Generadores iluminaban el templo. Una escena de espantosa devastación. Cuerpos que yacían expuestos, miembros esparcidos formando ángulos horrendos. Todos los reyes decapitados, cada cuello privilegiado segado por pequeñas hachas de filo diamantino, torsos orgullosos desmembrados por motosierras, perforadoras y cizallas. Anchas frentes de piedra sujetas por barras de acero y un mortero elaborado a partir de resina epoxi. Avery miraba a los hombres desaparecer hacia el interior del pliegue de una real oreja, o perder un zapato en una nariz soberana, o quedarse dormidos a la sombra de un mohín imperial.
Los obreros trabajaban ocho horas, dividiendo la jornada en tres turnos. Por la noche, Avery se sentaba en la cubierta de la casa flotante y volvía a calcular cuánto crecía la tensión en la roca que iba quedando; reevaluaba lo acertado que había sido cada corte, las zonas de fragilidad y las nuevas fuerzas de presión que se creaban a medida que, tonelada a tonelada, el templo iba desapareciendo.
Incluso en su cama sobre el río veía cabezas cortadas, criados sin brazos ni piernas, amontonados y pulcramente numerados bajo los focos, esperando transporte. Mil cuarenta y dos bloques de piedra arenosa, la más pequeña de las cuales pesaba veinte toneladas. Aquel milagroso techo de piedra, donde los pájaros volaban entre las estrellas, yacía desmantelado, a cielo abierto, bajo estrellas verdaderas; la oscuridad verdadera que había más allá de los focos resultaba tan intensa que parecía deshacerse como papel mojado. Los obreros habían atacado primero la piedra de alrededor, cien mil metros cúbicos cuidadosamente parcelados, etiquetados y trasladados con grúas neumáticas. Y pronto habrían de acometer la construcción de colinas artificiales.
Para liberarse del ruido de la maquinaria, con la cabeza contra el casco del barco, el oído de Avery buscaba el sonido del fluir del río bajo su cama. Imaginaba, aferrado al viento oscuro, el aliento regular de los sopladores de vidrio de la ciudad, a una distancia de quinientos kilómetros, los gritos de los aguadores y de los vendedores de refrescos, los chillidos del martín pescador penetrando el oleaje de antiguas palmeras, e imaginaba también cada sonido evaporándose en el viento del desierto, de donde nunca terminaba de borrarse.
El Nilo ya había sido estrangulado en Sadd El Aali y, antes aún, ya se había dictado un trazado nuevo para su magnífico discurrir, con objeto de aumentar la producción de algodón del Delta, y así estimular la productividad de los molinos de Lancashire, a una distancia inimaginable.
Avery sabía que el río donde se ha colocado una presa no es ya el mismo río. No es la misma orilla; no es ni siquiera la misma agua.
Y aunque el sol al amanecer penetrara con el mismo ángulo en el Gran Templo, y aunque al alba entrara en el santuario el mismo sol, Avery sabía que una vez que la última piedra del templo hubiera sido cortada y trasladada sesenta metros más arriba, y cada bloque hubiera sido sustituido, y cada juntura rellena con arena de forma que no quedara ni un grano de espacio entre los bloques que revelara por dónde los habían rebanado, que cuando, en fin, cada rostro real hubiera sido encasillado en su hueco correspondiente, entonces, en la perfección de la ilusión, en la perfección misma, ahí residiría la traición.
Cuando a uno pudieran engañarlo y hacerle creer que se encontraba en el lugar original (un lugar ya subsumido por las aguas de la presa), entonces todo lo relacionado con el templo se habría convertido en una falsedad.
Y cuando por fin, después de cuatro años y medio de exceso de trabajo, de enfermedades causadas por el calor y el frío extremos, o por el miedo constante a haber calculado mal, cuando por fin se reunió con los ministros de Cultura, los cincuenta embajadores, sus colegas ingenieros y diecisiete mil obreros para observar con asombro su logro colectivo, temió venirse abajo, no por sensación de triunfo ni por agotamiento, sino por vergüenza.
Sólo su esposa lo comprendía: de alguna manera, bajo las perforadoras se iba escapando lo sagrado, bombeado por el continuo desagüe de aguas subterráneas, pronto aplastado por las gigantescas cúpulas de cemento; para cuando Abu Simbel fuera al fin erigido nuevamente ya no sería un templo.
El río se movía, lento y vivo por la arena, una vena azul discurriendo por un pálido antebrazo, fluyendo de la muñeca al codo. La mesa de Avery estaba en cubierta; cuando trabajaba hasta tarde, Jean se despertaba e iba junto a él. Él se ponía en pie, y ella no le soltaba, colgada de su propio abrazo.
—Calcúlame a mí —le decía.
Al atardecer, la luz era un polvo fino, motas doradas que se posaban sobre la superficie del Nilo. Mientras Avery sacaba de la caja de madera sus pinturas, gruesas tortas de sólida acuarela, su mujer se recostaba en la cubierta aún cálida. Ceremoniosamente, él le separaba la blusa de algodón de los hombros y volvía a ser testigo de cómo el color de su cuerpo se oscurecía; arenisca, terracota, ocre. Vislumbrar blancas rayas secretas por debajo de los tirantes, óvalos pálidos como la humedad que hay bajo las piedras, donde el sol no la tocaba. Una palidez secreta que él sí tocaría después en la oscuridad. Entonces Jean sacaba los brazos de las mangas y se colocaba de lado, dándole la espalda, en la luz de terciopelo. La luz de la oscuridad, más noche que día.
Avery se inclinaba por la borda, hundía su taza en el río y luego depositaba a su lado ese círculo de agua. Escogía un color y dejaba que empapara las suaves cerdas del pincel, infundidas de agua del río. Con suavidad, liberaba esa abundancia sobre la firme espalda de Jean. A veces pintaba la escena que tenían delante, la orilla del río, el incesante trabajo en las ruinas, la creciente pila de pétreas fisonomías. A veces pintaba de memoria las colinas de Chiltern, hasta ser capaz de oler el jabón de lavanda de su madre en el calor que la tarde desvanecía. Pintaba, empezando en la infancia, hasta volver a ser un hombre. Entonces, casi al momento de terminar, hundía otra vez la taza en el río y repasaba los campos, los árboles, con el pincel mojado en agua clara hasta que la escena se disolvía, anegada sobre la espalda de Jean. Hasta que se bañaba no desaparecía del todo la pintura de sus poros, y el río egipcio recibía la última tierra de Buckinghamshire en un abrazo borrador. Jean, claro, nunca veía aquellos paisajes y, ciega, tenía la libertad de imaginar cualquier escena que deseara. Él llegaría a pensar en la languidez de su esposa a esa hora del atardecer —de cada uno de los atardeceres de esos primeros meses de 1964— como si hubiera sido una especie de regalo de bodas de ella a él; y ella, por su parte, sentía que se abría bajo el pincel, como si él trazara una corriente por debajo de su piel. A esta hora del atardecer se daban el uno al otro un paisaje secreto. En ambos se abrió una privacidad nueva. Cada tarde, durante aquel primer año de matrimonio, Avery contemplaba Buckinghamshire, el olor de su madre, la distancia de tiempo que mediaba entre el húmedo bosque de hayas y este desierto, puntos de tensión, fisuras y elasticidad, el mapa de presiones de las cúpulas de cemento que pronto se construirían, y la pesada belleza* mortal de su mujer, cuyo cuerpo estaba sólo empezando a conocer. Pensó en el faraón Ramsés, de cuyo cuerpo acababa de desaparecer lo que quedaba por encima de las rodillas, que yacía ahora desperdigado sobre la arena, almacenado en una zona separada de la de los miembros de su mujer e hijas. Pasarían muchos meses antes de que fuera reunida esta familia, que llevaba sin separarse más de tres mil doscientos años.
Pensó que sólo el amor enseña a un hombre su propia muerte; que es en la soledad del amor donde aprendemos a ahogarnos.
Cuando Avery yacía junto a su esposa, aguardando el sueño, escuchando el río, era como si su cama fuera tan larga como el propio Nilo. Cada noche bajaba flotando desde Alejandría, a través de aquel delta de palmeras datileras; pasados los aislados dahabiyah de velas flojas, varados en las orillas. Todas las noches antes de dormir, para disipar las ecuaciones y las gráficas del día, recorría mentalmente este camino. A veces, si Jean estaba despierta, describía el viaje en voz alta, hasta sentir cómo ella se deslizaba hacia ese estado cercano al sueño en el que uno cree que sigue despierto y no oye nada. Pero Avery seguía susurrándole, no obstante, reelaborando el viaje con cien detalles, en gratitud al peso de su muslo sobre el de él. Sentía que el río escuchaba cada palabra, que se entretejía en cada suspiro hasta estar lleno de ensoñaciones, hinchado con el último aliento de los reyes, y la respiración fatigada de obreros de tres mil años atrás hasta ese mismo momento. Hablaba al río y escuchaba al río, con la mano sobre el lugar de su mujer por donde algún día su hijo la abriría, donde su boca ya le había nombrado tantas veces, como si desde el cuerpo de ella pudiera tomar el nombre del hijo en la boca. Rebeca, Cleopatra, Sara y todas las mujeres del desierto que conocían el valor del agua.
Mientras pintaba sobre su espalda, Jean recordó la primera vez, en el cine de Morrisburg, que se sentaron juntos en la oscuridad. Avery no la había tocado más que en la muñeca, donde se reúnen las venas pequeñas. Sintió la presión ascendiendo a lo largo de su brazo, aunque las puntas de los dedos de él tocaban sólo una pulgada de ella, y tomó la decisión. Después, a la luz del vestíbulo, se vio expuesta, invisiblemente desordenada; él había prendido un lento fusible debajo de su ropa. Y ella supo por primera vez que alguien te puede electrificar la piel en una sola noche, y que el amor no llega por acumulación hasta un determinado momento, como una gota de agua concentrada en la punta de una rama; no se trata del momento de llegar con toda tu vida a otro, sino que es más bien todo lo que dejas atrás. En ese momento.
Ya incluso aquella noche, la noche que él tocó una pulgada de ella en la oscuridad, con qué sencillez pareció Avery aceptar los hechos: que estaban al borde de una felicidad para toda la vida y, por tanto, de un dolor ineludible. Era como si, mucho tiempo atrás, una parte de él se hubiera roto por dentro y ahora, finalmente, reconociera el peligroso fragmento que había estado flotando en el interior de su sistema, provocándole año tras año un dolor intermitente. Como si ahora, de ese dolor, pudiera decir: «Ah. Eras tú».
A menudo Avery se sentía perdido, repasando los cálculos matemáticos en virtud de los cuales un templo define su espacio, intentando encerrar nada menos que lo sagrado. Construyendo un plano en el que el cielo se encuentre con la tierra. Jean sostenía que este encuentro se produce mejor a cielo abierto, y que el verdadero plano en el que la vertical divina penetra en este mundo es sencillamente la postura erguida de un hombre. Pero para Avery el cuerpo era una cosa y la forma que se le da al espacio, el cálculo humano de un espacio para recibir a los espíritus, otra muy distinta.
—Pero también damos forma a nuestro espacio interior —replicaba Jean—. Estamos tomando decisiones y cambiando de parecer todo el tiempo. Y si tenemos fe, pienso que es porque hemos decidido tenerla.
—Claro —decía Avery—, pero el cuerpo nos es dado; llegamos… prefabricados. La primera central eléctrica fue un templo. Piensa en las fórmulas que se han inventado, en el logro físico de miles de hombres moviendo una montaña, tallando y arrastrando piedras tonelada a tonelada, muchas veces a lo largo de cientos de kilómetros, hasta un lugar de coordenadas precisas; y todo ello en un intento de capturar a los espíritus. Para definir el espacio… —continuó, y luego se detuvo—. No. No para dar forma al espacio, sino para dar forma… al vacío.
Ante esto, Jean sintió cariño y tomó la mano de su marido. Desde la cubierta de la casa flotante, observaron a los obreros desaparecer hacia el interior de la alcantarilla de acero recién colocada que discurría desde los pies de Ramsés hacia las estancias interiores del Gran Templo. La alcantarilla avanzaba bajo tierra a través de la carga de arena de cinco mil camiones, una arena traída desde el desierto para proteger las fachadas y proporcionar apoyo lateral al acantilado. Un siglo antes, Giovanni Belzoni, descubridor de Abu Simbel, había tardado muchos días en avanzar hasta el templo cavando a través de las dunas movedizas; ahora, Avery y sus hombres habían vuelto a enterrarlo.
—Eres como un hombre visto desde la distancia —dijo Jean—, un hombre que pensamos que se ha agachado para atarse los cordones de los zapatos, pero que en realidad está agachado en oración.
—Se nos tienen que desatar los cordones —contestó Avery— antes de que se nos ocurra agacharnos.
Al norte de Bujumbura, en Burundi, un arroyuelo —el Kasumo— sale burbujeando de la tierra. Este arroyo se une a otros —el Mukasenyi, el Ruvironza, el Ruvubu— antes de desembocar en el Kagera, que a su vez desemboca en el lago Victoria. La rama septentrional del Kagera es una de las fuentes del Nilo. Otra fuente es el río Rwindi, que lleva la escorrentía glaciar de la gran cordillera de Ruwenzori, las Montañas de la Luna. En la selva tropical de la falda de las montañas se creía que los picos nevados eran sal, luz de luna capturada, o bruma. Nadie imaginaba la nieve en la selva tropical, un lugar de tal verdor que su transpiración es un hechizo de gigantismo.
Lombrices de un metro de largo que baten la tierra, brezo blanco que se mece diez metros por encima de la cabeza de una mujer. Flores de más de tres metros de alto endulzan el sol, y su fragancia se mezcla con el aroma del clavo en Zanzíbar a la orilla del mar. La hierba alcanza la altura de un hombre, el musgo la espesura del tronco de un árbol. El bambú sube con estrépito hacia el cielo como una imagen cinematográfica acelerada, a un ritmo de cincuenta centímetros al día.
Éste es el hábitat del gorila de montaña, un animal capaz de partirle el cuello al ser humano con un solo brazo, pero que no cruza el río porque le tiene miedo al agua.
La nieve del ecuador —esta luz de luna helada, esta sal, esta bruma— se derrite y cae a borbotones por la fuerza de la gravedad a lo largo de más de sesenta y cuatro kilómetros de jungla, pantanos y desierto; hincha el Nilo y tiñe de un verde intenso sus ardientes orillas. Es nieve que llega a discurrir por un paisaje tan caliente que es capaz de exprimir los sueños de la cabeza de un hombre, de dejar un espejismo titilando en el aire; tan caliente que no brinda a nadie un momento de respiro de su propia sombra o de su propio sudor; tan caliente que la arena sueña con convertirse en cristal; tan caliente que la gente muere. Un paisaje tan árido que con su precipitación anual apenas se llenarían cuatro cucharillas de té.
El desierto abandona a cualquiera que se tumbe. Desde el momento en que un cuerpo se deja cubrir de arena, el viento, como la memoria, lo empieza a exhumar. Y por
esto es por lo que los beduinos y otras tribus del desierto cavan tumbas más profundas para sus mujeres, por discreción.
Tal vez ésta sea otra razón que explique la inmensidad de las tumbas del desierto, el peso y la masa de las rocas que se arrastran y se apilan —apiladas de forma ingeniosa, pero apiladas al fin y al cabo— en los camposantos de los reyes.
En el desierto nos quedamos quietos y la tierra se mueve debajo de nosotros.
Todas las noches la temperatura caía hasta helar, y los obreros comenzaban su jornada alrededor del fuego. A primera hora de la mañana hasta el esfuerzo más nimio tenía un precio. No se veía a nadie sudando porque toda humedad se evaporaba al instante. Los hombres hundían la cabeza en cualquier umbría que pudieran encontrar, apretujados en las sombras de contenedores de madera y camiones. Dirigían la mirada con deseo al otro lado del Nilo, a las sombras de las palmeras datileras y las palmeras de dom, las acacias, los tamarindos y los sicomoros. Sus rostros buscaban el viento del norte.
Cada mañana, desde la casa flotante, Jean miraba a Avery desaparecer en el tropel de hombres; a su alrededor todo eran caras del color de la tierra mojada, menos él, pálido como la arena. Pronto ella misma se subía a la meseta donde se había empezado a sembrar un jardín, regado por las mismas cañerías que suministraban agua a la piscina del campamento, y comenzaba sus clases de frutas del desierto, impartidas por la mujer de uno de los ingenieros de El Cairo, una gentil fuente de información —desde recetas hasta plantas medicinales y cosméticos— que en el jardín lucía un elegante vestido camisero blanco, sandalias blancas y un sombrero de paja también blanco bajo el que llevaba un complejo peinado recogido con horquillas. Daba instrucciones ajean, que se mostraba encantada de hundir las rodillas y las manos en el trabajo.
Durante todo el día la piedra del templo absorbía la luz del sol; cualquier grieta entre los bloques atrapaba el calor como un horno de arcilla. Luego, todas las tardes, la piedra se iba enfriando lentamente. Los visitantes llegaban al alba a vivir la experiencia de Abu Simbel. Pero Jean sabía que el milagro del templo sólo se revelaba al atardecer, cuando, durante la breve hora del crepúsculo, el gran coloso cobraba vida: labios y brazos de piedra se enfriaban hasta alcanzar la temperatura exacta de la piel.
Un día, hace tres mil años, en Berekhat Ram, uno de nuestros ancestros homínidos se agachó a recoger un penacho de roca volcánica cuya forma se asemejaba, por azar, a la de una mujer. Luego usó otra piedra para profundizar en la línea formada naturalmente entre «cabeza» y «cuello» y entre «brazo» y «torso». Éste es el primer ejemplo de la piedra hecha carne.
En las Islas Británicas, durante el Paleolítico, un cazador talló en sílex un hacha de mano, teniendo cuidado de no dañar el fósil perfecto de una concha de molusco integrada en la piedra. Desde la creación de las primeras herramientas por parte de un cazador (el primero en tener conciencia de que la materia puede partirse para conseguir un borde afilado) hasta la partición del átomo: un tiempo minúsculo en términos evolutivos, unos dos millones y medio de años. Pero tal vez tiempo suficiente como para considerar la importancia de preservar en la piedra ese hermoso molusco.
La historia de las naciones, como bien sabía Avery, no era sólo una historia de tierras, sino también una historia del agua. Fluyendo con el Nilo a través del linde entre Egipto y Sudán, Nubia podía ser un país sin fronteras, ni moneda, ni gobierno, pero era no obstante un antiguo país. Al oeste y al este, el Sáhara. Al sur, a partir de la ciudad de Wadi Halfa, el desolado desierto de Atmur. Durante siglos, los ejércitos se desplazaron por el río en busca del oro nubio, de su incienso y de su ébano. Llegaban y construían sus fortalezas y sus tumbas, sus mezquitas e iglesias, en los exuberantes muslos del Nilo. La escasez de piedra es la señal más clara de conquista, igual que un árbol es señal de agua. Los primeros cristianos vivieron en las ruinas de los faraones, y en los templos de los faraones construyeron sus iglesias. Más tarde, en el siglo octavo, el Islam viajó río arriba hacia Nubia, y donde hubo iglesias aparecieron mezquitas. Pero la conquista nunca fue fácil, ni siquiera por el río. Las infames Segunda, Tercera y Cuarta Cataratas (así como las cataratas dentro de las cataratas: Kagbar, Dal, Tangur y Semna, además de Batn el Hajar, «barriga de piedras») desanimaban a los intrusos. Desde Dara hasta Asuán, caravanas de cien camellos cruzaban la arena, crujiendo y tintineando con pesados sacos de goma de los bosques de Bahr el Ghazal, con marfil, plumas de avestruz y caza mayor. Cruzaban valles secos y colinas, deteniéndose al fin en el oasis de Salima, antes de llegar al Nilo al sur de Wadi Halfa, para seguir luego la orilla oeste del río hacia el norte, hasta Egipto. Algunos creen que los nubios procedían originariamente de Somalia, o que cruzaron el mar Rojo desde Asia, por el puerto de Kosseir. A lo largo de los siglos, ocupantes árabes y turcos se fueron desposando con mujeres nubias, hasta que tribus de veintiocho linajes diferentes llegaron a vivir juntas en aldeas dispersas a lo largo del Nilo.
Dado que la anchura de la franja de tierra naturalmente fértil, rica en sedimentos, que discurría a la orilla del río, era de sólo unos pocos metros, durante miles de años los nubios trabajaron con eskalays. En su cama sobre el río, sosteniendo una lámpara cerca de una ilustración del aparato que había en su diario abierto, Avery le había explicado a Jean que el eskalay es la gran máquina del desierto. Su motor es un yugo de bueyes. Incontables generaciones de ganado han ido dibujando, con su paso pesado, apretados círculos en la arena para atraer al río, palangana a palangana de agua, hacia las huertas de garbanzos y cebada.
La tierra cultivable era tan limitada que se heredaban participaciones, feddans individuales divididos y subdivididos de generación en generación tantas veces que, cuando hubo que repartir las compensaciones generadas por la presa, tuvieron que gestionarse para irritación de los funcionarios participaciones de tan sólo medio metro cuadrado. Las divisiones eran tan mínimas y los títulos de propiedad tan complicados —puesto que cada propietario individual oficial llevaba muchos siglos muerto— que se olvidó cualquier esperanza de establecer compensaciones directas. En lugar de eso se respetó la tradición nubia: la copropiedad en una economía comunal.
En Nubia, las familias distribuyen el fruto de la palmera entre ellos, compartiendo la responsabilidad del cuidado de cada árbol. Las vacas son propiedad de un colectivo de cuatro, y cada uno es dueño de una pata, y estas participaciones se pueden vender o traficar con ellas. Un animal es susceptible de ser alquilado. El que alimenta y da cobijo a la vaca tiene derecho a su leche y a sus terneros. Cada propietario tiene que proporcionar comida y techo mientras el animal trabaje en su eskalay. Se establecen dividendos pero no divisiones, puesto que eso, literalmente, mataría el negocio.
Antes de la construcción de la Gran Presa de Asuán en los años sesenta, se construyó una presa pequeña, cuya altura fue incrementada dos veces; diez y veinte años después; más tarde, las aldeas de la baja Nubia, las islas fértiles y los bosques de dátiles fueron anegados. En cada una de estas ocasiones, los campesinos se trasladaron a tierras más altas para reconstruir. Y así empezó la emigración de los hombres nubios al Cairo, a Jartum, a Londres. Las mujeres, arrastrando por la arena sus largas gargaras negras, de tejido suelto, borrando sus propias huellas, asumieron la cosecha y la venta de los cultivos. Polinizaban las palmeras datileras, cuidaban de la propiedad de la familia y atendían al ganado. Los hombres regresaban de la ciudad para casarse, asistir a funerales, reclamar su parte de la cosecha de dátiles.
Y algunos regresaron en 1964 para reunirse con sus familias cuando, con cientos de toneladas de cemento y acero y millones de remaches, se construyó un lago en el desierto. Nubia desapareció en su totalidad (ciento veinte mil aldeanos, sus hogares, pueblos y ciudades, su tierra y sus antiquísimas huertas de dátiles meticulosamente cultivadas, así como muchos cientos de yacimientos arqueológicos). E incluso un río puede ahogarse: desaparecido también, bajo las aguas del lago Nasser, quedó el río de los nubios, su Nilo, que había fluido a través de todos los rituales de su vida cotidiana, guiado su pensamiento filosófico, y servido para bendecir el nacimiento de todos los niños nubios desde hacía más de cinco mil años.
En las semanas anteriores a la emigración forzosa, los hombres que regresaban de su exilio laboral caminaban por sus aldeas hacia hogares que hacía veinte, cuarenta, cincuenta años que no veían. Una mujer, joven de repente y de nuevo repentinamente vieja, observaba el rostro de un marido apenas visto desde que era una moza, y niños, ya maduros, miraban a sus padres por vez primera. A lo largo de más de trescientos kilómetros, el río absorbió gritos y silencios, y también un sobresalto, no el de la muerte, sino el de la vida, cuando esos hombres, fantasmas vivos, regresaron a contemplar por última vez el lugar de su nacimiento.
Los trabajadores de Abu Simbel estaban organizados en pequeñas colonias: los cortadores de piedra italianos, los marmisti, que eran capaces de oler a veinte pasos fallas en la piedra; los ingenieros europeos y egipcios; los cocineros y los técnicos; los obreros egipcios y nubios; y todas sus esposas e hijos. Avery se paseaba por la obra y veía cien problemas y cien soluciones singulares. Observaba las ingeniosas adaptaciones inventadas por unos obreros que no podían esperar tres meses a que llegaran piezas de repuesto desde Europa. Le producía un profundo placer, un placer que pertenecía a su padre, darse cuenta de que había alambre y muelles prestados de otra máquina, transplantados con la fraternidad de un donante de órganos.
Cuando Avery vio por primera vez las achaparradas máquinas Bucyrus en el desierto de Abu Simbel —las bombas, las refrigeradoras y los generadores— lo que sintió fue casi dolor, porque éstas eran las máquinas que su padre más había amado. William Escher había apostado mucho por la fiabilidad de Ruston-Bucyrus, por sus famosas excavadoras y por sus máquinas de comprimir, ventilar, bombear, elevar, calentar, congelar, iluminar… Sentía una pasión infantil por la maquinaria pesada y prefería Bacyrus a cualquier otro fabricante a raíz de todas las máquinas nacidas con motivo de la Segunda Guerra Mundial: submarinos enanos, locomotoras ignífugas, inhibidores de minas, portaaviones, barcos patrulla, los tanques Matilda 400 y Cavalier 220, los transportadores de artillería Bren 600 y la tuneladora encargada por Winston Churchill a partir de sus propias instrucciones personales, una caja con un arado de acero de seis pies en la parte delantera y un sistema de traslación en la parte de atrás, diseñada para cavar trincheras a un ritmo de tres millas por hora.
—Cuando mi padre trabajaba para Sir Halcrow & Co. —le contó Avery a Jean—, la empresa estaba construyendo las grandes presas de Escocia. Y durante la guerra les pidieron asesoramiento en misiones de «bombas de rebote», y excavaron túneles por debajo de Londres para el servicio de Correos, y ampliaron Whitehall por orden de Churchill. A mi padre lo enviaron al norte de Gales como asesor de la cantera de pizarra de Manod, para asegurar que fuera lo bastante firme como para resguardar allí los cuadros de la National Gallery. Allí fue donde aprendió los nombres de los tamaños de la pizarra galesa: damas anchas y estrechas, duquesas y pequeñas duquesas, emperatrices, marquesas y condesas abiertas. Le encantaban los nombres de las cosas: viguetas, entramados, planchas de suela, tachones, asideros, apoyaderos, dinteles y espatos.
