la voz de Avery pegada a la oreja. Él sólo hablaba de lo que estaba aprendiendo. Pero hablaba como si no hubiera un puñado de manzanas entre ambos, sino una montaña, un océano, zonas horarias, haciendo que cada frase estuviera llena de significado. Cuando colgaban y descendía el silencio, a Jean le dolía el esfuerzo de intentar comprender qué era lo importante, quién tenía una mayor necesidad, su atroz incapacidad para captar el imperativo moral, su tarea, el principio organizativo de este trastorno y de esta añoranza. Algunos jardines están organizados por taxonomía, otros por orígenes geográficos, otros más por características. Sabía que nadie que escuchara sus conversaciones, tan saturadas de contexto, entendería nada. Para un extraño, su urgencia parecería cualquier cosa menos eso; más bien lo contrario…, casi desgana.
A lo largo de todo el otoño, Jean y Lucjan se encontraban tarde, por la noche, en la casa de la calle Amelia. A veces él la desnudaba en el umbral de la puerta, al principio, por un momento, como un padre cuyo hijo acaba de volver de jugar en la nieve. Le quitaba la boina metiéndole las manos en el pelo, le desenrollaba la bufanda. Le levantaba el jersey por encima de la cabeza. Jean, que no había conocido más hombre que Avery, se dejaba hacer, apoyando las manos sobre los hombros de Lucjan mientras él le bajaba las medias por los muslos fríos. Le esperaba un baño caliente; la música llenaba la oscuridad. Meterse en aquel agua invisible era como entrar en una voz. No conocía los nombres de las cantantes ni comprendía sus palabras. Pero sentía su calor, mujeres cantando sobre el amor, sobre cada trozo roto del amor. La voz era la ciudad, el bosque polaco, una tierra complicada. Era las linternas llevadas a la verdadera tumba de Katyn, era un encuentro en la escalera de incendio, una seda que conservaba su olor, era una habitación de hotel en La Haya, era la última vez. Con un agua tan caliente que era casi inaguantable, el chocolate negro de una voz de mujer. Las manos de Lucjan nunca hacían preguntas. Él sabía y él tocaba. La volvía a nombrar y le ponía su propio nombre.
La música era el niño con piedras en la boca, era una mujer en el escenario cuya desnudez es su disfraz, era la gargara negra, eran las siniestras bolsas de papel antipolilla, casi de tamaño humano, que los vendedores de la calle Marszalkowska llevaban colgadas del brazo, esas sombras de papel, almas de papel, un olor dentro de un sombrero, olor a gas deslizándose sobre los escombros, olor a clavo y a nuez moscada antes de un café amargo, olor a café en la oscuridad, la peste del karbidówki, una seda que aún conserva olor a mujer.
—Me deslicé entre las piedras —dijo Lucjan—, bajando hasta llegar a una madriguera limpia donde encontré un suelo cubierto con un hule y una barra de pan entera en una balda de madera. Cogí el pan y empezaba a escalar a la superficie cuando oí una voz. «No tengo gran cosa. Sírvete tú mismo». La voz hablaba sin sarcasmo. Me giré para ver a un hombre sentado en el suelo, en la penumbra, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. Su generosidad me hacía sentirme tan avergonzado que quise arrancarle la cabeza, tirarle al suelo. Pero en lugar de eso le hinqué el diente al pan allí mismo frente a él, me lo metí en la boca a grandes bocados hasta que sólo quedó un pedazo. Él seguía sin moverse. Seguía sentado, observándome. De verdad que me apetecía darle un tortazo. Pero también sentía curiosidad. Así que me quedé allí de pie mirándole. Finalmente me dijo: «¿Vas a quedarte ahí toda la noche?». «¿Qué estabas haciendo cuando entré?», le pregunté yo. «Pensando». «¿En qué estabas pensando?». «En la ciudad. En la calle Nowy Swiat». Empecé a escalar hacia fuera. «Espera», me dijo. «Eres fuerte como un buey, como dos bueyes. ¿Por qué no nos ayudas? Me aseguraré de que te den de comer. Una barra entera de pan y un cupón para conseguir zapatos». Sacudí la mano para hacerle callar. «¿No quieres ayudarnos? Nos levantaremos de nuevo, ya lo verás. ¿Estás completamente seguro de que no quieres ayudarnos?». Me miró fijamente. Y entonces lo comprendió todo. «¿Eres judío?». Nos quedamos mirándonos el uno al otro, mucho rato, a lo mejor un minuto entero. Hasta que (¡qué asco!) se me llenaron los ojos de lágrimas. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero ni así aparté la mirada. «Ah», dijo él, y por fin desvió los ojos. Y ahí es donde sentí el poder que da el apartar de ti a la gente. Verle bajar la mirada me producía satisfacción y una tristeza desgarradora. «¿Tendré pan a diario?». «Sí». «¿Sólo por cargar cosas?». «Sí». Volví a la habitación y me comí el último trocito de corteza que le había dejado. Me comí todo lo que tenía y no le dejé nada, ni una miga.
—Quienes tenían zapatos trabajaban entre los escombros. Quienes no los tenían ayudaban dibujando nuevos planos. No se decía, pero todos los que estaban trabajando en la retirada de escombros lo sentían: que cuando se reconstruyera Varsovia, volverían los muertos. No sólo los muertos, sino también fantasmas mortales, fantasmas de carne y hueso.
»Después de la guerra se decidió que el distrito más antiguo, la Ciudad Vieja, sería reconstruido, no sólo construido de nuevo sino que sería… una copia exacta. Cada dintel y cada cornisa, cada pórtico y cada grabado, cada farola. Ya puedes imaginarte el debate. Pero al final, se llegó a un acuerdo: incluso quienes disentían comprendían aquella necesidad.
»Biegarisky, Zachwatowicz, Kuzma y los demás basaron sus planos para la reconstrucción de la Ciudad Vieja (del mercado y de las calles Piwna y Zapiecek) en los cuadros de Canaletto de la Varsovia del siglo XVII, en fotos y en los ejercicios de dibujo de los alumnos del profesor Sosnowski en la politécnica. Cuando se murió Sosnowski, en el asedio de 1939, la escuela de arquitectura siguió adelante en clandestinidad. Los estudiantes salían sigilosamente a la calle a dibujar un cuidadoso inventario de monumentos, estatuas y edificios. Estos bocetos se escondieron en los sótanos de la universidad. Y en 1944, cuando se incendió la universidad, los dibujos se salvaron. Estaban escondidos entre un montón de documentos legales, se sacaron de la ciudad de contrabando y se entregaron a la custodia de los muertos; es decir, se escondieron en una tumba del monasterio de Piotrków. Los estudiantes del profesor Lorentz asaltaban las ruinas del castillo real por la noche para poner a resguardo cualquier detalle arquitectónico: las puertas de la capilla forradas de madera, trozos de murales de escayola y chimeneas de mármol, marcos de ventanas, miles de chismes y trastos.
»Esto lo sé porque me reclutaron. Era pequeño y rápido y no tenía a nadie que se preocupara por mí. De tal manera que tenía mi utilidad. Por la noche me apuntaba a estas cacerías de carroña, y después me daban de comer. Recogía pomos de puertas, pedazos de herrería y adornos de piedra a cambio de pan y cobijo. Aprendí mucho escuchando a aquellos estudiantes, acerca de todo tipo de temas. Nadie me prestaba la menor atención, yo sólo tenía doce años. Escuché muchas conversaciones ajenas, sobre la democracia, sobre el peso que podían aguantar tales muros, sobre los libros que había que leer, y que “si una mujer está presente siempre hay que ofrecerle el primer trago de la petaca”. Debió de haber muchas sugerencias útiles sobre sexo si hubiera sabido de qué estaban hablando. Cuando vivía entre los estudiantes de la politécnica había tantos líos, las pasiones eran tan fluidas, tan desordenadas, tan adultas; yo lo veía suceder a mi alrededor y sólo más tarde, cuando me hice mayor, empecé a participar yo mismo en ellas.
Y mucho después, ya en la veintena, volví a escuchar las conversaciones ajenas, las de la tribu teatral de Ewa y Paweł, toda aquella gente buscando un hogar. Con los politécnicos solía sentarme en una esquina a escuchar y en cuanto me daban mi pan me quedaba dormido, pero nunca me echaron. Les debo tanto a aquellos estudiantes, mucha gente cuyo nombre nunca supe. Me lo enseñaron todo. Qué leer y cómo discutir sobre lo que habías leído. Cómo mirar un cuadro. Toda una formación.
»Pero para mí el más importante de todos los politécnicos era un estudiante llamado Piotr. Su padre era británico y todo el mundo se reunía en torno a él para aprender unas cuantas palabras inglesas. Creo que todo el mundo se sentía como yo, inclinados hacia delante para pillar las sobras, hambrientos por un mundo exterior. Lo primero que nos enseñó fueron los nombres de los barcos, porque a él le encantaba navegar: sampán, yate, barco de remo, ferry, vapor. Esto no era ni polaco ni ruso, sino un idioma de escape, amargo y limpio. Casi cualquier palabra inglesa podía pronunciarse con los dientes apretados. No había jsz ni cj ni /donde la determinación pudiera aflojarse. La posesión más preciada de Piotr era un diccionario polaco-inglés. Tenía el tamaño de un pequeño ladrillo, y todo el mundo quería tomarlo prestado. Lo podría haber intercambiado por un precio desorbitado, por un abrigo, por una manzana. Pero en lugar de eso lo trajo adonde yo dormía, en el suelo, y lo deslizó debajo de mi cuerpo. Me desperté porque se me estaba clavando en la espalda. Dentro había una nota, en inglés: “No dejes de correr hasta que no te sepas todas las palabras”. Cuando fui a darle las gracias, me apartó empujándome suavemente, como un hermano mayor. Me dijo: “Ahora quiero lo polaco, sólo Polonia”, y me señaló a una chica con la cabeza. Esa mirada fue mi primer balbuceo verdaderamente sexual. Lo sentí en él, ese deseo airado, la insaciable humildad del deseo: insaciable, página 467. Memoricé el número de página de muchas palabras, una seguridad doble de que no se perderían. Recordadas doblemente. Unos días después, Piotr y su chica resultaron muertos en un asalto al castillo, mientras cargaban entre los dos con un trozo de piedra. Un chico que estaba también allí había salido corriendo; cuando regresó al lugar, ellos seguían ahí. Volvió corriendo al escondite y se lo contó a los demás, retorciéndose las manos presa de la culpa, “dalej tam lezaly, dalej tam lezaly”. Por la noche los muertos quedaban esparcidos, desparramados, “siguen ahí, siguen ahí”, a veces en la oscuridad sin que se viera una sola gota de sangre, como si hubieran sido abatidos por la misma luna. Después de aquello todos los días leía media página de aquel grueso libro inglés, como si estuviera construyendo mi pequeño monumento. Cada palabra que digo, cada palabra inglesa que es como una esquirla de ese diccionario de ladrillo, la digo en recuerdo de él, y por eso intento tener cuidado. Está en el cajón a tu lado —dijo Lucjan, inclinándose hacia la mesilla de noche y poniendo el diccionario sobre el regazo de Jean.
Al principio, Jean, profundamente perdida en la historia, apenas podía creer que fuera cierto, conjurado como un truco de mago, pero tomó el sólido libro, con su lomo roto y sus tapas corrientes, sucias, descoloridas, y sintió un pequeño sobresalto, como si Lucjan hubiese hecho aparecer una rama de la zarza ardiente o una piedra de Nínive.
—Sin embargo, Janina, lo que quiero decir es esto. ¿Quién puede decir que la ciudad reconstruida valiera menos o más que la original? ¿Sólo el deseo determina el valor? No lo sé. El pan sin duda importa menos al hombre que acaba de comer. Es como la desagradable ironía de aquellas bombas incendiarias alemanas que lograron revelar los muros de la ciudad medieval en las calles de Podwale y Brzozowa, un yacimiento arqueológico del que nadie supo nada hasta que no estallaron aquellas bombas.
»Cuando la reconstrucción de la Ciudad Vieja hubo terminado, la gente temblaba al verla. Al principio mirábamos la Krakowskie Przedmiescie desde la periferia, con miedo de entrar en el espejismo y que nos tragara. Pero después de que unos pocos se aventuraran al interior sin desaparecer, los espectadores, todos nosotros, nos desparramamos sobre la Ciudad Vieja. Al principio hubo un silencio atónito, luego un murmullo y al fin un rugido de euforia. Un aullido nervioso de llanto y risa.
»Nadie podía subir las empinadas escaleras de la reconstruida calle Kamienne Schodki o atravesar los arcos de la calle Swietojanska o levantar los ojos hacia el reloj de hierro inmaculadamente reproducido y el dragón de hierro y los barcos de piedra en los muros reconstruidos sin sentir que se había vuelto loco.
»Las viejas calles, el umbral de cada puerta, cada farola, cada escalón, resultaban familiares, y sin embargo no lo eran del todo. Y luego había cosas que no recordábamos en absoluto, y sentíamos como si nos hubieran quitado de un golpe un pedazo de cerebro. Todos paseaban por las calles de la misma manera, con un temor difuso, como si el padre o la madre muertos, la esposa muerta o la hermana pudieran salir de repente de un salto desde detrás de una puerta. Y en el corazón de todo ello latía un orgullo civil, un júbilo, y una humillación tácita: nuestra necesidad había quedado expuesta, y era del todo inconsolable.
—En los años cincuenta en Varsovia la gente se desesperaba de esperanza. Hacían las más extravagantes alegaciones: «Durante décadas los físicos han intentado averiguar por qué, si el tiempo puede discurrir tanto hacia el futuro como hacia el pasado, ¿por qué no puede recomponerse una cáscara de huevo rota, por qué no puede arreglarse un cristal hecho añicos? ¡Y sin embargo en Varsovia esto es exactamente lo que estamos consiguiendo! Todavía no hemos descubierto cómo despertar a los muertos o recuperar el amor perdido, pero estamos trabajando duro y si ocurre en algún lugar será en la Varsovia reconstruida». Y mientras la gente corría de un lado a otro proclamando cosas así, yo sólo pensaba en el hecho de que todo lo que existe lo hace gracias a la pérdida. De los ladrillos de nuestros edificios, del cemento a las células humanas, todo existe gracias a las transformaciones químicas, y toda transformación química viene acompañada de una pérdida. Y cuando elevo la mirada al cielo nocturno pienso: los astrónomos han otorgado un número a cada estrella.
Lucjan arrancó un trozo de papel de su bloc de dibujo y lo arrugó formando una bola:
—Esto es lo que es el mundo. Una bola en la que todo ha sido aplastado, en connivencia, en complicidad: esos planes alemanes que mencionaste para hacer presas en Egipto, e incontables ejemplos más…
Tiró la bola de papel a la chimenea.
—No sé —continuó— si pertenecemos al lugar donde nacemos o al lugar donde somos enterrados.
—Hablas de la Ciudad Vieja —dijo Jean— y del falso consuelo. Eso es lo que Avery no podía soportar de su trabajo en Egipto; este falso consuelo.
Sintió la atención de Lucjan, sintió que la calidad de la oscuridad variaba, aunque él no se hubiera movido. Cada vez que hablaba de Avery, Jean sentía cómo él reunía todas sus fuerzas como oyente.
—Quiero que hables de él —susurró Lucjan— porque hace que el hecho de que estemos aquí los dos acostados juntos sea más real, porque estás aquí conmigo en parte porque le amas. Y para conocerte a ti, tengo que conocerle a él. Por favor, continúa.
Jean se incorporó y apoyó la cara sobre las rodillas.
—Le repele esta idea del falso consuelo. Al final, creía que trasladar el templo no era más que eso. Porque a esas alturas mucha gente sabía ya que la presa era un error.
—Me pregunto qué significará salvar algo —dijo Lucjan— cuando por primera vez hacemos necesaria la necesidad de salvarlo. Primero destruimos y luego intentamos salvaguardar. Y luego esa salvaguarda nos crea una sensación de superioridad moral. ¿Y quién sería ya capaz de decir que la presa ha sido un error?
—Lo que se perdió es más de lo que se ha ganado —dijo Jean.
—Tal vez —Lucjan hizo una pausa—. Y tal vez eso sea lo que sientes con respecto a tu propia vida, tal vez también con respecto a tu matrimonio.
La herida que esto suponía le recorrió el cuerpo.
—No te enfades —dijo Lucjan—. Está pasado de moda, pero digamos que hay una jerarquía, una jerarquía en el sufrimiento. Podríamos abrir una bolsa del valor moral e intercambiar acciones de la «necesidad» humana. Si hubiera alguien interesado. Entonces sí que podríamos comparar el valor de las cosas, sin la ambigüedad de usar distintas monedas. Una libra de café de Paweł en Toronto y cien sacos de cereal en Sudán. Una botella de whisky en Varsovia y un libro inglés en Moscú escrito por un disidente exiliado. Un coche, agua corriente. Un templo, cincuenta aldeas, miles de artefactos arqueológicos por el precio de una presa. La pérdida de un niño y la pérdida de tres millones de niños.
Jean se llevó las manos a la cabeza.
Lucjan suspiró. La atrajo contra sí.
—Todo lo que hacemos es falso consuelo —dijo Lucjan—. O, por decirlo de otra manera, cualquier consuelo es verdad.
—Durante la Revuelta, los niños entregaban mensajes, colaboraban en los hospitales provisionales, llevaban armas de un sótano a otro. El valor nos llegaba —dijo Lucjan— en forma de mosca, de una pizca de vida, un parásito que se posara sobre tu brazo desnudo. Nos llegaba en forma de hambre.
»Todos cosechábamos lo que podíamos en los escombros: agujas de tejer, marcos de cuadros, el brazo de una silla, un retazo de tela, era el mercado de los muertos. Todo tenía una utilidad, siempre había alguien dispuesto a intercambiar algo por otra cosa…
Abrazó a Jean con fuerza.
—Hace mucho tiempo que no hablo de estas cosas —dijo en voz baja—. Desde que Władka, mi exmujer, y yo éramos jóvenes, tumbados en la barcaza de manzanas de su padre, enterrados en la fruta fría, con sólo la cabeza fuera. Tienes la piel tan blanca. Cuando estás tumbada sobre mí así, con las piernas a lo largo de las mías tan morenas, y tus bracitos fuertes a lo largo de los míos, eres como…
Todo el peso de ella caía sobre él, y Lucjan la sentía…
—Como nieve sobre una rama.
—En cualquier batalla hay mucho trabajo para los niños —dijo Lucjan—. Se nos daba bien el escondite, sentíamos que no teníamos nada que perder. Yo me colaba por agujeros y encontraba todo tipo de cosas, todo tipo de situaciones. Una vez me encontré en medio de una conversación entre dos hombres y una mujer joven. El hombre de más edad preguntó: «¿De verdad eres rabino?». «Ahora no es el momento de fingir que se es rabino», dijo el joven con la más sutil de las sonrisas. «Además, sería pecado». El mayor observó a la mujer que dormía, apoyada sobre él. «Nos gustaría casarnos», dijo. «¿Podrías hacerlo? ¿Aquí y ahora?». Aquí y ahora. Mi infancia estuvo repleta de esas palabritas: zrób to w tej chwili. «Incluso en la oscuridad», dijo el rabino, «necesitaréis un baldaquino». El hombre se quitó el abrigo y me pidió que lo sujetara por encima de sus cabezas. Debajo del abrigo no llevaba nada. La piel desnuda, el pelo negro. «Pero no puedes casarte sin camisa», dije yo. Qué estupidez, no sé por qué lo dije. El hombre me miró sorprendido y rió. «Creo que Dios conoce el aspecto que tengo debajo de la camisa». Hasta ese momento la mujer no había dicho nada. Luego dijo: «Vas a pasar frío sin el abrigo».
»Todos menos la mujer miramos su torso espantoso, blanco como el papel. El pelo que tenía en el pecho era como hilos negros cosiéndole la piel. Me entregó el abrigo y yo lo sujeté como pude sobre sus cabezas.
»Después no hubo nada que comer ni que decir ni que hacer. La mujer lloraba. El hombre le pasó un brazo por encima. Luego de un rato me quedé dormido.
»Recuerdo pensar que me había quedado dormido muchas veces con el ruido del llanto de fondo. Lo intenté, como método para conciliar el sueño, pero no pude contarlas todas.
—A los pocos días de la ocupación de Varsovia por parte del Ejército Rojo, la gente regresó. Al ver la ciudad por primera vez muchos se sentaron al borde de los escombros, se sentaron sin más, como si de repente se hubieran olvidado de andar.
»Yo estaba escondido fuera del gueto cuando lo vaciaron, y cuando cayó Varsovia sentí que estaba corriendo en honor del Ejército Nacional, y del profesor S., entrando y saliendo de cualquier situación en la que pudiera comer. Al final abandoné la ciudad con los demás, y volví con los primeros en regresar, pocos días después de que entraran los soviets.
»Había contribuido a rescatar fragmentos de la cultura polaca, escoria arquitectónica. Ahora trabajaba para reconstruir la ciudad, piedra a piedra. Era un niño y era un judío: se podía decir que no era mi ciudad, no era mi cultura, y sin embargo también se podía decir que lo era. Cuando tienes un brazo en el agua, eres parte de ella; cuando lo sacas, no dejas ni rastro de ti.