—Podrían ser nombres de plantas —dijo Jean—. El dintel floreado, la ortiga de espato, la vigueta de ojo negro…
—El primer trabajo que tuvo mi padre, a los quince años —dijo Avery—, fue en Tubos Neumáticos Lamson. Desde que tengo memoria compartimos este afecto por los tubos neumáticos: ingeniosos, prácticos e inexplicablemente humorísticos. Nos encantaba la idea de una nota elegante, escrita a mano, quizá una carta de amor, metida en un cilindro y luego disparada por un tubo a treinta y cinco millas por hora, o aspirada por el vacío al otro extremo como un líquido por una pajita. Mi padre consideraba que ésta era la tecnología más injustamente desatendida del siglo, y una y otra vez inventábamos nuevos usos para los sistemas de tubos neumáticos; fue un juego que empezó conmigo por carta durante la guerra y al que nunca dejamos de jugar… Dibujaba mapas de Londres con cientos de kilómetros de neumáticos subterráneos entrecruzados, pequeños trenes de vagones-cápsula para el transporte público; víveres enviados por vía directa de las tiendas hasta las residencias privadas, deslizándose justo hasta la heladera de la cocina; flores disparadas directamente desde la floristería hasta un jarrón encima de un piano; entrega de medicinas a hospitales y casas de convalecencia; autobuses escolares neumáticos, montañas rusas neumáticas, orquestinas de metales neumáticas…
»Mi padre era un delineante magnífico, nunca he conocido a nadie capaz de dibujar maquinaria como él. A la hora de la cena, empujaba el plato a un lado y yo le observaba dibujar los mecanismos internos con líneas limpias y finas. De repente el papel cobraba vida y cada parte ocupaba su sitio en un mecanismo móvil, en funcionamiento.
»Mis padres se conocieron por un dibujo de delineante. Mi madre estaba sentada frente a él en un tren. Él tenía un bloc de dibujo abierto sobre las rodillas huesudas, y ella alabó su trabajo… —Avery se incorporó en la cama bajo cubierta, muy erguido, y la zarandeó como si estuvieran en un vagón de tren—. “Gracias”, dijo mi padre, “pero debo decirle que no es el sistema circulatorio humano, es un motor de vacío de alta presión. Aunque tal vez”, añadió educadamente, “visto del revés sí parezca un corazón”. Le dio la vuelta al dibujo y lo miró. “Sí, ya veo”, dijo. “Y ahora también lo veo yo”, dijo mi madre. “Es precioso”, añadió ella. “Sí”, dijo mi padre, “un motor bien diseñado es algo de una belleza excepcional”. Mi madre cuenta que entonces la examinó más detenidamente; escudriñó su cara. “Bueno, sí”, dijo ella, “pero me refiero al dibujo en sí mismo, las presiones y el trazo del lápiz”. “Ah”, dijo mi padre, ruborizandose. Gracias.
—¡Espera! —exclamó Jean, para quien uno de los grandes e inesperados placeres de su matrimonio era esta charla despreocupada antes de dormir—. ¿De verdad que tu padre se ruborizó?
—Oh, sí —respondió Avery—. Mi padre era un mecanismo de rubor.
La palmera, descubrió Jean, da dos frutos: no sólo dátiles, sino también sombra. En Nubia las cultivan por todas partes, pero en Argin y Dibeira, en Ashkeit y en Degheim, las palmeras datileras crecen con tanta espesura en las orillas del río que el Nilo desaparece. La sombra allí es verde y el viento convierte todo el árbol en un abanico; incluso el viento sur se repliega ahí para refrescarse entre las hojas de la copa.
La palmera de Bartamouda es la que da el fruto más dulce, bolsas reventonas de licor marrón, la carne prieta y la semilla pequeña que la lengua encuentra como una joya de mujer cuando la dulzura te llena la boca. Los dátiles Gondeila, los más grandes con diferencia, pero menos dulces, son perfectos para hacer almíbar. Los Barakawi casi no son dulces, y por tanto de alguna manera resultan más satisfactorios cuando se comen a puñados. Y los Gaw, con una pulpa fina que apenas cubre la bulbosa pipa, son perfectamente adecuados para hacer vinagre y ginebra de araki.
Más de la mitad de las palmeras del distrito de Wadi Halfa eran de Gaw, unas inmensas huras, antiguas arboledas que crecían alrededor de una única madre, reproduciéndose a lo largo de generaciones. En la época de polinización, los nubios las escalaban, con el elegante tronco entre las piernas, para cortar la flor macho en fase de capullo. Luego los capullos se molían hasta convertirlos en polvo y se envolvían pequeñas cantidades en cucuruchos de papel. A medida que se iba abriendo cada flor hembra, el escalador volvía a ascender, con la gorra a rebosar de cucuruchos llenos de polen, para rasgarlos sobre las flores abiertas. Cualquier flor que se dejara sin polinizar terminaba dando un dátil diminuto, un sis, un pescadito, que se daba de comer a los animales.
Cuando Jean y Avery llegaron a Egipto, los dátiles estaban aún verdes, pero pronto la fruta empezó a colgar pesadamente en racimos de color amarillo y carmín. En agosto la cosecha se había vuelto oscura y arrugada de tan madura, y luego se oscureció aún más. Cuando por fin la fruta empezaba a secarse en las ramas se cosechaba a toda prisa, con el dulzor en su máxima concentración. Los hombres escalaban, blandían sus guadañas y los racimos caían al suelo, donde mujeres y niños reunían la fruta en sacos y cestos. Los racimos caían uno tras otro como lluvia, y sacos y más sacos se iban llevando a la aldea y se ponían a secar, bien extendidos.
Las participaciones en las palmeras se vendían, se hipotecaban, se entregaban como regalo de bodas y como dote. No sólo se comía la fruta sino también el corazón de los troncos caídos, el golgol. La fruta se vendía en los mercados, se usaba para hacer mermelada y licores, para preparar pasteles, para elaborar una papilla especial que se daba a las mujeres que estaban de parto. Las hojas se trenzaban para hacer cuerdas para la sagiya, para tejer alfombras y cestos, se empleaban como esponjas para el baño, como forraje y como combustible. Los tallos se convertían en escobas. Las ramas se usaban para tejados y dinteles, para hacer muebles y contenedores, ataúdes y lápidas. Y cuando el tren que trasladaba a los últimos habitantes de Nubia abandonó Wadi Halfa justo antes de la inundación, el motor estaba decorado con las hojas y las ramas de las palmeras datileras que pronto se ahogarían. Uno casi podría haber creído que del suelo había emergido un palmeral que se desplazaba por el desierto, de no ser por el aullido de la sirena del tren, ese sonido inconfundiblemente humano.
De esta tierra, ¿cuánto es carne?
Esto no tiene un sentido metafórico. ¿Cuántos seres humanos han sido «entregados a la tierra»? ¿Desde qué momento empezamos a contar a los muertos, desde el surgimiento del Homo erectus, o del Homo habilis o del Homo sapiens? ¿Desde las primeras tumbas sobre las que tenemos certeza, la compleja tumba de Sangir, o el lugar de descanso del Hombre de Mungo en Nueva Gales del Sur, enterrado hace cuarenta mil años? Dar una respuesta requiere de antropólogos, paleopatólogos, paleontólogos, biólogos, epidemiólogos, geógrafos… ¿Cuántas poblaciones antiguas hubo y cuándo exactamente tuvieron su inicio las generaciones? ¿Empezamos a hacer estimaciones desde antes de la última glaciación —aunque haya muy pocos registros humanos— o empezamos a hacer estimaciones a partir del hombre de Cromañón, un periodo del que hemos heredado una gran abundancia de pruebas arqueológicas pero evidentemente ningún dato estadístico? O ¿qué tal si, sólo por «certidumbre» estadística, empezamos a contar a los muertos a partir de hace más o menos dos siglos, cuando empezaron a elaborarse los primeros registros?
Formulado como una pregunta el problema resulta demasiado esquivo; tal vez deba quedarse en afirmación: de esta tierra cuánto es carne.
Durante muchos días los hombres del gran faraón Ramsés habían viajado río arriba, pasando por la espumosa garganta de la Segunda Catarata en la que todo marinero da gracias por la travesía. Luego, en la paz adonde tan pocos habían llegado antes, con la vela cortando el cielo como un nomon, vieron de repente los altos riscos de Abu Simbel, que les hicieron volver a la orilla. Allí esperaron hasta el amanecer, cuando, siguiendo con una raya de pintura blanca el ángulo de la luz solar por la escarpada roca, marcaron el lugar de la incisión, el lugar en el que abrirían la roca para dar entrada al sol.
Estos hombres construyeron dos templos, el inmenso templo de Ramsés y un templo más pequeño en honor de Nefertiti, su mujer. Concibieron las épicas proporciones del templo, sus santuarios pintados y sus vestíbulos de estatuas, así como los cuatro colosales Ramsés de la fachada, cada uno con un peso de más de mil doscientas toneladas y una altura, sentados, con las manos sobre las rodillas, de más de veinte metros. Excavaron la cámara central adentrándose en la roca hasta una profundidad de sesenta metros. Dirigieron al sol para que, a mediados de octubre y a mediados de febrero, penetrara en esta profundísima cámara e iluminara los rostros de los dioses.
Como los ingenieros de Ramsés más de treinta siglos antes, los ingenieros del presidente Nasser dibujaron una raya blanca en la ribera del Nilo para marcar el lugar donde construir su propio monumento, la Gran Presa de Asuán. Asesores egipcios se opusieron frontalmente al proyecto, defendiendo la construcción de canales para unir diversos lagos africanos más una reserva en Wadi Rajan, que era ya de por sí una dársena natural. Pero Nasser no pudo ser disuadido. En octubre de 1958, después de que el Reino Unido renunciara a apoyar la presa, como represalia tras el conflicto de Suez, Nasser firmó un acuerdo con la Unión Soviética para que le proporcionaran planos, mano de obra y maquinaria.
Desde el momento en que los soviéticos trajeron sus excavadoras al desierto de Asuán, la tierra misma se rebeló. El afilado granito del desierto hizo trizas los neumáticos soviéticos, limó las cabezas de las perforadoras y los dientes de sus excavadoras hasta dejarlos romos; las marchas de sus camiones no eran capaces de superar las empinadas cuestas; y en un solo día en el río, aquellos neumáticos, forrados de algodón, se pudrieron y quedaron hechos jirones. Hasta la gran máquina Ulanshev movedora de tierra —el orgullo de los ingenieros soviéticos—, capaz de sostener seis toneladas en la pala y llenar un camión de veinticinco toneladas en dos minutos, se estropeaba constantemente, obligándolos cada vez que eso ocurría a esperar a que llegaran los repuestos desde la Unión Soviética. Hasta que, al final, derrotados por el mismo río que durante tanto tiempo había sido su aliado, los egipcios encargaron maquinaria Bucyrus y neumáticos Dunlop al Reino Unido.
Todas las tardes cada una de las doce perforaciones se rellenaba con un pepino de dinamita de veinte toneladas que, a las tres, se detonaba. El temblor reverberaba a miles de kilómetros. Y en cada atardecer, en el instante en que ese sol deplorable se hundía detrás de la montaña, se soltaba un ejército de hombres —mil ochocientos obreros soviéticos y tres mil cuatrocientos obreros egipcios— sobre la obra para recomenzar el corte del canal de desvío. La ribera del río se inundaba de hombres que gritaban, maquinaria que martilleaba, perforadoras que chillaban y excavadoras que desgarraban el suelo. Sólo el Nilo permanecía mudo.
En la ceremonia de conmemoración del primer desvío del Nilo, Nasser se había colocado en el centro del arco, como el capitán de un barco, y junto a él Kruschev, como el almirante. Con apretar un botón la inundación dio comienzo. Los obreros se agarraron a los acantilados lisos, construidos por el hombre, como hormigas subiéndose a un trasatlántico, resbalándose y cayendo al río.
La presa sería una herida tan profunda y tan larga que la tierra nunca se recuperaría. El agua se estancó, más que un lago era una ampolla de sangre. La herida se infectó, de esquistosomiasis, de malaria, y en las nuevas ciudades, de soledad moderna y de decadencia de todo tipo. Antes de lo que nadie pudiera esperar, los peces empezaron a morir de sed.
Cientos de miles de años antes de que Nasser ordenase la construcción de la Gran Presa, o de que Ramsés encargase su retrato en escultura en Abu Simbel, estos acantilados del Nilo, en el corazón de Nubia, se consideraban sagrados. En la cumbre de piedra sobre el río otra semejanza había sido esculpida: una única huella de pie humano. El lago Nasser terminaría derritiendo esta tierra sagrada.
Por las noches, durante aquellos primeros meses en Egipto, Avery y Jean se sentaban a menudo juntos en las colinas que rodeaban el campamento, contemplando lo que todavía era, para Jean, una escena de actividad indescifrable. Sentía que si el desierto fuera sumergido en la oscuridad, toda presencia humana también desaparecería de forma instantánea, como si el incesante ajetreo del campamento fuera activado por los propios generadores, como si fueran los hombres quienes estuvieran al servicio de las máquinas y no al revés.
Se habían concebido muchos proyectos para rescatar los templos de Abu Simbel de las aguas crecidas de la Gran Presa de Asuán. Existía un consenso, especialmente a la luz de los derribos de posguerra, acerca de la necesidad de salvar Abu Simbel.
Los franceses sugirieron construir otra presa, de roca y arena, para proteger los templos del embalse que se crearía a su alrededor, pero una estructura de esas características habría exigido un bombeo constante, y siempre existiría el peligro de que se produjeran fugas de agua. Los italianos recomendaron que los templos fueran extraídos del acantilado y elevados por entero con gigantescos gatos capaces de levantar trescientas mil toneladas. Los americanos aconsejaron poner el templo a flote sobre dos balsas, y trasladarlo a un lugar más elevado. Los británicos y los polacos pensaban que sería mejor dejar los templos donde estaban y construir a su alrededor una vasta sala de visionado subacuática, hecha de cemento y provista de ascensores.
Al final, sin tiempo para andarse con rodeos, se decidió el desmantelamiento de Abu Simbel, bloque a bloque, y su reconstrucción sesenta metros más arriba como «solución desesperada». Se creía que de cada tres bloques, uno se desmoronaría.
Se lanzó una campaña internacional. Por todo el planeta, los niños limpiaron sus huchas y los colegios recogieron bolsas de monedas para salvar Abu Simbel y los demás monumentos de Nubia. Cuando se desgarraban los sobres en las mesas de la UNESCO, caían al suelo monedas de todos los países. Una mujer de Burdeos se privó de cenar durante todo un año con la esperanza de que sus nietos pudieran ver algún día los templos rescatados; un hombre vendió su colección de sellos; los estudiantes donaban los sueldos que ganaban repartiendo periódicos, lavando perros y quitando nieve. Las universidades organizaron expediciones y enviaron cientos de arqueólogos, ingenieros y fotógrafos al desierto.
Cuando Jean y Avery llegaron a Abu Simbel en marzo de 1964 para la prueba del vibrómetro, que determinaría con mayor exactitud la fragilidad de la piedra y por tanto los métodos para cortarla, la primera tarea ya estaba en marcha: la construcción de la inmensa ataguía y su complejo sistema de drenaje —380 000 metros cúbicos de roca y arena, y una pared de 2800 toneladas métricas de planchas de acero— para mantener secos los pies de Ramsés. Túneles de desviación y profundas hendiduras hicieron descender el nivel del agua, para que el río no pudiera colarse hasta la frágil piedra arenisca de los templos. La ataguía se concibió y se construyó con rapidez, justo a tiempo. En noviembre, Avery vio cómo el agua tentaba el labio de la barrera. Era fácil imaginar a los colosos derritiéndose, dedo a dedo de los pies, el agua disolviendo despacio cada pantorrilla y cada musculado muslo, y el valor impasible del Faraón mientras el Nilo, su Nilo, lo tomaba para sí.
Entonces no había ciudad todavía, y en su prisa por construir la ataguía, los obreros malvivían en tiendas y en casas flotantes, miles de hombres en un campamento vulnerable e improvisado. Aunque los nubios llevaban habitando este desierto con elegancia y capacidad de inventiva desde hacía muchos miles de años, los extranjeros de Abu Simbel vivían con las sobras de equipamientos europeos, y sus condiciones podían describirse como primitivas. Pero cuando se terminó la ataguía, el asentamiento creció deprisa; barracones para tres mil almas, oficinas, mezquita, comisaría de policía, dos tiendas, una pista de tenis, una piscina. Una colonia de contratistas, una colonia de gobernadores, una aldea de obreros. Se construyeron dos muelles para barcazas fluviales repletas de suministros, y una pista de aterrizaje para la llegada del correo y de los ingenieros. Se traía maquinaria y comida por barco, siguiendo la larga ruta por el Nilo desde Asuán, o en jeep o caravana de camellos por el desierto. Aparecieron canteras de grava y de arena, así como diez kilómetros de carretera, exclusivamente para el transporte de las piedras del templo, que eran la única superficie asfaltada en miles de kilómetros a la redonda.
El campamento era un organismo vivo, nacido de extremos: río y desierto, tiempo humano y tiempo geológico. Contenía tal algarabía de lenguas que no se hizo ningún esfuerzo por escolarizar a los cuarenta y seis niños, ya que pocos de ellos hablaban el mismo idioma.
Cada corte, cada uno de los miles de cortes que serían necesarios para extraer el templo del acantilado, tenía que decidirse con antelación y dibujarse en un plan maestro en permanente desarrollo, una fluida red de fuerzas en constante variación a medida que iba desapareciendo el risco. Las caras esculpidas debían mantenerse enteras siempre que fuera posible, y no se podía separar ningún friso en un lugar de particular delicadeza. Se tenían cuidadosamente en cuenta las vibraciones producidas por las máquinas de cortar y por los camiones. Los techos del santuario, sostenidos desde hacía generaciones según el principio básico del arco, eran rebanados poco a poco y almacenados de tal forma que el efecto arco no se perdiera. Y a medida que se incrementaba la tensión de la presión horizontal, los andamios de acero con puntales se volvían indispensables para sostener la carga. Avery trabajaba con Daub Arbab, un ingeniero de El Cairo que salía de su casa flotante todos los días con una camisa azul pálido de manga corta impecablemente planchada, y cuyas manos delicadas, con dedos puntiagudos y uñas limpias y relucientes, casi femeninas, parecían asimismo bien cortadas. Avery se sentía a gusto con Daub, y le impresionaban tanto sus elegantes camisas como el entusiasmo con el que se las manchaba. Daub era el primero en ensuciarse las manos, siempre dispuesto a arrodillarse, a escalar, a cargar, a arrastrarse por pasadizos para leer los manómetros. Juntos, cada día, para ir siempre por delante de las consecuencias en evolución, controlaban las pruebas de fortalecimiento y los cortes para rebajar la presión que se hacían en las rocas superiores; cualquier omisión o cálculo equivocado de una fuerza alterada podía resultar desastroso.
Avery observaba a los hombres rebanar la piedra. Cada vez más cerca, hasta una distancia de 0,8 milímetros del pelo de la cabeza de Ramsés. Los obreros apretaban los dientes para evitar el movimiento de su propia respiración. Mientras los andamios sostenían las cámaras, los muros de los templos se cortaban en bloques de veinte toneladas. Taladores del desierto cortaban columnas, gigantescas como árboles de piedra, en anillos de treinta toneladas de peso.
Como estaba prohibido que las máquinas elevadoras tocaran la fachada esculpida, se hacían agujeros en la parte superior de los bloques del templo, y en el interior se sellaban tornillos elevadores. Se insertaban barras de acero y, con resina epoxi (modificada para soportar las altas temperaturas), se sujetaban las fracturas en la amarilla piedra arenisca de grano basto. Las grúas iban levantando despacio los bloques y colocándolos en camas de arena montadas en la meseta superior. En la zona de almacenamiento, a los bloques se les colocaban barras de anclaje de acero y sus superficies eran impermeabilizadas con resina. Mientras, se iba preparando la nueva localización. Se excavaban los cimientos, se construían marcos para las fachadas, que luego se colocarían en posición y se fijarían con cemento. Y se levantarían las cúpulas de cemento, una encima de cada templo, para soportar el peso del acantilado que habría de construirse encima de ellos.
El trabajo más delicado, el que tenía lugar en el interior de las propias cámaras, lo realizaban los marmisti, cuya intimidad con la piedra no tenía rival. Sólo a ellos se les confiaban los cortes en el techo pintado; era esencial que los bloques encajaran en sus lugares, con una desviación máxima de seis milímetros, el límite de inexactitud permitido. Los canteros italianos tenían una temeraria despreocupación, pura scavezzacollo, un instinto tan afilado que calculaban con precisión la posibilidad del error y luego la desatendían. Con pañuelos atados alrededor de la cabeza para evitar que cualquier gota de sudor les entrara en los ojos, acariciaban la superficie de piedra, leyendo cada hendidura con los dedos, como amantes, para luego morder la piedra con los dientes de sus sierras.
Giovanni Belzoni contempló la punta de la cabeza de Ramsés: unos pocos centímetros esculpidos expuestos bajo el peso de la arena desplazada. Vio que abrir un camino sería como intentar «cavar un agujero en el agua».
Giovanni Battista Belzoni nació en Padua en 1778, hijo de un barbero. Como llegó a medir más de dos metros y era capaz de cargar a veintidós hombres a la espalda, en su juventud se unió a un circo como El Sansón de la Patagonia. Pero también era ingeniero hidráulico, arqueólogo amateur y viajero impenitente; él y su mujer, Sarah, deambularon por veinte años de matrimonio en busca de un tesoro en el desierto.
A las tres de la tarde del 16 de julio de 1817, Belzoni escaló la duna de Abu Simbel, se quitó la camisa y se puso a cavar con las manos desnudas. Antes del amanecer, a la luz de los faroles, hasta las nueve de la mañana, cuando el sol ya era asesino, para descansar seis horas y luego seguir de noche. Durante dieciséis días, Belzoni cavó. El frío de la noche le animaba. El fresco persistente de la arena, el viento y la oscuridad; ambición, fracaso, renuncia.
Luego, por fin, al final de la luz del farol, su mano cayó al vacío y un pequeño hueco, de apenas suficiente tamaño para permitir la entrada de un hombre a gatas, se abrió bajo una cornisa del templo.
Belzoni se mantuvo absolutamente quieto durante un momento, casi creyendo que su mano había dejado de estar unida a su cuerpo. Luego, algo cambió en la noche, el desierto cambió y él pudo sentirlo, escucharlo: el aire antiguo del interior del templo emitió un gemido por su nueva boca diminuta. Belzoni sabía que debía esperar a la luz del amanecer, pero no pudo. Quitó la mano despacio del agujero (como un niño en una acequia) y sintió la liberación de un enorme poder, como si acabara de abrirse un gran horno de sacralidad del que manara el calor de la fe. Una intensidad que no era en absoluto familiar, sino terrorífica. Más tarde recordaría lo que le había dicho el explorador Johann Burckhardt: «Olvidamos hace tanto tiempo cómo tener intimidad con la inmensidad». Sintió como si el calor negro le hubiera atravesado, le hubiera abierto una herida por la que ahora se precipitaba el viento frío del desierto y, en efecto, cuando pudo recuperarse un poco, se dio cuenta de que el aire que venía del interior del templo estaba insoportablemente caliente, más caliente que un baño de vapor, tan caliente que después el sudor le bajaría por el brazo hasta los dedos y empaparía su cuaderno, obligándole a dejar de dibujar. Pero ahora sabía que tendría que esperar a la mañana. Cuando sacó el torso, el viento de la noche le apagó: de forma instantánea, como una sacudida, el calor se le heló sobre la piel.
Se agachó en la arena y miró al río, que estaba empezando a ser casi visible, con el sol rompiendo sobre el borde de las montañas. Era el amanecer del 1 de agosto de
1817.
Pronto entraría el sol en el gran vestíbulo pintado de Abu Simbel por primera vez en más de mil años.
Del pequeño agujero que dejaba tras de sí, salía el inmenso rugido del silencio.
Un día apareció un ciego en el desierto. Tenía la piel oscura y tirante sobre los huesos, y fuera cual fuera la edad que uno le echara, seguramente sería aún más viejo. Llevaba pantalones europeos y una camiseta de tirantes, pero no hablaba ningún idioma europeo, sólo un árabe susurrado, como si le diera miedo que su propia voz le despertase.
Ante la petición del ciego, los obreros le guiaron con cuidado cuesta arriba por los contornos de las poderosas pantorrillas de Ramsés hasta sus anchas rodillas reales, del tamaño de sendos tolmos. El anciano se negaba a que lo llevasen en brazos y se tomó su tiempo en memorizar el camino. Tras varios ascensos y descensos, cuando ya conocía la ruta perfectamente, le dejaron escalar sin ayuda para sentarse sobre las rodillas de Ramsés. Su mirada ciega tenía tal firmeza e interés que un extraño podría pensar que el viejo estaba buscando algo en el río; o actuando de vigía. A todos los ingenieros importados les ponía nerviosos ver a un ciego semejante pero, después del primer día, los obreros hacían caso omiso de él.
El ciego fascinaba a los canteros. Los marmisti observaban cómo seguía con los dedos las pistas de la roca con estimación profesional. Vieron que nunca vacilaba; que se movía con intensa lentitud y precisión. Si se movía, es que estaba seguro. Cuando Jean lo vio por primera vez en el regazo de Ramsés, ahogó un grito. Qué quieto estaba, qué esculpido su rostro; parecía un Horus redivivo, el dios con cabeza de pájaro. Una noche lo vio, aquella reluciente camiseta blanca, y estaba cantando. La maquinaria era ruidosa; no se le oía, tenía la boca abierta en el silencio. Pero Jean supo que estaba cantando porque había cerrado los ojos.
Cada río tiene su propia receta particular de agua, sus propias intimidades químicas. Sedimentos, desperdicios animales, pintura del casco de los barcos, tierra que viaja en la piel, en la ropa y en el plumaje, saliva humana, pelo humano… Contemplando el río, que al principio había asombrado a Avery por lo pequeño (el gran Nilo le parecía tan esbelto como el brazo de una mujer, incontestablemente femenino), le dolía imaginar la fuerza con la que pronto sería aprisionado; su sumisión. Cada año, desde hacía miles, henchido con las aguas de Etiopía, el Nilo ofrecía al desierto su intensa fertilidad. Pero ahora este ciclo milenario llegaría abruptamente a su fin. Y terminarían, también, las celebraciones centenarias de esa inundación, inseparables de los dioses y de la civilización y del renacer, una abundancia que dotaba de sentido a la rotación misma de la Tierra.
En lugar de eso habría un gigantesco embalse remodelando el paisaje —un lago «tan grande como Inglaterra»—, tan enorme que su ritmo de evaporación se convertiría en un serio error de cálculo. Desaparecería por el aire agua suficiente como para hacer fértiles para la labranza más de dos millones de acres. Los preciados sedimentos, saturados de nutrientes, que daban su riqueza a las llanuras de la crecida se perderían del todo, inmovilizados, inútiles detrás de la presa. En lugar de ellos, las corporaciones internacionales introducirían fertilizantes químicos, cuyos costes —los de unos fertilizantes que carecían de todos los oligoelementos del aluvión— pronto ascenderían a miles de millones de dólares al año. Sin el sedimento de las crecidas, las tierras de cultivo río abajo se erosionarían con rapidez. Los campos de arroz del Delta del norte se secarían a causa del agua salada. A todo lo largo de la cuenca del Mediterráneo, las poblaciones de peces —que dependen de los silicatos y los fosfatos de las crecidas anuales— disminuirían y luego se extinguirían del todo. La explosión de la población de insectos resultaría pronto una explosión en la población de escorpiones. La nueva ecología atraería destructivos microorganismos que prosperarían en el nuevo entorno húmedo, con la subsiguiente introducción de nuevas plagas: la oruga del algodón y la gran polilla y el piral del maíz, que devastarían los cultivos que, se suponía, la presa iba a hacer posibles. Los insectos propagarían enfermedades infecciosas —y dolorosísimas— con las proporciones de una epidemia, por ejemplo la esquistosomiasis, una enfermedad causada por un parásito que pone sus huevos en casi cualquier órgano del cuerpo humano, incluyendo el hígado, los pulmones y el cerebro.
Los sedimentos, como el agua del río, tenían también sus propias y singulares intimidades, una sabiduría química que llevaba milenios refinándose. Para Jean, los sedimentos del Nilo eran como la carne, no sólo portaban una historia, sino que constituían una herencia. Como si se tratara de una especie animal, nunca volvería a saberse nada de ellos sobre esta tierra.
En la nueva localización del templo, sin la ecología de la orilla original, también habría consecuencias, una especie de venganza. El desierto y el río siempre habían resguardado los templos, pero ahora esa protección divina llegaba a su fin. A esa nueva altura, las tormentas de arena producían una severa erosión, así que tuvo que plantarse césped para sustituir a la arena, y el césped a su vez atrajo una bíblica plaga de ranas, las cuales atrajeron a su vez una plaga de serpientes, las cuales a su vez ahuyentaron a los turistas…
Más de quinientos invitados oficiales asistieron a la inauguración de los templos reconstruidos. Hubo discursos apasionados. «Ningún gobierno civilizado puede dejar de dar prioridad absoluta al bienestar de su pueblo… La Gran Presa tenía que construirse, fueran cuales fueran sus efectos…». «Este no es momento de repasar las acciones y reacciones a las que ha dado lugar la Campaña Internacional…».
La simulación es el disfraz perfecto. La réplica, cuyo objetivo supuestamente es conmemorar, logra el efecto contrario; permite que se olvide el original. De entre la multitud, surgen las protestas de un periodista: «¡Está exactamente igual! ¿Qué habéis hecho con los cuarenta millones de pavos, tíos?».
No se dijo ni una sola palabra sobre los nubios obligados a abandonar sus antiguos hogares y su río, ni sobre los veintisiete pueblos y aldeas desaparecidos bajo el nuevo lago: Abri, Kosh Dakki, Ukma, Semna, Saras Shoboka, Gemaii, Wadi Halfa, Askheit, Dabarosa, Qatta, Kalobsha, Dabud, Faras…
… Farran’s Point, pensó Avery, Aultsville, Maple Grove, Dickinson’s Landing, la mitad de Morrisburg, Wales, Milles Roches, Moulinette, Woodlands, Sheek Island…
Al borde del río St. Lawrence, cerca de Aultsville, Avery esperaba la llegada del Bucyrus Erie 45 —el Caballero—, una inmensa máquina de arrastre que había sido transportada por mar hasta la futura localización de la presa de St. Lawrence desde una mina de carbón de Kentucky. A su alrededor había un despliegue que satisfaría al más apasionado devoto de las máquinas: nueve dragas, ochenta y cinco raspadores, ciento cuarenta palas mecánicas y arrastres, mil quinientos tractores y camiones.
Éste había sido el momento preferido de su padre, la supervisión de la reunión de la infantería de la maquinaria; preparada no para conquistar la colina, sino para eliminarla, o construirla, según exigieran las circunstancias. William Escher sabía que ésta no era una simple batalla de fuerza bruta entre la tecnología y la naturaleza, sino una prueba para la voluntad, dos inteligencias enfrentadas una contra otra, en un combate que exigía tanta probidad como astucia.
Avery contempló la arcilla del St. Lawrence a sus pies. Comprendió casi instantáneamente que en invierno se endurecería hasta convertirse en una roca, y que en verano se pegaría a las ruedas de tal forma que incluso las más grandes quedarían inmovilizadas. Aunque en ese momento se mostrara sumisa, en esa tarde de principios de la primavera de 1957 adivinaba con acierto que la construcción del Paso Marítimo podría convertirse fácilmente en una de las excavaciones más traicioneras de todo el continente. Avery había sido contratado en base a sus propios méritos y bajo la supervisión de su padre. Pero William Escher había fallecido antes incluso de que se talara el primer árbol. Desde que terminara el colegio, Avery siempre había trabajado con su padre. Ahora se encontraba contemplando los últimos momentos de un paisaje —una ceremonia siempre compartida— sin la mano paterna sobre su hombro.
A lo largo de esta arbolada orilla del St. Lawrence habían surgido pueblos y aldeas, fundadas por los Leales al Imperio Unido, colonos formados a partir de antiguos soldados del batallón de los Royal Yorkers. Luego llegaron colonos alemanes, holandeses, escoceses. Y luego, un turista que respondía al nombre de Charles Dickens, viajando en barco de vapor y en diligencia, describió el río que «hervía y burbujeaba» cerca de Dickinson’s Landing, y la asombrosa visión del camino de leños. «Una balsa de lo más gigantesca, con unas treinta o cuarenta casas de madera encima, y otros tantos mástiles de tronco, de forma que parecía una calle náutica…».
Antes de eso llegaron los cazadores del mar, los balleneros vascos, bretones e ingleses. Y, en 1534, Jacques Cartier, el cazador que capturó el premio mayor, el de todo un continente, gracias a lo rápido que fue en darse cuenta de que, con una canoa construida con corteza de árbol, uno podía seguir el río y penetrar hasta el corazón de la tierra.
Los grandes barones del comercio refunfuñaron, incapaces de abandonar sus puertos atlánticos y conquistar los Grandes Lagos con sus enormes barcos, cargados de artículos para la venta. Dos irritantes detalles se entrometían en su camino; las segundas cataratas más grandes del mundo —las del Niágara— y los rápidos del Long Sault.
El ruido del Long Sault era ensordecedor, se comía las palabras según viajaban por el aire y también cualquier otra cosa que se enredara en su potencia. A lo largo de tres millas, una bruma espesa colgaba sobre el río, hasta el punto de que quienes se hallaban lejos terminaban empapados de rocío. Las aguas se desbandaban por una garganta estrecha, en un descenso gradual de treinta pies.
A mediados del siglo XIX, se abrieron canales para circunvalar los rápidos, pero no tenían profundidad suficiente para los grandes buques de carga. Las cosas eran así, y Avery no era capaz de nombrar ni una sola ocasión importante en que esto no fuera cierto: los primeros canales suponían el primer tajo de la construcción de una futura presa, independientemente de las generaciones que hubiera entre medias. La construcción del Paso Marítimo, con una presa que uniera las orillas estadounidense y canadiense del río, se había discutido muchas veces, a lo largo de muchas décadas, hasta que, en 1954, nació el Proyecto Energético y Paso Marítimo del St. Lawrence. Se generaría hidroelectricidad para los dos países; entre ambos quedaría un lago, de cien millas de longitud.
Para lograr estos fines, los salvajes rápidos del Long Sault se secarían hasta dejar desnudo el lecho del río. Durante un año, mientras se ensanchaban los canales, los arqueólogos vagaron por los cementerios de barcos donde, desde hacía siglos, la fuerza del agua había soldado a la roca del «sótano» balas de cañón y madera y planchas de hierro de los barcos nada más entrar en contacto con ellos. Nada menor que una explosión podría separarlos.
Avery se sentó un rato a la orilla del río, mirando la maquinaria pesada, pensando en el agua salvaje, en la euforia de esa fuerza. Esta sensación ya le resultaba familiar, esta sensación del principio, que registraba conscientemente como compuesta de un cierto grado de autocompasión: el principio de un dolor lento, que se iría coagulando.
En la anegación de la orilla, se «perderían» Aultsville, Farran’s Point, Milles Roches, Maple Grove, Wales, Moulinette, Dickinson’s Landing, Santa Cruz y Woodlands. Este término, «perderse», era un término por el que Avery alguna vez había sentido desprecio, por ese mordiente de verdad no intencionada; miles de personas se quedarían sin techo como si se hubiese tratado de un acto de negligencia. Los antiguos habitantes serían aglomerados y reasentados, distribuidos entre dos pueblos recién construidos: Pueblo 1 y Pueblo 2, que finalmente recibirían los nombres de Long Sault e Ingleside. Como el pueblo de Iroquois iba a ser reconstruido a una milla de distancia de la orilla y mantendría el mismo nombre, oficialmente no se consideraba «perdido», aunque fuera a perderlo todo menos el nombre. También iban a ser anegadas las islas de Croils, Barnhart y Sheek. Pronto empezaría la construcción en el extremo norte de la ciudad de Morrisburg, para compensar la mitad de sí misma que iba a desaparecer. Los First Nations, descendientes de cazadores siberianos que habían cruzado el puente terrestre desde Asia hacía veinte mil años y que habían hecho de estas costas su hogar desde que se derritiera el gran glaciar, fueron desposeídos de la orilla y de las islas, y los metales pesados de las nuevas industrias del Paso Marítimo envenenarían la pesca y el ganado de la isla de Cornwall. Se destruirían las zonas de desove. Los salmones se esforzarían por nadar río arriba, vivos de puro afán, y se encontrarían con el camino taponado por el cemento.
La Comisión de Energía Hidroeléctrica de Ontario se ofreció para hacer la mudanza de las casas de las aldeas hacia el Pueblo 1 y el Pueblo 2. Estas casas fueron levantadas desde los cimientos por el inmenso Mueve Casas Hartshorne. Con su gigantesco tenedor de acero el Mueve Casas podía levantar un edificio de ciento cincuenta toneladas como si fuera un trozo de tarta, sin dejar caer una miga. En el diámetro de cada neumático cabían dos hombres, uno de pie sobre los hombros del otro, y a plena carga la máquina podía moverse a seis millas por hora. El inventor y fabricante del Mueve Casas, el mismísimo William J. Hartshorne, presidía las operaciones del Paso Marítimo; Avery había visto los dos brazos de acero rodear una casa, asegurar un marco por debajo y levantarla hidráulicamente. Se movieron quinientas treinta y una casas por este procedimiento, dos al día.
«¡Dejen su loza en los armarios —se jactaba el señor Hartshorne—, nada de lo que haya dentro se moverá ni un centímetro!». Hasta la cucharilla que había dejado balanceándose teatralmente en el borde de un cuenco seguía ahí oscilando cuando dejaron en el suelo la primera casa y abrieron la puerta. Esa noche la señora Thompson, la propietaria de la cucharilla en cuestión, estaba tan desconcertada por encontrarse en su propia cocina a muchas millas de donde había desayunado esa misma mañana, que dejó caer la tetera por la que había estado tan preocupada —la Wedgwood de su madre, que sumaba cuatro generaciones en su familia— mientras la llevaba de la encimera a la mesa.
En 1921, el presidente de la Compañía Hidroeléctrica de Ontario, Sir Adam Beck, se refirió a la futura anegación de los pueblos a lo largo del St. Lawrence y a la evacuación de sus habitantes como el «factor sentimental». Ahora la fábrica de papel había sido adquirida como sede por la Compañía Hidroeléctrica de Ontario, mientras que sus oficinas regionales estaban sitas en la antigua fábrica de calcetería de Morrisburg. No lejos de donde se encontraba Avery se levantarían telescopios de uso público con vistas a la zona de construcción, y la Compañía organizaría visitas en autocar para los millones de excursionistas. Se contrataría a un historiador para «recoger y preservar datos históricos» de los lugares que se iban a destruir. En los condados afectados, los receptores de ayudas estatales se multiplicarían en un cien por cien. Ya entonces, según había llegado a oídos de Avery, corría el rumor de que uno podía ganar diez dólares la hora trasladando tumbas.
Todos los sábados, cuando Jean era niña, su padre, John Shaw, profesor de francés en una escuela inglesa privada de Montreal, tomaba el tren —el Moccasin— para dar clase a los hijos de un rico propietario de graneros de Aultsville. Cuando Jean bajaba las escaleras los domingos por la mañana, le esperaba una bolsa de papel de bollos dulces sobre la mesa de la cocina, con las misteriosas palabras Pastelería Markell, en fluida cursiva, oscuras y satinadas por la grasa de la mantequilla. Después de la muerte de su madre, una silenciosa Jean acompañaba a su padre. Iban cogidos de la mano todo el viaje, y el padre de Jean aprendió a sacarse el libro del bolsillo y pasar las páginas con una sola mano mientras Jean dormía apoyada en su hombro. Después de la muerte de su esposa, a John Shaw le dio por leer los libros que a ella le habían entusiasmado, los libros que había a su lado de la cama. Memorizó las frases que ella había subrayado; los versos de John Masefield que declamaba cuando Jean era un risueño bebé en sus brazos, dando grandes zancadas por el linóleo de la cocina:
Dirty British coaster with a salt-caked smokestack,
Butting through the Channel in the mad March days,
With a cargo of Tyne coal,
Road rail, pig lead,
Firewood, ironware, and cheap tin trays[1].
O el de Edna St. Vincent Millay, cuando Jean se despertaba por la noche y su madre la llevaba cruzada sobre el pecho envuelta en una manta:
O world, I cannot hold thee close enough…
Long have I known a glory in it all,
But never knew I this:
Here such a passion is
As stretcheth me apart —Lord, I do fear
Thou’st made the world too beautiful this year;
My soul is all but out of me[2]…
Los pueblos a lo largo del St. Lawrence debían su vitalidad tanto al ferrocarril como al río. Esto creaba un vigor que Jean no era capaz de explicar del todo, aunque de alguna manera lo reconocía; dos historias que se encontraban
en el centro. Jean a los nueve años ya sabía lo que era morirse de hambre de amor y, en esa hambre, se sentía profundamente afectada por lo que veía: la anciana junto al río que no paraba de sacar el mismo puñado de papeles del bolso, para asegurarse de que no los había perdido, y cerraba el bolso con el mismo sonido que hacía la polvera de oro de su madre; el niño que intentaba asir sin parar la hebilla del abrigo de su madre, que se balanceaba fuera de su alcance con cada paso que daba la mujer. Una vez, en la tienda de abastos, vio a una mujer darle unas patatas a Frank Jarvis, el tendero, para que las pesara en su balanza; luego la mujer le pasó a su bebé para que lo pesara. La mujer vio ajean mirando. «Sí». Sonrió. «Jarvis y Shaver venden bebés. Por libras».
Jean empezó a anhelar estas excursiones con su padre y, en verano, después de que él terminara su trabajo de la mañana, se apeaban en otras estaciones; a veces en Farran’s Point, donde a John Shaw le gustaba visitar el aserradero o el molino, el telar o la cantera de mármol. El capataz de la cantera era oriundo de Nueva York y un maestro cantero. Mientras John Shaw examinaba las cornisas y los arcos dispuestos por el suelo, Jean iba a la caza de pequeños animales de complicado pelaje pétreo, escondidos en la hierba, vigilando desde detrás de los setos. Admiraban los jardines de la Esclusa 22, atendidos por los guardianes de ésta. Miraban el calor líquido que ascendía desde la cantera de piedra caliza y se tapaban la nariz ante la peste que desprendía la fábrica de papel de Milles Roches. Dondequiera que parara el tren —Aultsville, Farran’s Point, Moulinette— veían una pequeña multitud esperando en el andén a que bajaran la carga: grandes bobinas de alambre, repuestos para automóviles, ganado. Pronto aprendieron a oír el golpe sordo de los sacos de correo antes de que el tren partiera y a buscar los montones sucios de tela de velamen que se habían arrojado sobre el andén. Veían a empleados del ferrocarril caminando sobre las vías y llenando con aceite las lámparas de señalización. Veían a los estudiantes regresando de pasar la semana en los colegios de Cornwall, y a aldeanos volviendo de pasar el día haciendo compras en Montreal, cargando incómodos paquetes de papel, o manteniéndolos apilados a sus pies mientras esperaban que alguien los fuera a buscar a la estación. Jean comenzó a entender que para algunos viajeros pudiera haber misterio en ambas direcciones, aunque sobre ella siempre descendía la tristeza cuando el tren se aproximaba a la ciudad, y para cuando llegaban a la avenida Hampton, Jean, por la ausencia de su madre, se sentía despojada de cualquier deseo de mirar a su alrededor.
En aniversarios privados, o cuando cambian las estaciones, trayendo recuerdos, los remeros dirigen resueltos las barcas de remos a unas coordenadas que se diría sin sentido en el Paso Marítimo del St. Lawrence. Allí, abruptamente, levantan sus remos y se detienen con un giro. A veces, en el sitio, dejan flores flotando, a la deriva en el silencio.
En octubre, cuando baja el río, uno puede pararse otra vez en medio de la vaquería de Aultsville; puede pasearse con el agua por los tobillos por la arboleda de la calle principal, que ahora es una hilera de muñones hinchados. En los primeros años, en los bajíos, seguían creciendo hasta jardines, como peregrinos que no hubieran tenido aún noticia del desastre.
Cuando se construyó el Paso Marítimo, incluso los muertos fueron desposeídos, exhumados y trasladados a camposantos al norte del río. Sin embargo, no todos los lugareños estuvieron dispuestos a aceptar la invitación de la compañía hidroeléctrica de manosear a sus ancestros, así que se trasladaron seis mil lápidas, pero las tumbas sin nombre permanecieron allí.
Durante muchos años después de aquello, los habitantes de los condados de Stormont, Glengarry y Dundas tuvieron miedo de nadar; el río ahora pertenecía a los muertos y muchos temían que los cuerpos se escaparan y ascendieran a la superficie. Otros sencillamente no tenían valor para entrar en el agua donde habían desaparecido tantas personas y tantas cosas, como si ellos, también, pudieran no volver nunca más.
Jean y su padre se apearon en Dickinson’s Landing. Sintieron nada más abandonar la estación de ferrocarril la histeria susurrada, la falta de propósito. Desde la carretera podían ver que todas las casas habían sido saqueadas, excavadas desde el interior, los muros arrancados a trozos. En los jardines había crudos cerebros de cemento de los que colgaban ganglios de alambre. El interior y el exterior se mezclaban, un mejunje de pasta fibrosa de madera y yeso, como las semillas rebañadas de una calabaza. Dibujos familiares de moquetas y papel pintado habían quedado expuestos al raso. Instalaciones eléctricas y de fontanería, tablas de parqué, adornadas chimeneas victorianas, elementos todos revestidos de una palpable intimidad, estaban tirados sobre el césped, listos para ser trasladados en camiones. Entre los desperdicios se habían desatado incendios.
Era un frío día de otoño, con posibilidad de nieve. Las hojas relucían contra el cielo oscuro con los pesados colores de la fruta madura. Jean y su padre se unieron a una procesión inconexa que recorría el pueblo hacia el jardín delantero de Georgiana —la abuelita— Foyle. Sólo hablaban con voces normales los hombres que se movían con autoridad arriba y abajo del jardín, o se quedaban de pie en el ancho porche que daba la vuelta a toda la casa. Nadie recordaba bien el aspecto que había tenido, había tanto que comprender; algunos decían que había empezado de mañera gradual y que había tardado mucho tiempo en propagarse, otros decían que el muro de fuego se levantó de forma instantánea, desprendiendo un calor que empujó a todos los mirones hacia la carretera. El gentío era enorme; Georgiana Foyle era quizá la única persona del condado que no estaba observando su casa mientras ardía.
Después, Jean y su padre caminaron hacia el río. Incluso allí, donde el aire estaba refrescado por el agua, llegaba el olor del humo.
El St. Lawrence fluía como siempre. Pero ya era imposible mirar el río de la misma manera.
Se quedaron de pie, observando las islas a lo lejos. Empezó a nevar. O al menos parecía estar nevando, pero pronto se dieron cuenta de que lo que había en el aire eran cenizas.
Las pizcas blancas relucían contra el cielo negro. Caían más deprisa de lo que John Shaw era capaz de sacudírselas del abrigo. Se apretó los dedos contra los ojos. Jean metió la mano en el bolsillo del abrigo de su padre y con la otra se encajó aún más el gorro de lana. Jean, con dieciocho años, sabía que esta emoción no era sólo por Georgiana Foyle. Su casa está en el aire, dijo John Shaw. Pero ellos seguían inmóviles, de pie aún en la ribera del río.
Las crestas de las olas provocadas por el viento y los matices de azul y negro estaban tan vivos con la intensidad del frío que Jean apenas podía soportar su belleza, y de alguna manera era incapaz de separar esta visión de la tristeza de su padre ni del tacto de su mano.
Más tarde, caminando de regreso a la estación, empezó a nevar de verdad, un aguanieve pesado que no llegaba a tocar el suelo.
Georgiana Foyle, que hasta ese momento podía enorgullecerse de toda una vida de buenos modales, golpeó la carrocería de la furgoneta Falcon de Avery con la palma de la mano. Empezó a hablar antes de que él bajara la ventanilla.
—Pero pueden mover el cuerpo de su marido —dijo Avery—, la compañía correrá con los gastos.
Ella le miró con asombro. La idea pareció callarla. Luego dijo:
—Si movéis su cuerpo, entonces tendréis que mover la colina. Tendréis que mover los campos que hay a su alrededor. Tendréis que mover las vistas desde la cima de la colina y los árboles que él plantó, uno por cada uno de nuestros seis hijos. Tendréis que mover el sol, porque se pone entre esos árboles. Y mover a su madre y a su padre y a su hermana pequeña; era la chica más admirada del condado, pero todos los hombres murieron en la primera guerra, así que nunca se casó y ahora reposa junto a su madre. Todos se hacen compañía unos a otros y esas tumbas son antiguas, así que tendréis que mover la tierra con ellas para asegurarse de no dejar a nadie atrás. ¿Puedes prometerme eso? ¿Sabes lo que significa echar de menos a un hombre durante veinte años? Tú piensas en la muerte como piensa en la muerte un hombre joven. Tendrías que mover la promesa que le hice a él de que seguiría viniendo a su tumba a describirle este mismo lugar como solía hacer cuando acabábamos de casarnos y se lesionó la espalda y tuvo que guardar cama durante tres meses; todas las noches le describía la vista desde la colina sobre la granja, y aquello significó una ternura, durante cuarenta años, entre nosotros. ¿Puedes mover esa promesa? ¿Puedes mover lo que ha sido consagrado? ¿Puedes mover ese espacio vacío exacto en la tierra donde yacería yo junto a él por toda la eternidad? ¡Estoy hablando de la soledad de la eternidad! ¿Puedes mover todas esas cosas?
Georgiana Foyle miró a Avery con desprecio y desesperación. Su piel, como papel que hubiera sido arrugado y luego vuelto a alisar, estaba inundada de lágrimas en los cruces de las líneas de su cara, que relucía empapada por completo. Era tan leve y nervuda que su pesado vestido de algodón parecía flotar sin tocarle la piel.
Avery deseaba alargar la mano, pero le daba miedo; no tenía derecho a consolarla.
La anciana se apoyó contra el automóvil y sollozó sin vergüenza tapándose la cara con los brazos, sus huesos largos y finos marcándose ahora bajo las mangas.
Después de saquear las casas y las granjas de los condados de Stormont, Glengarry y Dundas en busca de material de obra, y de erradicar sus restos con incendios y bulldozers, los políticos se reunieron al oeste de Cornwall, en el pueblo de Maple Grove, para clavar ahí su pala de oro. Tenían por delante cinco años de construcción y destrucción. Se iban a crear tres grandes presas, y ataguías para permitir que fueran progresando las obras, desviando primero una mitad del río y luego la otra, dejando cada una de las mitades drenada por turnos para la construcción. Ver expuesto de esta manera el lecho del río, la intimidad del lecho del río —privado, vulnerable, enmarañado de vegetación, de musgos, de vida acuática— marchitándose al sol ponía a Jean enferma, y se sentía incapaz de saber lo que tenía que hacer: si mirar, o mirar para otro lado.
Resultaba inquietante, apocalíptico, caminar sobre el lecho del río expuesto como si el fantasma del río se arremolinara entre las piernas de Avery. Miraba hacia abajo y hacia atrás constantemente, sintiendo que, en cualquier momento, el St. Lawrence podría empezar a fluir de nuevo, que de pronto una corriente poderosa le haría perder pie y le derribaría. Pero lo que había era este nuevo silencio. Las rocas yacían desprovistas de sentido; era como si el tiempo mismo hubiera cesado su fluir.
A lo lejos, en la orilla, vio algo que se movía. Distinguió la forma de una mujer. La vio caminar y agacharse, caminar y agacharse, como un pájaro inclinando la cabeza, aquí y allá, buscando comida. Llevaba pantalones cortos azules y una camisa de algodón estampada de manga corta. A la espalda le colgaba un bolso de lona. La observó envolver cosas cuidadosamente en papel de periódico, escribir algo, luego meterlo en el saco. Ella debió de sentir sus ojos, porque de repente se detuvo y se giró y se quedó mirándole. Entonces, a todas luces, tras tomar una decisión, siguió andando, alejándose de donde estaba él.
En ese segundo, mientras la miraba alejarse, le invadió una inexplicable tristeza y un ansia dolorosa de seguirla. Escaló por el banco del río y cuando estuvo lo bastante cerca, vio que estaba recogiendo plantas.
—Por favor, no deje que la moleste —dijo Avery—. Sólo tengo curiosidad por saber lo que está haciendo.
Ella alzó la mirada hacia él, sorprendida por su acento inglés.
—¿Ha venido desde Inglaterra a embobarse ante nuestro río seco?
—Trabajo en la presa —dijo Avery.
Al oír esto, metió otro paquete de papel de periódico en el bolso y empezó a alejarse.
—Si no le importa que le pregunte: ¿qué está recogiendo?
Ella siguió andando. Él observó el vello fino, dorado por el sol, que le cubría los brazos y la parte de atrás de los muslos.
—Todo lo que sigue creciendo aquí —respondió ella encogiéndose de hombros—. Todo lo que pronto ya no estará.
—Pero ¿por qué elegir éstas? No son más que plantas comunes —dijo Avery—. Tanacetos y salicarias, crecen por todas partes.
—Sabe usted un poco de botánica, pero sólo un poco. Esto no son salicarias, es laurel de San Antonio.
Ella se detuvo. El vio su rostro decidido, quemado por el sol.
—Estoy llevando un registro —dijo con amargura—. Voy a trasplantar estas plantas en concreto, esta generación concreta. Claro que no crecerán ni se reproducirán exactamente igual a como lo hubieran hecho de haberlas dejado en paz.
—Ah —dijo Avery—. Comprendo.
Ella empezó a agacharse pero luego se quedó de pie, incapaz de continuar si él seguía mirándola.
—Mi padre era ingeniero —dijo Avery—. Yo iba adonde fuera que él estuviera trabajando y lo primero que aprendía siempre en cada sitio nuevo eran los árboles y las plantas… Esto debió de ser muy hermoso…
Ella le miró.