»Vivíamos en las ruinas y recogíamos los escombros con las manos desnudas, llenando camiones y rellenando agujeros. La ciudad era un cementerio cruzado de cables conectados a explosivos, en la primera semana se desmantelaron treinta y cinco mil minas. Y en los primeros meses se construyeron siete puentes, y se plantaron cientos de miles de árboles. Todos los domingos, vagones llenos de voluntarios, familias enteras, venían a la ciudad a ayudar a cavar y a transportar. Y cada 22 de julio, las autoridades montaban una celebración pública para abrir oficialmente un sector recién reconstruido de la ciudad, para asegurarse de que comprendíamos que este milagro no era un logro de la musculatura y el sudor polacos, sino una hazaña del socialismo soviético. Yo acudí a cada uno de aquellos espectáculos de julio: la inauguración del puente de Poniatowski, la inauguración del Paso Este-Oeste, la duplicación de la Ciudad Vieja…, y la inauguración del Palacio de Cultura, para el que los soviets habían demolido los únicos edificios que habían sobrevivido a la guerra.
»Un día vi, sentado entre los escombros, al farmacéutico que, detrás de un alto mostrador de mármol, solía atender el dispensario de la calle Nalewki; le reconocí porque solía ir allí con mi madre cuando compraba pastillas contra la jaqueca y crema de manos. Ahora estaba en cuclillas sobre su maletita, en aquella montaña de destrucción, todavía con la bata blanca, el ángel al que siempre le importaba que hubieras tomado las gotas o disuelto los polvos digestivos, o utilizado la cuchara correcta para medir la dosis de jarabe para la tos, o mezclado la pasta hasta dar con la consistencia adecuada para la cataplasma, siempre tan cortés y tan preocupado por cada detalle, por el tamaño y la presión del vendaje, por cada pequeño dolor. Siempre parecía saber exactamente qué decirle al hombre con el dolor de muelas o el dolor de huesos o la bronquitis…, y ahora estaba ahí sentado, mirando el suelo roto bajo sus pies, sin una palabra de consejo.
»Y, con el paso del tiempo, sentadas en las ruinas, todas las viejas costumbres, los gestos corrientes persistieron: madres alisando el pelo de sus hijos y tirando de los bordes de sus chaquetas; hombres sacando pañuelos y limpiando con cuidado el polvo de las bombas de la punta de sus zapatos.
Para Lucjan, Toronto era un lugar de superficies para pintar ya usadas, gastadas, verjas escondidas, viejas barricadas de tráfico, las traseras de las vallas publicitarias que colgaban sobre el barranco. Cuando hacían la ruta del Cavernícola, él y Jean se abrían paso por entre edificios que daban a otros pasadizos, a dársenas, almacenes de tránsito, estaciones de ferrocarril abandonadas, muros de ladrillo pintados con los anuncios de tiendas que habían quebrado hacía cuarenta años, silos escondidos entre los árboles, vías de tren que aparecían entre hierbajos. Mientras paseaban, Lucjan hurgaba en busca de materiales, ojo avizor por si veía trozos abandonados de plástico y alambre, hierro forjado, madera. Puertas viejas, sillas rotas, el detritus de las obras de reforma. Una vez arrastraron hasta casa una viga de metro ochenta que conservaba aún las marcas de las alturas y edades de unos niños; otra vez, una caja de primeros volúmenes de unas treinta enciclopedias —Enciclopedia de Mamíferos, A-B; Historia de Gran Bretaña, A-B; Árboles de Norteamérica, A-B—, toda una biblioteca de suscripciones canceladas después del primer tomo, el que venía gratis por correo. «Imagina conocer sólo un mundo de cosas que empiezan por la A o por la B», dijo Lucjan, así que Jean se lo imaginó (anémona, áster, álamo temblón, basidio, boj) mientras llevaban sus hallazgos hasta un montón apilado en el pequeño estudio.
Después, con las manos todavía mojadas del agua de fregar los platos, Lucjan le enjabonó la espalda por debajo de los tirantes.
A veces Jean o Lucjan escogían un cuadro de un museo —La chica con el perrito, de Rembrandt—, o un libro específico de una biblioteca —La dama del perrito, de Chéjov, o Hacia un teatro pobre, de Grotowski— y se encontraban allí. Jean prefería encontrarse según los decimales de Dewey, como si fueran las coordenadas de un mapa. A veces escogían un edificio, o los restos de un edificio: la última bocamina de carbón de Dominion, una puertecita de madera abierta en la ladera de la montaña para que los trabajadores del sistema de aguas pudieran entrar en el embalse, porque en la iglesia de la avenida Kendall, que no llegó a terminar de construirse por la Segunda Guerra Mundial, había un transepto colgando.
Pasaron por otros lugares de esperanzas perdidas, lugares de amputación y cicatrices: un descampado vacío salpicado de los desperdicios de un edificio derribado hacía tanto tiempo que las ruinas estaban ya cubiertas de hierba, un banco abandonado inclinándose por el filo del barranco. Lucjan era un experto a la hora de identificar hidrocasas, pequeñas estaciones eléctricas desperdigadas por la ciudad con fachadas falsas, todas fabricadas al estilo del barrio en el que se encontraban; por fuera, eran casas de aspecto perfectamente inocente, pero si abrías la puerta principal te encontrabas con dos pisos de maquinaria reluciente, de diales y bobinas. Estas casas eran difíciles de detectar, y se revelaban sólo por la vaga aura de estar deshabitadas, con las ventanas permanentemente cerradas, sin jardín, sin luz en el porche. Exploraron una ciudad alternativa de callejones, de garajes con puertas de plancha de chapa y cobertizos de madera. Rastrearon todas las calles que conducían a las vías del ferrocarril, donde los trenes nocturnos hacían traquetear las verjas de los jardines traseros, mientras un chillido de luz rompía las paredes de los dormitorios.
—Había al menos dos buenos ríos fluyendo por esta ciudad y ¿qué es lo que habéis hecho con ellos? —dijo Lucjan—. Los habéis cubierto y desviado como si fueran sifones y los habéis convertido en autopistas. ¡En lugar de ir al trabajo en barca! Y podríais haber montado mercados de agua, y barcazas de flores y cafeterías y tiendas mecedoras. Podríais haber ido paseando por vuestra callecita residencial hasta vuestro muellecito, para coger ahí el ferry a otra parada de la ciudad, al trabajo, a clase. Todavía, casi, podría hacerse…
Una tarde de otoño, de árboles desnudos y negros contra un cielo blanco, entraron por la puerta de atrás de una ferretería y salieron al silencio de un cementerio católico escondido: el destino final de los inmigrantes que habían escapado de la hambruna de la patata en Irlanda era ahora un metro cuadrado de césped escondido detrás de los escaparates de las tiendas. Se habían reunido ahí muchas veces, bajo los castaños, entre lápidas tiradas cuyos nombres estaban ya derretidos, convertidos en una marca indescifrable, pensaba Jean, como la raya que hace un dedo en la arena.
Los ruidos de la calle no se colaban hasta este lugar; la alta hierba se enredaba con tanta espesura en torno a los plintos que, en caso de caerse, no producirían ruido alguno; sólo los árboles traqueteaban con el viento. A pesar de que el suelo estaba frío y húmedo, extendieron la manta que había traído Lucjan y se recostaron al abrigo de la pared encalada de un pequeño edificio octogonal de hermosas proporciones, con contraventanas profundas, cerradas a cal y canto.
—Cuando la tierra está demasiado helada como para cavar tumbas —dijo Lucjan—, los muertos esperan en criptas de invierno. Estos edificios siempre tienen una cierta dignidad, ya sean de ladrillo o de piedra con caros apliques de bronce, o un humilde cobertizo de madera, porque se construyen con respeto por quienes yacen entre sus muros.
»Pero en épocas de guerra o de asedio, cuando hay demasiados civiles muertos para esas criptas, pueden encontrarse otros refugios temporales. En Varsovia, durante el crudo invierno de 1944 a 1945, los muertos descansaron juntos en las bodegas donde se guardaban patatas, en jardines bombardeados, entre los escombros de las calles bajo hojas de periódicos. Durante el sitio de Leningrado, miles de cuerpos se fueron amontonando por la carretera que conducía al cementerio de Piskarevsky, una pila tan alta de cuerpos encapsulados en hielo que terminó formando un túnel por el que uno pasaba presa del terror. Vagones de tranvía llenos de gente que permanecía inmóvil en el hielo y la nieve, tumbas que no iban a poder moverse hasta la primavera. Los muertos se envolvían tiernamente en pañuelos, toallas, alfombras, cortinas, papel de regalo fijado con cordeles. En apartamentos fríos había cuerpos colocados en las bañeras, metidos en camas, echados sobre mesas. Se formaban grupos en las aceras y se rociaban con aguarrás. Con temperaturas de menos treinta grados el suelo estaba, como dice la canción, duro como el hierro, y sólo podía construirse una fosa común usando dinamita. Luego se arrojaban al hoyo los cuerpos helados, tintineando entre ellos.
»Los muertos de invierno —dijo Lucjan— esperan a que la tierra ceda y los acoja. Esperan en historias de miles de páginas, en las que nunca se menciona la palabra amor.
Pájaros marrones se alineaban en los aleros del tejado de la cripta. Se balanceaban en el borde, como piedras pequeñas y oscuras contra el cielo, que ahora era de mármol gris: anochecía.
—Era enero —le contó Jean a Lucjan— cuando murió mi madre. Mis padres habían pasado una vez junto a un cementerio de pueblo al norte de Montreal durante un paseo en coche, y se detuvieron para caminar por él. Mi madre recordaba aquel camposanto tranquilo y el nombre de una aldea cercana, y fue allí donde escogió ser enterrada.
»Pero el suelo estaba demasiado frío como para cavar la tumba.
»Durante casi dos meses, varias veces a la semana, mi padre y yo atravesábamos en coche los campos, los bosques, para sentarnos en sillas plegables junto a la puerta de la cripta. ¿Y sabes lo que hacía mi padre? Le leía. Keats, Masefield, Tennyson, Sara Teasdale, T. S. Eliot, Kathleen Raine. La cripta en sí era bastante pequeña pero la puerta era enorme, fuera de toda proporción, gruesa, con vistosos goznes metálicos. Al principio no soportaba pensar que mi madre pudiera estar escuchando detrás de esa pesada puerta cerrada. Pero poco a poco, a medida que fueron pasando los días, empecé a pensar que aunque su querido cuerpo estaba allí dentro, su alma de algún modo no lo estaba. El sonido de mi padre leyendo se convirtió en una especie de bendición, en una absolución. A menudo nevaba. Abríamos los paraguas y nos servíamos té humeante y lechoso del termo y, mientras él leía, yo contemplaba los árboles mojados y el cielo oscurecido por las nubes entre las ramas desnudas, sentada bajo el viejo paraguas de mi madre. Siempre había un caballo vagando en el campo junto al cementerio, de un color negro líquido contra la nieve. A lo largo de todas aquellas vigilias jamás nos encontramos con nadie. El día en el que finalmente enterramos a mi madre fue el último que visitamos juntos aquel lugar. Comprendía lo que sentía mi padre, algo que nunca hubiéramos imaginado: que hasta una tumba puede ser una especie de redención.
Caminaron hacia el norte por la calle Amelia, entre las hojas que revoloteaban por las calles vacías. Jean llevaba el pelo suelto, y su melena relucía bajo las farolas y ondeaba a su espalda en el agua oscura de la noche de octubre. Llegaron a un semicírculo de casas estrechas cuyos patios delanteros daban a un parque urbano. Una cinta de acera, de apenas un metro de anchura, marcaba el límite donde terminaba la propiedad privada y empezaba el parque.
Lucjan señaló con el dedo.
—Ahí es donde me gano la vida, de vez en cuando, en la última casa de la fila. ¿Ves el cordón eléctrico que sale de la casa y se adentra entre los árboles? Mi jefe ha iluminado medio parque con bombillitas diminutas. Le divierte, y nadie se ha quejado. Es como tú, Janina, se hace cargo del mundo, aunque él no sea tan peligroso. Tú eres una bandida de la memoria. Pero ¿a quién le van a molestar unas lucecitas como luciérnagas en el bosque? La autopista que iban a construir hubiera rajado este tranquilo lugar por la mitad.
—Tal vez sea ésa la razón por la que ilumina el parque —dijo Jean—. Para recordarse a sí mismo que lo que damos por hecho tenía ya necesidad de ser salvado.
Lucjan cogió su mano fría y se la metió en el bolsillo.
—Sigue siendo un buen encuadernador de libros, pero ya está viejo y no puede hacer todo el trabajo él solo. Me gusta sentarme con él ante la gran mesa, con los tornillos de banco y la cola y ese olor a cuero. A veces no hablamos en todo el día. No puedo decirte lo bien que me cae, cómo me gusta la forma que tiene de tocar el cuero, cómo me gusta que sea tan ordenado, que cada hierro, y cada chifla y cada peine de jaspear esté en su sitio, que cada bote de aqua regia o de tanino de mirabolan quede bien limpio después de cada uso, que cada papel para las tapas interiores esté catalogado por color, textura y antigüedad, y archivado en cajones cuadrados, dentro de un mueble construido por él. Me gusta que guarde muy a mano las cartas de Edgar Mansfield, en una caja de madera sobre su mesa de trabajo. Colecciona musgo y champiñones, y los fotografía. La gente llega a su puerta con especímenes, cuadrados de musgo en cajitas como de joyería, o le envían sobres de musgo desde cualquier lugar del mundo: de Bolivia, India, Nueva Zelanda, Perú. Coloca las muestras bajo el microscopio y dibuja lo que ve. A veces utiliza esas formas en sus diseños, grabándolas en el cuero de los libros, creando un efecto muy bonito, casi como de mármol. Cuando estamos sentados juntos siento que hasta en su silencio hay orden, como si se dijera a sí mismo, de acuerdo, hoy no hablaremos de lo que sucedió en 1954, hoy no hablaremos de lo que ocurrió cuando mi mujer fue al médico, hoy no hablaremos de Stalin ni de cómo eran las cosas durante la guerra, hoy no conversaremos sobre cómo me duele la rodilla o del pesar que se hincha de repente al pensar que no tengo hijos, hoy no tocaremos el tema de Jakob Bohme, ni el de las esporas, ni el de a qué me recuerda la lluvia. Es una sensación buena, la de sentarse ante una mesa con un hombre y no hablar con él de cosas específicas. Él piensa y yo pienso, nos hacemos compañía, y al final del día es como si hubiéramos tenido horas de íntima conversación.
Marina encontró un trabajo a tiempo parcial para Jean, tres tardes a la semana en Mumford’s, una editorial infantil para la que ella a veces hacía ilustraciones. Era una casa editorial diminuta, literalmente una casa, cerca de la universidad, una imprenta montada por una cooperativa de madres trabajadoras cuyo nombre estaba puesto en honor de la abuela sufragista de una de las editoras, Jo Mumford. El apodo de la editorial entre los editores era Ma Sólo Hay Una[4]. El trabajo de Jean consistía en hacer cualquier cosa que le pidieran: pasar facturas a máquina, entregar paquetes, hacer fotocopias, preparar café. Marina les había dicho que Jean sabía guisar, así que a veces también hacía eso en la pequeña cocina que había detrás de la sala de encuadernación. Aprendió a utilizar la prensa manual e imprimió cortas tiradas de marcalibros, un objeto de culto en la batalla por la supremacía feminista ante los marcalibros de la Prensa Universitaria, en los que venían irónicos dibujos de aburrida cocina doméstica: el «marcalibros de la patata cocida», el «marcalibros del huevo pasado por agua». Ma Sólo Hay Una contraatacaba con su propia serie de símbolos de la domesticidad que de puro sosos resultaban mordaces: «el marcalibros del hierveleches», «el marcalibros del aspirador».
Caminando hacia la universidad o hacia el trabajo, las señales urbanas se revelaban ahora como ejemplos de fuentes tipográficas. Pensaba en Lucjan haciendo dibujos de aguas para los forros interiores de los libros del encuadernador del parque. Pensaba en el papel, en las primeras hojas de interminable longitud que pudieron fabricarse sin junturas, en el rollo que salió de la máquina de Frogmore en 1803.
Jean empezó a imaginar una tipografía botánica. Comenzó por la A y la E, áster y eglantine, o flor de gavanzo. Avery y Escher. No era capaz de representarla adecuadamente con su propia mano pero en su mente se le presentaba con todo detalle. Pensó en pedirle a Marina que ilustrara un folleto de sus remedios para aflicciones imaginarias, ella misma compondría el texto: un solo ejemplar para Avery, cosido a mano. Marina estaba ilustrando una serie de novelas clásicas de aventuras en volúmenes pequeños de tapas duras —La isla del tesoro, La vuelta al mundo en ochenta días, La máquina del tiempo— a cada uno de los cuales seguiría un libro hermano, con el mismo relato contado desde el punto de vista de una heroína. «Aunque por supuesto conozco las tramas —decía Marina—, sigo leyéndolas con ansiedad, de manera febril, esperando que las cosas salgan de forma diferente a como las recuerdo, con la esperanza a cada momento de que haya mejor suerte, un respiro, esperando que tener tanta esperanza me conceda el poder de cambiar las cosas…».
Jean estaba sentada en su mesa con sus libros de semillas y un mapa de la ciudad abierto frente a sí, con el bolígrafo en el aire, cuando la pesadumbre se trasladó de su corazón a su cabeza, como una parálisis progresiva. La tristeza desgarradora de no haber conocido al padre de Avery. Avery de niño, asustado, en el café de Turín con aquel parche de gasa en la barbilla. Cada detalle y cada lamento acompañado del temor a que su historia con Avery estuviera siendo borrada por el tacto de Lucjan, por las historias de Lucjan. Él le había prestado un libro de fotografías de Varsovia, comparando vistas de los mismos bloques de edificios antes y después de la destrucción, un solo árbol o un solo muro como prueba de que el fotógrafo estaba situado en el mismo punto. Se sentía Lucjan, y también lo que se sentía al estar de pie en ese lugar.
Hacía ya demasiado frío para plantar, y los planes de Jean para los vecindarios, para el barrio chino, el barrio griego, la Pequeña Italia, la Pequeña India, Tíbet, Jamaica, Armenia, tendrían que esperar a la primavera.
Tuvo un inesperado aliado en sus planes para la ciudad: Daub Arbab. A lo largo de los últimos meses le había estado enviando semillas y consejos sobre cómo plantarlas desde los lugares donde trabajaba. Y fue a Daub a quien Jean confió una dolorosa pregunta. Esperaba que él pudiera encontrar palabras para ella, desde aquel viaje a Ashkeit había creído en él. Y porque cuando regresó al campamento del hospital de El Cairo, Daub le había dicho: «Lloras por todas las razones cotidianas, lloras porque nunca peinarás la melena de tu hija».
De la misma manera que la fe es visceral, también lo era esta duda. Se había formado en ella por primera vez contemplando el templo reconstruido, al sentir que su sufrimiento personal era casi escandaloso. Qué era el sufrimiento personal frente a la devastación universal: la pérdida de Nubia, la destrucción de ciudades. Su propio abatimiento le avergonzaba. Y sin embargo, su vergüenza no era correcta, sabía que no lo era. Guardar luto es honrar. No rendirse a esta urgencia, a esta ausencia, es una deshonra.
«Tu carta me ha llegado en Bombay —le escribió Daub—, y mañana empiezo en coche el largo viaje de cientos de kilómetros a lo largo de un río, que es siempre el primer trabajo que requiere la construcción de una presa. En el taxi que me trajo del aeropuerto las multitudes se apretaban contra el coche, manos y rostros pegados al cristal, golpeando con las manos el capó y las ventanas, que yo mantenía cerradas aunque me sofocasen el calor y la miseria que me rodeaba, como si fuera un tanque blindado. Y luego viene el estirarse culpablemente en la cama del hotel.
»Si tuviera una esposa no estaría aquí, estaría en algún lugar cerca de casa, construyendo algo inofensivo, un puente o una escuela. Pero en lugar de eso deambulo, con la soledad pegada a mí como un abrojo. ¿Por qué no está Avery contigo? Si tú fueras mi mujer, yo estaría a tu lado. Te vi caminando por ese campamento, durante las últimas semanas antes de que naciera tu hija, vi tu horror y tu pena, y no pude comprender entonces, como no comprendo ahora, la reticencia de Avery. Creo que siempre se trata de acoger en tus brazos a la persona a la que amas. Pero yo no sé nada del matrimonio, ni de los silencios que éste hace necesarios. Y en cuanto a tu pregunta, querida Jean, he estado aquí tumbado intentando que se me ocurra algo que decirte.
»Tal vez haya deudos colectivos. Pero la muerte colectiva no existe. Cada muerte, cada nacimiento es una muerte individual, un nacimiento individual. La muerte de un hombre no puede contrastarse con la de millones, ni tampoco la muerte de uno contra la de otro. Te ruego que no te atormentes con esta cuestión. Pasamos muchos meses juntos en el desierto y conozco algo de cómo funciona tu corazón. Por favor, siéntate tranquilamente mientras lees esto y escucha lo que te digo: no hay ninguna necesidad de sustituir tu duelo por ninguna penitencia».
Hay demasiada arena en el cemento, había dicho Avery, y Jean había escuchado, tumbada junto a él en la oscuridad, en el límite mismo del autocontrol, acunando la quietud que llevaba en la tripa. No es culpa de los obreros, continuó él, es que no han sido bien supervisados. El aire no endurece el cemento, como cree la mayoría de la gente, sino que se trata de una reacción química… Y era ahora, en la cocina de Clarendon, cuando Jean pudo oír la desesperación de Avery. Aquel cemento que no se secaba.