—No debería haber dicho eso…
—No. Esto era muy hermoso… hace un mes.
Ella miró al suelo.
—Yo solía venir aquí —dijo—, con mi padre.
Vaciló, luego bajó hacia el lecho del río y apoyó toda la espalda contra una gran roca lisa. Él la siguió y se sentó un par de metros «río arriba».
—Hace un mes no habríamos estado sentados aquí —dijo Avery.
—No —dijo Jean.
Jean nunca olvidaría de lo que habló Avery en aquella primera tarde en el río abandonado: de las islas Hébridas, donde el mar y el cielo se vuelven locos por el aroma de la tierra; de las colinas de Chiltern, con sus bosques de piedra de hayas húmedas; y de su padre, William Escher, quien, en los meses anteriores a su muerte, había organizado para Avery este trabajo en el Paso Marítimo, como su ayudante. Ahora estaba trabajando con otro ingeniero, un amigo de su padre. Jean sintió la soledad de Avery por la falta del padre, incluso en esta brevísima narración. Vio lo nerviosamente que Avery enredaba y desenredaba la tira de sus prismáticos alrededor de las asas de su mochila. Ahora le tocaba a ella sentir una inexplicable profundidad de pérdida, al temer que en cualquier momento él dejara de hablar y caminara, alejándose de ella.
—Hay un cine en Morrisburg —dijo Avery al fin—. ¿Te encontrarías conmigo allí alguna vez?
Jean miró a Avery a la cara. Nunca había ido al cine con ningún hombre aparte de su padre. Luego apartó la mirada, río abajo, sintiendo la pobreza de su experiencia en la inacabable extensión de arcilla expuesta.
—De acuerdo —dijo Jean.
Salieron del cine a un largo atardecer de verano, sin que se hubiera ido del todo la luz.
—Puedes llevarme a casa —dijo Jean.
—Sí, claro —dijo Avery, sintiendo una punzada aguda de desolación porque ella quisiera irse tan pronto—. ¿Dónde vives?
—A unas cuatro horas de aquí…
Era pasada la medianoche cuando llegaron a Toronto. La avenida Clarendon estaba flanqueada de árboles y vacía. Las hojas de los arces se agrupaban mecidas por la cálida brisa. Jean empujó la puerta de hierro forjado de un viejo edificio de apartamentos de piedra, con colgantes faroles de vidrio refulgiendo en el vestíbulo.
—Sal aquí fuera —dijo Jean, sujetando la puerta para que entrara Avery.
Dentro, el techo del zaguán relucía de estrellas.
—Aquí es donde vivieron mi madre y mi padre de recién casados —dijo Jean—. El pintor J. E. H. MacDonald lo diseñó todo: los símbolos del zodiaco, los dibujos en las vigas; y su aprendiz, un joven llamado Cari Schaefer, se subió a una escalera y los pintó. Schaefer trabajaba de noche, con la puerta al patio abierta. Qué fantástico debió de ser pintar con oro batido el cielo nocturno rodeado por todas partes por la noche verdadera… Más tarde mis padres se trasladaron a Montreal, y mi madre solía decir que empezó allí su jardín porque ya no tenía las estrellas. Casi inmediatamente después de que se mudaran, su hermano murió en el aire, volando de noche. Estaba en la RCAF. Mi padre decía que mi madre siempre trazó una conexión entre los dos hechos, aunque se sentía demasiado tonta como para confesarlo. En el momento en que ella dejó de vigilar el cielo nocturno, él se perdió. Sólo eran dos, mi madre y su hermano, y murieron con tres años de diferencia.
Avery y Jean caminaron bajo las estrellas. El suelo del vestíbulo era de mármol y de losetas de cerámica; elaborados arcos de piedra trenzada llevaban al ascensor.
—Éste es el primer techo de Canadá construido con hormigón líquido —dijo Jean con orgullo—. La pintura es a prueba de ácido con barniz Spar: ¡los cielos nunca se agrietarán ni se desteñirán!
—Nadie podría imaginar que todo el cielo estuviera aquí —dijo Avery—, dentro de este edificio de piedra.
—Sí —dijo Jean—, es como un secreto.
Habían conducido juntos durante horas, pero a su alrededor se habían desplegado grandes extensiones de campos nocturnos y, entre ellos, entrando por las ventanillas abiertas del coche, la brisa fresca del verano. Ahora, en el diminuto ascensor, se sentían apretados e incómodos.
En el piso de arriba, Jean abrió la puerta a la luz de la luna y de las farolas de la calle; había dejado las cortinas abiertas y el suelo de la sala de estar, cubierto enteramente de plantas, resplandecía, con la luz destellando de los bordes de cientos de tarros llenos de brotes y flores.
—Aquí hay algunos buenos ejemplos de especies autóctonas —dijo Jean. Y pensó: aquí estoy yo.
Dejaron el coche de Avery a la entrada del bosque. El sendero estaba lleno de maleza y no era más ancho que sus propios hombros; qué rápidamente nos olvida el bosque. No había mucho que cargar, una bolsa de papel con avituallamientos, el bolso de Jean. El baldaquino de hojas bajas que los cubría latía con el sonido de los rápidos. La bruma estaba atrapada entre los árboles, como si la tierra estuviera respirando. La cabaña quedaba a cierta distancia del Long Sault, pero incluso ahí estallaba el rugido. Hubo en su día un puñado de cabañas donde ahora sólo quedaba una en pie. Dentro, una mesa de madera, tres sillas, una cama demasiado vieja como para que alguien se tomara la molestia de llevársela. Un horno de leña. La sombra del bosque y la profundidad del río habían penetrado en la cabaña durante tantos años que siempre quedaría en ella humedad, y también la memoria de la humedad. El mismo día que Avery encontró la cabaña, mientras evaluaba la localización de los rápidos, trasladó a ella sus bártulos del hotel de Morrisburg, compró sábanas, una linterna, una provisión de mantas.
Al pasar adentro, Jean apenas podía creer lo alto que atronaba el Long Sault. Parecía una alucinación acústica, como si el pequeño espacio desnudo tuviera la capacidad de amplificarlo. Inmediatamente, el frío de la cabaña y el olor a cedro y a humo de madera se hicieron inseparables del estrépito del río. Pensó que o bien tendría que hablar pegando la boca al oído de Avery o limitarse a articular las palabras para que le leyera los labios. Cuando Jean se inclinó hacia Avery para hablar, él sintió que la melena que le rozaba la cara estaba insoportablemente viva.
—Después de un tiempo —dijo Avery—, el sonido se vuelve parte de ti, como el fluir de tu propia sangre cuando te tapas los oídos.
Avery encendió las lámparas. Hizo fuego. Jean sacó la compra de la bolsa; no había nada fresco del jardín de Frank Jarvis, y el hecho de que nunca volviera a haber un jardín y la realidad del colmado casi vacío la inquietaron. Así que habían comprado tomates de lata, traídos en barco desde Italia, y un paquete alargado de pasta, un bote pequeño de albahaca y una caja de cartón blanco satinado de Markell que contenía la misma clase de bollos dulces que su padre solía traer a casa para Jean cuando era niña. Los colocó sobre la mesa de madera.
A causa del ruido del río, ninguno habló demasiado; en cambio sintieron intensamente cada momento que transcurría entre los dos en la pequeña habitación. Avery observó ajean retirarse el pelo de los ojos con el antebrazo mientras se lavaba las manos en el fregadero. Ella vio la incomodidad de él al examinar la cabaña en busca de huellas vergonzosas: el rastro mugriento del jabón junto al fregadero, sus pantalones rígidos de barro colgados detrás de la puerta.
No había mucho espacio en donde moverse; la mesa estaba a los pies de la cama, sólo un trozo de alfombra sobre el suelo de tablones separaba la cocina del dormitorio. Todo estaba ordenado, el hacha en su estuche de madera junto a la puerta, los contenedores de agua Coleman esperando ser rellenados. Una balda estrecha como lavabo, un cuadrado de toalla raída bien doblado. En el suelo junto a la cama, Plantas comestibles, El placer de las ruinas, La expedición del Kon-Tiki, Los peligros de las aves en la aviación, Excavaciones en la cueva del río Njoro. Sobre los alféizares, la habitual colección de piedras y maderas recogidas en el río, pero organizadas aquí en función de su forma o su color, guardadas por su parecido con otras formas: la piedra con aspecto de animal o de pájaro. Siempre ha sido así, pensó Jean, el anhelo por un parecido, por lo animado en lo inanimado. Toda la cabaña estaba organizada como un chef organizaría una cocina, cada cosa en su sitio para su fácil utilización. Avery era muy consciente de que la habitación delataba sus costumbres más profundas.
Jean añadió aceite y albahaca a los tomates y echó sal al agua hirviendo. Comieron dentro del sonido de los rápidos. Desde la ventana sólo había bosque, y también eso lanzaba un hechizo: la propia invisibilidad del río arrollador. A medida que la habitación se iba oscureciendo, el ruido del Long Sault parecía incrementarse. Por primera vez, Jean pensó en la intimidad que encerraba ese sonido, en la fuerza continua del agua contra la roca, esculpiendo cada grieta y cada contorno del lecho del río.
Después de la cena, durante la cual apenas habían hablado, y como no tenían ningún lugar adonde ir, Avery tomó a Jean de la mano y se tumbaron.
—Si nos vamos a meter en la cama, será mejor que nos vistamos —dijo Avery, y le pasó un jersey de lana y una bola de calcetines gruesos—. Hace mucho frío por la noche y a veces me pongo todo lo que tengo, incluso con el fuego encendido.
Ver a Jean con su ropa puesta casi rompe la determinación de Avery. Pero se quedó en silencio a su lado.
Podía oler en sus cabellos el humo de la madera quemada. Y ella, en la lana del jersey, podía oler el cuerpo de él, el aceite de la lámpara, y tierra.
La luz de la linterna, el fuego, el río, la cama fría, la mano pequeña, fuerte y quieta de Jean bajo su jersey.
Apropiarse de la visión de ella. Aprender y nombrar y guardar todo lo que ve en su rostro mientras él, también, se convierte en parte de su expresión, una forma de escuchar que pronto incluirá el conocimiento que ella tenga de él. Aprenderse cada matiz a medida que éstos revelen un nuevo pasado, así como todo lo que ahora podría ser posible. Conocer en su piel las inconsistencias de la edad: sus manos y muñecas y orejas de niña, sus brazos y piernas suaves y firmes de mujer joven; cada parte anatómica de nosotros parece adquirir una madurez distinta y, durante mucho tiempo, permanece así. ¿Cómo es posible que el cuerpo envejezca con tanta inconsistencia? Al mirarla sentada al otro lado de la mesa, o mirándola ahora, con su cara junto a la de ella, con sus brazos y piernas en paralelo, cómo cede su rostro al escucharle, dando paso a otro rostro y a otro, siempre un abrirse nuevo, una apertura latente; así es como el amor se abre al amor, como el más mínimo cambio de la luz o del aire sobre la superficie del agua. Tumbado a su lado, imaginó que incluso sus propios pensamientos podrían alterar la cara de ella.
Después de un rato muy largo, Jean empezó a hablar.
—Mi padre me trajo por primera vez a Aultsville tras la muerte de mi madre. Me dijo que me traía para oír a los «árboles parlantes», para levantarme un poco el ánimo… Todavía no tengo una palabra para tal profundidad de tristeza. Es casi como un tipo de mirada distinta; todo es hermoso, todo está marcado. Durante todo el trayecto en tren no quiso decirme qué eran los árboles parlantes… Después de sus clases salimos caminando hacia el huerto de manzanos cerca de la estación…
»Era el ocaso, cálido y rosado. Caían sombras entre las hileras de árboles y pronto ver por dónde íbamos dejó de ser tan fácil. El camino estaba trenzado de sombras. Me acuerdo de agarrarme muy fuerte a su brazo. Siempre se remangaba en verano, por encima de los codos. Todavía soy capaz de sentir su brazo desnudo. El viento agitaba las pequeñas hojas plateadas, ese sonido indescriptible, y al adentrarnos más en la arboleda escuché el murmullo. Levanté la mirada y no vi nada pero, claro, al atardecer, los brazos morenos de los recolectores de manzanas quedaban escondidos entre las ramas, y eran también ellos como ramas movedizas. Eran voces de mujer, y las palabras eran completamente corrientes. A veces alguna palabra sonaba más clara que otras (sábado, vestido, esperando) y era la propia vulgaridad de las palabras lo que resultaba tan emocionante, hasta de niña lo sentí así, que lo vulgar debería sonar siempre así, como si el viento hubiera encontrado su idioma. “Voces dulces como la fruta”, dijo mi padre, una frase que estoy segura de que se había guardado todo el día en la boca para mí. Otra vez, me llevó con él en mitad del invierno, fue después de una tormenta y de nuevo fuimos andando, en esta ocasión en la oscuridad blanca de la nieve. Del tejado del molino colgaban carámbanos enormes, casi hasta el suelo, una catarata helada de casi tres metros; me recordaron a un cuadro que había visto de unas barbas de ballena gigantescas, en un océano iluminado por la luna… Siempre me enseñaba estas cosas como si fueran secretos, como si no estuvieran ahí al aire libre a la vista de cualquiera. Y es verdad, casi nadie reparaba en los milagros en los que mi padre reparaba. Cogíamos el tren de vuelta a Montreal juntos en la oscuridad, y yo me quedaba dormida apoyada contra su abrigo de lana, o sobre su brazo veraniego en manga corta, llena de los hermosos secretos del día y de la certeza inapelable de que mi madre no estaba con nosotros. De que nunca vería estas cosas. Y entonces fue cuando me di cuenta de que la estábamos buscando.
»Los niños hacen promesas. Desde el momento en que vi a mi padre sentado en la cocina, con el jersey de ella extendido sobre el pecho, alrededor de un mes después de su muerte, supe que nunca le abandonaría, supe que siempre cuidaría de él.
»Cuando lo pienso ahora, y sólo ahora, soy consciente de que vivíamos en un susurro, como si mi madre hubiera sido el único sonido alegre que hubiéramos conocido. Después de que se fuera, nuestra gama de expresiones encogió hasta lo pequeño, lo insignificante. Yo la extrañaba y la anhelaba dolorosamente. La he echado de menos cada minuto de mi vida. Cada mañana me despertaba, caminaba hasta el colegio, preparaba nuestra comida, y nunca dejé de echarla de menos. Recuerdo el primer día de colegio después de que muriera, todos los niños lo sabían y me evitaban (eran demasiado pequeños para tener compasión, sólo tenían miedo). Me dejó un pequeño jardín del que yo seguí cuidando, para ella, como si algún día fuera a volver y pudiéramos sentarnos allí juntas para que yo le enseñara lo bien que habían crecido sus lirios y le mostrara todas las plantas nuevas que había añadido. Al principio tuve miedo de cambiar algo, y cavar el primer hoyo fue un momento solemne. Más adelante plantar se convirtió en una vocación. De repente sentí que podía seguir queriéndola, que de esta manera podía seguir contándole cosas…
»Fue difícil intentar aprender cosas sencillas como el tipo de ropa que llevar o saber qué se esperaba de mí sólo por la observación de mis compañeros de escuela, mirando lo que ellos llevaban y cómo se comportaban, oyéndolos hablar. Mi padre tenía una hermana, mucho mayor que él, que vivía en Inglaterra y que nos visitó una vez. Mi tía parecía tan vibrante, tan desorbitada en sus costumbres, tan libre y relajada. Llevaba vestidos de seda y sombreros de terciopelo y cuando llegó me regaló unas manoplas de color rojo chillón ribeteadas con un lazo de tela escocesa. Recuerdo lo mucho que me asustaba llevar esas manoplas en el patio del colegio. ¿Y si alguien hacía algún comentario que me hiciera amarlas menos? Pensaba que todos se reirían de mí: ¡algo tan alegre y tan bonito no podía pertenecerme, no podía ser para mis manos! Era un error propio de una patosa, una muestra de felicidad por encima de mi nivel. Pero por supuesto nadie se fijó en ellas lo más mínimo. Y esos mitones contenían una especie de magia: las palabras no los habían destrozado. Mucho después de que mi tía regresara a su casa, su regalo seguía dándome valor y, muy despacio, empecé a llevar la ropa que me gustaba y a ser como yo quería. Y, de nuevo, nadie pareció enterarse, a nadie pareció importarle. Llevaba las rebecas pasadas de moda de mi madre y sus zapatos de cordones marca Clapp, que ella siempre llamaba sus “zapatos de casa”. Teníamos nuestras dos fiestas de cumpleaños al año, solos mi padre y yo, siempre con una sofisticada tarta de tienda con pesadas trenzas de azúcar glasé por los bordes. El recuerdo de esas tartas me hace llorar porque él no sabía qué hacer para complacerme, cómo complacerme lo suficiente. Todo su amor se concentraba en la elección de una tarta, en el color de la decoración, en los adornos de azúcar; casi como si fuera para ella —Jean estaba llorando—. Todo lo que tenía que ver con nuestra vida en común era dolorosamente hermoso. Todo lo que había entre nosotros era recordar a mi madre. Lo que a ella le hubiera gustado, lo que hubiera pensado. Mi vida formada en torno a una ausencia. Cada mínimo placer, cada ventana de luz contra la nieve de la noche, el aroma dormilón de las rosas en verano, se adhería al hecho de su ausencia. Todo lo que hay en este mundo es lo que ha quedado atrás.
»En mi último año de colegio, mi padre me sugirió que nos mudáramos a Toronto, para que pudiera ir allí a la universidad. Nunca se hizo mención a la posibilidad de que yo fuera sola. Era impensable para ambos. A veces las cosas cambian simplemente porque ha llegado el momento, un momento interno que se alcanza por razones que no se pueden explicar; ya dure el dolor seis meses o seis años o, como en nuestro caso, ocho años. Algo latente en el cuerpo se despierta. ¡Las semillas del sorgo pueden permanecer durmientes durante seis mil años y luego avivarse! En la naturaleza ocurre todo el tiempo; no debería sorprendernos cuando ocurre en la naturaleza humana. Cuando empezamos a hablar de mudarnos, en mi padre surgió una ligereza de espíritu, y yo empecé a sentir que podría haber una nueva vida para nosotros. Pero ahora pienso que para él era lo contrario, una forma de recapturar algo.
»Él deseaba regresar a la avenida Clarendon. Hicimos un viaje a Toronto para ver juntos el piso y después, esa misma tarde, fuimos a un concierto en el Massey Hall. El Concierto para violonchelo de Elgar, uno de los preferidos de mi padre. Después del concierto, cuando estábamos a punto de abandonar el teatro, él vaciló, y luego me condujo de la mano hasta nuestras butacas. “Escucha conmigo”, dijo. Sentados de nuevo en el teatro vacío descubrí que aún podía escuchar la música, era como una especie de hechizo fantasmal. “Tu madre y yo”, dijo mi padre, “solíamos hacer esto siempre que íbamos a ver a la sinfónica; esperábamos a que todo el mundo se marchara y luego seguíamos escuchando”. Nos quedamos sentados mientras la música volvía a desdoblarse, hasta que el acomodador vino y nos dijo que era hora de marcharse…
»Mi padre murió antes de que nos trasladáramos. Esto ocurre tan a menudo, la muerte en un momento de cambio, que creo que debería haber una palabra para ello. Quizá la haya: traición o violación; no infarto ni aneurisma… Nuestra casa de Montreal ya estaba vendida. No hubo otra cosa que hacer que embalarlo todo y mudarme sola. Me llevé esquejes y semillas de todas las plantas del jardín de mi madre, pero no tengo sitio para ellas. Ahora todo su jardín está en macetas y botes en el suelo de mi salita. Eso fue hace dos años… Pienso en los últimos jardines del río, estoy guardando luto por ellos…
La luz del amanecer empezaba a filtrarse entre los densos árboles. Jean podía ver la silueta de sus miembros bajo las mantas, y una débil costura de luz alrededor de la ventana.
—Mi dedicación a la botánica, mi amor y mi interés por cualquier cosa que crezca al principio era por amor a mi madre, una forma de vivir con mi soledad, y después tal vez un homenaje, pero gradualmente se convirtió en algo más, una pasión, y quise saberlo todo: quién había construido los primeros jardines; cómo se habían descrito las plantas a lo largo de la historia, cuando crecían en las grietas de las culturas, en los cuadros y en los símbolos; cómo habían viajado las semillas, cruzando océanos en el vuelto de los pantalones…
»Creo que cada uno de nosotros tiene una o dos ideas filosóficas o políticas en la vida, uno o dos principios organizativos a lo largo de toda la vida, y todo lo demás deriva de ahí…
»Recuerdo un día con mi madre en el jardín de la calle Hampton; estábamos juntas tomando el sol, su piel cálida y la loción solar; yo solía empujar su cuerpo con mi cara para olería como si fuera una flor, la espesa melena negra de mi madre estaba sujeta por una diadema de cinta blanca, y me dio un capullo enorme, un lirio asiático, y yo levanto las manos para cogerlo. Apenas llego a la altura de sus piernas, tengo a lo mejor cuatro años…
»Cada mañana, antes de que mi padre saliera para el trabajo, se paraba junto a mi madre, sus frentes se tocaban. A veces yo me unía a ellos, y a veces sólo los miraba, mientras me terminaba el huevo o los cereales, con los pies en pantuflas enganchados en las patas de la silla. Todas las mañanas mi padre, como si fuera a bajar al muelle a emprender una larga travesía por mar en lugar de ir andando calle abajo hasta un ceñudo colegio privado para chicos, con una sonrisa que contenía todas las intimidades entre marido y mujer, decía las mismas dulces palabras: “Deséame bien”.
El bosque que los rodeaba era el bosque de un sueño. El sonido del río los abrazaba, protegiendo las palabras de Jean, un pacto entre ellos. Sintió que no había otro lugar para ella que junto a él, un hombre capaz de transformar el mundo de este modo, transformar lo oscuro en esta oscuridad, el bosque en este bosque.
—Mi madre estaba conectada a un respirador. Mi padre escribió una nota y la colgó sobre la cama, cruzando, de un riel a otro, aquellas inútiles, finas mantas de hospital. Por si acaso se despertaba y no estábamos allí. Escribió otra; Te quiero, y se la prendió en la camisa, por si acaso se quedaba dormido en la butaca…
»Pasé días sentada al lado de mi madre escuchando ese ventilador que respiraba por ella. Hasta que por fin descubrí que eso era lo que tenía que hacer yo: respirar por ella. ¿Qué significa respirar por otra persona? Integrarlos en nosotros mismos y darles descanso. Entrar en ellos y darles descanso… Lo cual es una definición del perdón tan buena como cualquier otra…
»Se llamaba Elizabeth —dijo Jean.
Luego, despacio, para no despertar a Avery, Jean se incorporó y se quitó los zapatos.
En algún momento después del amanecer, Jean se despertó. Durante unos instantes creyó haberse quedado sorda.
Los ingenieros del Paso Marítimo habían intentado repetidas veces detener el Long Sault. Treinta y cinco toneladas de roca habían sido vertidas al río, pero la corriente se había limitado a arrojar a un lado estas moles gigantescas como si fueran gravilla. Finalmente construyeron el hexápodo, un enorme insecto de acero forjado, y esto, por fin, había clavado las rocas en su sitio.
La detonación del silencio.
Jean yacía junto a Avery, inmóvil. Incluso las hojas de los árboles estaban mudas; la quietud era tan absoluta que parecía que se había extraído del mundo todo sonido.
Avery no sabía lo que Jean estaba pensando, sólo que detrás de aquellos ojos llenos de lágrimas se pensaba intensamente. No sólo su llanto le conmovía, sino también la intensidad del pensar que percibía en ella. Ya sabía que no quería hurgar, forzar aperturas, tomar lo que no le pertenecía; y que estaba dispuesto a esperar un largo tiempo a que ella se contara a sí misma para él.
Jean sentía que daría casi cualquier cosa por volver a oír ese sonido de los rápidos, como un corazón que late.
Toda historia tiene su catálogo de números. Seis mil personas construyeron el Paso Marítimo. Se anegaron más de ochocientas hectáreas de tierra. Desaparecieron doscientas veinticinco granjas. Se trasladaron quinientas treinta y una casas. Las casas que quedaron atrás fueron incendiadas deliberadamente, explosionadas o arrasadas por bulldozers. Para alojar a toda esta población de aluvión, se construyeron nueve escuelas, catorce iglesias y cuatro centros comerciales. Se reubicaron dieciocho cementerios, quince emplazamientos históricos, autopistas y vías ferroviarias, líneas eléctricas y telefónicas. Cientos de miles de metros de cables telefónicos y verjas de alambre fueron enrollados sobre bobinas gigantescas; los postes de teléfono fueron arrancados del suelo y cargados en camiones.
Para crear el descampado del nuevo lago, se talaron tres mil seiscientos acres de bosque, y once mil árboles más: los árboles «domésticos» que habían crecido cerca de la gente, de las casas, en los pueblos, el olmo de más de quinientos años con un tronco de diez pies de ancho que contemplaba los molinos de lana y cereal que trajeron la prosperidad a la ciudad de Moulinette. El olmo que había sobrevivido a la construcción de todos los canales primitivos.
Se contrató a un sacerdote, por veinticinco dólares diarios, para supervisar la exhumación de los cuerpos de los camposantos; se trasladaron más de dos mil tumbas a petición de las familias. Las miles de tumbas que quedaron se cubrieron con piedras, para evitar que los cuerpos ascendieran a la superficie del nuevo lago.
En cada iglesia, una última misa.
Treinta toneladas de explosivos anidaban en las rocas del Dique Subacuático A-l, la barrera que había mantenido seco el canal norte del lecho del río St. Lawrence. El martes 1 de julio de 1958 —Día de Dominio— se reunieron miles de espectadores a lo largo del cauce del río bajo la cálida lluvia veraniega. Jean tomó el tren matutino desde Toronto hasta Farran’s Point, donde Avery la esperaba. Entre la multitud junto a la barrera, Jean reconoció a las niñas pequeñas de quienes su padre había sido tutor, que eran ya mujeres adultas. Pronto resultó evidente que todos los mosquitos del país también habían venido a presenciar el espectáculo, y se arracimaban bajo las sombrillas, aprovechando cualquier oportunidad de piel. Jean estaba de pie entre quienes habían perdido sus casas y su tierra y quienes, en pocos minutos, perderían incluso el paisaje. Miles de personas esperaban en silencio, guardando su pena para sí, no por orgullo ni por vergüenza, pensó Jean, sino por desconfianza, como si fuera la última de sus posesiones.
El tráfico fluvial había cesado. Las compuertas de las otras presas estaban cerradas. Todos aguardaban. Con este único estallido se inundarían cien millas cuadradas de fértiles tierras de labranza. Al principio fue exactamente como esperaba la multitud; el río no los decepcionó. El agua salió empujando la compuerta estallada como un torrente. Pero pronto la inundación se hizo más lenta y estrechos arroyos de aguas embarradas empezaron a hacer surcos sobre el lecho seco. El agua se escurría, a dos millas por hora, hacia la presa, donde se convertiría en el lago St. Lawrence.