Lucjan estaba trabajando en una serie de mapas cuyo tamaño, al plegarlos, se ajustaba al de la guantera de un coche. Pintaba cada detalle con cuidado, como si estuviese iluminando un manuscrito medieval. Todo oficio, le había explicado a Jean, tiene su propio mapa de la ciudad: los exterminadores de ratas y cucarachas, los cazadores de mapaches, los trabajadores del mantenimiento de aguas y de alcantarillado y del pavimento. Está el mapa de las madres, en el que se señalizan las tiendas de mascotas y los lavabos públicos y los lugares donde se pueden recoger piñas, con marcas indicando la anchura de las aceras y la hondura de los baches para el paso de carritos, triciclos y coches de juguete. Los tejedores también tienen su propio mapa, en el que vienen indicados todos los vendedores de lana de la ciudad. Lucjan preparó un mapa de raíces de árboles excepcionales, de corrientes de aire y de escorrentías. Hizo un mapa del café (que contenía una sola ubicación), un mapa del azúcar, un mapa del chocolate, un mapa de árboles ginkgo, un mapa de sauces llorones, un mapa de puentes, de fuentes públicas de agua potable, de bolardos de más de cinco pies de diámetro. Un mapa de reparación de calzado. Un mapa de emparrados de vid, un mapa de espacios para volar cometas (sin cables en altura), un mapa para trineos (colinas que no terminaran en carreteras o verjas). Luego estaban los mapas personales. El mapa del remordimiento. El mapa de la vergüenza. El mapa de las discusiones. Los mapas de la decepción (amarga o leve). El mapa de los muertos; los cementerios construidos en pendientes verticales. Y el mapa en el que estaba trabajando cuando conoció a Jean —tal vez el más hermoso de todos—, un mapa de cosas invisibles, un mapa de pensamientos, indicando dónde la gente había sentido una idea, un temor, una esperanza secreta; algunos eran conocidos, otros privados. Una intersección donde una novela fue imaginada por primera vez, un parque donde se soñó un hijo. La playa donde un arquitecto visualizó la silueta de sus edificios contra el cielo. El banco en el que un pintor tuvo una premonición de su propia muerte. «¿Cómo se pinta lo que no está aquí?», preguntó Jean. «Uno pinta el lugar exactamente como uno lo ve —dijo Lucjan—. Y, después, lo vuelve a pintar».
Paweł, el amigo de Lucjan, era miembro de los Perros Vagabundos, una orquesta de jazz de viejos —todos eran viejos menos Paweł, el más joven por varias décadas—. Lucjan era un miembro silencioso; no tocaba ningún instrumento, pero se le daba bien encontrar cosas poco corrientes que golpear y, como las entendía, sus consejos tenían incalculable valor, a veces pedían su voto para resolver una disputa. El corneta, Janusz, era el segundo más joven y estaba orgulloso de su juventud, presentándose ante Jean como alguien «que apenas llevaba setenta años en estos pies calzados». Algunos lucían un aire permanente de romance disecado, mientras que los rostros de los demás, incluyendo el del líder, el mismísimo Señor Nieve, contenían un dolor tan desgarrado que apenas se les podía mirar. El Señor Nieve —Jan Piletski— había trabajado con su padre en el mercado de pescado de la calle Rynkowa de Varsovia antes de la guerra. A la distancia de una manzana, según Lucjan le explicó a Jean, podías ver las largas mesas de caballete, centelleando de plata, como el rielar de un lago suspendido a media distancia. Pero era un espejismo apestoso. Cuando soplaba el viento el hedor a pescado se extendía medio kilómetro en todas direcciones. «Una vez a la semana yo iba con mi madre, y siempre mirábamos a un hombre que solía sentarse frente a su lienzo, pintando la mercancía. Sus pescados eran completamente realistas, pintaba el brillo de cada escama, incluso pintaba el olor». La mujer dejan, Beata, se refería al aroma característico del mercado como el perfume Piletski, y al propio Jan Piletski los Perros Vagabundos habían apodado con el nombre del vendedor de arenques que aparecía en una canción del musical Carrusel. Señor Nieve se convirtió en el nombre artístico dejan Piletski, y también en un homenaje a su padre, el pescadero muerto en el levantamiento.
Todos los Perros recordaban los días del Crocodile Club, del Quid Pro Quo, del Czarny Kot (el Gato Negro) y del Perskie Oko (el Ojo Persa). Seguían soñando con la reina de la canción popular, Hanka Ordonówna, y refiriéndose a su largo romance con «ese viejo», Juliusz, el autor de «Mi pequeña codorniz ha volado», Osterwafor, con desdén y envidia. Los Perros Callejeros estaban unidos por la edad, por una indecible mala fortuna, por un exilio que los definía tan completamente que era difícil imaginar para ellos ningún otro destino, ni tampoco en su ejercicio sincronizado de progresiones de cuerda y sonidos retorcidos. Los unía también la conciencia de que la propia vida no se recuerda nunca en sus vicisitudes y su variedad, sino sólo como una destilación, una reducción de sesenta o setenta años a uno o dos momentos, a un par de imágenes. O como podría haber dicho Hors Forzwer, el maestro de ceremonias del Round Club de Varsovia, pasar del jugo a la letra polaca «yus[5]». Para cada uno de ellos, los conceptos «música» y «mujeres» eran inseparables, tan inseparables como «música» y «soledad». Como ideas, «música» y «mujeres» no se podían desenredar, y de hecho formaban un todo irreductible, como la molécula que se define por sus componentes que, en caso de ser alterados, la transforman en algo irreconocible. De la misma manera que «muerte» y «vida» carecen de sentido una sin otra, así también «música», «mujeres» y «soledad». Todo esto se hacía evidente en una sola nota tocada por ellos, retorcida hasta volverla irreconocible, en una sola cuerda pesada como el muslo de una mujer que en mitad de la noche cae sobre el pecho de un hombre. Llenaban los sótanos con su música del abandono, de la mirada culpable en un momento desprevenido, del cerco de café endurecido en el esmalte al fondo de una taza, del cabo de una vela consumida en su platillo de porcelana. Y sin embargo había también en aquel sonido una especie de consuelo, el consuelo de salir de las ruinas para descubrir que por lo menos ya no te quedaba pelo que pudiera incendiarse, o que, por el momento, la prótesis no te dolía. «Queremos que nuestra música —explicaba el Señor Nieve— genere en el público el deseo de marcharse a su casa». Y se jactaba de que «si, al terminar una sección, el lugar se ha vaciado al menos hasta la mitad, nos sentimos entusiasmados. Porque, por una vez, estar solo en casa con toda tu pesadumbre parecerá mejor plan que andar por ahí escuchándonos a nosotros. ¡Ésa es la clase de felicidad que somos capaces de provocar!».
Los Perros Vagabundos, también conocidos como los Hooligans, los Liantes, los Bandidos, o el Club del Carbón (este último nombre era una referencia a los últimos días del levantamiento, cuando el segundo teniente del Ejército Nacional Kazimierz Marczewski, que casualmente era arquitecto y urbanista, se había plantado en mitad de Varsovia mientras a su alrededor caían bombas incendiarias y explotaban minas, para esbozar, en papel carbón, sus famosos planes de reconstrucción de la ciudad), se permitían extrañas obsesiones musicales, incluyendo musicales de Broadway que destrozar hasta crear algo agónico, algo que te rompiese el corazón de un modo preciso, arrancándole toda dulce esperanza y todo fervor, y extrayendo de él traición y desesperación a través de lo que Lucjan llamaba «acupuntura emocional». Tocaban canciones de Laura Nyro como Stoned Soul Picnic y Kamienny Koniec porque Nyro se parecía —era de hecho una réplica física exacta— a Beata cuando era joven, a quien todos recordaban con gran sentimiento. Qué hermosa había sido, jakze byla pi^kna.
«Yo nací del amor, jestem dzieckiem milosci», gruñía el Señor Nieve, y su voz chamuscaba las orejas de Jean. «Y mi pobre madre trabajaba en las minas, a moja biedna matkapracowaia w kopalni… Nunca quise caer del lado pedregoso, do kamiennego koúca… Mamá, déjame empezar de nuevo, acúname otra vez».
Tenían, claro está, las zakazanepiosenki, las «canciones prohibidas», todos los clásicos de la Orquesta Callejera de Chmielna: Un corazón en una mochila, Lluvia de otoño, Bombardeo aéreo, En el mercado negro sobrevivirás y Hoy no puedo ir a verte. Y, ni que decir tiene, tenían la emblemática canción de Hanka Ordonówna, El amor lo perdona todo, que el Señor Nieve cantaba con una voz de un sarcasmo tan rancio que a Jean le daban ganas de taparse los oídos antes de que se le secase el corazón. «Es el único ser humano vivo que miraría con desaprobación a un garito», dijo Lucjan. El Señor Nieve cantaba: «Milosc se Ci wszystko wybaczy, el amor lo perdona todo, perdona la traición y las mentiras», y para cuando alcanzaba el último verso, «Bo milosc, mój miiy, toja, el amor, querida, soy yo», con su quejido estrangulado, uno sentía que preferiría morir solo en una cuneta antes que volverse a enamorar.
Los Perros Vagabundos desmontaban cada canción, desmantelando la melodía con esfuerzo, con dolor, como zapadores que desmantelaran una mentira, y después le daban tantas vueltas a cada uno de sus elementos que conseguían desintegrarla. Luego volvían a montar la canción de la nada, a partir de notas y de fragmentos de notas, de notas torcidas y de respiraciones, de graznidos de los vientos y de un aporreo de teclas con lengüetas huecas. Para cuando volvía la melodía uno ya estaba enfermo de nostalgia por ella. «Al principio —explicó Janusz, el corneta—, seguir al Señor Nieve en una pieza era como seguir el rastro de una liebre, nunca sabía dónde iba a aterrizar. Pero pasado un tiempo aprendí a adivinar adonde le llevaría su mente desquiciada y sentimental, y en alguna que otra ocasión a lo largo de estos años he sido capaz incluso de llegar allí antes que él. Tendrías que haber visto la sonrisa que se le puso: como si al abrir una puerta se hubiera encontrado por fin en casa. Creo que eso ha sido lo mejor que he hecho nunca por alguien, liberarle de esa soledad durante uno o dos compases».
Paweł (contrabajo) llevaba una camisa abotonada y una fina cazadora de pata de gallo, Tomasz (trombón) llevaba una rebeca informe cuyos bolsillos se ahuecaban a la altura de las caderas; Paweł llevaba el pelo largo, Piotr no tenía pelo. Tadeusz (saxo), a quien llamaban Ranger, por arreglista[6], llevaba siempre una camisa de franela a cuadros, ya fuera invierno o verano. Ranger era quien más tiempo llevaba en Canadá, y había aprendido su inglés erudito con una catedrática de lenguas eslavas que creía haber tenido dos grandes iluminaciones en su vida: casarse con Ranger y luego divorciarse de él.
La primera vez que Jean escuchó a los Perros estaban ensayando una elegía descompuesta en el café de Paweł, después de la hora del cierre. Atormentaban el aire con su irregularidad de relojería, con mecánicas rupturas de paradas y arranques, notas trituradas, chirriantes, elevadas, cojas. Era una música de juerguistas demasiado viejos como para quedarse fuera toda la noche, demasiado demacrados como para dar un paso más. Sonaba impaciente y triste. Con pobreza tonal. Uno por uno los músicos iban retirando sus instrumentos hasta dejar sólo silencio. Jean escuchaba, hipnotizada, como quien mira un cuenco caído girar en el suelo una y otra vez, esperando la inevitable quietud.
Le hacían pensar en rocas peligrosas cayendo por una cuesta en intermitente cascada, o en un atasco de tráfico, y en las conversaciones que acaban y empiezan no de forma perezosa, sino indicando el final de todo.
—Por la noche —dijo Lucjan—, acostado en mi melina, escuchaba la lluvia de piedras. Trozos de ladrillo o de escayola que llevaban tiempo en precario equilibrio en algún lugar de las oscuras ruinas llegaban al momento de su caída, ya fuera a causa del viento, de la gravedad, o de la bota de un soldado. Gradualmente fui acostumbrándome a ello, no quedaba más opción que volverse loco esperando el siguiente sonido, que no llegaba nunca hasta que yo no estuviese casi dormido y aquello me desvelase para obligarme a un nuevo compás de espera. Solía intuir la distancia a la que quedaba gracias a haber escuchado la lluvia con mi madre, en las tardes de primavera de la calle Freta, cuando mi único problema era decidir qué cuento leer antes de acostarme, o qué postre elegir esa noche, si tarta de manzana o tarta de semilla de amapola.
—Ahora comprendo —dijo Jean— lo que tocan los Perros Vagabundos… Tocan la lluvia de piedras.
El único (antiguo y extraoficial) miembro de los Perros Vagabundos que no había conocido a los demás en Varsovia era Jan, un lituano de Saskatchewan que, a última hora de una noche de verano, camino de su casa después de tocar en el piano bar de un hotel, se había encontrado con Lucjan sentado en la acera contemplando la estructura metálica de una cama, considerando cómo transportarla hasta su casa. Jan se ofreció a cogerla de un extremo y Lucjan la cogió del otro. Estuvieron sentados en la cocina de Lucjan hasta que salió el sol, tomando té de menta helado y vodka. Luego Jan se empeñó en llenar el fondo de una sartén con cebolla verde y echar encima los tres últimos huevos de Lucjan. «Así —le contó Lucjan ajean— es como se sellan las amistades».
Los Perros Vagabundos se reunían regularmente en casa de Lucjan para arreglar asuntos, financieros o de otro tipo. Sostenían que se reunían allí los primeros jueves de cada mes, pero en el último minuto siempre se cambiaba la fecha y, hasta el momento, en diez años, nunca se habían encontrado un jueves. Era lo más cercano a un plan que llegaron a tener nunca, el plan de nunca-jueves. «Es importante mantener las falsas ilusiones —dijo Lucjan— por el bien del orden».
Paweł siempre traía a estas reuniones a su perrito blanco de morro afilado —un cono blanco acabado en un tapón negro—. Jean observaba al perrito comer delicadamente de la mano de Paweł. No podía decirse que Paweł fuera su «amo», ya que en cada gesto revelaba lo solícito que era con él. Cuando hacía frío el perro lucía un digno abrigo de lana azul marino. En verano, Paweł llevaba un frasco de agua siempre consigo, y ahuecaba las manos para darle de beber al perro.
Fue por este perrito, por su mascota, por quien los hombres pusieron el nombre a su orquesta, haciendo referencia también a cierto café en San Petersburgo frecuentado antes de las guerras por poetas proscritos. Era su triste chistecillo soviético, otra forma de esconderse, un homenaje dilapidado, una ola cruzando un abismo. Se ajustaba a ellos de manera incómoda, que era justo como les gustaban a ellos las cosas. Durante un tiempo consideraron mantener el nombre por el que eran conocidos en Varsovia, los Hooligans, pero al final les ponía demasiado tristes, así que dejaron atrás ese nombre, como habían dejado todo lo demás.
Lucjan y Jean iban caminando por oscuras calles centellantes, empapadas de lluvia, camino de escuchar a los Perros Vagabundos en la Puerta con un Solo Gozne, un club que abría nada más que los sábados por la noche.
—En Varsovia —dijo Lucjan, dando patadas a los desagües a lo largo de los cuales relucían hojas mojadas—, Paweł y Ewa tenían su propio teatro. Estaba en su piso, presentaba un espectáculo a la semana y sufrían redadas todo el tiempo. Fue antes de compañías teatrales tan increíbles como la Pomarañczowa Alternatywa, la Alternativa Naranja. Con todas aquellas correrías, Ewa y Paweł eran la vanguardia: teatro callejero con obras que duraban sólo cinco minutos y se dispersaban antes de que pudiera llegar la policía, o narraciones épicas que tenían lugar en el transcurso de un solo día en una serie de lugares preestablecidos dispersos por toda la ciudad. Ewa ahora diseña decorados para los pequeños teatros de aquí. Yo a veces pinto para ella. Algunas personas son siempre extrañas, independientemente de los años que hayan vivido en un sitio y de lo que hayan logrado, mientras que en cambio hay otras personas que encuentran la corriente sin más, y nadan con ella, al margen de donde estén; siempre saben de qué se está hablando, quién piensa qué cosa, de dónde viene lo próximo. Ewa es así, una iconoclasta suprema. Cuando Varsovia estaba siendo reconstruida a toda velocidad, ella organizó un certamen de belleza mensual para elegir el edificio más atractivo, del cual se coronaba una maqueta como nuevo Mister Varsovia en una ceremonia organizada todos los meses en su piso.
»Ewa suele reclutar no sólo a su marido, sino a todos los Perros para que la ayuden. Para un montaje de Godot hicimos más de cincuenta viajes al barranco a recoger bolsas de hojas de otoño; Paweł estuvo yendo y viniendo durante días con su Volkswagen escarabajo a rebosar del parque al teatro, que no era más que una habitación encima de una imprenta. Sus hijos ayudaban a vaciar las bolsas en el suelo del teatro, y ellos iban corriendo de un lado para otro con secadores de pelo hasta dejar las hojas completamente secas y quebradizas. Para cuando se estrenó la obra, en el teatro las hojas nos llegaban a la cintura y la sala entera temblaba a cada paso. Una eternidad de hojas caídas de los dos árboles pelados de Beckett en medio de la habitación. Para el Círculo de tiza de Brecht, Ewa usó piedras que Paweł los Perros y yo sacamos a rastras del lago. Todos los teatros pequeños adoran a Ewa porque sus decorados nunca les cuestan un céntimo.
Lucjan y Jean salían a eso de las diez o las once de la noche para reunirse con los Perros Vagabundos, muertos de hambre tras una noche de trabajo. Antes de que empezara a hacer demasiado frío, les gustaba hacer picnics sobre el césped tipo mesa de billar burguesa del invernadero de Rosehill, desde donde había vistas de la ciudad en todas direcciones. Comían patatas frías y queso, pan dulce y ciruelas ácidas. Ewa y Paweł solían llegar después de una de las obras de Ewa, con el perrito de Paweł, que cuando echaba a correr por la oscuridad de la hierba parecía una luciérnaga. Bandejas de comida y termos de té pasaban de mano en mano. Los hombres se echaban en el suelo y contemplaban las estrellas. Jean se tumbaba también, en el frescor verde de la hierba. A oscuras escuchaba las historias, los resentimientos, los remordimientos…, la mirada seductora lanzada por una mujer, de pasada, en un tren a Wrocfaw, hace cincuenta años. La cerveza fría en el barco de Sielce a Bielany. Las mujeres, las mujeres, las mujeres: la forma de una pantorrilla al levantarse una pasajera a alcanzar una maleta en el portaequipajes del barco, la forma en que los músculos de las nalgas de aquella cantante de Łódź se apretaban cada vez que tenía que cantar una nota aguda; de cuántas historias de amor de un solo minuto habían disfrutado aquellos hombres, historias repletas, no sólo de deseo sin más, sino de pasión y de promesas complejas y nunca realizadas, ni con un mero guiño, de forma que nunca cargaban con el peso de un final feliz. Nunca se trataba de amores no correspondidos, sino de amores que siempre hubieran sido posibles excepto «bajo estas circunstancias». Sobre este tema en concreto sus mujeres habían dejado de escucharlos hacía treinta años, y yacían juntas, con los vestidos extendidos o apretados contra sus majestuosas carnes, hablando de los hijos y nietos de cada cual, de sus dolores de muelas y de sus remedios, de sus talentos y de sus logros.
Jean se sentía como un espantapájaros entre estas mujeres, en el harén polaco, igual que se había sentido entre las mujeres nubias.
Escuchó las historias de riesgo político de los hombres, sus escapadas románticas, los conciertos en pocilgas y cafés de Polonia y de Francia, a medida que iban avanzando hacia el mar. Todo en el parque a medianoche, con los hombres y las mujeres quietos, echados en la hierba, como muertos, decía Lucjan, cotilleando en un campo de batalla. Jean escuchaba mientras la mano de Lucjan la encontraba; ella sentía que él era capaz de tocar todos sus puntos de una sola vez, con una sola mano. Él ciñó su grueso cinturón alrededor de su cintura, tiró de él y abrochó la hebilla. Le estiró del pelo hasta que cada una de sus partes empezó a tirar dolorosamente hacia arriba, y se quedó con la boca abierta. Todo esto en la fría hierba de la noche. La noche estaba compuesta de voces y en su sumisión, Jean sentía el murmullo de los amigos de Lucjan sobre su cuerpo.
Lucjan llevaba una sandía; la había pintado para que pareciera un gran gato blanco hecho un ovillo y dormido. Jean llevaba una tarta de capuccino —la especialidad del café Sgana— envuelta en hielo. Llegaron a una casa adosada en la calle Gertrude.
Desde el portal delantero de Ewa y Paweł, Jean pudo ver a través de la estrecha casita hasta el diminuto jardín trasero. La entrada principal estaba repleta de elementos de atrezzo, bicicletas decoradas excéntricamente, juguetes para niños y cuadernos de dibujo de tamaño gigante apoyados contra las paredes. Hasta la calle misma estaba llena de cosas, con coches aparcados a ambos lados, y casas partidas por la mitad compartiendo un único porche y un único jardín delantero. Cada dueño había hecho su propio esfuerzo por distinguir su lado de la propiedad, según su propio y más elevado gusto. Las casas estaban al límite mismo de lo que uno podía hacer con ellas, tanto por dentro como por fuera. Antes incluso de cruzar el umbral de la puerta, Jean sintió el tirón de un nuevo afecto.
El salón de Ewa y Paweł estaba lleno de niños y de Perros. Los invitados se sentaban sobre los reposabrazos de los sillones, en los regazos o en el suelo, con las piernas cruzadas.
Las paredes del pasillo estaban cubiertas con pinturas hechas por niños: mariposas, flores, un gran sol amarillo.
—Los niños pintan la pared como ellos quieran —le explicó Ewa—. Y luego todos los meses pintamos encima para que puedan empezar otra vez.
Ewa desapareció y volvió con una bandeja de té y tarta. Se la entregó a Paweł, que la ofreció a todos.
Jean y Lucjan siguieron a Ewa hasta la cocina. Alguien dijo: «Es la chica de Lucjan», y Jean se vio rodeada. Las mujeres le toquetearon el pelo y le acariciaron los brazos, la palparon de forma evaluativa, como si fuera una tela, o un bolso caro o un collar, o un prodigio en exposición. Jean casi se desmaya con sus perfumes y su suavidad y, sobre todo, con sus arrullos de aprobación. Ya estaba sentada frente a la mesa de la cocina con un vaso de vino en una mano y aquellas voces de mujer como un hechizo a su alrededor. Vio que Lucjan la observaba, divertido, desde el otro lado de la habitación.
—Lucjan me dice que le reconociste por su trabajo —dijo Ewa. Se rió—. Disfruta de lo que a los periódicos les gusta llamar «notoriedad local».
Jean sonrió.
—La disfruto —dijo Lucjan— sólo porque nadie sabe quién soy y nunca me enfrento a mi público.
—A no ser que alguien te pille in fraganti —dijo Ewa.
—Sí —él frunció el ceño—. Por eso sólo salgo a pintar de noche.
Los niños de Ewa y Paweł, de cinco y siete años, se subieron al regazo de Jean y empezaron a hacer con ella lo que les dio la gana. Jean se quedó quieta mientras ellos investigaban sus atributos, examinando su pelo, pinchándola con los dedos. Hicieron pendientes de cerezas y se los colgaron de las orejas, donde rebotaban como canicas de plástico.
—¿Qué quieren ser, médicos o peluqueros? —preguntó Jean, riendo.
—Uno de cada, naturalmente —dijo Lucjan desde la puerta, mostrando un evidente placer con la iniciación de Jean.
Jean pronto se enteró de que en las fiestas de Ewa siempre había montado algún proyecto. Se desplegaban gigantescos rollos de papel de embalar y entre todos pintaban un mural; se clavaba una sábana en la pared y se proyectaba una película mientras tocaban los Perros, hilvanando una melodía a base de silencios y del runrún del proyector. Unos actores se reunían en mitad del salón y, con poco más que una cuchara y un paño de cocina, transformaban la realidad, un paseo dominguero en barca en un lago, o flotar en un salvavidas en el mar del Norte; de repente eran amantes sobre una manta haciendo picnic, o ladrones, o niños en un columpio. Jean sabía que estos actores llevaban mucho tiempo trabajando juntos, que compartían una historia corporal. Ella había visto a Avery hacer con objetos representaciones de los panes y los peces, con piedras de una playa, con reglas y bloques de madera, creando puentes, castillos, ciudades enteras. Pero su magia era solitaria e intelectual comparada con la comunicación instantáneamente compleja que se establecía entre estos cuerpos, con la transformación constante que lograban generar en el momento, profundizando hacia el humor o hacia la tristeza. Y a veces se creaba un intenso pathos, y se abría un hueco, y todos los que observaban desde los bordes de la estancia encontraban su propia tristeza y la echaban por ese agujero. ¡Crac! La tierra de la escena se abría en dos y por ahí caían todos apelotonados a las ruinas de la memoria. Y luego los actores volvían a mezclarse con la fiesta, y se volvían a repartir la comida y las botellas.
Jean tenía el pelo recogido en un nudo que se desarmaba suavemente. Sobre los hombros llevaba el jersey de Lucjan.
—Irradias felicidad —le dijo Ranger.
Ranger se sentó a su lado.
—¿Lucjan habla contigo?
Jean le miró sorprendida.
—Sí, Lucjan habla conmigo.
Ranger estiró las piernas.
—Estoy borracho —dijo.
Apoyó la cabeza sobre el hombro de Jean.
—¿Qué pasaría si el momento más importante de tu vida, el más significativo, el más íntimo, fuera también el momento más importante y más íntimo de cientos de miles de personas más? Cualquiera que haya vivido una batalla, el bombardeo de una ciudad, o un asedio, ha compartido el mismo momento privado con miles de personas más. La gente finge que eso genera una hermandad. Pero ¿qué es lo que te pertenece a ti? Nada. Ni siquiera el momento más importante de tu vida te es propio. De acuerdo, esto lo entendemos. Pero ¿qué hay de lo que pasa entre un hombre y una mujer en la oscuridad, en privado, en la cama? Yo digo que no hay nada privado en eso tampoco. La tomas de la mano en la calle, y todo el mundo sabe lo que hacéis de noche. Tienes un hijo y todo el mundo sabe lo que hicisteis juntos.
Jean se quedó en silencio. Sintió el peso húmedo de la cabeza de Ranger contra ella, y una pena terrible. Y entonces dijo, con voz suave:
—¿Quieres decir que todas las mujeres y todos los hombres son parecidos, que una mujer es exactamente igual a cualquier otra? ¿O lo que pretendes es decirme que Lucjan ha estado con muchas mujeres? Si es así, no te preocupes, eso ya me lo ha dicho él mismo.
—¿Y qué importan los detalles? El padre de ella, el de él, su madre, la de él, una niñez llena de privaciones, una niñez feliz… Hasta los detalles de nuestro cuerpo: en el momento de la pasión, en ese momento preciso, ella podría ser cualquier cuerpo, con cualquier cuerpo nos vale.
—¿Nunca has estado enamorado?
—Por supuesto que sí. Tengo setenta y cuatro años. Pero la experiencia del amor, lo que sientes, siempre es la misma, da igual el objeto de ese amor.
Lucjan regresó con la bebida de Jean.
—Jean, ¿te está asustando? Ranger, te rogaría que no lo hicieras… Ése es mi trabajo.
Ranger agachó la cabeza y alargó la mano para coger el vaso de Jean.
—No —dijo Lucjan en voz baja—. El lenguaje es sólo aproximado; lo que es preciso es la violencia.
—No —dijo Ranger, alzando la voz—. La violencia es un aullido, el aullido supremo, inarticulado.
—No —dijo Lucjan—. La violencia es precisa, siempre va exactamente al grano.
—Esto no es más que un argumento filosófico —dijo Ranger—. Tómate algo.
—¿Estás loco? —gritó Lucjan.
Lucjan agarró a Ranger por los hombros y estuvo a punto de sacudirle. Pero miró el rostro desesperanzado de Ranger y en lugar de eso le besó en la coronilla.
—Me pones enfermo —dijo Lucjan.
—A mí también —dijo Ranger.
De repente Ranger se dirigió a Jean.
—Sangre fresca —dijo Ewa dando un codazo a Lucjan.
—¿Qué opinas, Jean? Eres mi última oportunidad.
—Tengo que pensarlo.
—Ja —dijo Ranger.
—No, lo dice en serio —dijo Lucjan.
Así que la dejaron en paz diez minutos. Jean abandonó la bulla de la fiesta y subió las escaleras, encontró el cuarto de los niños y se sentó en una de las camitas.
Junto a ella en una mesa pequeña había una caja repleta de chapas metálicas de botellas. Había un gato de peluche y un dibujo de un corazón con alas flotando sobre el océano. El corazón tenía también una cadena de ancla que desaparecía entre las olas. Le dolía la cabeza de pensar en ello.
La violencia es una forma de habla. La violencia es una forma de quedarse sin habla. Claro que lo es.
—Sigues queriendo creer en algo —dijo Ranger—. Sigues creyendo que existen cualidades tales como la generosidad, o el amor al prójimo, o incluso el desinterés. ¡Sigues creyendo que aparecerá alguien con algún plan! Sigues creyendo que los hombres escriben libros hermosos o canciones hermosas por amor y no como una forma de alardear de todas las mujeres con las que han estado. Sigues creyendo que el amor es una bendición y no un desastre. Sigues creyendo en un vínculo sagrado que se sella en una noche de amor nacido de lo más profundo del alma, en los gustos, en las cicatrices, en los mapas, en la voz de una mujer que canta sobre el amor, en el beso caliente de whisky entre sus piernas, en un solo de saxo cantado por un viejo polaco con jersey y una voz que suena a error. Sigues creyendo que un hombre unirá su vida a la de una mujer después de una sola noche. Sigues creyendo que un hombre soñará con una sola mujer durante el resto de su vida. Yo creo en coger lo que quiero hasta que no quede nada. Creo en acostarme con una mujer por lo que pueda enseñarme. Creo en la lealtad entre hombres que saben que se darán esquinazo unos a otros a la primera buena oportunidad que tengan. Creo que sólo puedes confiar en quien lo ha perdido todo, en quien sólo cree en el propio interés. Pero vosotros —dijo, agitando las manos frente a todos los reunidos en el salón de Ewa y Paweł— seguís saliendo a la calle confiando en que pase algo bueno. Seguís creyendo que os amarán, más allá de toda fragilidad y de todo mal juicio y de toda traición. Yo he visto a un hombre decir adiós a su mujer, y una mirada de confianza tan penetrante entre ellos que se podía hasta oler el desayuno, y las promesas, las noches en vela con el hijo enfermo, el amor después de que el niño se duerma, con el aroma a caramelo del jarabe del niño pegado aún a las manos, y luego a ese mismo hombre conducir directamente desde ese dormitorio hasta el de su amante, que se abre de piernas como en un aleluya mientras la esposa friega las cazuelas de la cena de anoche y luego se sienta a la mesa de la cocina a pagar facturas. En cuanto termina la guerra revivimos la propaganda de la paz: que los hombres hacen cosas terribles en condiciones extremas, que los hombres se comportan con heroicidad por la nobleza de sus almas y no por miedo o por uno u otro tipo de sentido del deber, o sencillamente por accidente. Los hombres honran sus promesas por miedo, el miedo a cruzar una línea que les reviente la vida. Luego a este miedo lo llamamos amor o fidelidad, o religión o lealtad a unos principios. Hay basura flotando incluso en mitad del océano, a miles de millas de cualquier costa. Los hombres inyectan compuestos químicos en un cadáver humano y lo exhiben en una vitrina y ¡nadie los detiene! Cuando arrebatas a un cuerpo su derecho a pudrirse en la tierra o a deshacerse en el aire, le estás arrebatando su último vestigio de lo sagrado. ¿Me entendéis? El vestigio de lo sagrado. La gente organizaba picnics en las ruinas. Polacos camino del almuerzo saltando por encima de judíos muertos en la calle. Nos daba miedo abrir una maleta entre los escombros por si contenía un niño muerto, el hijo que llevaba una madre, con la maleta golpeando contra sus piernas todo el camino de Łódź a Poznan, a Cracovia, a Varsovia, esperando ella misma la muerte. Los niños traicionaban a sus padres delatándolos al estado. Dos palabras repugnantes: ocupación militar.
Ranger se puso de pie. Lucjan se movió para tomarle del brazo y Ranger viró para esquivar su mano.
—No estoy tan borracho como tú te crees.
Ranger cogió su chaqueta y se marchó.
Ewa empezó a recoger los ceniceros y a vaciarlos en el cubo de la basura. Nadie decía una palabra. Jean miró a Lucjan, que apartó la mirada encogiéndose de hombros.
—Yo me voy a la cama —dijo Ewa, subiendo por las escaleras—. Echaos de aquí vosotros mismos.
Jean se quitó toda la ropa, y luego se metió el jersey de Lucjan por la cabeza; las mangas le llegaban hasta las rodillas. La lana conservaba su abrazo y su forma. Luego se puso a cocinar sólo con la pequeña luz de la lumbre, trabajando sola en la cocina en penumbra. Cocinaría algo que requiriese un calor lento y largo, para que los sabores se fueran intensificando. Las manos le olían a hierbas, el cabello le olía a él, su propia piel olía a eucalipto. Observó cómo la col rizada y las cebollas y los champiñones se reblandecían y se encogían con el calor. El amor lo empapa todo, el mundo está saturado de amor, o vacío de amor. Siempre tan hermoso o tan privado de hermosura como ahora. Aplastó el romero con las manos y luego se las pasó por el jersey para que más tarde él lo encontrara allí. Todo lo que ha sido el cuerpo de uno, las bolsas de vergüenza, de orgullo extraño, cicatrices escondidas o conocidas. Y luego está el ser que nace sólo a través del tacto de otro, cada punta de placer, de poder y de debilidad, cada arruga de duda y de humillación, cada lastimosa esperanza, por pequeña que sea.
Era primera hora de la noche de un domingo de enero, con nieve en las ventanas. Jean llevaba una bandeja con café jamaicano de Paweł, rebanadas gordas de pan negro y un bote de mermelada del que salía una cuchara. Lucjan estaba echado en la cama con un libro sobre la cara.
—Habla conmigo, Janina. Háblame de algún domingo que hayas tenido —le dijo desde debajo del libro.
Jean sirvió el café y puso la taza en el suelo junto a él.
Pensó en Avery: una añoranza repentina, que quemaba. Lo que conocieron juntos: tierra negra y árboles de piedra, bosques envolventes, estrellas vislumbradas. Las hierbas de Kintyre meciéndose sobre sus cabezas en un mar de aire. Coleccionar piedras extraídas de la arena dura del invierno y construir casas con ellas, la más alta le llegaba a la cintura, la más pequeña fue erigida en el centro de la mesa cuadrada de la cocina de la casita que alquilaron en aquella Escocia que tanto amaban, durante la gran bocanada de viento frío que decidieron tomar antes del calor del desierto. Las mantas apiladas sobre la cama, tan pesadas que apenas podían darse la vuelta en el sueño perfecto que compartían. No tenía sentido preguntarle a Avery si se acordaba. Ella sabía que se acordaba.
—Un domingo —dijo Jean despacio— apareció de pronto un arqueólogo en nuestra casa flotante. Iba a la caza de canadienses; era de Toronto y se sentía melancólico, y nos pareció que sentarnos con él en el Nilo una noche de domingo, oyéndole hablar de un concierto de Segovia que había escuchado en Massey Hall, era la cosa más natural del mundo. En Paras, había arqueólogos de Varsovia, y en la presa un enorme campamento soviético. A veces los veíamos en el mercado de Wadi Halfa. Los rusos tenían un aspecto particularmente necesitado. Se sentaban a la sombra de los puestos de café fumando y silbando canciones de Yves Montand. El desierto estaba repleto de extranjeros: de Argentina, España, Escandinavia, México, Francia…, y había un ágil comercio de cigarrillos pequeños y amargos provenientes de cada país. Y dondequiera que trabajaran los arqueólogos, los beduinos les hacían sombra, observando y esperando a una distancia prudente, sin acercarse jamás.
—Espera un momento —dijo Lucjan.
Salió de la cama de un salto y ella le miró moverse en el atardecer, bajar por las escaleras empinadas hacia la cocina. Por un momento la luz de la nevera tocó el techo, después volvió la oscuridad.
Le oyó revolver, intentar orientarse en una pila de discos de vinilo. Luego una voz de hombre ascendió las escaleras flotando.
Desde el último escalón de la escalera, Lucjan empezó a recordar.
—Yves Montand… Hubo un tiempo en Varsovia —dijo Lucjan— en el que desde cada ventana abierta se oía C’está l’aubeo Les grands boulevards o Les feuilles mortes en la calle. Cuando Montand cantó en el Palacio de Cultura, le escucharon tres mil quinientas personas. Quince minutos después de que abandonara el escenario la gente seguía pidiendo otra. La burocracia no ponía objeciones porque Montand era un hombre del pueblo; era el hombre que se había puesto en pie y había dado un concierto espontáneo para ocho mil trabajadores en la fábrica de automóviles de Ukhachov. Kruschev sabía que Montand llenaría cada asiento del estadio Uljniki, con capacidad para dieciocho mil espectadores. Pero en Varsovia nos gustaba a pesar de que cantara en un idioma que no era el idioma en el que trapicheábamos comida, o discutíamos por un hueso de caldo, o maldecíamos a nuestro mecánico o suplicábamos un cigarrillo al hombre que teníamos al lado en el patio de la cárcel. Su idioma no estaba contaminado por aquella h de Khatyn, por la gota de sangre contaminada que envenena todo el cuerpo. Y nos gustaba todavía más cuando decía lo que opinaba sobre el aplastamiento de Hungría: «Sigo teniendo esperanza, dejo de tener fe». Cuando los soviéticos entraron en Checoslovaquia, Montand le dijo a un periodista: «Cuando las cosas apestan hay que decirlo». Ese último comentario fue la última gota; de la noche a la mañana, Montand fue proscrito. Desde el momento en que aquellas palabras salieron de su boca tuvimos que esconder nuestros elepés y fingir que nunca habíamos oído hablar de él (¡de Montand!), que hasta hacía un momento vendía millones. Y por esa razón fue por lo que mi amigo Ostap, que acababa de despertarse de una cogorza, desapareció y no se le volvió a ver nunca más, porque estaba distraídamente silbando Quand tu dors mientras caminaba por la calle. Estas reglas siempre cambian por la noche, y si tienes un sueño muy profundo, pues te aguantas. Es sólo la forma en que cambian los mapas; como un hombre que una mañana decide hacerse la raya de otra manera: de repente Centroeuropa es Europa del Este. Hasta el Señor Nieve respeta a Montand, y los Perros ni lo tocan. Escuchan sus canciones y nunca las mutilan.
Jean observó la forma de Lucjan cruzando la habitación hacia ella, caminando por la oscuridad de la voz de Montand.
En la bañera, escuchando. El agua de la bañera estaba tan caliente como Lucjan y Jean fueran capaces de soportarla; estaban en remojo en cada extremo del amor: humillación, hambre, ignorancia, traición, lealtad, farsa. Jean se reclinó contra él, dejando que su pelo de alga le cubriera la cara. Sintió cómo Lucjan se dejaba dormir. Jean imaginó el amor entre Montand y Piaf, cuando él era muy joven, aquel idilio que daría forma al resto de su vida. Se imaginó lo que tuvo que significar escuchar a Montand en Moscú o en Varsovia. Pronto Lucjan se levantaría y pondría a Piaf en el tocadiscos, y sus oídos buscarían la sombra de Montand en su voz. Y luego escucharían de nuevo a Montand. Escuchando toda aquella biografía en sus voces.
Lucjan deslizó las manos por la calidez del cuello de Jean y le desenrolló la bufanda. Metió las manos bajo su boina y liberó, con el peine de sus dedos, su cabello, frío como el metal, de la calle invernal. Jean levantó los brazos y él le sacó el jersey por encima de la cabeza. Pieza a pieza, sus ropas de invierno fueron cayendo al suelo. Ya no sabía qué partes de su cuerpo estaban frías y cuáles estaban ardiendo. Sintió la aspereza de su jersey y de sus pantalones a todo lo largo de su cuerpo, y sería esta aspereza lo que recordaría para siempre, su ropa y su olor arañando su desnudez.
Noche tras noche invernal Jean y Lucjan se encontraban de esta manera. Jean sabía que Lucjan nunca habría hablado de sí mismo sin la vulnerabilidad de piel que había entre ellos. Como si, trastocando todo lo que había conocido, esa vulnerabilidad los mantuviera atados a un pacto más profundo, el de las palabras. Lucjan sentía emanar de ella una aguda manera de escuchar y Jean había decidido que en esto, sobre todas las cosas, era donde residía su deseo. Muy despacio, ella había empezado a sentir este poder cauterizador que cada noche llevaba a que ella se rindiera de distintas maneras, y a las palabras de él. Ella sabía que éste era su particular contrato con Lucjan y que, si no lo hubiera acordado en silencio, ella se hubiera perdido toda su historia.
Empezó a comprender que esta clase de intimidad era, a su manera, una forma de renombrarse. Un explorador llega a tierra; el lugar descubierto ya tiene un nombre, pero el explorador lo sustituye por otro. Este renombrar del cuerpo por otra persona: así el cuerpo se convierte en un mapa, y es esto lo que ansia el explorador, este mareaje de la piel.
A veces Jean llegaba a casa y se encontraba con un mensaje telefónico dejado por Avery en la noche, una disertación llena de divagaciones sobre cómo los tejados de un barrio pueden crear un plano secundario horizontal sobre el que construir, paralelo al suelo, o sobre cómo lograr que un acabado de cemento parezca de mármol. A veces le dejaba una composición musical, algo que él supiera que a ella le gustaba, como Radu Lupu o Rosalyn Tureck, con el sonido del piano solitario gastado y maltrecho por su viaje a través del contestador automático. Hablaban a lo mejor dos veces por semana, normalmente a primera hora de la noche, aveces incluso cenaban juntos por teléfono. Ella no era capaz de definir el contenido de esas conversaciones. Sabía que eran una especie de código que él pretendía que ella comprendiera, pero lo único que ella oía era una formalidad que le apretaba el corazón, una cortesía y, sin embargo, tampoco era eso exactamente; era el doloroso decoro que nace de las ruinas de la intimidad, algo igual de íntimo.