Luego fue la propia lentitud del agua lo que se convirtió en un espectáculo.
Durante cinco días, el agua buscó su nivel. El río ascendía por sus riberas, encaramándose de forma casi intangible, y cada día iba desapareciendo más tierra. Los labradores veían cómo sus campos comenzaban lentamente a centellear, volviéndose azules. En las ciudades abandonadas, las aceras empezaban a tambalearse bajo el agua. Los cimientos de las casas y las iglesias parecían hundirse. Los árboles se encogían. Los chicos de los pueblos se divertían nadando sobre la mediana de la autopista.
Jean era incapaz de mantenerse lejos. Muchas mañanas, antes del amanecer, Avery conducía hasta la ciudad, donde Jean le esperaba con el desayuno preparado en el piso de Clarendon, y juntos volvían al río.
Los hombres y las mujeres de los pueblos perdidos iban en barcas de remo a los lugares donde habían vivido; nadie parecía capaz de resistirse a este impulso.
Los mirlos salían en busca de comida, y luego no podían encontrar sus nidos. Durante semanas estuvieron volando en círculos inquietantes, un retorno continuo, como si pudieran abrir un agujero en el vacío.
El aire estaba saturado de agua. El viento de agosto soplaba fuerte y en cualquier momento llegaría la lluvia. A lo largo del St. Lawrence habían florecido las asclepias, y sus polinias de seda habían llenado el aire durante días, como un cabello fantasmal que se adhería a las ramas y a los troncos. Flotaba sobre el agua de las fincas hundidas y parecía hielo entre los tallos.
Jean se quitó las sandalias. Sintió la hierba suelta por el agua en los pies descalzos y las asclepias suaves como la seda contra las pantorrillas. Luego algo frío le golpeó la pierna.
Se quedó paralizada por la repulsión. Vio lo que no había percibido antes, manchas oscuras en el agua, que no eran sombras, como terrones de tierra desgajados…, pero no eran tierra.
Avery oyó el grito de Jean y entonces él también lo vio. Ella echó a correr hacia el coche y se sentó con la puerta abierta, frotándose las piernas con puñados de hierba. Para cuando él llegó se había calmado y estaba sentada en silencio, contemplando el campo.
—Estoy bien.
Tras unos momentos, Avery volvió andando al borde del agua. Se imaginó los pasadizos subterráneos, muchas millas de estrechos túneles en los que los topos, cientos de ellos, se habían ahogado. Con sus hombros poderosos y sus garras palmípedas, habían nadado por la tierra; justo como hacen los nadadores en el agua, desplazando sólo el espacio exacto que ocupaban sus cuerpos. Cualquier movimiento que se produjera encima o debajo de la tierra era audible para ellos. Avery se imaginó lo que debieron de comprender: el sonido del agua deslizándose inexorablemente hacia ellos a través de la tierra, una tierra densa como el pan, con su riqueza de huesos y de nidos de insectos y de semillas durmientes y piedras desperdigadas. Cuando Avery era niño su padre había «adoptado» para él un visón, respondiendo a un «llamamiento ciudadano», para contribuir al pago del mantenimiento de los animales más pequeños del zoo de Londres durante la guerra: «Seis peniques al día por un lirón, treinta chelines a la semana por un pingüino». Los animales más grandes y peligrosos habían sido evacuados por las amenazas de bombardeos. Avery había olvidado este episodio durante más de la mitad de su vida. Ahora, por encima de los campos que poco a poco se estaban convirtiendo en un lago, el viento cálido era constante, las nubes estaban ennegrecidas de agua, y allí, cerca de él, estaba el rostro bronceado de Jean Shaw. El viento agitaba su pelo, ahí donde escapaba de su pañuelo de algodón. Su cabeza, de eso estaba seguro, estallaba de pensamientos. Se dio cuenta de que esto era lo que le hacía mirar al campo y pensar en la tierra de un modo en que jamás lo había hecho, aunque había visto la ingeniería abriendo el suelo infinidad de veces, y había sido testigo del enterramiento de su propio padre. En este calor sofocante parecía imposible que, en cuestión de ocho o diez semanas, la hierba empapada al borde del nuevo lago fuera a helarse, largas fibras amarillas en vitrinas de hielo.
Jean se quedó de pie junto a Avery al borde del prado, incapaz de moverse. Estaba recordando la indigencia de permanecer en pie junto a una tumba que se cierra, la indigencia de quedarse en la superficie.
Avery y Jean pasaron en coche junto a una iglesia que había sido trasladada a su nuevo emplazamiento, en Ingleside. Vieron al sacerdote fuera y se detuvieron. Había una cosa que Jean quería preguntarle.
—La cuestión de la consagración es muy… penosa —dijo el cura—. Una iglesia, o el emplazamiento antiguo de una iglesia, el camposanto y los terrenos eclesiales no pueden desconsagrarse a no ser que primero se los convierta en superfluos. Una ceremonia de desconsagración es muy triste e inquietante. Significa que en ese lugar ya no se rendirá culto a Dios.
—Pero está claro que Dios puede ser adorado en cualquier parte —dijo Avery.
—¿Cómo puede considerarse superfluo un lugar de culto? —preguntó Jean.
El sacerdote los miró y suspiró.
—La tierra consagrada es algo que existe. En este caso, cuando se traslada la congregación, la iglesia ha de trasladarse con ella. El lugar original debe ser desconsagrado para que no pueda ser profanado, aunque sea por accidente, por otras costumbres.
—Pero ¿por qué —insistió Jean— hay que desconsagrar una tierra anegada? ¿No puede seguir siendo sagrada aunque esté cubierta de agua?
En ese momento sonó el teléfono en la sacristía. El sacerdote se excusó y no volvió a aparecer, aunque le estuvieron esperando allí fuera un rato.
Cuando Avery viajaba en coche desde el St. Lawrence hasta la avenida Clarendon durante esas primeras semanas, Jean le esperaba con el desayuno preparado. La mesita estaba colocada bajo la ventana abierta de la cocina y puesta no sólo con platos y cubiertos, sino también adornada con libros y flores, postales, fotografías…, todas las cosas que Jean había apartado para enseñarle. El entusiasmo, la franqueza, la inocencia de la escena eran tan conmovedores que Avery sentía un vínculo cada vez más profundo siempre que ocupaba su lugar en la mesa de Jean.
A veces iba hasta ella a primera hora de la tarde, y observaba a Jean mientras cocinaba para él. Trabajaba en la cocina a media luz hasta que casi no se veía nada y comían en esa cuasi oscuridad, escuchando el viento agitar las ramas de los árboles por la pequeña ventana de la cocina en el cuarto piso. Sentado a solas con Jean, Avery sentía por primera vez que formaba parte del mundo, que le ocupaba la misma felicidad sencilla que tantos conocían y que era tan milagrosa.
Quería saberlo todo, y no decía esto con descuido. Quería conocer a la niña y a la escolar, lo que había creído y a quien hubiera amado, cómo se había vestido y lo que había leído; ningún detalle era demasiado pequeño o insignificante; para que cuando al fin la tocara, sus manos poseyeran esta información.
—Mi madre —dijo Jean— tenía un libro de apuntes, un registro de curiosidades que deseaba recordar: poemas, citas de libros, letras de canciones, recetas (bizcocho de agua helada, conserva de pepino y remolacha, sopa de pescado con verbena). Estos cuadernos amarillos estaban llenos también de frases crípticas que yo deseaba entender pero que al tiempo me emocionaba no comprender, porque su misterio les añadía valor para mí. Estaban dispuestos en un montículo cuadrado, en la esquina de su escritorio, y había quince de ellos. Fechaba las entradas sólo a veces, y yo entiendo que esto significaba que mi madre quería colocar un determinado hilo de pensamiento, un cabo suelto de una cita, junto a un momento de especial potencia personal, el aquí y ahora de, pongamos, el 22 de noviembre de 1926 a las tres de la tarde, cuando Keats le hizo sentir la agudeza de las cosas, que de algún modo marcaba su lugar en el mundo, marcaba un acontecimiento secreto que yo nunca conocería. Un día, cuando yo tenía trece años, mi padre me trajo a casa un cuaderno de escritura, «igual que los que usan mis alumnos para hacer sus sumas y para equivocarse dibujando sus mapamundis», y también me entregó el paquete de los cuadernos de mi madre para que los guardara, y un bolígrafo marca Biro que mi tía me había enviado desde Inglaterra unos meses antes de su muerte a causa de una repentina enfermedad de pulmón. Recuerdo escribir con aquel bolígrafo en aquel cuaderno: La tía Grace murió al otro lado del océano, y también recuerdo pensar en lo raro que era que hubiera vivido toda su vida, y también muerto, en un lugar que yo nunca había visto, la clase de revelación común que, a los trece años, te llena de una sensación dolorosa de maravilla y pena, excitación y desorientación, y el proceso lentísimo de comprender que la propia ignorancia sigue creciendo precisamente al mismo ritmo que la propia experiencia…
Todo esto le contaba Jean a Avery en esos momentos que son el mortero de nuestros días, recuerdos inocentes que no sabemos que guardamos hasta que se nos concede el regalo del ansia de otra persona por conocernos. Ambos sentían la arbitrariedad de la fortuna, la inquietante sombra de lo que tan fácilmente podría no haber sucedido, sentados uno junto al otro en la cocina de Clarendon, hablando, escuchando la radio nocturna, Avery acariciando la cinta del pelo de Jean que marcaba la página de su revista de ingeniería, un artículo sobre el acero, y eso le llevaba al pensamiento desgarrador de que, algún día, en el futuro lejano, alguien, tal vez un hijo, podría descubrir esta cinta en esta revista, como una de las pistas nunca resueltas de la madre de Jean, conectando el futuro a este momento que de otro modo no quedaría registrado.
—Si mi madre no hubiera muerto, ¿recordaría yo las cosas tan vivamente? Mucho tiempo después de haber olvidado la voz de alguien —dijo Jean—, aún puedes recordar el sonido de su alegría o de su tristeza. Puedes sentirlo con el cuerpo. Tengo el recuerdo de mi madre y yo un día tomando el té en nuestro jardín, de mirarla y pensar en ella de verdad por primera vez: ésta es mi dulce madre que sabe servir el té en tazas con forma de bellota y hacer pastas con pifiones, que sabe hacer sombreros de muñecas con el fruto del arce y vestidos con hojas y flores. Y que sabe exactamente cómo hay que meter una semilla en la tierra con el pulgar. Mi padre decía que mi madre tenía los dedos verdes, pero yo sabía que los tenía marrones, y las rodillas también, y que esto era mucho mejor, que debajo de las uñas tenía tierra, igualito que yo, y que la tierra hacía inmediatamente visibles las finas arrugas de nuestras manos. Aún puedo sentir su mano sobre la mía, su pulgar sobre el mío, y la semillita dura, como un perdigón o una piedra, debajo de mi pulgar, empujando juntas en la tierra blanda. Me enseñó cómo plantar para conseguir altura y forma y color y aroma, y también cómo plantar para el invierno. Me enseñó que las cardenchas atraen a los jilgueros. Si plantas las flores adecuadas, todo el jardín puede convertirse en un ramo de pájaros. Todo jardín es como una casa viva, me dijo, tendrías que poder ir andando hasta el centro de un jardín y tumbarte… y ver cómo se mueven las hojas, como una cortina a través de una ventana imaginaria.
—Por favor, túmbate a mi lado —dijo Avery.
Tomó la mano de Jean y la condujo a la cama estrecha, la cama de niña que ella había trasladado desde la casa de Montreal, y se acostaron sobre las sábanas en el calor.
—Cuando mi madre estaba en el hospital le pidió a mi padre que le trajera flores, sus flores. Cuando le vi cortándolas en el jardín fue la primera vez que comprendí lo enferma que estaba. Ese día mi padre se paseó por la cocina hirviendo huevos, cociendo patatas, haciendo un montón de tostadas. No sabía qué hacer. Preparó las pocas cosas que sabía cocinar. Comimos en silencio en aquella mesita de cocina roja y blanca, y todo supo horrible. Nos escuchábamos masticar y tragar el uno al otro. Todo tenía el mismo aspecto, el salero y el pimentero, cuadrados y rechonchos, con sus tapitas de plástico rojas, y el trocito de encaje bajo la bandeja de la mantequilla. Pero de repente era una casa diferente, una réplica de la casa que conocía, y cuando nos fuimos a llevarle las flores a mi madre después de comer, me eché a llorar. Y entonces mi padre se echó a llorar también y tuvo que parar el coche en el arcén.
Avery sintió que las lágrimas de ella le empapaban la camisa.
—Hay tantas cosas —dijo con voz queda— que no podemos ver pero en las que creemos, tantos lugares que parecen poseer una sensación inexplicable, una presencia, una ausencia. A veces tardamos tiempo en comprenderlo, como un niño que se da cuenta por primera vez de que la pelota que lanzó al otro lado del muro no ha desaparecido. Yo solía sentarme con mi madre en el jardín de la abuela Escher en Cambridgeshire y podíamos sentir ese fuerte viento de los montes Urales en la cara. El viento es invisible, pero ¡los montes Urales no lo son! Y, sin embargo, ¿por qué habríamos de creer en los montes Urales que no podemos ver sentados en un jardín en Cambridgeshire, y no creer en otras cosas, en una certeza interna que sentimos con idéntica intensidad? Nada existe de forma independiente. Ni una sola molécula, ni un pensamiento.
—«Un jardín tiene que tener un sendero», solía decir mi madre, y tenía razón. Un sendero que se ha ido labrando su camino en la tierra, hundiendo cantos, con hierba que empieza a crecer entre las grietas —dijo Jean—, un sendero que el uso constante ha ido grabando en la tierra. Igual que con el correr de los siglos los escalones de piedra se ahuecan en el centro. Imagina si unas simples botas son capaces de gastar la piedra, igual que algunas historias se curvan en el centro tras siglos de ser contadas. La tierra sabe dónde hemos caminado…
»Por la noche en lugar de un cuento para dormir a veces mi madre y yo mirábamos catálogos de semillas. Encargó algunos de Inglaterra, sólo por soñar, y me describía en susurros un jardín para mí. Yo lo imaginaba con ella, cada detalle, la hiedra, el banco bajo el sauce, la nieve de las flores en el aire cálido de la primavera. Hasta que me quedaba dormida.
Avery acarició la cara de Jean. Se inclinó y le quitó las sandalias y cubrió sus piernas desnudas con la sábana.
—Déjame que te cuente un cuento de jardín —dijo Avery—, un cuento para dormir.
Jean cerró los ojos.
—Todas las primaveras —dijo Avery—, cuando mi padre era un niño, esperaba el regreso de los gorriones a ese jardín de Cambridgeshire. Ali llegar marzo ya rebosaba de impaciencia. Día tras día, echaba fielmente las migas de la cena en la hiedra. Finalmente, una mañana, el muro empezaba a cantar.
Avery ya había imaginado, en esos primeros meses con Jean, lo que supondría la oportunidad de envejecer con ella: no el pesar por ver cómo su cuerpo iba cambiando, sino el conocimiento privado de todo lo que había sido. A veces, encendido de deseo, Avery sentía que sólo en la vejez tendría al fin posesión completa de su carne joven. Sería su secreto, forjado en todas las noches pasadas uno junto al otro.
En el piso de Clarendon, cuando Avery no podía dormir, Jean le susurraba mientras él le acariciaba el brazo. Le recitaba una lista de todas las plantas de Ontario que se le ocurrían: cabello de hierba, áster de hoja de flecha, áster de brezal, áster de pantano, azulín de hoja larga, dedalera, grama de avena, la planta compás cuyas hojas siempre se alinean con el eje norte sur. El esporobolus de la pradera, la cabeza de tortuga, la hierba de San Juan, la asterácea, el senecio, la juncia de zorro, la juncia de paraguas, la hierbecilla de tallo azul…, y entonces el sueño se alejaba más todavía y él empezaba a tocarla con intención.
El calor del desierto no abandonaba a Jean; sobre la arena amarilla el aire era un líquido tembloroso, una transparencia palpable; a primera hora de la mañana había cuarenta y cinco grados a la sombra. Incluso durante la noche helada Jean sentía que se le cocían los huesos, incluso aunque la superficie de su piel estuviera fresca.
En la cubierta de la barcaza se ponía de pie y, vestida, se vertía agua del río nocturno sobre el pelo. Durante unos pocos segundos de éxtasis el frescor le llegaba al cerebro y sentía que su esqueleto se enfriaba como el metal. Pero el efecto parecía durar sólo el tiempo que permanecía bajo el agua.
Para consolarla, Avery le habló a Jean de las termófilas.
—Son unas bacterias unicelulares que se desarrollan en el calor, en magma de roca a ciento diez grados centígrados. Se retuercen de placer en baños de lava burbujeante, nadan con alegría en barro hirviendo, se dan atracones de ácido sulfúrico y hierro fundido. Montan sus casas en los corazones de los volcanes, y en los chorros de vapor que escupen los suelos de los océanos. Cuando tienes calor, no debes pensar en cosas frescas, como los pingüinos emperador o la plataforma de hielo de McMurdo, eso no funciona, hace que sientas más calor. ¡Piensa en las termófilas!
—Ya me siento mejor…
Entre los pocos libros que Jean y Avery llevaron al desierto —aparte de libros de texto y guías de campo— estaban el elegido por Jean, Comida mediterránea, el libro de cocina de Elizabeth David, y el de Avery, La expedición del Kon-Tiki, de Thor Heyerdahl.
Tenía sentido leer, en el ocaso, en lo alto de una colina en el antiguo océano del desierto, donde un día nadaron ballenas con pies, sobre el pequeño Kon-Tiki flotando en la inmensidad del Pacífico «donde el sólido más cercano era la luna». Para probar que el océano, una autopista de corrientes predecibles, podría haber conectado a las gentes prehistóricas en lugar de mantenerlas separadas, Heyerdahl construyó la balsa, siguiendo en todos los detalles el diseño encontrado en un petroglifo. La embarcación de Heyerdahl cruzó, a toda pastilla, el océano en cien días. Durante una tormenta, la tripulación atravesó en su frágil vehículo montañas y valles de agua, «sin certeza de dónde nos hallábamos, porque el cielo estaba cubierto y el horizonte era un único caos de grandes olas». Avery leía en voz alta mientras los colores del desierto se hacían más calientes, radiantes, y el aire se enfriaba. «Cuando hubo caído la noche y las estrellas centelleaban en el oscuro cielo tropical, la fosforescencia refulgía a nuestro alrededor… y el plancton que resplandecía en cúmulos se asemejaba tanto a redondas brasas ardiendo que involuntariamente recogimos nuestras piernas desnudas…».
Jean pronto entendió hasta qué punto el insomnio de Avery era crónico; al margen de la profundidad de su agotamiento físico, las posibilidades matemáticas de error seguían combinándose y recombinándose en su cabeza. Así que ella le empezó a leer, primero sobre los árboles frutales del desierto —que resultaron demasiado interesantes como para dormirle—, luego sobre hierbas, y finalmente el libro de Elizabeth David, cuya serena voz, que prometía tanto placer seguro, parecía calmarle. «No hay nada como una buena receta para hacerte creer que las cosas saldrán bien al final —dijo Avery—, incluso la frase “para cuatro comensales” es una destilación de la esperanza».
En la pequeña cabina de la casa flotante, con libros entre las mantas, Jean leyó a Avery sobre el capón magro, «la celebrada ensalada genovesa de pescado hecha con unos veinte ingredientes distintos y construida como un espléndido edificio barroco». Estiró las piernas a lo largo de las de él mientras le aseguraba que pueden encontrarse «cuencos de madera con cuchillas para hierbas en Madame Cadec’s, 27 Greek Street, Wl», como si pudieran salir a pasear hasta la tienda a la mañana siguiente antes de almorzar, como si el mercado más cercano no estuviese a setecientos kilómetros atravesando cataratas y desiertos. Avery se embelesaba con extrañas promesas de satisfacción susurradas al oído: «Si por casualidad encuentra una sandía y unas moras en la misma estación, pruebe este plato…». Escuchaba las descripciones de pimientos resbaladizos de aceite. En su infancia, el único aceite de oliva que Avery conoció era el que se vendía en las farmacias, en diminutas botellas marrones, como ablución (que su madre había utilizado para limpiarle las orejas), y el racionamiento significaba que las cantidades de carne y pescado y mantequilla de las que escribía Elizabeth David eran absurdas (asado de cochino entero tostado en espetón). Pero en ese absurdo había un ideal, y en el ideal una posibilidad, y sí, que cada comida estuviera pensada para cuatro comensales contenía una esperanza, incluso aunque esa esperanza no fueran más que sobras.
Y, por supuesto, Elizabeth David se había casado en Egipto.
Sólo después de muchos meses, con la respuesta retrasada que muchas veces damos a hechos demasiado evidentes como para ser vistos, Jean vino a darse cuenta de que su querida compañera de cocina compartía nombre con su madre, y de que cuando escuchaba a Avery leyendo en el desierto sobre el plancton fosforescente adherido al lomo de los delfines, convirtiéndolos en «nubes» y en «fantasmas luminiscentes», nadando junto a la balsa en formaciones tan prietas que el mar se tornaba blanco y sólido en la oscuridad, y de rayos negros del tamaño de una habitación, estaba escuchando también los milagros de su padre, con su voz queda junto a ella en el Moccasin, regresando a casa desde Aultsville.
Se encontraron de nuevo en Morrisburg; se conocían desde hacía cuatro meses. Jean había tomado el tren e iba a esperar a Avery en la barra donde servían comidas cerca de la pequeña estación. Avery la observó llegar caminando, con un jersey holgado que le caía casi hasta las rodillas y la trenza castaña oscilando de un lado a otro sobre la espalda. Condujo despacio junto a ella y bajó la ventanilla.
—Tengo que ir a Montreal a una entrevista de trabajo —dijo Avery—. Súbete.
Jean le miró.
—Ya sé que no llevas nada encima, pero yo puedo comprarte cosas…, puedes ponerte mi ropa…
El viento soplaba con fuerza en el río, a través de los árboles se sucedían salpicaduras de sombra y del temprano sol de otoño. La piel desnuda de Jean estaba fría por debajo de su falda de algodón.
Condujeron alrededor de una hora y luego se detuvieron a un lado de la carretera. Avery sacó del coche una mesita plegable de campamento y la colocó en un prado. La superficie de la mesa parecía flotar entre las hierbas altas. Jean sacó las duras y ácidas manzanas northern spy y las moras, el queso y el pan, dos platos de hojalata y un cuchillo.
Jean contempló el campo ondulante y las nubes que corrían por el cielo; con una mano se sujetaba mechones de cabello suelto. En medio del viento, las frutas perfectas yacían quietas y sólidas sobre la mesa.
Más tarde condujeron hacia la luz suspendida del ocaso, con el sol cayendo en las millas que iban dejando atrás. No podía parar de pensar en la quietud de aquellas manzanas, en el movimiento alrededor de ellas.
La vida quieta de un bodegón pertenece al tiempo… Y la quietud de este día, pensó, de este único día: esto nos pertenece a nosotros.
Siguieron conduciendo hacia el norte en el fresco principio de la noche.
—Durante la guerra —dijo Avery—, mientras mi padre estuvo fuera, me quedé en Buckinghamshire con mi madre y mi tía Bett y mis tres primos.
»Todos los martes en Londres había conciertos a la hora de comer en la National Gallery desalojada; venían cientos de personas cada semana sin falta para escuchar de pie en unas salas vacías de cuadros. Como mi madre quería que comprendiéramos la importancia que esto tenía, que la gente se congregara para escuchar música a pesar de la amenaza de los bombardeos, a la una del mediodía todos los martes mis primos Nina, Owen, Tom y yo fingíamos pagar un chelín, un círculo de cartón con la cabeza del rey pintada con ceras en ambos lados, en la puerta del salón. Luego mi madre y mi tía tocaban para nosotros, duetos que llevaban toda la semana practicando. Mi tía tocaba el violín y mi madre el piano. Cuando la música de partitura se acabó, escuchábamos discos en el fonógrafo. Luego tomábamos el té en la mesa del comedor, puesta con un mantel blanco limpio, el juego de té bueno y los cubiertos de plata verdadera de mi tía.
»A pesar de las bombas (una cayó en el pequeño patio del museo y no explotó hasta seis días más tarde, irónicamente mientras la Unidad de Desactivación de Bombas del Real Cuerpo de Ingenieros estaba almorzando) hubo una representación todas las semanas durante seis años y medio: 1698 conciertos. Mi madre derivaba de esto un orgullo personal, porque los conciertos de nuestro salón debieron de llegar casi a tantos como aquéllos.
Cuando conducían juntos por las orillas del paisaje anegado del St. Lawrence, Avery a veces paraba y sacaba su estuche de pinturas —más pequeño que un libro de bolsillo, cuadrado, con una tapa de goznes, regalo de su padre—, que solía llevar encima. Jean no siempre tenía claro inmediatamente qué había llamado la atención de su mirada: el edificio de una granja solitaria, un árbol, las nubes. Mientras Avery pintaba, Jean se tomaba su tiempo para mirar las cosas. Tenía un diario de plantas. Jean estaba acostumbrada a pasar largas horas al aire libre, pero esta sensación de compañerismo en el campo era nueva.
Desenvolvían las comidas que Jean preparaba para ellos —queso cheddar de Edwards, pan de pipas de girasol, manzanas Mclntosh, galletas integrales— y comían en el suelo, o en el coche si llovía, y sólo mucho tiempo después, a oscuras, conduciendo de vuelta a casa hacia la avenida Clarendon, describían el uno para el otro lo que habían visto, con sus ojos diferentes.
Se trataba de una comunión mental que generaba un placer casi demoledor. Ahora Jean no podía mirar el mundo sin ver paraboloides hiperbólicos o relaciones entre la circunferencia y la profundidad, cálculos de sentido del viento y fronteras con vórtex. Aprendió que un edificio no debe oscilar nunca más de una quingentésima parte de su altura, o el viento crearía vacíos alternos que llevarían a la torre a un balanceo de hasta un metro de lado a lado. «Se han dado casos de empleados de oficinas —dijo Avery— que sufren mareos de altura en los rascacielos». Le hablaba de básculas y de puentes giratorios, campanas de Gauss y bigotes de acero, y de cómo todo un puente puede tener como apoyo sólo media pulgada de acero. Le explicaba la diferencia entre la carga de viento de diseño y la carga de viento en el tiempo; le explicaba que el aire que sopla entre los edificios altos actúa igual que el agua que corre a presión por un barranco estrecho. Le hablaba de la mecánica de la tierra y del extraño caso del Teatro Nacional de Ciudad de México, que había sido construido sobre un terreno arenoso. El peso del gran teatro de piedra exprimió el agua de la arena y el edificio se hundió tres metros. Justo cuando terminaban de construir una escalera para bajar a la entrada hundida, el edificio volvió a ascender, y hubo que construir otra escalera más para que los espectadores ahora pudieran subir hasta el teatro. Todos los edificios de reciente construcción que rodeaban el teatro habían exprimido también el agua de sus cimientos de forma tal que lo levantaron. El mundo, comprendía ella ahora, siempre estaba al borde de volar en pedazos. Lo único que mantenía unida a la materia era justamente el hecho de haber alcanzado sus propios límites.