—Hace unos días tuvimos una sesión crítica —dijo Avery— sobre una estación de tren. Un estudiante presentó un minucioso diseño de un complejo para «refrescarse» después de un viaje: un tocador con recovecos y banquetas y espejos, lavamanos personales y duchas. No paraba de decir que este spa se convertiría en un destino en sí mismo. «Sería muy cómodo», decía. «El tren llevaría a la gente directamente a las duchas»; no paraba de repetir esto: el tren los llevaría directamente a las duchas, directamente a las duchas… Él siguió insistiendo hasta que yo me puse malo. Sólo podía pensar en los trenes de Ámsterdam a Treblinka, hasta que al final se lo dije. Toda la clase se dio la vuelta a mirarme como si fuera un demente. Pensé, ya la he fastidiado, pensarán que estoy chiflado, obsesionado. Y por fin una joven va y pregunta: «¿Qué es Treblinka?»…
»Ayer estábamos hablando de puentes. Yo dije que sí, que supongo que un puente también puede ser un centro comercial y un aparcamiento, pero ¿por qué disfrazar un puente, su función? ¿Cuál es la esencia de un melón? ¡Ser redondo! Tal vez algún día cultivemos un melón cuadrado, pero entonces será otra cosa, un juguete, una burla de un melón, una humillación. Me miraron otra vez como si hubiera perdido el seso. Pero entonces alguien dijo en serio: “Melones cuadrados, ¿cómo no se me ha ocurrido a mi?”.
Jean oyó, por el teléfono, un ruido de papeles revueltos y adivinó que Avery había puesto la cabeza sobre la mesa.
—Hoy estaba pensando —continuó Avery— que en el momento en que uno usa piedra en un edificio, su sentido cambia. Todo ese tiempo geológico se convierte en tiempo humano, se aprisiona. Y cuando esa piedra cae hecha ruinas, ni siquiera entonces se libera: su escala sigue siendo mortal.
Avery echó a andar por el humedal. No había luna, pero el suelo resplandecía de nieve. La negrura que había por encima de él y la blancura que había debajo le hacía sentir que con cada paso podía caerse por un precipicio. Un puntero relucía por encima del canal. Fue hacia él.
Se tumbó junto a la acequia, sobre un suelo que ahora le resultaba casi cálido. No había nadie en muchas millas de humedal, la granja más cercana era apenas una cabeza de alfiler de luz. La vergüenza no es el final de la historia, pensó, es la mitad de la historia.
Con el barro congelado clavándosele en la espalda, Avery se descubrió pensando en Georgiana Foyle. Se preguntó si seguiría viva, y si habría elegido dónde quería ser enterrada, ahora que el lugar junto a la tumba de su marido había desaparecido. Pensó en Daub Arbab y se dio cuenta, por primera vez, de que le recordaba a su padre, por esa seriedad que se expresaba en forma de bondad. Pensó que lo más cercano que sentía a algún tipo de creencia era el amor que sentía por su mujer.
El pintor Bonnard, el día antes de morir, viajó durante horas a una exposición de su propia obra para añadir una sola gota de pintura dorada a las flores de un cuadro. Tenía las manos demasiado temblorosas, así que le pidió a su hijo que le acompañara, para que le ayudara a agarrar el pincel. Avery sentía que incluso de haber sabido que ésas eran sus últimas horas, Bonnard hubiera hecho ese viaje por un solo segundo de color. Qué vida tan afortunada, la de vivir de tal modo que hasta las decisiones tomadas en el último día hubieran sido las mismas.
Pensó en lo que su padre le había dicho sentados juntos aquella tarde en las montañas, después de la guerra: sólo hay una cuestión que importe. En brazos de quién quieres estar cuando te mueras.
Las luces de casa de Marina estaban encendidas; las había dejado encendidas por Avery, para permitir la navegación, para arar las profundidades.
Cuando Avery entró, Marina le estaba esperando.
—Usas ese humedal como si fuera el desierto —le dijo.
Jean llevaba varios días ayudando a Lucjan a anudar trozos de soga para una escultura; hacían en cada trozo diez o quince nudos, cada uno del tamaño de un puño. No sabía qué pretendía hacer Lucjan con aquellos torpes trozos de cuerda con protuberancias. Trabajaban con las lámparas encendidas, ya que la pálida luz de la tarde de febrero apenas atravesaba los cristales de las ventanas.
Se pedían el uno al otro a menudo que describieran un paisaje, para ellos era como la llave a una puerta entre ellos, una manera de contar una historia. Ahora, en la cocina invernal de Lucjan, con el suelo y la mesa cubiertos de trozos de soga, Jean le describió con voz queda el desierto al atardecer.
—La arena se volvía del color de la piel, y la piedra del templo parecía carne. La primera vez que vi cómo los cinceladores rebanaban la pierna de Ramsés bajo esa luz me dio un escalofrío, casi como si hubiese estado esperando a que la piedra empezara a sangrar.
Añadió su trozo de soga al resto que había en el suelo; los nudos empezaban a parecer un montón de piedras.
—Y éstas —dijo, extendiendo las cuerdas sobre su regazo— son tan largas como las riendas de un camello.
—Lo más cerca que he estado nunca de ver un camello —dijo Lucjan— fue durante la guerra, aunque bien podría haber estado al otro lado del mundo. Recuerdo que alguien nos contó a mi madre y a mí que habían venido camellos a la Plac Teatralny, camellos que se arrodillaban en la acera para que los niños pudieran subirse a dar un paseo. «Y yo que pensaba que nada ya me podía sorprender», había dicho mi madre… Después de la guerra descubrí que, viajando justo detrás del ejército alemán, iba el circo alemán. Era igual en todos los territorios ocupados. Los titiriteros venían a la ciudad y reunían las últimas monedas de los perdedores…
Siguieron en silencio durante un rato, mientras caía la nieve.
—Dicen que los niños encuentran un camino. A veces —dijo Lucjan—. No un camino de salida, sino un camino cualquiera. Igual que los huesos; se arreglan solos, pero no quedan rectos. Las ratas de los escombros solían jugar al juego de la desgracia: ver quién era más que los demás, si perdías a un hermano además de a tu madre y a tu padre, peor aún. ¿Y encima una hermana? Peor aún. ¿Habías perdido una parte de tu propio cuerpo? Peor que peor aún. Siempre había un «peor aún jeszcze straszniejsze.
»A mi padrastro se le solía poner una cara, una mueca de advertencia, como de alguien que sabe que está haciendo mal pero no es capaz de entender qué es lo que tendría que estar haciendo, de forma que sigue adelante, con desafío, como si estuviera haciéndolo bien. Saber que estaba haciendo mal le daba un aire de verdadera convicción. Cuando nos vimos de nuevo por primera vez después de la guerra, nos miramos el uno al otro, intentando comprender cuál era nuestra conexión. En esos primeros segundos nos lo dijimos todo en silencio total. Sólo era mi padrastro, después de todo, iv koúcu. ¿Qué había hecho la guerra con él? Como si fuera un animal en una trampa, se había arrancado a mordiscos partes de sí mismo para sobrevivir: la piedad, la generosidad, la paciencia, la capacidad de ser mi padre. Yo había vivido la mayor parte de mi vida sin él. Ni una sola vez apareció cuando yo más le necesitaba. Recuerdo contemplar la raya de un blanco cadavérico que se abría en su espeso pelo negro, e intentar imaginar a mi madre tocando aquel pelo…
Ya podía una mujer abrazar fuerte a Lujan durante toda una vida, e incluso si su desolación se marchitaba y se reducía al tamaño de átomo de pintura, ese átomo permanecería siempre igual de húmedo. Jean había atribuido muchos significados al trabajo con el que le estaba ayudando; era un rosario gigante, los nudos de un manto de oración, una forma antigua de contar. Y ahora pensó: tal vez éste sea el peor nudo de todos: desconfianza enredada en añoranza.
—Mientras dormíamos nos robaron nombres. Nos quedamos dormidos en Breslau y nos despertamos en Wroclaw. Nos dormimos en Danzig y sí, admito que estuvimos dando vueltas y revolviéndonos, pero no tanto como para explicar que nos despertásemos en Gdansk. Cuando nos metimos entre las frías sábanas nuestra cama estaba sin duda alguna en la ciudad de Konigsberg, Falkenberg, Bunzlau o Marienburg, y sin embargo al despertar y pasar los pies a un lado de esa misma cama, éstos aterrizaron de forma igualmente indudable en una alfombrilla junto a una cama en Chojna, Niemodlin, Bolesiawiec o Malbork.
»Caminábamos por la misma calle por la que siempre habíamos caminado, parábamos a tomar café en el mismo café de la esquina cuyo menú llevaba años sin cambiar, y sin embargo si antes habíamos pedido ciasta, ahora pedíamos pirozhnoe, que se servía en la misma vajilla con idéntico vaso de agua. Las monedas que dejábamos sobre la mesa de mármol eran distintas, pero la mesa en sí era la misma.
»Luego estaban los lugares que lo habían cambiado todo menos el nombre. Después de su aniquilación, cuando se reconstruyeron las ciudades, Varsovia se convirtió en Varsovia, Dresden en Dresden, Berlín en Berlín. Uno podía decir, claro, que aquellas ciudades no habían muerto del todo, sino que habían crecido de nuevo a partir de sus desechos, de lo que quedaba. Pero una ciudad puede no arder ni ahogarse; puede morir ante tus ojos, de forma invisible.
»En Varsovia, la Ciudad Vieja se convirtió en la idea de la Ciudad Vieja, en una réplica. Las camareras llevaban trajes antiguos, por fuera de las tiendas se colgaban carteles pasados de moda. Poco a poco la ciudad del Vístula empezó a soñar sus viejos sueños. A veces una idea crece para convertirse en una ciudad; a veces una ciudad crece y se convierte en una idea. En cualquier caso, ni Stalin pudo evitar que el río entrara de nuevo en los sueños de la gente, el río con su larga memoria y su eterno presente.
»Europa se rompió en pedazos y fue zurcida. Por la mañana una mujer sacó medio cuerpo por la ventana para tender la ropa mojada en su jardín de Berlín; esa tarde, cuando la ropa estuviera seca, tendría que pasar por Checkpoint Charlie para recuperar las camisas de su marido.
»¿Y qué hay de los muertos que una vez tuvieron la suerte de ser dueños de sus propias tumbas? Sería de esperar al menos que, si alguien muriera en Stettin, su fantasma tuviera derecho a permanecer allí, en ese pasado, y a que no se le pidiera aparecerse también en Szczecin…
»Los muertos tienen sus propios mapas y se pasean a voluntad tanto por Fraustadt como por Wschowa, por Mollwitz y por Malujowice, por Steinau am Oder y por Scinawa; por Zlín, por Gottwaldov y de nuevo por Zlín. Por la calle Vinohradská de Praga, por Franz Josef Strasse, Marshall Foch Avenue, Hermann Goering Strasse, de nuevo Marshall Foch Avenue, calle Stalin, avenida Lenin y, finalmente, una vez más, sin dar un solo paso y tan sólo titilando en el tiempo, la calle Vinohradská.
»Y en cuanto a mi lugar de nacimiento, depende de quién lo pregunte.
A medida que iba pasando la tarde los rollos de cuerda fueron creciendo en altura, mudos y pesados en el suelo bajo la mesa.
Había sopa hirviendo a fuego lento en la cocina. Ese día Ewa le había traído un pollo asado a Lucjan y ahora lo tenían crepitando en el horno. Ya casi no había luz. Lucjan encendió la chimenea y prendió velas.
Se sentó en el suelo en la mitad «inconsciente» de la casa, apoyado contra la pared, mirando desde la distancia la maraña de nudos, el trabajo de una tarde. Jean estaba leyendo un libro de texto en silencio en la mesa de la cocina. Con falso dramatismo, Lucjan gimoteó:
—Tengo hambre.
Jean levantó la mirada del libro.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó Lucjan—. ¿Es comestible?
—Este capítulo es sobre vigor híbrido. Pero —sonrió ella— puedes decir que estoy leyendo sobre el repollo.
—Eso me gusta más.
Se sentó junto a ella a la mesa.
—¿Te hablaron en el colegio de los viudos del koksagiz? Cuando los alemanes entraron en la Unión Soviética, buscaron plantas de goma por todas partes. Las mujeres y los niños rusos fueron transportados a campos de trabajo para que cosecharan las plantaciones de koksagiz para extraer hasta las más nimias cantidades de goma de las raíces…
»El desarrollo urbanístico de altas torres de viviendas del barrio de Muranów en Varsovia se construyó sobre lo que había sido el gueto. Había muchos escombros, trece pies de profundidad, y no teníamos máquinas con las que quitarlos. Así que lo que se hizo fue prensarlo todavía más, y construir las casas encima. Luego se colocó césped y se plantaron parterres de flores en aquel bancal de muertos. Ése es su jardín de “sangre y tierra”.
A pocas manzanas de la Escuela de Arquitectura, donde se hallaba Avery trabajando en una mesa en el sótano, Jean estaba sentada con Lucjan y Ranger en el cine Lumiére, esperando que empezara la película Les enfants du paradis.
Lucjan le pasó una bolsa abultada ajean.
—Patatas al horno con sal.
Ranger se inclinó sobre Lucjan y metió la mano en la bolsa.
—Es larga, es una película de al menos dos patatas —le dijo a Jean, pelando ya el papel de aluminio—. Recuerdo ir con el Señor Nieve y Beata al Polonia, con un hambre tal que apenas podíamos estarnos quietos. No había agua ni un lugar donde vivir pero, durante los cuatro meses que siguieron a la guerra, hubo cine. El Polonia se erguía como un escenario situado en el desastre que era la calle Marszalkowska. Muchas veces hice cola para ver una película y luego hice cola de nuevo en la misma calle un poco más abajo para llenar mi balde en el caño que escupía agua del suelo. La gente llevaba contenedores encima dondequiera que fuese. Siempre se oía un estrépito cuando la gente se sentaba en cualquier lado, porque dejaban en el suelo a sus pies jarras y frascos y palanganas.
—Al estrépito normalmente seguía un crujido de periódicos —dijo Lucjan—, porque la gente se sacaba del bolsillo su Skarpa Warszawska, una revista semanal, Janina, que nos ponía al día del proceso de reconstrucción. Después de la guerra surgieron tantos periódicos…, enseguida hubo cinco o seis diarios. Nada bastaba para hacernos cargo de lo bien que nos iba: doscientos mil metros cúbicos de escombros eliminados con carros tirados por caballos, sesenta kilómetros de calles vacías de desechos, mil edificios limpios de minas…
—Camaradas —dijo Ranger—, el trabajo ha comenzado en la plaza del mercado, en el tejado de hojalata del palacio, en la iglesia de la calle Leszno… ¡Abierta la biblioteca de la calle Retjan! Los peregrinos convergían en los mismos lugares, en los mismos metros cuadrados de escombros, con cada persona lamentando una pérdida distinta. Los plañideros permanecían de pie juntos en el mismo sitio y lloraban por sus muertos diversos, por judíos, polacos, soldados, civiles, luchadores del gueto, oficiales del Ejército Nacional…, docenas de lealtades enterradas en la misma pila de piedras.
—¿Cómo se reconstruye una ciudad a sí misma? —dijo Lucjan—. En cuestión de días alguien coloca cacerolas entre los escombros y abre una floristería. Unos pocos días después, otro coloca un tablón entre dos ladrillos y abre una librería.
—En Londres, después de los bombardeos —dijo Jean—, los epilobios echaron raíz y se extendieron por las ruinas…
—Janina —dijo Lucjan—, esto no es una novela romántica. No estoy hablando de flores salvajes, estoy hablando del comercio: así es como se reconstruye una ciudad. Puedes tener todas las flores salvajes que quieras, pero al final alguien va a tener que abrir una tienda.
Lucjan tomó ajean por el brazo en la calle. Había empezado a nevar mientras estaban en el cine, en el París del siglo XIX, y para cuando llegaron a la calle Amelia, todo estaba blanco y en silencio.
Se metieron juntos en la bañera, mirando la nieve caer por la ventana de la cocina.
—Qué final más espantoso para una película —dijo Lucjan—, un hombre abriéndose paso a empujones entre la multitud para alcanzar a la mujer a la que ama, sin llegar a alcanzarla para toda la eternidad.
Observó el montón de soga que los rodeaba.
—Está casi terminado. Cuando haya demasiadas y sean demasiado pesadas para moverlas, estará terminado. Esto me hace pensar en mi abuelo, el padre de mi madre, que construía armarios. Mi madre me contó una vez que había hecho un mueble magnífico, la mesa más distinguida jamás creada en el mundo, digna de un emperador, pero una cosa que no había tomado en consideración era la puerta de la habitación, que como era demasiado pequeña tuvieron que abrir un boquete mayor para que cupiera. Me dijo que me tomara esto como una lección de humildad. También me habló de una vitrina de exposición enorme, curvada, que había hecho para una tienda; la madera relucía como el ámbar, la tapa era un grueso cristal de bordes redondeados que parecía, según mi madre, el borde acuoso del hielo en formación; y por dentro había cajones anchos, de poca profundidad, forrados de terciopelo, para guardar medias, encajes y sedas. Cada cajón se abría con un diminuto pomo de metal. Él se jactaba de que hacían falta diez hombres para levantarlo. La vitrina tenía las esquinas decoradas con complejos relieves: viñas de madera que caían espesas y exuberantes hasta el suelo. Los cajones se deslizaban con suavidad y sin ruido, y la vendedora podía sacarlo entero para que el cliente pudiera ver aquellas cositas de seda brillando como piscinas de agua coloreada sobre el terciopelo oscuro.
»Esta vitrina proporcionó a mi abuelo muchos encargos de trabajo para tiendas.
»La familia de mi padrastro era de Łódź; tenían una fábrica de calcetería. Le habían mandado a Varsovia a distribuir la mercancía familiar. Fue para esta tienda para la que mi abuelo construyó una de sus famosas vitrinas y así fue como él conoció a mi madre. Ella era tan joven; la leche y la canela de su piel suave y su melena espesa, la dulzura de su rostro. Tenía diecinueve años.
»Recuerdo una parada de tranvía al lado de un reloj donde mi madre y yo solíamos esperar, antes de la guerra. El reloj tenía rayitas en lugar de números. Me perturbaba tanto que no hubiera números en aquel reloj, sino sólo guioncitos anónimos, como si el tiempo no significara nada y se limitara a arrastrarse eternamente, sin sentido, sin nombre. Solía intentar predecir cuándo el minutero daría un salto adelante. Intentaba contar los segundos, para adivinar cuándo se agarraría, de repente, a la siguiente rayita, pero siempre se adelantaba sin mí. Mientras esperábamos en la paraba a que pasara el tranvía 14, mi madre solía comentar que aquél era ciertamente un lugar muy tonto para colocar un reloj, porque siempre te recordaba lo que se estaba retrasando el tranvía y lo que llevabas esperando y lo tarde que se te estaba haciendo. Recuerdo la sensación de su abrigo de lana contra mi mejilla, estando de pie junto a ella, con sus dedos seguros en torno a los míos. Para mí esa manecilla del reloj saltando adelante sin esperar por mí es el símbolo de cómo desapareció mi madre…
»Un muro no separa, lo que hace es atar dos cosas.
»Estando en el gueto, una mujer vino a visitar a mi madre. Era una antigua compañera de colegio o una pariente; no lo recuerdo, y sin embargo para mi madre supongo que la naturaleza de esta relación habría estado en el corazón de la historia. Sí que recuerdo su sombrero, un ingenio en forma de bandeja de torta que se inclinaba sobre una oreja y que no se quitó en toda la merienda. Yo esperaba que se le cayera y aterrizara en su taza de té. Sentado en la silla de la esquina junto a una mesita de madera con mi taza de “té de hadas”, agua caliente y leche. La mujer entregó a mi madre unas fotografías tomadas cuando eran * niñas. Después de que se fuera, mi madre y yo nos sentamos a mirarlas. Las fotografías habían sido tomadas en verano, pero aquella tarde al otro lado de nuestra ventana nevaba. Recuerdo pensar en eso, fue la primera vez que se me ocurrió que en las fotografías se preservaba el tiempo que hiciera. Y como el sol brillaba tan fuerte, había muchas sombras. En una foto en concreto, junto a mi madre podía verse de forma muy pronunciada su propia sombra y yo no podía dejar de mirarla, aquella sombra que caía sobre la acera y que era casi tan alta como ella misma. Y en otra había una sombra de alguien que obviamente había estado de pie junto a ella, pero que se hallaba fuera del marco de la fotografía. Después no podía dejar de pensar en aquello, en que hacía un cuarto de siglo mi madre había estado de pie junto a alguien cuya identidad yo nunca conocería pero cuya sombra, no obstante, quedaría registrada para siempre.
»Las fotografías de esos años tienen una intensidad diferente; no porque registren un mundo perdido, y no porque supongan una especie de testimonio, esa labor la lleva a cabo cualquier fotografía. No. Es porque desde 1940, para cualquier polaco, y no digamos ya para un judío polaco, utilizar una cámara se convirtió en algo ilegal. De forma que cualquier fotografía sacada por un polaco en aquella época y en ese lugar es una foto prohibida, ya sea de una ejecución pública o de una mujer leyendo una novela en silencio en la cama.