Jean también tenía sus secretos de la materia. Le habló de la planta más tímida del planeta, la coloquíntida o hiel de la tierra, cuyas semillas no soportan ni un mínimo destello de luz; cualquier resplandor las envía de vuelta al estado durmiente, a hibernar hasta que estén seguras de la oscuridad que precisan para brotar. Esto las convierte en plantas perfectas para el desierto, puesto que necesitan sólo un poquito de humedad para establecer un sistema de raíces fuerte antes de crecer y enfrentarse al abrasador sol del desierto. Le habló de un hongo que se come la madera, convirtiendo edificios enteros en polvo, y de liquenes que revolotean por la estepa formando grandes montones y que luego son recogidos y asados como si fueran palomitas. El hombre ha cultivado algunas plantas durante siglos; otras, como el olivo, tienen miles de años. El ejemplo más extremo probablemente sea la Cryptomeria japonesa, que tiene siete mil doscientos años, aunque hay quien dice que el coco de mar de las Seychelles podría tener más de catorce mil años.
—Pues da la casualidad de que yo ya he oído hablar del árbol de la Cryptomeria —dijo Avery en el coche al este de Kingston una tarde de septiembre—, porque acabo de leer sobre templos, sobre el templo de Ise en Japón. Hay dos claros, uno junto al otro, en medio de una densa plantación de Cryptomerias; el bosque en sí mismo se considera sagrado. Uno de los claros está cubierto de guijarros blancos relucientes. En el otro claro se levanta el templo de Ise. Cada veinte años, a lo largo de casi tres milenios, el templo ha sido desmantelado e incendiado, para erigir otro templo idéntico en el claro contiguo. Luego el solar vacío se cubre de guijarros blancos y sólo se mantiene un único poste, escondido en una pequeña cabaña de madera; éste es el pilar sagrado que servirá para reconstruir el templo cuando le vuelva a tocar, veinte años más tarde. El templo no se considera una réplica, sino que ha sido recreado. Esta distinción es esencial. En el sintoísmo se cree que los templos no son monumentos, sino que deben vivir y morir en la naturaleza, como todas las cosas vivas, y renacer constantemente para mantenerse puros.
Los campos resplandecían bajo la luna y el coche estaba a oscuras. Jean mantenía la ventana abierta y el aire de la noche estaba frío sobre sus piernas desnudas; le encantaba este frío, como estar en la cubierta de un barco.
—A veces —continuó Avery—, cuando miro un edificio, siento que conozco la mente del arquitecto. No sólo sus elecciones técnicas, sino algo más…, como si conociera su alma. Bueno, ningún hombre puede conocer el alma de otro, pero tal vez no se trate tanto del alma sino del estado de su alma. Me avergüenza decir esto, suena muy ingenuo, pero hay elecciones que me parecen tan dolorosamente personales, y están ahí en piedra y cristal, a la vista de todo el mundo… La mente de un hombre al desnudo en la posición de cada puerta y cada ventana, en la relación geométrica entre las ventanas y los muros, en la relación entre la musculatura de un edificio y su esqueleto, en considerar cómo pueda sentirse un hombre al colocar su silla aquí o allá en una habitación, persiguiendo la luz. Estoy convencido de que cuando estamos dentro sentimos las tensiones de un edificio.
»Nadie puede asimilar un edificio de una sola vez. Es como cuando sacamos una fotografía, sólo estamos mirando unas pocas cosas, media docena o incluso una docena, y sin embargo la foto recoge todo lo que hay en nuestro campo de visión. Y son esos otros miles de detalles los que nos anclan muy por debajo de lo que vemos conscientemente. Es lo que vemos de forma inconsciente lo que nos da la sensación de familiaridad con la mente que hay detrás de un edificio. A veces parece como si el arquitecto tuviera un conocimiento exhaustivo de ese otro millar de detalles dentro de su diseño, no sólo de los diferentes tipos de luz posibles contra una fachada de piedra, o sobre un suelo, o rellenando las hendiduras de un adorno, sino como si supiera exactamente cómo van a abullonarse las cortinas hacia el interior de una habitación cuando se abra la ventana, para lograr esa sombra precisa al pasar la página de cierto libro justo en ese momento de una historia, y que la penumbra de la lluvia de un domingo inducirá a la mujer a levantarse de la mesa y atraer la cara de un hombre hacia su propio calor. Es como si fuera el arquitecto quien hubiera anticipado cada diminuto efecto del tiempo, y del tiempo sobre la memoria, cada combinación de la atmósfera, el viento y la temperatura, de modo que nos atraen partes distintas de una habitación dependiendo de la hora del día, de la estación, como si pudiera inventar la memoria, ¡como crear la memoria! Y este abrazar cada una de las posibilidades, de luz, de tiempo, de estación, cada cálculo del clima, es también ser consciente de todas las posibilidades de la vida, de la vida que es posible en un edificio así. Y esto genera una libertad repentina que es profunda. Es como enamorarse, el sentimiento de que aquí, aquí por fin, uno podrá ser uno mismo, podrá lograr la verdadera medida de la propia vida, de sus aspiraciones, de sus varios tipos de deseo, y sentir que la bondad moral y el trabajo intelectual son posibles. Una sensación completa de pertenencia a un lugar, a uno mismo, a otro. ¿Todo esto en un edificio? Imposible, pero también, de algún modo, cierto. Un edificio nos da esto, o nos lo puede quitar, como una erosión gradual, como un olvido de partes de nosotros mismos…
Así recorrieron las millas oscuras, primero el St. Lawrence, luego el lago Ontario a un lado de la autopista, y al otro campos de cultivo; un paisaje dedicado por un amante no se parece a ningún otro lugar del mundo.
—Este río en el que nadie se baña —dijo Avery—, este nuevo St. Lawrence con sus tumbas… Entiendo perfectamente por qué Georgiana Foyle prefiere ir remando a la tumba de su marido antes que trasladarla. Aunque ahora vaya a tener que ser enterrada sola… Esto la atormenta. Pero tiene razón. Su cuerpo pertenece a ese lugar porque ahí también estuvo su vida.
—La relación de los seres humanos con las plantas es tan larga… —dijo Jean—, no sólo la relación entre la semilla y el sembrador, sino desde la creación de los primeros jardines estéticos. ¿Quién sería la primera persona en desear ciertas plantas por placer, en separar estas plantas de las salvajes, del mismo modo que con el rezo se separan algunas palabras del resto del lenguaje? ¿Por qué los egipcios utilizaban una hoja de palma para simbolizar una vocal? Antes del año 8000 a. C. aproximadamente, el trigo no era más que una especie de hierba salvaje. Pero, por accidente, esta hierba fue polinizada por el rompesacos, y los catorce cromosomas de cada uno se combinaron para crear veintiocho cromosomas: trigo de emmer o farro. Luego el farro también se cruzó con otro tipo de hierba y constituyeron cuarenta y dos cromosomas, y esto es lo que usamos ahora para hacer pan, como el integral que nos comimos en el almuerzo. Pero se trató en realidad de un accidente extraño, porque las semillas del trigo no podían transportarse fácilmente y fertilizarse a sí mismas, así que no podían extenderse. De forma que el hombre y las plantas se necesitaban el uno al otro. Este mínimo accidente llevó a los asentamientos, a la guadaña, al arado, a la rueda y al eje, al torno de alfarero, a la noria hidráulica y la polea, al riego.
—A los derechos sobre el agua y a los derechos sobre la tierra —dijo Avery—. A los canales, las presas y los pasos marítimos.
—He estado leyendo sobre la lluvia —dijo Jean—. Ese olor tan absolutamente distintivo, de cuando empieza a caer la lluvia… Hay dos científicos que lo han analizado. Lo han llamado «petricor», a partir de la raíz griega de la palabra piedra, más la «sangre» que fluye por las venas de los dioses. Es el olor de un aceite que producen las plantas a medio pudrir, sometidas a la oxidación y a la nitratación, y resulta de una combinación de tres componentes. Las primeras gotas de lluvia llegan a la piedra o a la acera, y liberan este aceite de las plantas, que nosotros olemos cuando comienza a ser arrastrado por el agua. Sólo lo podemos oler cuando el agua lo empieza a diluir.
En otoño, Avery hizo de nuevo las maletas y se fue al norte a adentrarse en la roca y en la oscuridad, en el verde más oscuro del norte de Quebec, para trabajar en la presa del río Manicouagan. Muchos sábados por la mañana Jean y Avery conducían el uno hacia el otro. Los moteles de la autopista tenían su propio y extraño atractivo, siendo poco más que un rectángulo de ladrillo insertado en el bosque norteño, con la puerta de cada habitación abriéndose directamente a la autopista; y sin embargo el aire fresco y astringente de los abetos, el frío de siglos de sombra, parecía penetrar hasta en los ladrillos y los bloques con una alegría limpia y viva. Uno se acercaba y veía el coche del otro esperando en el aparcamiento de gravilla; esa visión bastaba para que los dos se sintieran abrumados por la alegría. Encontrémonos siempre en moteles, había dicho Avery, incluso cuando llevemos juntos cien años. Jean iba a estos encuentros en el viejo Dart azul de su padre, a menudo con sus libros de botánica abiertos en el asiento del copiloto para, después de soñar despierta durante la primera hora, poder echar un vistazo y memorizar datos para sus clases de la universidad. Así, el léxico de la botánica se iba ligando a los kilómetros recorridos, a pequeños pueblos y gasolineras: Esso y Equisetum, el restaurante The Voyager y Athyrium, Greenville y Gymnocarpium, Ste. Therese y Selaginella, Pointe-aux-Trembles y Thelypteris.
Y a veces Avery viajaba hacia el sur al humedal de Holland, y pasaban el fin de semana juntos en la granja blanca con la madre de él, Marina Voss Escher.
Avery en soledad era una cosa, un universo con la camisa por fuera y apuntes en el bolsillo, que había que descubrir despacio. Y Avery y Marina juntos eran otro universo distinto.
Para Avery siempre habían sido tres, hasta que murió su padre. Para Jean habían sido dos, añorando al tercero. Ahora eran tres, y todos sentían que aquello era lo correcto.
—Cuando mi padre vino a Canadá a trabajar en el Paso Marítimo —explicó Avery—, mis padres buscaron un lugar que agradara a mi madre. Ella escogió los campos negros del humedal de Holland. Se mudaron a una vieja granja y mi padre le construyó un estudio para pintar. La casa es de un blanco reluciente y flota como un barco sobre esa buena tierra negra. Al final del jardín fluye un canal. Los colores y la grandeza de las verduras en los campos son capaces de hacer que los ojos se te salgan de las órbitas. Tras la muerte de mi padre, mi madre pensó que se quedaría en esa casa sólo temporalmente; pero cuanto más tiempo seguía allí, menos inclinación sentía por mudarse. Encontró trabajo como ilustradora en una editorial infantil de Toronto. Compró una barca de remos y la amarró en el canal que hay al fondo del jardín. El aislamiento le sienta bien…
La historia empapaba el suelo de los bosques de cuento de Marina. En sus cuadros uno casi podía oír cómo la tierra molía los huesos. Armados sólo con un codo de pan, una cestita, un bastón o una canción; sin recursos y con la desventaja de la propia inocencia, los niños se enfrentaban a los terrores de bosques densos, oscuros, infelices, a los senderos retorcidos de los que uno no debe apartarse y que conducen sin embargo a miedos inevitables.
Las ilustraciones de Marina tenían los colores de las plantas putrefactas, de la tierra empapada por la lluvia, de frialdades umbrías. Los colores que se esconden debajo de las piedras. Escudriñando de cerca la oscuridad de su pintura, podían verse, casi invisibles, medias caras, manos tullidas, ojos enloquecidos, deseos imponiendo su voluntad sobre las peripecias de los cuentos. ¿Acaso una maldición es otra cosa que una monstruosa voluntad en acción?
Jean contempló el cuerpo fuerte y compacto de la madre de Avery, con su alegre delantal a rayas, agitando el agua caliente de una tetera, masticando una galleta, y se le escaparon las palabras:
—¿De dónde salen estos bosques?
Marina respondió sin hacer pausa alguna.
—De casa.
Cuando Avery estaba trabajando en el norte, Marina llevó a Jean a su estudio, le montó allí una mesa y le puso ejercicios de observación. Luego dejó libertad a la mano de Jean. Página tras página iban cayendo al suelo rápidos bocetos. Luego otra vez despacio, un solo dibujo cada mañana. Salían a dar paseos, cocinaban juntas. Marina hacía declaraciones por encima del ruido del agua mientras lavaba las verduras. «¿Cuál es el significado de la cocina en un cuento infantil? ¡Es el cuerpo de la madre!».
—William estuvo fuera durante tanto tiempo en la infancia de Avery —dijo Marina—, que en realidad no se conocían. Pero después de la guerra, William llevaba a Avery consigo a todas partes en su Norton Big Four. Metía a Avery en el sidecar Swallow azul junto con el equipo y subían a Escocia y bajaban a Gales a visitar proyectos hidroeléctricos, Glen Affric, Glen Garry, Glen Moriston. La presa de Claerwen, la presa de Clywedog. William formó parte de las primeras centrales eléctricas subterráneas que hubo en Inglaterra, en Strathfarrar y Kilmorack. Pero siempre envidió a los colegas dedicados entonces a la construcción del metro en Londres.
»Nos conocimos en un tren a Escocia, de camino a Jura —prosiguió Marina—. William viajaba con su padre. La isla de Jura es larga y estrecha. Sólo tiene una carretera. No era ninguna sorpresa que nuestros caminos volvieran a cruzarse, y así ocurrió. A medida que se acercaba, vi que era el mismo hombre con el que había hablado en el tren. En aquellos tiempos no era una carretera de verdad, era más bien un camino y a ambos lados estaba la húmeda ciénaga. De repente me dio tanta timidez que ni lo pensé, y salté al arcén. En el momento que lo hice, claro, supe que él pensaría que había perdido el juicio. Me quedé tumbada en la humedad, me apreté el libro contra el pecho y cerré los ojos. William se agachó resbalando a mi lado. Se limitó a mirarme y me preguntó: “¿Qué estás leyendo?”. Fue graciosísimo, pero al mismo tiempo me di cuenta muy bruscamente del miedo que había tenido a que su primera pregunta fuera: “¿Eres judía?”.
»Yo tenía casi veintitrés años. Había respondido a un anuncio que solicitaba una acompañante para una mujer mayor que ya no podía vivir sola. Resultó que fui la única candidata porque la mujer, Annie Moorcock, vivía en un lugar muy remoto. Pero, para mí, ahí residía el atractivo. Y no me decepcionó. Es un edén deliciosamente desolado. La isla sólo tiene veintinueve millas de largo y siete de ancho, y en ella viven, junto con quizá unas doscientas personas, miles de ciervos rojos. Yo cocinaba, limpiaba y leía para ella. El padre de Annie Moorcock había trabajado en un barco en las islas, y ella me contaba historias marinas e historias de Jura de cuando era niña. Pero el verdadero regalo para mí fue que su hobby era la pintura. Me enseñó un poco. Empecé a querer pintar la lluvia, un motivo seguro en Jura. Pinté cientos de cuadros de la lluvia. Las sombras pacientes, grises, de la lluvia sobre la madera, sobre la piedra, sobre la ciénaga, sobre el mar… Esta obsesión preocupaba a la vieja y un día me trajo un gran ramo de flores silvestres; sin duda debió de costarle un esfuerzo enorme cogerlas. Me dijo: “Aquí tienes flores. Por qué no intentas pintarlas”, y yo le dije que no podía pintar flores, que no parecerían reales. “Pero eres buena pintora, ya eres mucho mejor que yo. Será precioso, ¿tienen que parecer reales?”. En aquellos tiempos yo tenía un sentimiento feroz de que sí, de que lo pintado tenía que parecer real. Entonces ella me alargó las flores silvestres y ahí fue cuando algo ocurrió dentro de mí. De repente supe lo que tenía que hacer: no pintar las flores, sino la mano que sujeta las flores.
Así que pasé semanas dibujando y luego pintando las manos de la anciana.
»Sólo cuando me enteré de que había muerto comprendí que lo que realmente había querido hacer era pintar las manos de mi madre. Unas manos que no recordaba haber mirado con cuidado, manos de las que no me acordaba.
*
»En algún momento después de aquel día, soñé que metía flores cortadas en un jarrón de agua, y que cuando las sacaba del jarrón, tenían tierra pegada a las raíces.
Mientras Avery estaba fuera, Jean empezó a pasar tiempo en el humedal. Asistía a sus clases en Toronto y luego realizaba en coche el trayecto de apenas una hora hasta casa de Marina, siempre agradeciendo el placer de dirigirse a un lugar donde iba a ser bienvenida. A menudo se pasaban el día recorriendo a pie toda la extensión del humedal o su circunferencia, y Marina se detenía a hacer un boceto de un detalle de los campos, o de una rama contra el cielo que más tarde Jean reconocería en su trabajo. Compraban leche y pan en una granja cercana, y las invitaban a pasar a tomar café, una invitación que Marina casi siempre rechazaba. «No es más que buena educación por su parte —le explicó—, y es de buena educación rechazarlo».
Una tarde, después de un paseo invernal por el canal, que seguía fluyendo como una errática línea en la nieve, se sentaron a calentarse los pies en el hogar de la cocina.
—Esto te interesará —le dijo Marina—. Leí en el periódico que en Alemania hay un movimiento para expulsar el rododendro y la forsitia, para arrancarlos de todos los jardines, públicos y privados, porque no son autóctonos y por tanto resultan una amenaza contra la «pureza de la tierra alemana».
»El periódico cuenta que la cereza llegó a Europa de Asia Menor y que probablemente lleve cultivándose en Alemania desde hace más de mil quinientos años, y que la patata vino de Perú. ¿Crees que los antirododendros renunciarán a usar patatas en sus guisos? Se les falsificará un certificado de nacimiento, puedes estar segura.
»Cuando me fui a Inglaterra y dejé a mi familia atrás en Ámsterdam mi madre me escribía todas las semanas. Sus cartas eran como pequeños panfletos, repletas de información según sus intereses y sus indignaciones. Me encantaban aquellas cartas. Hasta este mismo día no puedo creer que me despidiera de ella en el andén de la Central Station de manera tan descuidada, con un desdén tan juvenil por el destino. Pensé que tenía todo el tiempo del mundo para volver con ella, pero aquélla sería la última vez que viera su cara o fuera abrazada por ella.
Marina se limpió los ojos en el batín y se sentó a la
mesa.
—Las hijas no dejan de llorar por sus madres —dijo Marina—, y yo tuve a mi madre diez años más que los que tú tuviste a la tuya. Echamos de menos a nuestras madres más, no menos.
De repente se puso en pie y corrió al horno. Las galletas de semillas estaban carbonizadas. Abrió la ventana y el aire invernal llenó la cocina.
—Es como un conjuro. Nada como el pasado para ir comiendo tiempo. Los rododendros me recordaron que, justo antes de la guerra, mi madre, que, como tú, también amaba las plantas, me escribió hecha una furia sobre un catedrático que establecía un vínculo entre la vegetación primitiva y el hombre primitivo. Uno de sus ejemplos era el «hombre de la tundra», donde la especie humana, según él, se había estancado claramente en una etapa anterior de la evolución. El único jardín alemán legítimo, decía él, era «el jardín enraizado en la sangre y la tierra», der Blut-und-Bodenverbundene Garten. Te cuento todo esto por una razón. Durante la guerra había estrictas «leyes del paisaje» impuestas sobre todos los territorios ocupados, especialmente en Polonia. No sólo había que expulsar a los extranjeros, incluyendo a los propios polacos, sino que también había que purificar la tierra del mismo modo. Con este objetivo se ordenó una purga botánica contra la diminuta flor del bosque Impatiens parviflora, y ése es el significado de esa florecilla que siempre hay escondida en alguna parte en cada uno de mis cuadros.
Poco después de su conversación sobre la Impatiens parviflora, Jean volvió a mirar los libros infantiles ilustrados por Marina. Los cuadros estaban saturados de detalles: pieles de animales lustrosas de aceite, gotas de agua que contenían paisajes, sombras ominosas en los pliegues de los tejidos. En cada rostro, pintado con tanta empatía, se contenía un momento humano, una desolación tan absoluta, un júbilo tan profundo, que Jean sintió que eran sus propios ojos los que la miraban fijamente desde la página.
En toda infancia hay una puerta que se cierra, había dicho Marina. Y también: sólo el amor verdadero nos espera mientras atravesamos un duelo. He ahí la verdadera confianza entre las personas. En todas las épicas, en todas las historias que han permanecido a lo largo de muchas vidas, siempre hay la misma verdad: el amor ha de esperar a que las heridas se curen. Esta es la espera que debemos hacer los unos por los otros, no por un sentido de la piedad, o para establecer un juicio de valor, sino como si el perdón fuera un punto de encuentro. ¿Cuántos están dispuestos a esperar por otro de esta manera? Muy pocos.
—Nos convertimos en nosotros mismos cuando algo nos es concedido o cuando algo nos es arrebatado. Yo nací en Berlín —dijo Marina—. En 1933, mi padre estaba tan asqueado por el devenir de los acontecimientos que convenció a mi madre de mudarse. Para mi madre esto fue muy duro, dejar atrás a sus hermanas, a sus amigos. En Ámsterdam, mi padre se puso a trabajar en el negocio de mi tío, una fábrica de sombreros. Antes de marcharse, mi padre nos dijo que quizá no fuera tan duro dejar su cátedra en la universidad, un trabajo que según su vaticinio no duraría mucho en cualquier caso, porque vestir cabezas tampoco estaba tan lejos de llenarlas. A mi madre este comentario no le pareció en absoluto chistoso.
»Mi hermana tenía sólo trece años así que evidentemente se quedó con ellos. Pero yo tenía diecinueve, y poco después de nuestro traslado decidí irme a Londres a practicar la lengua inglesa. Me hacía feliz vivir en otro idioma porque el año anterior había sido tan idiota como para enamorarme de un chico que de repente, en 1933, decidió que después de todo no iba a poder casarse con alguien de mi “clase”. Un alumno de mi padre se había mudado a Londres y decía que le encantaría tener de tutora de sus hijos a alguien que hablara tanto inglés como alemán. Así que me fui a vivir a Twickenham durante un año. Luego mi madre quiso que regresara a Ámsterdam, pero yo no estaba del todo preparada para hacer eso. Y entonces fue cuando respondí al anuncio y me marché a trabajar para Annie Moorcock, en la costa escocesa.
»Cogí el barco en el puerto de Askaig. El vecino de Annie, el señor Muldrew, me recibió en el muelle de Feolin y nos fuimos despacio en coche bajo la lluvia, pasando por Craighouse y Ardfarnel. El señor Muldrew agarraba un trapo con una mano, alargando el brazo constantemente para desempañar el parabrisas, mientras con la otra manejaba el volante y cambiaba de marcha, hasta que llegamos a la tosca casa de piedra de Annie.
»Me sorprendió descubrir que en el interior todo era refinamiento y proporción: flores frescas sobre una mesa circular de madera pulida, sobre una alfombra redonda, en un recibidor recubierto de paneles y cortinas. Si esta elegancia me sorprendió, para lo que no estaba en absoluto preparada fue para encontrar, en esa casa en aquella aislada isla de Jura, la biblioteca de Annie Moorcock. Había espléndidas estanterías a medida desde el suelo hasta las vigas del techo, baldas encima de los dinteles de las puertas, estanterías que se rebosaban para ocupar las habitaciones contiguas. Había decenas de miles de libros.
»Aunque su obsesión no la avergonzaba, la anciana era no obstante algo tímida al respecto, como conviene a la confesión de cualquier placer íntimo.
»“Ya no puedo agacharme para alcanzar los libros de las baldas inferiores”, me dijo, “y esto me causa tanto pesar que no soy capaz ni de expresarlo, esos libros son tan inaccesibles para mí como mi propia juventud”.
—Aquella primera tarde nos sentamos en la cocina y Annie me tomó la medida —contó Marina—. Yo vi que todo iría bien entre nosotras, y que quizá hubiera algo más: un afecto.
»Sus hijos no aprobaban que ella viviera sola en la isla, pero ella se negaba a abandonar su biblioteca y no soportaba la idea de trasladarla. Antes de que pasara una hora de mi llegada aquella tarde lluviosa de noviembre, comprendí que me había contratado no para cumplir con las sencillas tareas de hacer compañía a una anciana, leyéndole y cocinando y ayudándola a vestirse y a bañarse, sino con un objetivo secreto completamente personal. Mientras tomábamos el té me dijo, con una nota de triunfo en la voz, que iba a tener que ayudarla a catalogar sus libros, y que llevaba ya un tiempo preparándose para esta labor. En efecto, tenía una mesa repleta de montones de hojas de papel cuidadosamente etiquetadas. A lo largo de los meses, fuimos deslizando entre las páginas de los volúmenes estas notas, y muchas más, conforme avanzábamos: mensajes para sus hijas, para su hijo, para sus ocho nietos. Fuimos armando la lista con la que se iba desprendiendo de cada uno de los libros, indicando qué hijo o nieto se beneficiaría más de cada volumen concreto; su esperanza, según me dijo, era proporcionar un momento de solaz o de guía o de alivio para quien lo abriera en alguna noche de invierno muchos años después. “Aunque espero que mi Thea de mejillas sonrosadas”, que entonces tenía sólo seis años, “nunca tenga falta de John Donne, hay algo en ella, una pequeña sombra, que me dice que tal vez sienta necesidad de estas palabras algún día”. Y así fueron pasando las semanas, de esta forma tan peculiarmente tierna.
—Annie tenía una colección asombrosa de libros desplegables para niños, incluyendo varios publicados en Núremberg por Ernest Nister. Tenía hasta un ejemplar del Circo de Meggendorfer, que su padre había traído de un viaje a Alemania cuando ella era niña. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, dejaron de imprimirse en Alemania libros para niños británicos, y Annie tenía algunos de los primeros libros infantiles troquelados publicados en Inglaterra en el periodo de entreguerras, casi todos los Cuentos de Bookano y los anuarios del Daily Express, de cuyas dobleces en forma de uve salían animales. Lamento a menudo que no viviera lo bastante como para ver el trabajo de Vojtech Kubasta, el arquitecto checo que estudió en Praga y luego se dedicó a los libros desplegables para niños, y a quien yo descubrí en Londres después de la guerra, entre otros muchos su Bella Durmiente y su Blancanieves, en los que los ojos de los perros giran dentro de sus cabezas —y Marina demostraba el movimiento—, y hay enanos melancólicos que de repente vuelven a la alegría gracias a la acción de una lengüeta, y largas mesas vacías que, en un instante, aparecen por arte de magia repletas de viandas, una estratagema especialmente bienvenida en aquellos años de anhelos y privaciones.