»A los soldados alemanes, por otra parte, se les animaba a que trajeran consigo a la guerra su Kine-Exakta o su Leica, para documentar la conquista. Y bastantes de aquellas fotografías sobreviven en los archivos públicos, por ejemplo las de Willy Georg, Joachim Goerke, Hauptmann Fleischer, Franz Konrad… Otras permanecen en álbumes familiares, fotografías enviadas a padres y a novias: la Torre Eiffel, las calles del gueto, el Partenón, los ahorcamientos públicos, un teatro de la ópera, una fosa común, furgonetas de gas y otras señales del “turismo” alemán… Estas fotografías eran enviadas a casa, donde se guardaban junto a las fotos familiares de bodas, aniversarios, fiestas de cumpleaños, vacaciones junto al lago. Aunque sin duda había fotoperiodistas cuyo trabajo consistía en disparar en busca de propaganda, muchos de los fotosoldados permanecen en el anonimato, y sus instantáneas son parte de la gran pila de imágenes que constituyen el siglo veinte…
»Solía pasar largas horas mirando por la ventana de nuestra esquina del gueto y, una vez, vi a un viejo colocar con cuidado una caja de madera en el suelo y arrodillarse junto a ella con dolor. Una empresa instantánea de limpiabotas. Al principio pensé que había elegido tan mal como alguien que montara un kiosco para vender cerillas junto a un incendio; ¿quién en toda aquella ciudad muerta de hambre pagaría por abrillantar unos zapatos gastados y rotos? Pero, increíblemente, ese día se ganó la cena. Y lustraba las botas de los soldados alemanes, gastaban mucho betún negro, y lo gastaban gratis. Ver las botas de aquellos soldados tan cerca de la cabeza de aquel hombre me hacía contener la respiración.
»Muchas veces los lugares donde se mataba a la gente no exhibían ninguna marca; en cuestión de momentos el trocito de acera tenía exactamente el mismo aspecto que antes. Desde mi ventana no paré de buscar un rastro del asesinato del viejo, pero no había ninguno.
»Mi padrastro encontró finalmente un escondite para mi madre y para mí, era mucho más difícil encontrar a alguien dispuesto a acogernos a los dos. Había agujeros en la pared del gueto para transacciones de ese tipo y a la gente la mataban a mitad de camino, con la cabeza o los pies colgando por fuera. Pocos días antes de que fuéramos a hacer el intento, me senté mirando por la ventana a la calle en la que mi madre estaba esperando a alguien con quien iba a hacer un intercambio de comida. Estaba de pie en la calle por mí, para darme de comer a mí. Así es como lo recordaba después mi padrastro, y por eso nunca me perdonó… Eso y el hecho de que mi madre y yo tuviéramos siempre las cabezas juntas, inclinados sobre un libro o un dibujo, riéndonos de algo tan pequeño que nunca éramos del todo capaces de explicárselo… Aparté la mirada de la ventana un momento, no más de unos pocos segundos, o tal vez sólo estuviera soñando despierto, y cuando mis ojos regresaron mi madre no estaba, sencillamente se había ido, sin más. Jamás volví a verla. Sigo convencido de que si no hubiera apartado la mirada justo en ese momento nada le hubiera sucedido.
»Una revelación infantil, propia de mentes sencillas: que podemos morir sin dejar rastro.
Al fondo del barranco, un hilo capturaba la luz; habían pelado la nieve del río y lo habían rociado con agua de una palangana de metal. Uno de los Perros venía a diario a renovar su helado barniz. El hielo destellante sobre el río parecía líquido a la luz de los faroles, reflejando incluso los farolillos que colgaban de los árboles, como si se hubiera lanzado un hechizo sobre el agua que impidiera su congelación. El espejismo resultaba tan antinatural que Jean contuvo el aliento al contemplar al primer patinador posando un pie sobre la superficie, como si fuera a hundirse con sus pesados patines, tragado sin un solo ruido por el encantamiento del río.
—Adelante, di lo que estás pensando: los campesinos de Brueghel.
Sorprendida, Jean levantó la mirada hacia Lucjan.
—Has musitado las palabras —sonrió Lucjan.
—Es por los colores oscuros de sus chaquetas contra la nieve, me parece.
Entonces Jean vio aparecer a Ewa con su abrigo rosa de piel sintética, su bufanda rosa, sus delgadas piernas negras que terminaban en patines color rosa. Jean se rió.
—Un flamenco —dijo Lucjan, que siempre parecía saber lo que ella estaba mirando.
—¿Vale decir que quiero a Ewa aunque sólo la haya visto dos veces?
—Todos queremos a Ewa —dijo Lucjan con seriedad.
Jean vio a Ewa señalar y supo que estaba dando órdenes a gritos. Apareció un tablón y burras y en un momento la mesa estaba cubierta de bandejas de pasteles y jarras de todos los tamaños. Jean sonrió ante la teatralidad de la escena: el festín, el río encantado, las ramas cubiertas de hielo repiqueteando en el viento de la noche, los farolillos como gotas de pintura amarilla entre los árboles.
Jean y Lucjan observaban a los patinadores desde lo alto de la colina. La escena recordaba a Jean a la paleta de Marina, tan dependiente de la textura: zonas de bufandas de lana, de chales, de mantas acolchadas, vestidos, el pelaje de un perro mojado; cada color: tierra, cielo nocturno, la aurora boreal, el hielo, unos higos, té negro, líquenes, los pantanos de Jura; cada lametazo de pintura era la destilación de un pensamiento, de una sensación.
—En el oscuro invierno, los Robinson Crusoes iban al Vístula con faroles y palas. Rascaban el río helado hasta dejarlo limpio, con un destello grisáceo. Como si rasparan todo el tuétano de un hueso con una cuchara. Había fiestas de patinaje enormes. Bandas callejeras, niños, perros. Vendedores de café que surgían en las orillas. Hojaldres en papel de cera. Venía gente hasta de las salas de fiestas, cuando se vaciaban a las dos o a las tres de la mañana, para despejarse a la luz de la luna, con el frío repentino. Allí fue donde conocí a mi mujer —dijo Lucjan.
Yo también conocí a mi marido en un río, pensó Jean. Aunque no estaba helado. Y no contenía agua alguna. Y tal vez ya no fuera un río.
—Unas pocas noches después de conocernos Władka y yo nos sentamos en la ribera del río. Hacía un viento helado. Él Vístula no estaba ni sólido ni líquido; trozos gigantescos de hielo se combaban y bamboleaban, abriendo a golpes vetas de agua negra para luego cerrarlas de nuevo. Entonces oímos un crujido enorme y justo ante nuestros ojos el puente cerca de la Ciudadela se rompió en dos y se abalanzó sobre nosotros, río abajo, había trozos enormes estrellándose contra el hielo, hundiéndose en la negrura para reflotar otra vez. En un instante las dos orillas del río estuvieron separadas. Władka diría más tarde que «si aquel puente no se hubiera caído ante nuestros propios ojos tal vez habríamos aprendido a seguir juntos, pero teniendo presente un símbolo como ése…». Władka tenía un sentido del humor muy peculiar.
»Una noche, años antes de que sucediera esto de Władka y el río, estaba yo en mi madriguera, escuchando a las ratas. Después de un rato apagué la vela. Pero, como esta noche a la luz de esta nieve, no estaba del todo a oscuras. Podía verme la mano delante de la cara. ¿Estaría algo ardiendo? Me levanté y observé el exterior. Había una débil bruma luminosa. El ruido de una multitud que se hacía cada vez más alto. Pero no había humo. Escalé por los escombros hacia el resplandor. ¡Había electricidad en la calle Targowa! Había cientos de personas deambulando, desorientadas, como supervivientes de un accidente…
»¿Recuerdas cuando nos conocimos, que me contaste de una iglesia que parecía aumentar de tamaño cuando entrabas? Yo puedo contarte la historia de una iglesia que se movió completamente sola. Estaba trabajando con una cuadrilla construyendo una carretera, la Autopista Este-Oeste, y alguien levantó la vista y se fijó en que la cúpula de Santa Ana estaba sonriendo. No le dimos mucha importancia a esa primera grieta en la piedra, pero al día siguiente había muchas grietas y se estaban haciendo más anchas y de repente todo el extremo noreste de la iglesia tembló y se desgajó como un diente de leche. Todas las cuadrillas corrieron a reforzar el resto de la iglesia con acero, e incluso probamos la idea de electroosmosis del profesor Cebertowitcz, pero Santa Ana y la tierra siguieron moviéndose, con el campanario doblándose hasta un centímetro diario. Finalmente, la tierra se detuvo…
Jean y Lucjan empezaron a bajar de la colina.
—¿Qué fue —preguntó Jean de pronto— de aquel arquitecto, el que te dio pan?
Cuando él no respondió ella levantó la mirada y sintió que nunca había visto una pena tan fría en su rostro.
—La gente desaparecía. A veces volvían, pero la mayor parte del tiempo no era así. Durante meses hubo noticias de stojki, de «sentadas», con una bombilla encendida a centímetros de los ojos abiertos del prisionero, a quien se mantenía despierto a base de inyecciones. Cuando alguien moría a causa de las torturas se decía que «se había caído de la mesa». Palabras vulgares, banales, como las que un niño aprende a escribir en primaria. «El hombre se cayó de la mesa». Tal vez no fuera precisamente ése su destino, pero… Había gente desprevenida a la que atrapaban en «calderos», cualquiera que visitara por azar a un sospechoso en su apartamento era arrestado, eso fue lo que hicieron los alemanes y fue también lo que hicieron los soviéticos. Él sobrevivió a la guerra, pero no sobrevivió a los soviéticos. Los Perros bromean sobre las reuniones de los jueves, pero es una vieja costumbre, una vieja intuición, la de no aparecer donde se te espera.
Oyeron la voz del Señor Nieve entre los árboles.
—Escuchemos cantar al Señor Nieve. Su voz es como un hacha. Los Perros sierran y resuellan y cuando pasen a mejor vida puedes estar segura de que les sonarán los huesos. Si hay algo que haya aprendido es que el coraje no es más que otro tipo de miedo. Y si eres un antifascista —dijo Lucjan, dándose una palmada en el abdomen—, tienes que tener una tripa antifascista y no una cabeza antifascista. Tener apetito es más útil que tener fiebre.
Lucjan se echó los patines a la espalda como un cazador que llevara a casa un alambre de pájaros y volviera vadeando el barranco. En la distancia, en la oscuridad, Jean aún podía oír el ruido de las cuchillas sobre el duro hielo. Los Perros Vagabundos casi siempre llegaban antes que ellos y casi siempre se quedaban después de que ellos se fueran. Mirando hacia atrás, Jean vio sus alientos en la oscuridad. El propio barranco relucía como aliento blanco, encerrado en sus riberas nevadas, los árboles cargados de nieve, y la luz de la luna que rodeaba suavemente sus rostros mientras patinaban por el hielo. El aire crujía de puro frío, el hielo destellaba endurecido. Ella sabía que había calor dentro de sus ropas, de las piernas y los brazos que se mecían, y que en sus caras y en sus pulmones había un frío doloroso.
Jean y Lucjan volvieron caminando a la calle Amelia, haciendo una parada en la panadería Quality, donde los hornos funcionaban toda la noche. El olor a pan habitaba la calle Collage, convirtiendo la nevada, pensó Jean, en maná.
—No puedes perder toda la esperanza —dijo Lucjan— cuando tienes la boca llena de pan.
Uno podía ir por la puerta de atrás de la panadería, entrar directamente a la cocina y pagar al contado por barras de pan recién salidas del horno. Todos los panaderos conocían a Lucjan y a los Perros Vagabundos. El pastelero, Willy, solía tocar el piano con ellos hasta que consiguió el trabajo en la panadería y ya no pudo tocar por las noches. «La panadería le ha robado todos los pasos a mi cake walk[7]», se quejaba Willy.
Luego Jean y Lucjan se sentaron en el parquecito que hay al final de la calle Amelia, con el abollado termo metálico de té de Lucjan entre ellos y cada uno con una bolsa de papel entre los brazos. Sacaban puñados cálidos y suaves de las largas mangas de pan, y Lucjan le daba a Jean de comer con los dedos. A veces, después de toda una velada con Lucjan y los Perros, no era hasta este momento cuando probaba su piel.
Después, se sentaban juntos en la bañera, escuchando. Y ni siquiera entonces Lucjan la tocaba todavía, menos por las puntas de sus dedos, llenos de pan, dentro de su boca. Esto era una especie de racionamiento, una valoración de cada placer. Nada, ni siquiera el deseo, se desperdiciaba.
Lucjan contempló a Jean dormida a su lado en la luz invernal de la tarde. Tenía el pelo recogido con una tira de tela, y la cara lisa y pálida.
¿En qué creía ella? ¿Qué embrollo de verdades asumidas guiaba su vida, qué maraña de creencias a medio formar y de deducciones no probadas operaban en ella desde el momento en que abría los ojos por la mañana o, ciertamente, incluso mientras dormía? ¿Cuáles eran los mecanismos por los que vivía? ¿Creía en las almas de Platón, en la armonía de Kepler, en la constante de Planck? ¿En el marxismo, en el darwinismo; en los evangelios, en los Diez Mandamientos, en las parábolas budistas; en Hegel, en la superstición de los gatos negros y en las historias del Señor Nieve sobre el Czarny Kot, en alguna migaja de la teoría genética, en dios sabe qué historias familiares y cotilleos; en la convicción de que las gachas saben más buenas espolvoreadas con azúcar que espolvoreadas con sal? Un poco en la reencarnación; un poco en el ateísmo; un poco en la Santísima Trinidad: un poco. En Husserl, en la navaja de Occam, en la hora del Meridiano de Greenwich, en la monogamia, en la teoría atómica conforme a la cual su hervidor de agua prepara todas las mañanas una taza de té… Él sabía que ella creía en la humildad, y en ese escalofrío de vergüenza que nos conduce a la acción correcta, aunque ella a esto lo llamaría de otra manera, tal vez incluso amor. Esta red de supuestos: si Lucjan moviera uno o dos o doscientos de sus propios supuestos una pulgada más arriba o más abajo, ¿no sería él la misma persona que ella, o que su marido, o que la mayoría de los miembros de la especie humana? Lucjan posó su mano en la cintura de Jean. Observó cómo el aliento llenaba sus pulmones; ella estaba tumbada de lado y él miró la curva de sus caderas, la arruga que se formaba detrás de su rodilla, el peso suspendido de su pantorrilla. Por esto es por lo que erigimos monumentos, nos matamos, abrimos negocios, los cerramos, hacemos estallar cosas, nos despertamos por las mañanas…
Jean aparcó el coche al principio de la larga entrada e hizo a pie el último tramo del humedal hasta la casa de Marina. Todo era blanco y azul y negro, la nieve y el cielo y los árboles como mechas sin prender en una tarde fría y clara de marzo. Llevaba su mochila de injertos, la misma que usaba desde los tiempos de la avenida Hampton. Ahora recordaba con añoranza la expedición a la ferretería con su padre a los dieciséis años, para comprar su primera navaja de injertos —del tamaño justo para su mano, con un mango de madera— y su primera lata de cera, y un pequeño hornillo de queroseno. Y al imaginarse los melocotoneros de Marina, y el sencillo injerto de hendidura que iba a hacer, pensó también en Abu Simbel, en el corte limpio del cuchillo en esa preciada carne; de cámbium a cámbium, de tallo a patrón, y en el golpe —de entusiasmo y también de pesar— de ser una quien induce a esas células a multiplicarse, a unirse, justo por debajo de la corteza. Y en Alberto Magno, cuya pregunta de setecientos años de antigüedad había sobresaltado a Jean, medio dormida en un aula recalentada, y le había hecho prestar atención casi ocho años atrás: ¿tiene alma un árbol frutal? Pensó que iba siendo hora de releer a Magno, su De Vegetabilis podía pararte el corazón, era un libro en el que se imaginaba, siglos antes de Darwin, que las variedades de plantas derivaban de sus ancestros salvajes, porque Magno poseía toda la presciencia de los hombres que se sumergen en un tema sin defensas, y con la intuición afilada por la humildad. Si los árboles frutales tienen alma, ¿qué significan las manipulaciones humanas? Ya había llegado a la casa blanca de Marina, que era de un blanco casi idéntico al de la nieve que la rodeaba, y Jean pensó que, en una tormenta, uno podría chocarse contra esa casa e incluso traspasar sus muros blancos, como un fantasma.
Tocó en la puerta y esperó. Se quedó de pie en el escalón de la entrada y siguió tocando, hasta que realmente aceptó el hecho de que Marina no estaba. Con reticencias, decidió empezar a trabajar de todos modos, sin necesidad de nada más que de la compañía de Marina. Jean caminó hacia la parte de atrás de la casa hasta el jardín trasplantado de su madre, encerrado por su verja blanca, ahora casi rendido ante la nieve. Sobresaltada, vio entonces a Marina y a Avery en sendas tumbonas de jardín, cubiertos de mantas, dormidos bajo la frágil luz del sol invernal. Vio también el viejo maletín de Avery, repleto de libros, en su regazo; él debió de venir, como ella, directamente del coche al jardín. Jean se quedó en la verja. El estampado de flores del blusón de Marina, que llevaba puesto por encima del abrigo, ascendía y descendía. El pelo de Avery, que ya le llegaba por los hombros, se agitaba pacíficamente en la suave brisa. Qué pinta tan auténtica tenían aquellos dos cuerpos juntos. Pensó en Lucjan de niño, con su madre. Pensó en el gueto, en los dormidos y en los muertos que yacían juntos en las aceras. Recordó la tarde que Avery y ella dejaron el coche a la orilla de la carretera, se tumbaron juntos en los húmedos matorrales de los Peninos, y se cayeron al cielo. Pensó en los ojos de miles de ciervos observando a la joven Marina y al joven William, sobre el musgo de Jura, el abrigo de él bajo la cabeza de ella.
A veces, en el hecho de yacer al aire libre se hallaba refugio, y a veces no. Pensó en los desposeídos abriéndose paso a pie hacia las ruinas de Varsovia, en cómo debieron de detenerse una y otra vez para tumbarse junto a la carretera. En las gentes de Faras este subiendo por última vez del camposanto al pueblo. Siempre, en algún lugar del mundo, hay gente que lleva a cuestas todo lo que posee y que hace un alto al borde de la carretera. Dormir, amar, morir. Siempre hemos yacido de este modo sobre la tierra desnuda.
Jean anhelaba yacer en la nieve, junto a la silla de Avery, con las grandes y cálidas colinas de Marina protegiéndolos a ambos. Pero no se atrevió.
Qué terrible si no la quisieran.
Este pensamiento no surgía de la vergüenza, sino de un profundo abatimiento, de la creencia de que lo aberrante es la gracia, que la gracia no es más que algo que uno atraviesa, como un sueño.
Después de otro momento, se giró como si se lo hubieran ordenado y volvió andando hasta su coche cruzando el humedal.
Esa noche, Lucjan le acarició el hombro hasta despertarla.
—Es la una de la mañana —susurró—. Vayamos a patinar.
Ella vio algo en su rostro y, sin decir palabra, se inclinó a recoger su ropa. Lucjan detuvo su mano.
—Sólo ponte esto debajo del abrigo —le dijo, dándole su jersey—. Y las medias, nada más. Yo te daré calor.
Atravesaron en coche la ciudad blanca hasta el borde del barranco. Ventanas de luz relucían a través de la nevada, no había interior que no pareciera un santuario después de un viaje. Junto al río, Lucjan extendió una manta sobre la nieve y se pusieron los patines.
Jean dio una zancada, con la cara enrojecida no por el frío sino por el calor. Debajo del abrigo estaba sudando, y el calor iba aumentando; la sangre inundaba cada uno de sus músculos. Lucjan la atrajo hacia sí. Le desabrochó el abrigo. Le levantó el jersey y se lo sacó por encima de la cabeza.
Con el primer grito ahogado, con la piel tan caliente, el aire frío apenas se reconocía como frío. No fue capaz de distinguir si la lengua de él estaba fría o caliente.
—Quiero hablarte de un jardín, del gran coto de caza de un rey asirio —susurró Jean más tarde, en la oscuridad de la cocina de Lucjan—. Aromáticas arboledas de cedros y bojes, robles y frutales, cenadores de jazmín, lirios y anémonas, camomila y margaritas, azafrán, amapolas, y azucenas, tanto salvajes como cultivadas, en la ribera del Tigris. Capullos meciéndose al fuerte sol aromático, grandes riberas brumosas de perfumes titilantes, una pared móvil de esencias…
»Los primeros jardines estaban amurallados, no para mantener fuera a los animales, sino para guardarlos dentro, para que los extraños no los pudieran cazar. La palabra persa para nombrar estos santuarios era pairidaeza, la hebrea pardes, la griega paradeisos.
Jean sintió que el peso de Lucjan la estaba empezando a inmovilizar.
El origen de la palabra «paraíso» es, sencillamente, recinto cercado.
Y después, Lucjan y Jean en la bañera en la oscuridad, hasta que sí, llegó a ser cierto: el anhelo por que regresara una melodía puede enfermarte.
—Por favor, háblame de tu hija —dijo Jean.
Lucjan yacía boca arriba junto a ella, mirando al exterior por la pequeña ventana que había sobre la cama.
—Lo primero, se llama Lena. Lo segundo, tiene casi doce años, es casi una mujer. Lo tercero, no la he visto desde que era una niña pequeña.
Jean sabía que tenía que esperar. Pasó un largo rato.
—Władka, la madre de Lena, trabajaba con su padre en su barcaza de manzanas. Esos barcos frutales se olían a cinco bloques de distancia, sobre la brisa fluvial flotaba aquel olor a dulce sidra. Las barcazas, con sus cargamentos de pilas de cerezas y melocotones y manzanas, atracaban al final de la calle Mariensztat cerca del río Kierbedz; llevaban toda la fruta a la ciudad desde los pueblos de la ribera.
»Recuerdo aquellos primeros mercados fluviales de después de la guerra, la primera montaña de manzanas del Vístula, duras, dulces, ácidas, reblandecidas por el sol, podridas, fermentando, con abejas girando alrededor. Władka y su madre hacían tartaletas rebosantes de fruta y las vendían en un puesto en el muelle.
»Władka era tan joven, incluso más joven que yo, y sus brazos fuertes al remangarse el vestido olían a manzanas, tan blancos y fríos, tan mojados y dulces como las manzanas, y yo podía aspirar el olor a manzana de entre sus pechos y en su aliento y en sus cabellos.
»Nos casamos en el hotel Bristol. 1955. Yo tenía veinticinco años. Los padres de Władka insistieron en el Bristol, con sus espejos y sus arañas de luces, sus sillas de terciopelo y sus camareros mandones. Cuando pedías la cuenta los camareros mostraban su desacuerdo y nunca te traían lo que habías pedido, sino lo que ellos pensaban que era mejor. Nuestro banquete de bodas fue pato relleno al horno, helado y fruta. Lo recuerdo muy claramente porque hacía veinte años que yo no comía nada así. Yo estaba loco por Władka (pensar en que dormiría con ella noche tras noche), pero esa comida me puso muy triste. De repente supe, supe de verdad, que para algunos esas comidas siempre habían existido, incluso durante la guerra. Sentado ante aquella mesa se abrió dentro de mí una avaricia gigantesca. Una gran furia. Cada bocado suculento me llenaba de desesperación. Me estaba comiendo el pato de la ira. Ninguno de nosotros teníamos idea de si volveríamos a comer así alguna vez. Esa comida nos puso a todos muy tristes.
Lucjan se puso el jersey y bajó las escaleras. Jean le oyó llenar el hervidor de agua. Luego empezó a rebuscar entre sus papeles sobre la mesa grande, revisando cuadernos y periódicos que había en el suelo.
—Hay una foto de mi hija… Si pudiera encontrarla en este desorden. No me gusta guardarla en un sitio, ni siquiera ponerla en un marco, para convertirla en un sepulcro. Me gusta toparme con la cara de Lena cuando estoy en mitad de algo; es como levantar la mirada y encontrarla sentada conmigo en la habitación.
Se rindió y volvió al borde de la cama.
—La encontraré más tarde —dijo.
Y Jean sintió humillación ante su propia necesidad de ser encontrada.
—Lo veías todo el tiempo —dijo Lucjan—, gente de pie en la calle, absolutamente quieta, sujetando un objeto que de pronto era inservible, el abrigo de él, un libro de ella, con la mirada fija en el lugar donde la persona amada acababa de desaparecer. A lo largo de todos aquellos años nos parábamos en la calle, con las manos llenas de cosas inútiles, cuando el coche se alejaba, cuando la formación se retiraba, cuando partía el tren, cuando se cerraba la puerta.
Jean alargó la mano y la posó sobre la de él. Él levantó la mano de ella y la colocó suavemente sobre la cama entre los dos.
—Tú querías que yo contara esto —dijo.
Él tenía razón en hacerle este reproche; ella no debería haber alargado la mano. Qué podía significar su caricia frente a hechos así; nada. La caricia de otra persona tal vez, pero la suya no.
—En este mundo hay gente que no es capaz siquiera de oír el motor de un camión. Y el hecho de que sus recuerdos sean compartidos por miles de personas más; ¿tú imaginas que esto crea una sensación de hermandad? Es como dijo Ranger… Todas las personas felices —dijo Lucjan— y todas las infelices conocen exactamente la misma verdad: en la vida hay una sola oportunidad verdadera, y si en ese momento fallas, o si alguien te falla, la vida que se suponía iba a ser la tuya se habrá perdido. Todos los días, durante el resto de tu vida, ese recuerdo te va a destripar.
Jean yació junto a él, pobremente, en la oscuridad.
Pronto se dio cuenta de que Lucjan dormía. Su quietud era grande y sólida, la de un árbol caído. Pero casi era capaz de oír su cerebro, incluso dormido, en desmandada.
Una mañana clara y azul cerca del final de marzo, Jean condujo hasta casa de Marina a examinar los melocotoneros. Luego Marina y ella prepararon juntas el almuerzo. Jean estaba pelando zanahorias y Marina estaba vertiendo una mezcla de cebolla y huevo batido en una sartén cuando Marina dijo:
—Le he encargado a Avery un pequeño proyecto.
Jean levantó la mirada.
—Nada caro, no te creas —Marina sonrió—. Algo que se puede proyectar en una sola cuartilla. De hecho, ésa era la condición principal. Si el diseño no cabe en una sola hoja de papel doblada, tendrá que empezar de nuevo.
Dentro de ella una sensación casi olvidada entró en estado de alerta: la anticipación.
—Una casa pequeña de sólo una o dos habitaciones, una choza, una cabaña, que pueda construirse en cualquier sitio, pero yo he pensado que tal vez junto a un canal. Un lugar donde pensar, donde dejarse llevar. Un pequeño proyecto que pueda hacer con las manos desnudas y la mente, algo con lo que pueda cometer errores. Y he pensado también en algo para ti.
Condujo ajean hacia el comedor. Sobre la mesa había telas, apiladas en cuadrados grandes bien planchados. Marina empezó a abrirlas y a sacudirlas una a una, tal vez hubiera una docena de diseños, de colores tan estridentes que Jean se tuvo que reír: geometrías o flores erráticas de ocho o diez pulgadas de largo, limpias y vivas, rojo amapola, grafito, mostaza, añil, cobalto, lima, blanco anémona, en un algodón fuerte y rígido que hubiera podido usarse para tejer las velas de un barco fabuloso.
—Descubrí la tienda Marimekko en Karelia —dijo Marina—. Es una revolución. Cuando yo era joven telas como éstas hubieran sido inimaginables. Las mujeres lucen estos diseños y colores brillantes y absurdos y se pasean así por el mundo. Vamos a hacerte unas ropas de verano, vestidos grandes, alegres, cuadrados, sueltos y frescos. Con tus preciosos brazos y piernas saliendo por las esquinas vas a tener un aspecto magnífico.
—¿Y tú también te pondrías uno? —preguntó Jean—. ¿Un vestido Marimekko grande, cuadrado y suelto?
Se miraron la una a la otra, y a sí mismas; el atuendo desaliñado de Jean, con su ropa de plantar, flojas mallas negras, una vieja camisa de Avery que le llegaba a las rodillas y un viejo jersey de tono inidentificable, color barro, que también pertenecía a Avery, con los codos gastados, holgado y caído en torno a los hombros delgados de Jean. El delantal de hule para pintar de Marina, sus pantalones de lana que parecían fabricados antes de la guerra, lo que era cierto, de buena sastrería (pues habían pertenecido a William), pero abolsados y manchados de pintura.
—Marina —dijo Jean—, estás completamente loca.
Marina tomó a Jean de la mano, casi desesperada por ver felicidad de nuevo en los ojos de Jean.
—Completamente loca no.
Unos días después, Jean regresó al humedal y dejó el coche, como solía hacer, justo al lado de la carretera principal, para poder ir a pie hasta la casa blanca; para asimilar su visión, entre los árboles, ahora árboles de invierno de pintura negra, pinceladas verticales, gruesas y delgadas, al borde de los campos. Golpeó la puerta trasera y, al darse cuenta de que no estaba cerrada, entró. Sobre la mesa de la cocina había un cuenco de sopa. Metidas en el cuenco había grandes rebanadas de pan, hinchadas de caldo. En ese momento supo que Avery había estado allí, que tal vez aún siguiera allí; quizá hubiera aparcado el coche en el campo al otro lado de la casa. Nunca le había visto levantándose de la mesa sin recoger lo que había ensuciado, ya fuera por deber o por costumbre, y mucho menos en casa de su madre. Jean se quedó parada en el umbral de la puerta y contempló el cuenco de sopa repleto de pan. El cuenco de un niño.
Lo que sentía era su propia vulnerabilidad, y no la de él.
Volvió a salir.
Desde la ventana de su estudio, Marina vio a Jean y a Avery juntos, hablando, y más allá del hombro de Jean, el guante de Avery en el aire, señalando. Y supo que Avery había empezado a pensar en aquella única hoja de papel.
Jean estaba sentada en el borde de la cama mientras Lucjan dibujaba.
—Trabajé como un esclavo —dijo Lucjan— construyendo ese gran proyecto soviético, el Palacio de Cultura. Hacía toda clase de trabajos que me pasaban los más humildes albañiles. Poco a poco aquella monstruosidad se fue elevando, piedra a piedra; nadie podía creerse las proporciones colosales que, desde el principio, simbolizarían los tormentos infligidos por Stalin. Cuanto más se elevaba, cuanto más elaborados eran sus decoraciones y pináculos, sus picudas estalagmitas, mayores eran las simas de sumisión que representaba. Detestaba este trabajo, que también me fascinaba. Y fue allí donde conocí a Ostap.
»Yo odiaba todo lo que nos rodeaba, pero no sentía desprecio por él. Había algo en él, en la forma en que su cuerpo se movía, en cómo se lanzaba de cabeza a una carga como si la respetase, en cómo se sacudía los comentarios de otro de manera invisible, y sin embargo no tan invisible, con las orejas, con el pelo. Nunca he conocido a ningún hombre tan seguro de su independencia, de su desdén interior. No puedo describirlo adecuadamente, incluso después de todos estos años me resulta difícil describir esta independencia que él tenía.
»A Ostap le gustaba citar a Andrei Platonov, aunque aquellas citas no fueran muy buenas para nuestra salud. Estiraba las piernas como si tuviera todo el tiempo del mundo en lugar de la obligación de volver a ponerse en pie de un salto en cualquier momento, y recitaba: “Para la mente, todo está en el futuro; para el corazón, todo está en el pasado”. “La vida es corta, no basta el tiempo para olvidarlo todo”.
»A menudo, mientras comíamos juntos, Ostap, que era ruso, se sacaba un lápiz del bolsillo de la camisa, afilado hasta no ser más que un cabo del tamaño de su pulgar (“¡los lápices cortos tienen largos recuerdos!”) y dibujaba esbozos para enseñarme los nombres de objetos en ruso. Al principio eran palabras prácticas (camión, piedra, martillo) y luego me enseñó palabras que eran útiles de otra manera (ira, idiota, amigo). En lugar de tirar esos trocitos de papel a la basura los metía entre las piedras a modo de mortero. Hay muchas palabras escondidas entre las piedras del Palacio de Cultura, bastantes como para contar algún tipo de historia. De esta manera conocí también fragmentos de su infancia en San Petersburgo, un gato, un puente, un piso en la calle Furstadtskaya.
»A cambio yo solía contarle a Ostap historias de lugares de Varsovia que no conocí de niño, historias que oí más tarde, de boca de los estudiantes, y esto no tiene explicación, pero a medida que las iba contando esas anécdotas parecían empezar a formar parte de mis propios recuerdos, tal vez ésa fuera precisamente la razón por la que las contaba, hasta que resultaba imposible distinguir los recuerdos que me pertenecían de los que no, como si en virtud de la pérdida colectiva se hubieran convertido en memoria colectiva. Guardarlo todo, incluso lo que no estuviera en mi mano guardar, por no ser mío.
»Nunca ha habido un hombre más leal a su infancia que Ostap. Después de que se llevaran todo lo demás, incluso el juego de té de juguete con el que solían jugar su hermana y él, el que tenía el retrato de Lenin pintado en todas las diminutas tazas y platillos, Ostap tomó la determinación de no olvidar nada. Recordaba especialmente los libros que había leído de niño, un cuento sobre un puerco espín y una tortuga —Carrozalenta y Pasoveloz— que comparaba con los “clásicos” soviéticos, de trenes y camiones terroríficos, con ceños humanos, robots con bocas cuadradas y narices en forma de pomo, rostros hechos con engranajes y dientes de sierra, no del todo humanos pero tampoco del todo máquinas. Me recordaban a las apisonadoras que alisaban los claros abiertos en la calle Freta. Me enseñó uno de los libros de Tsekhanovsky, de dibujos que se animaban al pasar deprisa las páginas, peliculitas con niños menguantes y máquinas que crecían hasta hacerse enormes, o locomotoras echándose encima de animales pequeños. De joven había leído las traducciones de Chukovsky de O. Henry y de R. L. Stevenson; y los libros de Evgenia Evenbach, Cómo Kolka Panki voló a Brasil y Petka Ershov no le creyó y 100 000porqués. Hablaba de su madre, que era muy bajita, que solía apoyar su cabeza contra el hombro de él, incluso cuando él no tenía más de doce años, y que ahora yacía enterrada en el cementerio de la isla Golodni en San Petersburgo.
»Él y tu Marina tendrían una o dos cosas que decirse. Lo sabía todo de los libros infantiles, nunca los dejó atrás, o tal vez habría que decir que gracias a que creció entró en ellos, llegó a conocer sus secretos. Sabía qué escritores eran stopiatnitsa, miembros del club 105, el de los que tenían prohibido vivir a menos de 105 kilómetros de cualquier ciudad…, y cuáles estaban en prisión por haber escrito cierta historia sobre un conejo y una cabra. Eso fue durante el reinado de la Reina Krupskaya, cuya campaña personal consistía en la denuncia de los cuentos de hadas como “contrarios a la ciencia” y por lo tanto peligrosos para el Estado. “¿Hablan los conejos? ¿Llevan ropa las cabras? El antropomorfismo de los animales no es realista, por lo tanto es una mentira. Estás mintiendo a nuestros niños”. Quizá el escritor en efecto mintiera, Ostap estaba de acuerdo. Porque él escribió una historia en la que una piedra es capaz de convertirse en hombre…
»Aquellos rusos enviados a Varsovia a construir el Palacio de Cultura dormían en un gran campamento junto al río. En los meses en los que trabajé allí, llevando y trayendo cosas, había camaradas que regularmente “caían” y hallaban la muerte, y se los abandonaba para que sencillamente fuesen enterrados junto a los cimientos. Caídas como aquéllas se describían diciendo que alguien “había bebido demasiado”.
Lucjan paró de hablar. «Espera un momento», dijo, deslizándose fuera de la cama. Jean le oyó bajar las escaleras y escuchó cómo se cerraba con fuerza la vieja manija metálica de la puerta del frigorífico. Oyó golpes.
—¡No te preocupes, sólo estoy machacando hielo con un martillo!
Subió las escaleras con un cuenco de nieve rociado de vodka. El frío fue directo al cerebro de Jean.
—¿Hay alguna parte de nosotros que sea inviolable? No. Todo puede arrancarse, desmigajarse, todo puede ser carroña. Y, sin embargo, en todo hombre hay algo. No lo bastante fuerte como para llamarlo intuición, tal vez sólo sea el olor de tu propio cuerpo. Y sobre eso es sobre lo que basas tu vida…
Lucjan empezó a cubrir la espalda de Jean con la manta pero entonces, pensándolo mejor, tiró de la sábana y la contempló.
Enroscó la sábana entre sus nalgas. Vio que ella aceptaría cualquier cosa. Soltó la sábana.
—No te rindas a mí —le dijo—. Había otro ruso al que conocí trabajando en el Palacio de Cultura. A la hora del almuerzo solía fumar con la boca llena de comida, nunca he visto a nadie más hacer eso. Solía sermonear a los jóvenes. Todas las mujeres son iguales, quítales lo que puedas antes de que te roben a ti…
»Y la música de fondo, sabes cuál es el origen de la música de fondo, por qué no podemos ir a comprar una bolsa de guisantes congelados sin oír a una mujer en el supermercado lamentando un amor perdido, cuando lo único que queremos hacer es comprar esos guisantes congelados y salir de la tienda lo más rápido posible; ¿por qué no podemos comprar un cartón de leche o un par de calcetines o sentarnos en silencio en un café? El origen de la música de fondo está en los altavoces de los campos, en Buchenwald, en todas aquellas canciones de amor gorjeadas que les metían por los oídos cuando los ponían en fila, o en la enfermería, mientras los muertos entraban y salían…
»Hay un momento en toda vida cuando nos piden una valentía que no está a nuestro alcance, y lo sabemos en cada célula de nuestro ser. Es lo que haces en ese momento lo que determina todo lo que sigue. Nos gusta pensar que se nos da más de una oportunidad, pero no es cierto. Y nuestro fracaso es tan permanente que intentamos convencernos de que es lo correcto, y lo racionalizamos una y otra vez. Esta verdad la conocemos en nuestros propios huesos; es tan tiránica, tan exigente, que queremos negarla de todas las formas posibles. Este fracaso está en el corazón de todo lo que hacemos, de cada sutil decisión que tomamos. Y por esto es por lo que, en el fondo del corazón, no hay nada que ansiemos más que el perdón. Es un deseo sin fondo, este deseo de perdón.
»Y te diré algo más —dijo Lucjan, cubriendo ajean con las mantas—, esta verdad asiste a cada muerte.
—Entrar caminando por primera vez en la réplica de la Ciudad Antigua —dijo Lucjan—, en la plaza reconstruida del mercado, fue humillante. El delirio te avergonzaba, sabías que era un truco, un lavado de cerebro, y sin embargo lo deseabas con todas tus fuerzas. Los recuerdos se te hacían agua en el cerebro. Qué hambre intentaba satisfacer aquello. Se estaba poniendo el sol y las farolas se encendieron como por un milagro y todo estaba exactamente igual, los mismos carteles en las tiendas, la misma piedra tallada y los pasajes abovedados… Tuve que detenerme varias veces por lo intenso que era el ataque de extrañeza. Me puse en cuclillas con la espalda contra un muro. Era una brutalidad, una burla; al principio te ponían completamente enfermo, como si el tiempo se pudiese retrasar, como si incluso la verdad de nuestra desgracia pudiera sernos arrebatada. Y sin embargo, cuanto más caminabas, más se transformaban tus sentimientos, la náusea disminuía gradualmente y empezabas a recordar más y más. Recuerdos de la infancia, recuerdos de la juventud y del amor, observé los rostros de la gente que me rodeaba, medio locos por la confusión de los sentimientos. También había un desafío, claro, una gran canción de orgullo surgiendo de todos nosotros, de humillación y de orgullo al mismo tiempo. La gente bailaba en la calle. Bebían. A las tres de la mañana las calles seguían llenas de gente, y recuerdo pensar que si no nos largábamos los fantasmas no regresarían, ¿y para quién era todo esto sino para los fantasmas?
Jean se acercó más a él.
—Janina, tu compasión quédatela para ti. ¿Quieres escuchar esto sí o no?
Rellenó con almohadas el espacio entre ellos.
—Después de aquello pensé que tal vez hubiera sido mejor si nos hubiéramos limitado a cargar todos aquellos escombros en unos camiones y los hubiéramos soltado en cualquier parte, lejos, donde no pudieran volver a usarse para construir nada.
—Podríais haber construido nada —dijo Jean—. Pero… construir nada también es un trabajo duro. A lo mejor, a veces, es más duro construir nada.
—Bah —dijo Lucjan—. Tú no entiendes nada.
Quitó las almohadas a empujones.
—Podrías tocarme, ya que no escuchas ni una palabra de lo que digo.
—Sí que comprendo —dijo Jean.
—De acuerdo, lo siento. Pero ¿crees que con unas palabras se arreglarán las cosas? ¿Piensas tal vez que no he pensado en ello bastante?
Arrojó al suelo su cuaderno de esbozos.
—Los polacos se comieron su pan y su fruta durante seis años. El jugo les corría por la barbilla mientras a cien metros de distancia la gente yacía muerta de hambre, lo mismo hubiera dado que extendieran sus manteles almidonados en la calle, directamente encima de los cadáveres, y organizaran allí el picnic.
Jean se inclinó a recoger su ropa del suelo.
—Yo no sé nada —dijo Jean—. Tienes razón, no sé nada de todo esto.
—No quiero tu compasión. Ni tu psicoanálisis. Ni siquiera tu empatía. Lo que quiero es un sentimiento sencillo, común, compartido. Algo real.
Ella empezó a vestirse.
—Qué poca cosa eres. Desde atrás eres como una niña pequeña. Justo recién empezada.
Él se levantó y se detuvo a su lado.
—Excepto aquí —dijo, metiéndole la mano entre las piernas—. Y aquí —tocándole el pecho—. Y aquí —tapándole los ojos.
Ciñó su ancho cinturón a la cintura de ella, dando dos vueltas, y lo apretó fuerte y lo abrochó. Miró su carne, la pielecita que sobresalía del cinturón, la besó y empezó a dibujar.
Enrolló el cinturón alrededor de sus muñecas y le estiró los brazos por encima de la cabeza y extendió su cuerpo encima de la cama.
—¿Duele?
—No, podría escabullirme si quisiera.
—Bien.
La dibujó con las manos atadas a la espalda, y con los brazos atados colgando delante de ella. Los dibujos eran muy detallados, y siempre aparecía la raya de piel levantada pellizcada por el cuero.
En uno de los cuadros de Marina, el rostro de un niño está cortado por el borde del lienzo; sólo ahora comprendió Jean su significado. El borde, un torniquete.