»Fue gracias a Annie Moorcock, por la extraordinaria, azarosa casualidad de nuestra conexión, que fui capaz de unir las dos cosas que ella amaba y que me dio a amar a mí: la pintura y los libros infantiles. A veces creo que ella no aprobaría lo que he hecho con su amabilidad, creando imágenes de las que apartaría la cara con desesperación. Pero hay otros días en los que siento su bendición mientras trabajo, porque era el ser humano más perspicaz que he conocido nunca, y casi todo el mundo que la conocía pasaba por alto este don suyo, hasta que, después de su muerte, su biblioteca empezó a hablar por ella, con tanta elocuencia y tanto amor.
—Me encontré con William y con su padre por tercera vez en tres días —dijo Marina—, en la tienda del señor McKechnie, mientras yo recogía el correo y ellos se hacían con existencias para el arduo camino hasta Corryvreckan.
»Se autoinvitaron a tomar el té. A Annie le gustaron de inmediato. Sabía que tanto William como su padre eran ingenieros, y después de que examinaran la biblioteca, sacó su colección de libros desplegables y la colocó sobre la mesa del comedor. Los tres se sumieron en una discusión sobre la arquitectura del papel: puntos de pivote, brazos articulados, charnelas, solapas triangulares, ruedas y fulcros. En el rostro de ella, una transformación, una restauración digna de uno de sus libros mágicos, una satisfacción completa, como si llevara décadas esperando justamente esta tarde de conversación, mientras William y su padre, sentados con las tazas de té tambaleándose excitadas en el regazo, eran ávidos testigos del trabajo de toda una vida. Después de que se marcharan, este embeleso duró varias horas antes de que se desvaneciera. Para cuando las sombras empezaron a crecer entre los árboles, Annie se había retirado a su cuarto, calmada. Nunca volví a ver semejante placer en su rostro.
Jean y Marina estaban sentadas mirando el fuego, rodeadas por el olor de la lana húmeda y la trementina.
—Más tarde, el padre de William me ayudaría a encontrar a mis padres y a mi hermana…, pero ellos ya habían muerto, en Fohrenwald… Para bien o para mal —dijo Marina, levantándose despacio de la butaca—, el amor es una catástrofe.
Cada vez que Avery volvía de Quebec, Marina y Jean le recibían con un festín amorosamente preparado, que él aceptaba agradecido: empanadas dulces y saladas, sopas y guisos hechos con verduras del humedal, puré de calabaza asada con mantequilla y sirope de arce, servido en caliente, con nata. Después, pasaban la velada alrededor de la mesa de Marina, escuchando las historias de Avery.
Una vez, paseando por el bosque más allá del río, Avery había conocido a un joven, un adolescente, que estaba ayudando a sus tíos a construir torres de conducción para el embalse. Avery le observó correr entre los árboles siguiendo un patrón, el mismo recorrido inacabable.
—Me pilló mirándole —dijo Avery— y se acercó a mí sin vergüenza, al contrario, encendido por dentro de la pura urgencia. «Voy a ser piloto de carreras», me dijo. «No siempre estaré vertiendo cemento. Algún día tendré tanto dinero como para comprarme mi propio coche». Me miró un momento y decidió que yo iba a entenderle. «Hay pilotos que se juegan la muerte, ésos son los que no durarán. Luego están los pilotos que respetan a la muerte, ésos son los que casi nunca ganan». Empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, siguiendo con los ojos el circuito que acababa de recorrer. «Y luego están los conductores», continuó, «que han ingerido —ingérer, gorger, s’empiffrer— la muerte, de tal forma que están empachados de ella. Éstos son los que ya son fantasmas». «¿Cómo sabes esto?», le pregunté. El joven del bosque tenía un aspecto extraño, blanco como un champiñón, con los ojos de un azul artificial. «¿Son los fantasmas los que ganan?», pregunté. El joven rió. «Recuerda mi nombre», me dijo. «¡Recuerda a Villeneuve!». Y se marchó corriendo, con un brazo extendido sobre el borde empinado del barranco.
Jean y Avery yacían juntos en el suelo del piso de Clarendon. Era una fría noche de otoño, y soplaba un viento lluvioso. Marina había pintado para Jean las pantallas de unas lámparas, en colores cobre, madera y oro, que a Jean le daban la sensación de estar disfrutando de los últimos minutos de la puesta del sol en su sala de estar. Avery alargó el brazo y cerró el libro de Jean.
—Hay un proyecto nuevo… Un nuevo tipo de proyecto… Quiero que vengas conmigo —dijo Avery.
—Pareces muy preocupado —dijo Jean.
—Es lejos.
Avery tomó la mano de Jean y la abrió, con la palma hacia arriba, sobre su regazo.
—Por favor, cierra los ojos… Tu pulgar es el Atlántico, y tu meñique el Pacífico. Las puntas de tus dedos son Egipto, y el canto de tu palma es África… La línea de tu corazón es el desierto de Arabia, la línea de tu destino es el río Nilo…
Avery y Jean se casaron en la casa del humedal. Fue una ceremonia civil con dos invitados que hacían de testigos, los vecinos de Marina en dirección este, que le habían echado un ojo amable en su viudez. Jean los miró llegar por la ventana, sus botas iban marcando un camino marrón en la nieve al cruzar la marisma. Dejaron sus bufandas de lana y sus guantes de cuero secándose en el radiador, y Jean, de pie junto a Avery, esperando que comenzara la ceremonia, guardó la imagen de estos objetos en su memoria: símbolos de la bondad. ¿No hay nadie a quien quieras invitar?, le había preguntado Marina, y Jean, en su soledad, se había sentido avergonzada. No importa, dijo Marina, ahora nos tenemos la una a la otra. ¿Cómo vas a llamarme? Simplemente Marina, o Madre-Marina, o ¿qué tal Marina-Ma? Y ese último nombre les había parecido muy gracioso a las dos mujeres, les encantaba su sonido japonés, que fuera como una broma, el delicado orientalismo que parecía tan alejado de aquella mujer cuadrada de pelo corto, hirsuto y gris, cortado como el de un chico.
—La línea de tu corazón es el desierto de Arabia, la línea de tu destino es el río Nilo… Esto no es a escala, claro… Aquí —le dijo, rodeando el montículo en la base de su pulgar— está el Sáhara…
En los meses que precedieron a su partida, primero a Inglaterra y después a Jartum, Jean guardó su nuevo diploma universitario, realquiló el piso de Clarendon y se mudó a la casa blanca con Marina. Ninguna de las dos era capaz de ocultar el placer que este arreglo les producía. Pasaban largos días en el estudio de Marina, paseando amigablemente por el canal nevado, sentándose juntas en hamacas cubiertas de mantas y contemplando el humedal. Ninguna de las dos podía creerse su buena fortuna, lo coincidentes que eran sus afinidades. Para Jean, encontrarse tan cómoda con la mujer mayor, como madre e hija, la hacía sentirse casi ebria de pura saciedad.
El verano anterior, Jean había traído todos los tarros de su salita a la casa de la marisma, y había plantado cada brote del jardín de su madre en una parcela de la finca de Marina. Avery había construido alrededor una verja blanca de poca altura, para darle a Jean la sensación de que aquel cuadrado de tierra era suyo.
—Aquí —dijo Avery, en el ocaso alumbrado por lámparas, rodeando el montículo de la base de su pulgar— está el Sáhara… Y aquí —besando el centro de la palma de su mano— está el Gran Templo de Abu Simbel… El Nilo rompe contra rocas de la máxima resistencia, creando fisuras, gargantas de espuma, islas de piedra; son las cataratas impenetrables, la puerta de Nubia. Más allá de este punto el río se vuelve tranquilo y se cultivan sus riberas, hay prados y palmerales de dátiles. Las colinas de aquí —y Avery trazó una línea que recorría su palma de arriba abajo— son suaves, terrazas de silicatos, areniscas, cuarcita. Aquí, entre las líneas del corazón y del destino, el Mediterráneo choca con África, el desierto está salpicado de las ruinas de dos culturas. Tu mano contiene iglesias cristianas con delicados frescos, templos coptos, fortalezas, petroglifos de la Edad de Piedra, incontables tumbas…
»A lo largo de miles de kilómetros, al este y al oeste, entre el mar Rojo y el océano Atlántico, la arena, que no sabe de lealtades, se adueña de todo. Diminutos granos de cuarzo, ignorantes de religión, de monarquías o de pobrezas, van pulverizando los más resistentes monumentos de piedra hasta convertirlos en polvo, y hay dinastías enteras que se han ido raspando hasta la invisibilidad…
»La catarata de Asuán y el hecho de que fuera esculpido en el borde de un acantilado protegieron Abu Simbel durante siglos. El Sáhara fue subiendo por el acantilado poco a poco hasta que sólo pudo verse la puntita del templo…
La noche se fue desplegando mientras Avery explicaba todo lo que sabía. Jean pudo oír en su voz el ansia con que deseaba esta oportunidad, no ser él quien construyera la presa, sino ser quien pudiera rescatar. Al fin, la miró buscando una respuesta.
—No he traído nada conmigo —dijo Jean—, pero puedo ponerme tu ropa…
Llegaron a Londres en enero. Owen, el primo de Avery, estaba fuera, y se quedaron en su piso, un nidito muy a la moda con habitaciones pintadas de oscuro, arañas de luces y moquetas de seda; muebles de teca, butacones junto al fuego cubiertos de cojines. Sólo la cocina estaba sin renovar y en los armarios Avery reconoció la vajilla de su tía Bett —desconchada y descolorida— que recordaba de su infancia. Era un elemento nostálgico que Avery no se esperaba de Owen, y se sintió agradecido ante el descubrimiento, como si los detalles más nimios de los años que pasaron juntos durante la guerra no hubieran sido olvidados.
El atardecer en el dormitorio de Owen, con la ventana abierta a la lluvia, los tejados negros y relucientes, una rendija de ocaso. En esta negritud lluviosa y esta última luz inesperada, con el dispersarse de los pájaros antes de la noche, ambos sintieron un nuevo tipo de deseo, inseparable de la ciudad. Inseparable de Londres en enero de 1964. El deseo experimentado en calles desconocidas, el propio cuerpo conocido mejor que nunca por otro.
Durante sus últimos días en Inglaterra, después de quedarse con la tía Bett en Leighton Buzzard, Avery y Jean condujeron por el valle del río Usk. Pararon en un pub que colgaba sobre la vía de ferrocarril en medio de un espeso bosque. En la puerta había pegada una advertencia: Recomendamos encarecidamente que no traigan aquí a sus hijos después de las nueve de la noche. Jean se sintió inquieta: ¿qué violencia podía surgir aquí y extenderse por el bosque en la noche?, pero llevaban muchas millas sin pasar por ningún otro sitio donde parar, así que entraron. Avery pidió un vaso de cerveza y Jean, tras advertir que la propia camarera estaba tomando una taza detrás de la barra, pidió un té. Pero seguía inquieta. El oscuro bosque los rodeaba por todos lados; oyeron un tren pasando por el valle. Luego, en la pared detrás de la barra Jean vio otro cartel similar: Recomendamos con toda firmeza que no traigan aquí a sus hijos después de las nueve de la noche, como consideración a los clientes que desean disfrutar de la paz y la tranquilidad de este establecimiento. La camarera, que la estaba observando, le guiñó un ojo. «Ya ve —le dijo—, la gente se trae a sus críos chillones y no hay quien se tome una pinta en paz».
Se sentaron tranquilamente mientras el ruido del tren se apagaba en la distancia.
—Mi padre y yo tomamos el tren de Roma a Turín —dijo Avery—. Nos sentamos en el compartimento con una pareja joven. La forma en la que iban sentados el uno junto al otro contaba toda su historia, él con la mano sobre el muslo de ella mientras fingía leer el periódico, ella con la cabeza sobre el hombro de él mientras fingía dormir. El agitado deseo que había en ellos era tan palpable que nos contagió a mi padre y a mí de una vergüenza que yo era demasiado joven para comprender, y nos pasamos el viaje levantándonos a pasear por los pasillos tambaleantes.
»Por fin llegamos a la gran estación de tren de Turín. Como entre los dos sólo llevábamos una maleta pequeña, decidimos recorrer a pie la corta distancia que nos separaba del hotel donde mi padre tenía una reunión de trabajo. Caminando por la gigantesca estación, de repente me llamó la atención un pequeño letrero que, de haber ido andando más deprisa, se me habría escapado. Era una sola frase pintada sobre un tablón de madera afirmando que aquélla era la estación donde habían tenido lugar las deportaciones durante la guerra, y daba el número, en cientos de miles, de los que habían sido enviados a la muerte desde ese mismo lugar donde nos encontrábamos. Era un letrero pequeño, apenas visible, y a día de hoy sigo sin comprender por qué mis ojos no lo pasaron por alto. Al salir a la calle soleada, a pocos metros de las puertas de la estación, me tropecé en la acera y caí. Me abrí la cabeza y hubo que ponerme puntos. Mi padre tuvo que llevarme al hospital y faltó a su reunión, y ésa es la historia de la cicatriz que tengo en la barbilla. No quería más que salir de aquel lugar. Me pareció una ciudad de terror total.
Jean se mantuvo en silencio. Él pensó que su silencio, este silencio que ahora le resultaba tan familiar, era el pensamiento de su corazón.
—Los incontables lugares de las ciudades que han sido testigos de muertes violentas —dijo Jean—, no sólo los lugares donde han ocurrido cosas terribles en tiempos de guerra, sino también todas las demás desgracias que siempre quedan sin conmemorar, un accidente de coche, la violencia infligida a alguien, ¿cómo podríamos marcar estos lugares? Probablemente no pudiéramos recorrer una sola manzana sin toparnos con algún lugar de duelo; no podríamos marcarlos todos.
Descendió la tristeza. Avery tomó la mano de Jean.
—Vámonos —le dijo.
Fuera, el viento soplaba entre las hojas altas. La pequeña cicatriz en la barbilla de Avery desapareció bajo el sol radiante de primera hora de la tarde.
—Antes de abandonar Turín —dijo Avery—, mi padre, con la esperanza de animarme, me llevó al famoso y antiguo café Baratti & Milano, con sus vitrinas de cristal que mostraban un surtido de chocolates y bombones, las mesas y sillas de madera labrada, manteles blancos almidonados y pesada cubertería de plata. Los carritos de pasteles ópera y el mousse, los petit-fours, los hojaldres y las natillas de limón, las tartas de varios pisos con adornos dibujados gota a gota. Mi padre quería distraerme, pero la oscura elegancia del lugar me deprimió. Miré a mi alrededor a los camareros con sus trajes negros y blancos y sus bandejas de plata, y me pareció que la sala no debía de haber cambiado nada en cincuenta años, y no pude evitar preguntarme cuántos niños habrían bebido en aquel lugar sus últimos tazones de cacao, tal vez en la misma silla en la que yo estaba sentado. No paraba de pensar: ¿la ciudad me habría generado esta sensación ominosa aunque no hubiera visto aquel letrero en la estación? ¿Habría sentido también este presentimiento, esta presencia, este temor, esta angustia, inexplicable, inefable, que a veces sentimos en determinados lugares o según como caiga la luz? En cualquier caso, mi padre se tomó el té, y yo me comí mi helado de chocolate en su elaborado platillo de plata labrada. Nos marchamos del hotel pronto a la mañana siguiente, después de una noche de desasosiego, mi padre por haber faltado a su reunión y yo por mi aprensión, y fuimos andando a la estación de tren. Mi padre, recordando sin duda el Londres de los bombardeos u otros lugares de los que yo no sabía nada, dijo: «Algunos lugares están empapados de dolor». Recuerdo que utilizó específicamente la palabra empapados, y caminamos durante un rato en silencio, con mi mano en la suya. Luego pensé, algunas personas son así, están empapadas de dolor, a pesar de la expresión de sus rostros.
Cuando Hassan Dafalla, el comisionado a cargo de la emigración, leyó los resultados del censo en una mañana de mayo de 1961, supo que toda la tierra de Nubia —sin excepción— estaba registrada a nombre de alguien que había muerto hacía siglos. Esta estadística le emocionó profundamente y, con el informe aún en la mano, salió de su oficina de Wadi Halfa para pensar en ello.
Hassan Dafalla era un hombre dado a la reflexión, y el gobierno de Sudán no pudo elegir a nadie mejor dotado para la tarea de reasentar a toda una nación. Era un hombre de sentimientos, de empatía, justicia, y con una extraordinaria paciencia para el detalle significativo. Fue Hassan Dafalla quien se aseguró de que las panaderías recibieran una ración extra de grano antes del viaje, y quien dispuso que hubiera un vagón de partos con camas de hospital para las mujeres encinta. Fue Hassan Dafalla quien entregó un paquete de velos al revisor del tren, ante la eventualidad de que pudieran resultar necesarios durante la larga emigración, de más de mil doscientos kilómetros desde las aldeas de Nubia hasta el nuevo asentamiento de Khashm el Girba, cerca del perezoso río Atbara. El Atbara era un río estacional, que todos los años se convertía en polvo. Fue Hassan Dafalla quien insistió en que en lugar de poner números, se fijaran los nombres de las aldeas en la nueva ciudad, pero esta orden suya fue pasada por alto. Y fue Hassan Dafalla quien se quedó de pie, enmudecido, ante la visión de las nuevas casas: bloques huecos de cemento dispuestos en hileras sobre el suelo pero sin conexión alguna con el mismo, como cajones de embalar. Fue él quien sintió el sobresalto agudo, vertiginoso, del fracaso, y vio cómo la vida puede desollarse de sentido, desollarse de recuerdos.
Las casas del proyecto de la Nueva Halfa tenían tejados inclinados de hojalata o de amianto y habitaciones demasiado pequeñas para las familias asignadas a vivir en ellas; así fue como las aldeas fueron partidas en pedazos. Y cuando Hassan Dafalla vio que no había ni un solo árbol en Khashm el Girba, regresó con el regalo de treinta mil esquejes de árboles. Se plantaron ochocientos brotes de palmeras datileras a lo largo de la calle principal en una celebración de los árboles. Se trataba de un regalo bochornosamente insuficiente, pensó él, para quienes guardaban luto por sus arboledas junto al Nilo.
Cuando estuvo claro que se construiría la Gran Presa de Asuán, los funcionarios del censo del Departamento de Estadística de Sudán fueron enviados de aldea en aldea. Registraron el número de habitantes de cada casa, el número de cabezas de ganado, e hicieron un apunte exacto de la cantidad de muebles por cada familia. Habría que trasladarlo todo —por camión, barco y tren— y se calculó con precisión el número de vagones y de trenes.
Hassan Dafalla había estudiado estas cifras cuidadosamente. En la zona de Sudán que estaba bajo su competencia había: 27 aldeas, 70 000 almas; 7676 casas, con un número de habitaciones que se calculó a una media de 5,8; la cantidad de residentes por habitación era de 0,9 en la ciudad de Wadi Halfa y de 1,1 en las aldeas. Los animales que había que transportar eran: 34 146 cabras, 19 315 ovejas, 2831 cabezas de ganado vacuno, 608 camellos, 415 burros, 86 caballos, 35 000 pollos, 28 000 palomas y, agrupados en un solo contingente, 1564 patos y ocas.
Cada árbol frutal habría de ser contado y descrito, de forma que pudiera determinarse una compensación adecuada. Las datileras se organizaban en las siguientes categorías: árboles frutales hembra fértiles, incluyendo jóvenes palmeras de cinco años, árboles no fértiles (palmeras macho y de avanzada edad), brotes independientes (de tres a cuatro años), brotes pequeños (de uno a tres años), y los vulnerables brotes recién nacidos, que seguían vinculados a las raíces maternas.
De todas las aldeas incluidas en la recolocación masiva, sólo los habitantes de un pueblo —Degheim— se negaron a cooperar, aunque, por supuesto, el agua terminaría venciéndolos al final. Las mujeres de Degheim, con sus gargaras negras, se arremolinaban chillando: «Fadiru wala hagumunno Khashm el Girba la», antes muertas que irnos a Khashm el Girba, y crearon una gran nube de polvo, tirando al aire la tierra que ya no les pertenecía.
La primera aldea evacuada del distrito de Wadi Halfa fue Faras. El viaje duraría unas bíblicas cuarenta horas, un éxodo de proporciones épicas.
Para el viaje Hassan Dafalla había solicitado 20 000 sacos de yute, 20 000 rollos de cuerda y 15 000 cestas. Se habían puesto a disposición del traslado veinte camiones para transportar el equipaje a la estación de ferrocarril. Se necesitaron más de cien porteadores para cargar los camiones y luego los 55 vagones de tren, los 66 vagones de carga y los 216 vagones para transporte de animales, y los vagones de forraje y agua para el ganado; y antes de todo esto, los aldeanos de la orilla oeste tendrían que cruzar el río en el barco a vapor. Los habitantes de las islas Kokki —en lo profundo de las estrechas gargantas de la Segunda Catarata, donde no podía llegar barco lo bastante grande para cargar su equipaje— construyeron balsas de troncos y pieles infladas para llevar sus bienes terrenales por el agua hasta la orilla.
6 de enero de 1964. En la orilla este del Nilo, en Faras, esperaba el tren, repleto de cargamentos hospitalarios para los enfermos y los ancianos y para las mujeres que podrían dar a luz en cualquier momento. En la orilla oeste, los porteadores empezaron a cargar bolsas, colchones y cestas de todos los tamaños, apiladas en la entrada principal de todas las casas, atravesando el pueblo hasta el vapor fondeado en el río.
Hassan Dafalla observó a los nubios sacar las grandes llaves de madera de sus cerraduras y desaparecer de nuevo en el interior de sus casas para contemplarlas una vez más. Los observó sentarse en silencio en el cementerio. En el vapor, todos los ojos fijaron la imagen de su pueblo alejándose; es imposible, pensó Hassan Dafalla, que haya muchos lugares más en la tierra que hayan sido mirados por tantos ojos al tiempo, con un sentimiento tan compartido. Y sin embargo él sabía que la historia estaba repleta precisamente de escenas como ésta. Los habitantes de Faras este abarrotaban la estación de tren; habían venido a desear buen viaje a sus vecinos, ya que muy pronto ellos también marcharían con el mismo destino. Observó cómo subían al tren, esforzándose en mirar atrás, y cómo el conductor ató ramas de las huertas de dátiles de Faras al frente de la locomotora, gritando «Afialogo, heir ogo», buena salud, prosperidad. Observó cómo el tren empezaba a moverse despacio, hasta que desapareció en el desierto.
Seguirían la línea principal de Jartum hasta el cruce de Atbara, luego la línea del Puerto Sudán hasta el cruce de Haya, luego al sur hasta Kassala y Khashm el Girba. En cada aldea a lo largo de la línea de ferrocarril, la gente abarrotaba las estaciones, saludando con la mano y lanzando gritos de apoyo y, cada vez que el tren hacía una parada, repartiendo té y regalos de comida a los pasajeros: sacos de azúcar, harina, trigo y arroz, mantequilla, aceite, queso y miel. «Afialogo, heir ogo, adeela, adeela». En Aroma, todos los hombres de la tribu de los Hadandawa se reunieron a lomos de sus camellos; cada cual con una espada, como un lengüetazo de luz en el costado. Señalando el cielo con sus cayados golpeaban tambores de cobre al son de la palabra «Dabaywa», bienvenidos. Y de igual manera sucedió en Sarra este, Dibeira, Ashkeit, Dabarosa, Tawfikia, Arkawit y El Jebel. En la estación de Angash, en Haya y en Kassala, los agricultores cargaron el tren con generosos sacos de cítricos y verduras hasta que no quedaba un centímetro de espacio libre en los vagones rebosantes. Caía la noche. De repente, en el puente de Butana, todos los pasajeros se inclinaron hacia las ventanas para echar un vistazo al río Atbara. Los que habían parado de llorar volvieron a hacerlo, a la vista de un río tan enfermizo, tan sucio y tan pequeño en comparación con el Nilo que habían dejado atrás. En el otro extremo del puente, en la distancia, tuvieron su primera visión de la hilera de casas blancas que les esperaban: el Pueblo 33.
De luto, las mujeres nubias se despojaron de sus gargaras negras, tan líquidas como el Nilo, y desembarcaron luciendo los saris lisos del centro de Sudán.
Un par de días después de la evacuación, Hassan Dafalla regresó a Faras para meditar acerca de todo lo que había visto. El sol caía a plomo sobre el silencio. Vio los agujeros que habían dejado los platos decorativos arrancados de las paredes. Por todas partes vio huellas de hienas.
Después de varios días hundido en sus pensamientos, Hassan Dafalla viajó para visitar a los colonos exiliados en Khashm el Girba. «Teníamos un anhelo mutuo por vernos —escribió más tarde en su diario—, como si lleváramos mucho tiempo separados».
A las nueve de la mañana del día de la evacuación de Sarra, cuando llegó el comisionado Hassan Dafalla encontró que la aldea ya estaba desierta horas antes de que estuviera prevista su marcha. Se quedó de pie, asombrado ante la salvaje irrealidad de que no hubiera nadie allí para emprender la emigración. La noche anterior se había cargado en los trenes todo el equipaje; había vagones y camiones de carga quietos sobre la arena, rebuznando, repletos de ganado. Pero por la mañana no podía encontrarse ni un solo aldeano. El comisionado Dafalla, sin saber qué hacer, se subió a una colina cercana a pensar. Cuando llegó a la cima volvió a sorprenderse, esta vez por encontrarse contemplando a sus pies una brillante piscina verde donde ayer había sólo piedras y arena. Ahora veía que cientos de hojas de palmera, rielando al sol, habían sido apiladas sobre las tumbas del cementerio. En un gran círculo en torno al camposanto los aldeanos bailaban el zikir. Durante dos horas más, el comisionado Dafalla se quedó sentado en la colina mientras los habitantes de Sarra leían y cantaban para sus muertos. De pronto, la piscina verde se desangró, separándose hasta hacerse un río, al tiempo que Sarra al completo empezaba a subir en fila aullando por la colina, llevando sus hojas de palmera desde las tumbas al tren.
Los mismos alimentos básicos que los nubios habían cultivado de forma tan experta ahora iban a tener que comprarse en el mercado: lentejas, judías, garbanzos, altramuces y guisantes. En el nuevo asentamiento no había terrazas donde las mujeres pudieran sentarse juntas, ni un Nilo con sus verdes ensenadas e islotes para navegar con sus falúas y ver los vapores yendo y viniendo de Egipto, repletos de carga. Ahora sólo tenían la estrecha garganta del río Atbara, con sus orillas yermas, los matojos de zarzas secas y espinosas, y la lluviosa sabana. No había bosques de palmeras datileras, ni las colinas inacabables del Sáhara. Las mujeres desecharon para siempre la elegante gargara, porque ahora no hacían más que arrastrarla por el barro.
Cambió su sentido del tiempo; ahora su forma de observar el cielo y las estrellas era diferente. Su calendario copto fue reemplazado por el calendario estelar árabe. Aprendieron a predecir la temporada húmeda, las feroces lluvias tropicales, por la dirección de los rayos, rayos al este traen tormenta, pero los rayos en otras direcciones se la llevan.