—A un animal no le pondrías un arnés tan apretado —dijo Lucjan—, porque del animal quieres trabajo. Sólo atarías tan fuerte a un hombre, un hombre cuya vida ni siquiera merecería la pena si se le matara a trabajar.
Ella levantó la cabeza hacia Lucjan. Él la miró como si le estuviera suplicando, pero era la mueca de reprimir las lágrimas.
Después, él le enseñó los dibujos. Era la carne de Jean.
Que hablar es sólo un indulto era algo que Lucjan había dicho más de una vez. Da igual lo alto que gritemos, da igual lo personales que sean las revelaciones que hagamos, la historia no nos oye.
En Jean, quedaban los restos de dos ríos: dos desgarros. Los desarraigados, los desplazados. Recordaba lo que Avery había escrito en su libro de sombras del desierto. Pronto, más de sesenta millones de personas habrán sido desposeídas por la subyugación del agua, un número casi comparable a las migraciones causadas por la guerra y la ocupación. Mientras, la alteración del peso de las masas de agua cambia la velocidad misma de rotación de la Tierra, y el ángulo de su eje.
Que masas de humanidad no vivan, ni vayan a ser enterradas en la tierra donde nacieron es un hecho sin precedentes en la historia. La gran migración de los muertos. Primero lo hizo la guerra, pensó Jean, y luego el agua.
La tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la tierra. Ésa es la verdadera nostalgia del hogar, y ésa es la propiedad de la que disfrutan los muertos. Ningún lugar proclama esto con más certeza que una tumba. En este siglo de refugiados, son nuestros desplazamientos los que nos unen.
El sol ya estaba bajo, un carmesí pálido que se filtraba desde debajo de las nubes. Jean tenía las manos frías, pero no le gustaba trabajar con guantes. Llevó a cabo la primera incisión en la corteza de uno de los melocotoneros de Marina y empezó a hacer el injerto cuidadosamente. Vio, al otro lado de la huerta, la pila de leña que Avery había encargado, a la espera de la realización de sus planes: una casita, en su mayoría ventanas, de proporciones tales que Jean sabía que quedaría escondida detrás de los árboles frutales, y contenida dentro del sonido del canal.
La humanidad lleva cinco mil años injertando una variedad de planta en otra; la división, el prensar las dos juntas, las células conductoras que sellan la herida. Y desde hace más de cinco mil años, hasta que la evolución, el azar, o la violencia dejaron al Homo sapiens solo sobre la Tierra, al menos dos especies de homínidos coexistieron en el norte de África y en Oriente Próximo, moradores del mismo desierto.
El árbol frutal tiene un alma, pensó Jean, y nace de dos.
—Ewa y Paweł, Witold, Piotr, éramos parte de un grupo —dijo Lucjan—. Conseguimos hacer algunas cosas útiles. Reuníamos dinero para gente que tenía que abandonar Polonia apresuradamente, hacíamos circular información. Ewa y Paweł representaban sus obras de teatro en casa y en los pisos de otras personas. Fue entonces cuando empecé con las pinturas de las cuevas, era una de mis bromas sobre la vida subterránea, las pintaba como una señal para los demás, como un saludo, sólo era una pequeña y estúpida travesura.
»Luego hice los Hombres del Precipicio, esculturas para montar en los tejados de los edificios. Ewa y Paweł: me ayudaban. Trabajábamos de noche. Primero pusimos una figura en el tejado del edificio donde yo vivía, y luego tres más en el suyo. Las hacía con arcilla, que no era en realidad más que barro, reforzadas por dentro con metal de chatarra. No iban a durar, y eso era parte del asunto; y me gustaba que fuera precisamente chatarra lo que las mantuviera en pie. Las podía hacer deprisa, no costaban mucho y, gracias a la arcilla, resultaban de veras realistas. Se asomaban al abismo desde ángulos imposibles. Saqué la idea de un libro de Ewa, de un dibujo de la Villa Rotonda de Palladio. Las figuras estaban allí semanas antes de que alguien se diera cuenta; nadie mira hacia arriba. Pero cuando la gente empezó a verlas yo me quedaba en la calle, observando. Me gustaba ese momento de sorpresa. Era un juego, un juego de niños. Me gustaría haber puesto algunas en el Palacio de Cultura, pero Władka me convenció de que no lo hiciera. Me dijo la cosa más despectiva que jamás haya dicho nadie de las tonterías que hago: no es una idea por la que merezca la pena ir a prisión.
Lucjan se incorporó en la cama. Hizo una pausa.
—Entonces, una noche, un hombre se puso a esperar en el tejado del edificio del Muranów donde vivían Ewa y Paweł. Y dio un paso al abismo. Un joven, un estudiante, estaba mirando hacia arriba por casualidad y vio cómo una de las figuras cobraba vida. El suicida dejó la chaqueta de su traje cuidadosamente doblada, con una nota en el bolsillo en la que solamente pedía que dieran la chaqueta a la beneficencia.
Jean se incorporó a su lado.
—Casi no me puedo creer lo que acabas de decir.
Lucjan se cubrió la cara con las manos.
—En cuanto me enteré de que alguien había saltado, pensé en mi padrastro. Pensé que ésa sería exactamente la clase de cosa que se haría a sí mismo y a mí. Pero, por supuesto, no era mi padrastro. Paweł y Ewa le conocían muy vagamente porque vivía en su edificio. La mujer de aquel hombre llevaba mucho tiempo enferma y había fallecido en el piso. Nunca se habían separado, ni una sola vez en cincuenta años, ni siquiera durante la guerra. Paweł creía que yo le había dado una forma de morir, en el lugar donde había muerto su mujer.
»La muerte convierte un lugar en sagrado. Esa sacralidad no se puede borrar. La torre de apartamentos se construyó encima del gueto, donde se produjeron algunas de las peores batallas. Todos los muertos atrapados entre los escombros bajo esos apartamentos, tal vez en algún lugar hasta mi propia madre, y todo lo que sucedió después…, aquel lugar en el que estábamos era ya un camposanto.
Jean le envolvió en sus brazos. Lucjan se zafó de ellos.
—No mucho tiempo después de aquello, Wiadka y yo tuvimos una terrible pelea, la peor. Yo había tenido una pequeña charla con Lena, sentía que ya era lo bastante mayor como para saber una o dos cosas sobre lo que estábamos haciendo, sobre la política de las acciones no violentas. Ella quería saber por qué estaba haciendo cosas tan locas, dejando muñecas matrioshkas encima de objetos demasiado altos como para alcanzarlas, colgadas de farolas, de ventanas de segundos pisos, etcétera, así que le expliqué aquello de los «amigos en puestos altos». Quiso saber por qué los estudiantes más mayores llevaban piezas de radios en el ojal como si fueran joyas, así que le expliqué lo de los «resistentes», y que la primera subversión es una broma, porque el humor siempre es una gran señal para las autoridades, que nunca comprenden esto: que la gente va peligrosamente en serio. Y que la segunda acción subversiva más importante es demostrar afecto, porque eso es algo que nadie puede regular o convertir en ilegal.
»Unos días después de aquella conversación con Lena, Wiadka me dijo que había tenido bastante. Me trasladé a casa de Ewa y Paweł. Pronto empezó a ponerme muy difícil el ver a Lena; organizaba un encuentro y, cuando yo llegaba, no estaban en casa. Mandaba a Lena a casa de sus padres, a casa de sus amigos. Durante varios meses me volví loco, perseguía a Wiadka por las calles. El frufrú de la manga de Wiadka contra el cuerpo de su gabardina de plástico, día tras día escuchaba este irritante sonido, fue creciendo en mi cabeza hasta alcanzar tal volumen que superó el graznido de los cuervos, el machaque de los interminables camiones arrojando escombros, el ruido de los aviones que nos sobrevolaban. Todos los demás sonidos enmudecieron bajo el todopoderoso frufrú de su manga de plástico. Veía a los hombres y a las mujeres de las obras como si sus acciones y gestos tuvieran lugar detrás de cristales, lo único que oía era ese frotar de su gabardina, que no cesaba, que me enfurecía, mientras caminaba por delante de mí. Hay una cosa que puedo decir a favor de Wiadka: ella también soportó esta locura. A base de perseguirla de este modo, supe que jamás querría tener otro hijo. Nunca olvidaré ese sonido y esa sensación de estar siendo encarcelado al aire libre. Podremos reconstruir ciudades, pero las ruinas entre un hombre y su mujer…
»Incluso antes de esto, con Wiadka las cosas se torcían siempre de la misma manera. Yo hacía una pregunta, una pregunta sencilla, ¿qué harías tú en la misma circunstancia?, pero en realidad lo que hacía era hurgar como un mono con un palo en un agujero, buscando hormigas. El palo salía baboso, goteando grumos de ambigüedad moral, ese momento de vacilación, ése no tomarse la pregunta en serio, o esa simple, y escandalosa, incertidumbre moral. Y todas las veces me ponía enfermo descubrir el punto, blando como una magulladura, la línea moral que ella siempre estaba dispuesta a cruzar, aun cuando yo comprendiera que era por un miedo muy sensato. Me enfermaba de triunfo. Ahí estaba la prueba de que confiar en ella era una insensatez, una locura, y de que había estado a punto de olvidarlo. Esa punzada de satisfacción era casi una sensación de seguridad, esa sonrisa interior de autocomplacencia, mientras ella seguía acariciándome el pelo o leyendo para mí, cuando a mí ya me asqueaba su tacto y habíamos terminado, en ese preciso momento, por enésima vez, habíamos terminado.
»Después de un año así y cuando nos lo pusieron fácil a los judíos para marcharnos, me marché. Paweł y Ewa siempre andaban metidos en líos, Witold, el primo de Ewa, y Piotr; nos fuimos todos. Más tarde me enteré de que Wiadka había estado trabajando para conseguir “mejoras” para ella y para Lena, con cierto burócrata soviético, y que estas citas llevaban ya un tiempo produciéndose, antes incluso de mi charla con Lena. Podría habernos entregado a cualquiera de nosotros, a mí, a Paweł, y a los demás, pero no lo hizo. Quería que yo le mostrara gratitud; ella me costó mi hija, pero no me costó las vidas de mis amigos. Ese es el tipo de negocio que le gusta a Wiadka. Los enemigos son quienes mejor se conocen, le gustaba decir cada vez que discutíamos, porque la compasión nunca les nubla el juicio. Era su manera de decirme que yo era un inconveniente y nada más, “ni siquiera merecedor de la cárcel”.
»Ewa tenía un hermano, su gemelo. Solían subrayar deliberadamente el parecido, y Ewa solía vestir como él. A veces me ponía triste, como en esas baladas en las que la chica se corta el pelo muy corto y viste como un chico para poder embarcarse y estar con su hermano, o con su amante; había en ello, en aquel disfraz, una cierta desesperación. Y cuando la policía le detuvo y no volvió a saberse nada de él, Ewa nunca supo, y nunca sabrá, si en realidad la estaban buscando a ella. La verdad es que cualquiera de los dos hubiera valido. Pero Ewa siempre había corrido más riesgos y siente, aún hoy, que debería haber sido ella.
»Una vez me gasté el dinero de todo un mes en llamar a Lena en Varsovia. Mientras estábamos hablando Wiadka llegó a casa y le ordenó que colgara. Yo podía oír a Wiadka chillando. Lena me dijo que la iba a tranquilizar. “Es sólo un momento”, dijo Lena. “Vuelvo enseguida”. La llamé para que volviera al teléfono. Y luego esperé. Durante veinte minutos no oí más que los aullidos del perro y su cadena arrastrándose por el suelo. El dinero de todo un mes, sólo para oír a un perro ladrando al otro lado del océano. Eso fue hace años, esa conversación con el señor Guau. Fue la última vez que la llamé.
—¿Nunca has vuelto a hablar con tu hija?
—No.
Jean alargó la mano, pero Lucjan la tomó y la colocó en su regazo.
Ella se dio la vuelta. Caía la nieve, silenciosa y lenta, en la ventana alta encima de la cama.
Todo lo que somos puede contenerse en una voz, pasando para siempre al silencio. Y si no hay nadie para escucharla, las partes de nosotros que nacen sólo gracias a la escucha no llegan nunca a este mundo, ni siquiera en un sueño. La luz de la luna derramaba su aliento blanco sobre el Nilo. Afuera seguía cayendo la nieve.
Mientras Jean hablaba Lucjan podía ver la luz de las estrellas como una gasa sobre el río, en la noche en que el niño se ahogó en su sueño, en aquel momento en que Jean creía que su hija se había alejado de ella flotando, sin dejar más rastro que esta pesadilla de ahogamiento. En su voz, Lucjan vio la colina en la que Jean le dijo a su marido por primera vez que iba a ser padre, y la desnuda habitación del hospital de El Cairo. Su miedo a no estar encinta, y su miedo a estar encinta, a otro hijo. Su cuerpo abandonando el tacto de Avery.
—Janina —dijo Lucjan—, la temeridad es una especie de desesperación, no la desees, es lo contrario del coraje…
Yacieron juntos en silencio mucho tiempo. A cada rato el cuenco de agua encima de la nevera empezaba a vibrar y luego paraba. Debajo de las mantas hacía calor, y el cuerpo de Lucjan la cubría cuan larga era.
Por fin Jean supo lo que aquella ausencia que desde su infancia había sentido tan profundamente era en realidad, lo que había sido siempre: una presencia.
La muerte es el último agarre del amor, y durante todo este tiempo no había reconocido la labor de su madre en ella, ni la de su hija; porque el amor siempre tiene una labor.
Desde la paz del sueño, Jean abrió los ojos. Junto a la cama, su ropa, el grueso jersey trenzado de Lucjan, la tetera, un dibujo de ella. Podía ver, apenas en la penumbra del amanecer, la curva de su cintura, la curva dormida de su cuerpo sobre el pesado papel. Recordó lo que Lucjan había dicho, en una de las primeras noches que pasaron juntos: en realidad la carne no tiene bordes. La línea es una manera de sujetar algo con la mirada. Pero la verdad es que dibujamos lo que no está.
Se giró para encontrar a Lucjan, con los ojos abiertos, junto a ella. Había estado esperando que ella se despertase. La peinó con los dedos, le estiró el pelo contra el cuero cabelludo, en un gesto que un observador podría haber confundido con puro deseo. Después, hundiendo la cabeza en su tripa, deslizó los brazos por debajo de ella y la abrazó tan fuerte que a ella le costaba respirar. No la soltó, sino que la sujetó de este modo, como si fuera a partirla en dos, agarrándola como en un dolorosísimo rescate.
—Por favor, Janina —le dijo, susurrando contra ella—. Por favor, vístete y vete a casa.
Sus palabras la dejaron helada. Pero él no la soltaba.
No la soltaba, y poco a poco fue sintiendo que su anhelo no estaba separado del de él. La rendición lenta, imposible, a lo que era verdad. No la soltaba y, en esta unión, su confesión de soledad estaba tan cerca del amor como todo lo que ya había pasado entre los dos; tan cerca como está el amor del miedo al amor.
Con la mayor ternura, despacio, Lucjan encerró a Jean en su ropa interior, en sus gruesas medias, en su vestido-jersey, en su abrigo y en sus botas. Con cada prenda de ropa ella se iba sintiendo más profundamente empapada de pérdida.
Se pararon junto a la puerta, con toda la casa a oscuras menos por la lucecita que había encima del fogón. Cada detalle ahora era tan familiar que le dolía, un mundo que también a ella le pertenecía.
La tomó del brazo y caminaron en dirección norte en silencio, pasando por los hitos que habían hecho suyos juntos por toda la ciudad, hacia la avenida Clarendon. La nieve cedía luz al suelo. Cuando llegaron al edificio de apartamentos de Jean, Lucjan dijo:
—Sólo pretendía acompañarte a casa, pero ya que estamos aquí, Janina, me gustaría quedarme.
Subieron juntos en el pequeño ascensor y, por primera vez, Lucjan yació con Jean en su propia cama.
Justo antes de la medianoche del día siguiente, Jean se paró en el umbral de la puerta de su piso de Clarendon. Llevaba la mayor parte del día casi inmóvil de tanto pensar.
El pasado no cambia, ni cambia tampoco nuestra necesidad de él. Lo que tiene que cambiar es la manera de contarlo.
No quería molestar a Lucjan, pero tal vez él también estuviera despierto. Iría caminando a ver. Se dio cuenta de que este caminar era uno de los regalos que él le había hecho; esta ciudad dentro de la ciudad, a cualquier hora del día o de la noche, estos paseos. La nieve de la noche anterior se había derretido y las calles relucían mojadas en la oscuridad.
En la casa de Lucjan no había luces excepto por la lámpara de la ventana superior, la de su dormitorio.
Esa luz sola no significaba nada, pero Jean, parada junto a la verja de su casa, reconoció al instante el solo hecho que revelaba la verdad. Lo comprendió todo —en una recombinación de todo lo que sabía— de la misma manera que la historia se ilumina de repente gracias a una sola h.
Vio, inclinada contra la verja de la casa de Lucjan, con sus flores de plástico enredadas alrededor del manillar, la bicicleta de Ewa.
Jean vio lo que vinculaba a Lucjan con ella, y lo que le unía —a través de una amistad y una lealtad de décadas— a quienes estaban más cercanos a él.
La palabra amor, había dicho él, ¿no se está rompiendo siempre en otras cosas? En amargura, ansia, celos, todas las partes del todo. A lo mejor hay una palabra mejor, algo demasiado sencillo como para convertirse en otra cosa.
Pero ¿qué palabra podría ser tan incorruptible? Había preguntado ella. ¿Qué palabra había tan infalible?
Y Lucjan, para quien las palabras eran una cuestión moral, había dicho: la ternura.
A la mañana siguiente Jean telefoneó a Lucjan y le dijo que había visto la bicicleta de Ewa junto a su verja. Oyó la angustia que contenía su silencio. Luego él dijo:
—Por favor, Janina, quiero que lo entiendas.
Y, casi como si sus palabras estuvieran saliendo de su propia boca, como si a lo largo de todo aquel tiempo ella hubiera sabido que acabaría pronunciándolas, él dijo:
—Tal vez Ewa pueda ayudarnos.
Fue caminando a casa de Ewa y Paweł. Eran las dos de la tarde. La puerta principal estaba abierta. Jean miró por la mosquitera de la puerta, a través de la casa y hasta el porche trasero, donde vio a Ewa inclinada sobre uno de sus proyectos. Jean la llamó y Ewa levantó la mirada.
—Jean, entra… Sal aquí fuera…
Jean entró en la casa estrecha, pasando junto a la bicicleta floreada en el hall y una pila de bufandas y mitones que había en el suelo. Ahora la pared de los niños era un campo verde con caballos. Saltó por encima de un montón de periódicos junto a la puerta trasera.
Ewa estaba haciendo bolas con papel maché y tela metálica. Se limpió las manos en la bata y acercó una silla a su espalda. Ewa señaló el porche salpicado de bolas.
—La costa de Dinamarca —explicó—. Si quieres remangarte, adelante. Sólo hay que mojar las tiras de papel en la cola y cubrir la silueta —señaló una pila de formas hechas de alambre. Luego levantó la mirada y vio la cara de Jean—. O a lo mejor —dijo con voz queda— es hora de tomar un té.
Ewa puso el agua a hervir y se sentaron a la mesa de la cocina.
—Le quieres —dijo Ewa.
—Sí —dijo Jean—. No como a mi marido, sino… por quién es él.
Ewa asintió.
—Conocí a Lucjan antes de conocer a Paweł. Cuando conocí a Paweł, bueno, fue difícil. Pero hasta Lucjan vio que Paweł era el hombre para mí.
Miró ajean.
—¿Cómo te lo podría explicar? —dijo en voz baja—. Estamos… uwikłani… enmarañados; Paweł, Lucjan y yo. Nos hemos salvado unos a otros tantas veces a lo largo de los años; a lo mejor es tan sencillo como eso. Cuando Lucjan te conoció, Paweł y yo pensamos que de poder ser alguien, serías tú. Lucjan ha traído mujeres a casa a lo largo de los años, pero ninguna como tú. Contigo habla. Es por tu compasión, está en todas partes, en tu hermosa cara, en cómo te mueves. Es tu tristeza. Y tal vez el hecho de que ames a tu marido tenga algo que ver en ello.
»A veces Paweł va a sentarse con él, pero a quien él necesita es a mí. Son mis manos las que necesita. Me quedo con él hasta que se queda dormido… ¿Tengo palabra para ello? No es una historia de amor, no es que tengamos un romance, no es algo psicológico, no es un arreglo… es más como… una catástrofe en la mar.
—Sois una familia —dijo Jean.
Las dos mujeres estaban sentadas rodeando con las manos tazas de té frágiles, antiguas.
—Amo a Paweł —dijo Ewa—. ¿Qué sería de mí sin él? Y Lucjan pertenece a nuestro lado. ¿Cómo explicar lo que el pan significa para nosotros, lo que significa para nosotros hacer cosas? Aquellos años no pueden medirse como otros años.
Ewa hizo una pausa.
—Juntos hemos vivido muchas vidas.
Jean miró más allá de los disfraces de Ewa, de los peinados, de las plumas y las pieles falsas, y vio ese rostro adultísimo.
—De todos nosotros, Lucjan es quien más siente las cosas. A veces no es capaz de soportar la soledad; la soledad del alma. Creo que tú lo entiendes —dijo Ewa. Hablaba con tal contrición que Jean apenas podía oírla—: Nos enseñamos unos a otros cómo vivir.