Tuvieron que renunciar a sus camas forradas con hojas de palma y ahora dormían en camas de acero y muelles de alambre.
Varios meses antes de la inundación, un arqueólogo polaco había descubierto una iglesia de ladrillo de adobe enterrada no lejos de la aldea de Faras. En una de las paredes se apreciaba aún un magnífico mural de estuco de colores. Utilizando una solución química para impresionar la imagen sobre una tela de muselina, el profesor Michaiowski empezó a hacer una copia del cuadro, para descubrir con sorpresa que había otra imagen debajo. Cada vez que copiaba el mural, revelaba otro anterior. Se descubrieron ochenta y seis capas de pintura.
Los nubios, que habían renunciado a todo por la energía hidroeléctrica proporcionada por la nueva presa, no tenían electricidad. Los cables pasaban justo al lado de los nuevos asentamientos; sólo hubieran sido necesarios unos pocos postes y cables para llevar la electricidad a sus casas. Pero los nubios tuvieron que esperar siete años para encender una luz.
Desde la sombra de su casa flotante Jean observó durante muchos días a las mujeres nubias bajar al río. La visión de sus ropajes negros parecía rebanar el calor, aunque Jean no era capaz de explicar por qué lo sentía así, puesto que ellas también centelleaban como agua negra sobre la arena ardiente.
Le excitaba mirarlas; es decir, deseaba ser vista por ellas.
Se sentía como una niña en su presencia, y en la presencia del desierto que ellas contenían. Conocían íntimamente el espacio del desierto y la eternidad del río, dos inmensidades distintas. Y la tercera inmensidad, el cielo. Pero había también un entendimiento entre ella y las mujeres, o al menos un ansia de entender. Las miraba moverse con elegante fluidez y sabía que ellas también renunciarían pronto a la gargara.
Del cuerpo de una mujer cuánto le pertenece a ella y cuánto es arcilla en la mirada de un hombre. Jean no podía explicar su soledad, la carencia que sentía dentro de sí misma. Había algún misterio de lo femenino, sentía ella, que siempre estaría fuera de su alcance; esto, según creía, era por haber sido criada sólo por su padre. Quería arrancarse la ropa y rodar por la arena, perder su propio olor en el desierto y así, por un momento, sentirse allí como en casa. Quería que Avery comprendiera algo que ella misma no era capaz de explicar; ella lo sabía, y no podía ponerle en falta por no entenderlo.
Se preguntaba cuánto tardaría el calor en hacerle transpirar todo el norte que había en ella, hasta despojarse de él por completo —cuánto tardarían los lagos y los bosques boreales en evaporarse de la memoria de su cuerpo—, una transformación tan química como la que se produce al cocinar. ¿Cómo son capaces los lugares de penetrar de este modo en nuestra piel, hasta lo más profundo de nuestro verbo? No parecía posible, pero sentía que era cierto. Sentía que si se colocaba desnuda junto a las mujeres del Nilo hasta un ciego con los ojos vendados en la oscuridad sería capaz de identificarla como una extraña.
Los ingenieros europeos no percibían en absoluto su propia extrañeza, habían traído sus reglas de cálculo al desierto y hablaban el antiguo idioma de los constructores, un lenguaje numérico más viejo que los propios templos. Los hombres que habían llegado en primer lugar a esta curva del río, a pintar la línea sobre la cara del acantilado hacía más de treinta siglos, podrían haberse medido con estos ingenieros, haber mirado sus diagramas por encima del hombro, y comprender casi instantáneamente sus intenciones. Y así Avery, con el antiguo constructor egipcio mirándole por encima del hombro, no era capaz de sentir la vergüenza de Jean, una falta de merecimiento que ella misma no era capaz de expresar. Sabía de alguna manera que no era una tontería, ni algo sólo personal, aunque también sentía que era eso, y todas las palabras que tenía para describir cómo se sentía apestaban a lo personal. Pronto renunció a seguir intentando contárselo. Lo dejó, como callándose en mitad de una frase, y él no lo percibió. Y éste no percibirlo, comprendió ella, era un alivio para él. Cuánto de lo que no percibimos es una especie de alivio.
A veces, cuando era sencillamente imposible improvisar una pieza rota, los ingenieros se jugaban a las cartas o echaban a suertes quién se embarcaba en la aventura de peinar el mercado de Wadi Halfa en busca de tornillos y pernos, pistones y alambres. A Avery le dieron unas vacaciones laborales de cuatro días y voló con Jean desde Abu Simbel a Wadi Halfa. Habían ido varias veces al mercado, y a Jean siempre le parecía que se había desatado un gran vendaval en ese pueblo polvoriento, depositando el detritus de todo un mundo, de todo un siglo enredado en su potencia. Baterías y enchufes eléctricos, gorras de tweed, latas de polvos dentales, hatillos de hierbas y paquetes de papel de especias, zapatos de noche de mujer con hebillas plateadas, huevos, tabaco de pipa, patines de hielo, aromáticos montones de higos y dátiles y albaricoques, chaquetas de esmoquin, grandes montañas de textiles, de Turquía, Asia, la Unión Soviética, medias de nylon de Italia, lana inglesa, calicó y guinga, y los alargados rollos de oscura tela de algodón, oscura como la fría sombra de una colina del desierto, que las mujeres nubias utilizaban para confeccionar sus gargaras. Vendedores de café con radios a todo volumen, todo el mundo gritando para ser oído, perros ladrando a los vendedores de carne, vendedores de carne chillando a los perros, el tintineo de los vasos de los vendedores de refrescos, molinillos de café y grano, vendedores de té haciendo sonar sus tazas. Taxistas discutiendo sobre el precio de una carrera, burros rebuznando, los ruidosos tubos de escape de los pequeños automóviles franceses, los gritos de un partido de fútbol entre niños y, de repente, junto al oído, el árabe suave de una chica leyéndole a su abuelo, sentados uno junto a otro tras una mesa llena de calcetines y botones, objetos sin utilidad alguna para los habitantes del desierto. Jean pensó en que el sustento de aquel viejo dependía de que a los occidentales se les soltaran los hilos, y del modo en que la ropa europea había llegado a depender completa, tontamente, del botón.
El mercado de Wadi Halfa era un lugar en el que cualquier capricho del ser humano encontraba su estante. Era un catálogo de deseos, un mercado de lo roto y lo perdido, embrujado por las esperanzas del comprador tanto como las del vendedor.
Cestas de productos de ferretería brillantes u oxidados, muelles, tornillos, clavos, goznes; piezas de barcos y de automóviles, ventiladores eléctricos. Piezas «sueltas» liberadas de máquinas donde no habían estado «sueltas», o de máquinas abandonadas en el desierto por inútiles. Y era aquí donde Avery a menudo hallaba el perno del tamaño que necesitaba, incluso cuando eso significaba comprar todos los ventiladores eléctricos que pudiera encontrar, y desarmarlos para sacar de cada uno la pieza singular. Y era aquí donde volvían a encontrarse el resto de las piezas ahora inútiles del ventilador, de vuelta en el mercado de Wadi Halfa, con hojas a las que les quedaba poca esperanza de volver a verse unidas algún día, a no ser que alguien veinte años más tarde desarmara el motor de Avery.
Llaves inglesas, pañuelos, lápices de cera, planchas de vapor. Cigarrillos soviéticos y periódicos viejos, con fechas de años atrás, procedentes de toda Europa. Goma laca, perfume, aceite de motor, papel de cartas azul, fino como la seda, ribeteado de mucílago, para el correo aéreo…
Jean observaba fascinada los residuos del tiempo y del comercio. Pero esta sensación pronto se convertía en melancolía, porque ¿de qué otro modo que no sea la tragedia o una negligencia inadmisible encuentran su destino, en el lejano mercado del desierto en Wadi Halfa, objetos como un anillo de compromiso o el muñeco de un niño? El mercado parecía una sola conciencia, un cuerpo de recuerdos, perseguido por la traición asesina y el triste sino, por la soledad inconsolable, vidas enteras arrasadas por un único error; y también pesares más suaves, nostálgicos, elegiacos. Se paraba con la gorra de punto de una niña en la mano, o con una chaqueta utilizada durante muchos años por un hombre que, imaginaba Jean, debió de pasar muchas horas sentado con los codos apoyados en la mesa, bebiendo solo, o con un broche muy recargado, tan pesado que podría rasgar la seda de una blusa, regalado por un prometido o heredado de una tía, encontrado en una cesta repleta de recuerdos semejantes. Se sentía abatida por la pérdida anónima, por la penuria o la muerte que tuvieron que traer a un puesto de Wadi Halfa este peine de marfil o este reloj grabado con las palabras de tu padre que te quiere; y abatida también por los recuerdos que imaginaba pesaban sobre estos objetos, por la tristeza de las cosas. A veces Jean compraba algo sólo por rescatarlo de lo que sentía como la dolorosa apatía de su entorno, en aquel mercado donde los clientes preferían no conocer la historia del objeto.
En el lento final del calor diurno, Avery y Jean se tumbaron en la cama del edificio anexo al hotel Nilo, aunque el anexo era otro ejemplo más de un objeto hurtado para su utilización en otro contexto, secuestrado de una historia para ser incluido en otra, ya que su habitación estaba a bordo del S. S. Sudán, un viejo barco a vapor de la compañía Thomas Cook, amarrado permanentemente para acomodar huéspedes cuando el hotel principal estaba lleno.
Nunca se cansaban de esto, de hacer suya una habitación de hotel, de la cama extraña, del acto de abrir una bolsa y sacar sus pocos objetos para hacerlos participar en una historia nueva.
Se despertaron al día siguiente con los ruidos de los talleres del ferrocarril de Wadi Halfa, el martilleo sobre acero, los trenes cambiando de vía, claqueteando y silbando mientras se preparaban para el largo viaje a Jartum.
Jean sentía el sudor en el cuero cabelludo y bajo los pechos a pesar del ventilador que giraba despacio por encima de sus cabezas.
Avery posó un libro de cubiertas verde musgo boca abajo sobre las caderas de Jean.
—Rosario Castellanos —dijo.
Giró el libro y leyó:
Porque desde el principio me estabas destinado.
Antes de las edades del trigo y de la alondra
y aun antes de los peces…
Cuando todo yacía en el regazo
divino, entremezclado y confundido,
yacíamos tú y yo totales, juntos.
Pero vino el castigo de la arcilla…
Porque desde el principio me estabas destinado,
era mi soledad de un tránsito sombrío
y un ímpetu de fiebre inconsolable…
Un perro ladró entre las palabras de los poemas.
… he venido a saber
que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella,
ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.
Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles
no es su sombra, es el viento…
—Estaba al fondo del equipo de primeros auxilios que vimos en el mercado —dijo Avery—, aquella caja abollada de latón con tapa, perfecta para guardar tuercas de mariposa y pernos, y todavía llena de gotas para los ojos y tubos apretados de ungüento, de viejos paquetes de gasas.
—¿Poesía en una lata de primeros auxilios? Es demasiado perfecto, te lo estás inventando —dijo Jean.
—No —dijo él—. Y también estaba esto —se inclinó sobre el borde de la cama y entregó ajean un delgado cuaderno de tapas de cuero, un diario. El libro estaba ligeramente curvado, como si su dueño lo hubiera llevado en el bolsillo.
—Ah —dijo Jean, temerosa de mirar entre sus páginas.
—Alguien apenas acababa de empezar a escribir en él —dijo Avery—. Sin fecha ni nombre. ¿Me lo lees?
Jean abrió el diario; instantáneamente, se le llenaron los ojos de lágrimas. La escritura era diminuta, en tinta azul; no era capaz de adivinar si era de un hombre o de una mujer.
«Abrimos de cuajo las naranjas, los higos, todas las frutas que ya no soportamos comer solos…
»Nos hemos encontrado en tantas ciudades…, los puertos donde el sueño vacía su carga en la bahía, la noche y el día del amor. No malgastamos nada en estos encuentros, no sobra ni un aliento. Un cargamento lleno en cada dirección, lo que uno le trae al otro, lo que nos llevamos a casa. Ahora pasará mucho tiempo hasta que volvamos a vernos. Siente mis manos por la noche, siente mi voz, llévame contigo, en un músculo y en una palabra. Y yo también te llevaré a ti…
»En un bosque de estrellas y de copas de árboles, aquí está tu rostro. En el jardín, en el naufragio, en las piedras sagradas, en los dátiles y en las rosas. En largas noches de caminar, ¿qué hay que no cante para nosotros? En largas noches de vigilia, ¿qué hay que no cante para nosotros?…
»Caminando con tu boca dentro de mi ropa, y todos los días posibles. La ciudad en la lluvia: violinistas con trajes de etiqueta, el bastón blanco de los ciegos señalando la acera mojada, gabarras de finas láminas de metal moviéndose despacio por el río. Lo que tiene dueño y lo viejo, todo lo perdido o encontrado. Contigo, aquí, perdido y encontrado…».
Jean cerró el libro. Después de un momento dijo:
—Creo que serías capaz de pellizcar el aire y sacar el libro necesario.
Yacieron uno junto al otro, escuchando el golpeteo de los trabajadores del metal.
—Después de la guerra, mi madre y yo regresamos a Londres —dijo Avery—. Teníamos un piso diminuto y la mesa de nuestra cocina, la enorme mesa de trabajo de madera en la que siempre comíamos, estaba en un hueco, rodeada de cuatro paredes de libros. Sin levantarnos de las sillas podíamos sencillamente alargar un brazo y, sí, ¡sacar! el libro adecuado de una balda. Fue idea de mi padre, para que siempre hubiera animadas conversaciones en la mesa, y para que yo, o cualquier invitado, pudiera encontrar una referencia en un pispás. A mi padre le encantaba darme indicaciones desde su extremo de la mesa como un navegante loco en una barquichuela: «Un poco más a la derecha, a las nueve, por favor, cuarenta y cinco grados a la izquierda…». Con el paso de los años, algunos libros más gruesos o de gran tamaño se convirtieron en mojones en torno a los cuales nos conducíamos: «La tapa gris cuatro centímetros a la derecha de La nueva enciclopedia ilustrada para niños (“nueva” hacía unos cuarenta años), debajo de Mil y una cosas maravillosas; unos quince centímetros encima de Motores y energía…». Y cuando el libro era rescatado con éxito de la estantería, mi padre lanzaba un suspiro, como si le hubieran rascado justo en el inalcanzable lugar donde tenía un picor.
»Mi padre ilustraba sus explicaciones utilizando objetos que hubiera sobre la mesa, y acababa tan absorbido que al final cualquier extraño, arriesgándose a ser maleducado, se alejaba, dejándole en plena contemplación solitaria y silenciosa de una miniatura de la central eléctrica de Battersea con sus cuatro chimeneas de vasos de zumo, o una esclusa cuyo origen estaba en una rebanada de pan…
»Cualquier objeto, solía decir mi padre, es también un concepto. Si colocas una cosa al lado de otras dos cosas, o tres o diez, que nunca han estado juntas, se producirá una pregunta nueva. Y nada prueba la existencia del futuro tanto como una pregunta…
»Mis padres, como sabes, se vieron por primera vez en un tren en Escocia. Habían recorrido a pie la misma carretera hasta la misma estación rural, era una carretera de polvo espeso, y las botas y las perneras de los pantalones de mi padre estaban cubiertas de un fino polvillo. Pateó el suelo con frustración, porque el polvo seguía allí pegado. Levantó la mirada para ver a una joven que le observaba divertida. Pensó que ella llevaba la falda salpicada de barro, pero al mirarla más de cerca vio que el material estaba bordado con diminutas abejas. Calzaba zapatos inmaculados y relucientes. ¿Había llegado flotando a la estación? “No seas bobo”, contestó ella. Le contó que se cepillaba los zapatos con un betún casero especial que “repelía” el polvo. Tenía algo que ver con la electricidad estática. ¿No había oído hablar de la electricidad estática? Mi padre respondió que, en efecto, de electricidad sabía bastante, después de todo, había empezado como ingeniero eléctrico, pero que tal vez no hubiera dedicado demasiado tiempo a pensar en zapatos. “Eso no me sorprende”, contestó mi madre. “Hace falta que llegue una mujer para relacionar dos cosas tan prácticas”. Y así fue como mi padre aprendió una idea que le guiaría el resto de su vida, y que me legaría a mí: “No hay dos hechos lo bastante separados como para que no puedan unirse”.
»Mi padre poseía una ecuanimidad envidiable. Si se sentaba sobre algo doloroso, si yo me había dejado un juguete en un pliegue del sofá chesterfield, o si se tropezaba con algo que yo debería haber guardado, lo recogía, preparado para quejarse. Pero entonces, al inspeccionar el objeto con más detalle, todas las culpas se olvidaban; se quedaba ahí de pie preguntándose cómo estaba hecho, quién lo había fabricado y dónde; empezaba a plantearse el tipo de maquinaria que sería necesaria para producir en masa semejante producto, posibles mejoras en el diseño… Trabajaba con maquinaria todo el día y luego en casa seguía trajinando y reflexionando; penetraba en los mecanismos con un sexto sentido. Sus manos se enfrentaban con habilidad a las tuercas y a los tornillos, a los circuitos, a las soldaduras, los muelles, los imanes, el mercurio, el petróleo. Arreglaba walkie-talkies, muñecos, bicicletas, radios de onda corta, motores de vapor; era como si fuera capaz de desentrañar de un vistazo el corazón de cualquier máquina. Los niños del vecindario dejaban objetos rotos a la entrada de nuestra casa, junto con una nota colocada al lado o deslizada por debajo de la puerta: no suena, rueda atascada, ya no llora. Cuando el objeto estaba arreglado, volvía a colocarlo en la entrada para ser recogido por un dueño satisfecho.
»Mi madre tenía otras habilidades. A veces mi padre tenía ataques de desesperación privada, o decepciones profesionales, o sentía indignación ante un encargo mal hecho. Yo estaba sensibilizado al trabajo de restauración que hacía mi madre: ese plato de galletas; esa barra de chocolate sobre la mesa de trabajo de mi padre; una nota cerrada, con el sobre bellamente decorado con un detalle arquitectónico o una válvula o un pestillo, y luego toda la casa parecía reajustarse como las manecillas de un reloj. El caos regresaba a su lugar correcto, es decir, volvía a quedar en mis manos, y en las de mis primos cuando venían a visitarme, cuatro niños a quienes les gustaba construir cosas para luego hacerlas explotar, o explotar cosas para luego reconstruirlas. Cuando mejor trabajábamos juntos era cuando poníamos en marcha proyectos de moralidad dudosa, como el golpe a la tienda de chucherías, que incluía, entre otras arduas tareas, cavar un túnel desde el final de nuestro jardín hasta la calle. Habíamos avanzado casi cinco metros cuando empezó el invierno. El túnel se hundió en algún momento de las lluvias de primavera y se quedó ahí como una cicatriz de barro.
Avery alargó el brazo para tomar la mano de Jean, la mano que una vez hizo las veces de mapa del Sáhara. A través de la ventana abierta podían oír a los recién llegados a la estación de Wadi Halfa llamando a gritos a los maleteros, y por un momento Jean pensó en el reloj gigantesco que dominaba la pequeña sala de espera.
—Me encantaba cuando mi padre utilizaba las manos de mi madre porque se quedaba sin dígitos útiles propios, durante las demostraciones complejas, doblando sus dedos para formar coordinadas de presión —dijo Avery—. Años más tarde, recordé esa costumbre y empecé a preguntarme si mi padre habría usado otras partes de mi madre en demostraciones privadas que yo nunca vi. Me gustaba la idea de ser tal vez el resultado de una intrincada ecuación.
Fue en el mercado de Wadi Halfa donde Jean concibió la idea de su compendio de plantas con propiedades curativas. Sería un regalo para Avery, y quizá pudiera convencer a Marina de que lo ilustrara: una lista de botánica imaginaria para tratar dolencias muy reales pero escurridizas. Estaba mirando un volumen de Lineo —alguien había escrito en español en los márgenes— cuando se le ocurrió la idea. Bálsamos, tinturas, ungüentos, tés, salvias, compresas, inhalaciones para quienes están lejos de casa o encerrados en casa, para quienes tienen que guardar cama en días de verano, en otoño, en días lluviosos. Para quienes sufren dolorosas nostalgias de clima acompañadas de severo abatimiento, arrepentimiento o vergüenza. Para quienes llevan dos meses sin sentir una mano humana, o un año, o muchos años, todo sería una cuestión de dosis. Para quienes lo han perdido todo porque fueron malinterpretados. Para quienes ya no pueden sentir el viento, ni siquiera sobre la piel desnuda. Un ungüento a base de astringenta torreya, para quienes sufren de avaricia. Bálsamos de musgo para quienes se han vuelto daltónicos, para quienes lloran con demasiada facilidad, para quienes han perdido percepción, para quienes han perdido la facultad de la empatía, o del perdón, o la capacidad para perdonarse a sí mismos. Haz una infusión con la corteza o, en casos urgentes, aplícala directamente, sin hervir ni nada. Puede usarse en niños y otros animales. No resulta eficaz en hombres de pelo largo; resultados instantáneos; reaplicar cada hora; para aquellos debilitados por albergar un exceso de esperanza, para aquellos debilitados por un exceso de desesperación, para quienes se hallan tierra adentro y anhelan el mar, para quienes tienen miedo del mar, para quienes tienen miedo de la ópera. Para quienes tienen miedo de la música cantada por mujeres de voz grave que lo han perdido todo. Para quienes comen demasiado chocolate, para quienes no comen suficiente chocolate. Para quienes han olvidado cómo rezar, aplicar en manos y rodillas la leche de la vaina de la humilitas immensita, un tubérculo de fuerte olor para tratar heridas en los ojos, el corazón, las manos, las orejas, los genitales, los labios, el espíritu. Para quienes estén experimentando el vértigo de la pérdida, muy potente, un único uso solamente, no manejen maquinaria pesada o tomen decisiones importantes mientras se encuentren bajo su influencia. Hojas de illuminatus para quienes están perdidos o equivocados, escojan sólo las hojas pequeñas cerca del tallo, las que emiten un débil resplandor, mantienen la eficacia incluso en atolladeros morales. Con capullos vistosos… Plantas de olor fuerte… Utilizar sólo la corteza interna… Desechar las semillas y la materia pulposa… Un buen sustitutivo culinario para quienes no pueden comer ajo… Utilizar sólo el tallo de la planta, hervir en agua salada, hervir en agua azucarada. Si hierve, hay que empezar de nuevo. Para reducir la hinchazón. Aplicar directamente sobre la zona afectada. Aceite reparador para pies que llevan mucho tiempo en zapatos de otra talla, para quienes llevan mucho tiempo esperando en largas colas por bienes de primera necesidad. Para atenuar el aspecto de las cicatrices. Vainas lechosas, tallos lechosos, hojas y tallos que sueltan una savia transparente, ortigas «pelo de perro»[3], pinchos, zarzas, cardos. Ungüentos para quienes no pueden dejar de estar enfadados, excepto para quienes han perdido la sensación en las manos u otras formas de rigidez corporal. Compresas para quienes no pueden dejar de llorar, y también para animar a las lágrimas a aquellos cuyos ojos no pueden llorar. Té para quienes no recuerdan sus sueños, o para quienes no pueden olvidarlos. Consolatum empathatum, salvia para ojos que han visto demasiado, o demasiado poco. Astringente de espinas para quienes fingen enfermedades graves para obtener consuelo de los demás y que castigan a quienes retienen esta piedad de la que tanto se abusa. Aplicar directamente en la lengua. Aplicar directamente en los párpados. Evitar los ojos. Repetir hasta que el ansia de fingir esté purgada. Reaplicar de noche. Efectos duales, con frecuencia directamente opuestos, dependiendo de la severidad de la aflicción…
Antes del amanecer en la tercera mañana de su estancia en Wadi Halfa, se reunieron, como habían acordado, con su amigo Daub Arbab en el vestíbulo del hotel Nilo. Había llegado en avión desde Jartum, donde había recogido un pedido de motosierras de mano marca Novello y sierras de dientes de 25 mm marca Sandviken, utilizadas para los cortes más delicados. El cargamento ya se había perdido una vez y Daub era el encargado de vigilar su entrega segura. Esto armonizaba con sus propios planes de aprovechar la oportunidad para visitar Wadi Halfa tantas veces como le fuera posible antes de la inundación. En esta ocasión había alquilado un camión para llevar a Avery y ajean hacia el norte, al proyecto de canalización de Debeira. Avery quería ver con sus propios ojos el canal donde los nubios habían usado barcazas para poner a flote sus bombas de riego.
—No está lejos —dijo Daub—, y a la vuelta pararemos para despedirnos con tristeza del lugar más hermoso de la tierra.
Condujeron bajo las frías estrellas de la madrugada, hacia el norte de Wadi Halfa, hasta las aldeas ahora vacías de Debeira y Ashkeit.
—En Nubia —dijo Daub— es la familia entera, incluyendo a las mujeres y a los niños, quien ha de resolver cualquier disputa que surja. Los crímenes violentos son extremadamente raros, pero en tales casos se hace una excepción y sólo los hombres se reúnen para decidir lo que hay que hacer. El culpable es rechazado tan completamente que se ve forzado, por su propia supervivencia, a abandonar la comunidad. Nunca se llevan los casos a la policía. De esta manera, Nubia siempre se ha protegido a sí misma, siempre ha mantenido su independencia.
»La economía depende de la división de la propiedad. Se trata de una organización muy satisfactoria del territorio, el capital y el trabajo. Pero a menudo la distribución de la cosecha es un tema complicado, porque sólo las mujeres más ancianas de la aldea recuerdan los enredados términos de la transacción original. Estos arreglos mantienen viva la historia de cada familia. Garantizan que incluso los exiliados por razones laborales mantengan su lugar en la aldea.
»He aquí una típica historia de Nubia —prosiguió Daub—. Dos hombres que compartían un eskalay discutían sobre el reparto del agua. Para regar equitativamente los terrenos de cada uno, el agua tenía que ser canalizada de una zanja a la otra. Discutían sobre quién se beneficiaba de la mayor cantidad cuando un tío de ellos los oyó. Mandó que trajeran una gran piedra y la colocaran en medio del canal, separando el flujo del agua en dos arroyos, y poniendo fin así a la discusión. En 1956, cuando se desataron las hostilidades entre Egipto e Inglaterra por el Canal de Suez, los nubios siguieron con atención los acontecimientos; iban y volvían apresuradamente del campo a la aldea para reunirse en torno a un único transistor de onda corta. Un anciano observó este ir y venir a toda prisa en el que ocupaban toda la mañana y por fin preguntó a uno de los jóvenes de qué iba todo aquello. “Abuelo, los ingleses están peleando con Egipto por el Canal de Suez”. El viejo sacudió la cabeza. “¿No tienen a nadie que ponga una piedra en medio?”.
»Os contaré otra historia —dijo Daub—. El ejército británico contrató a mi padre para que se preparara y actuara de traductor. Era muy joven y muy listo. Un oficial británico vio lo rápido que era y le ayudó a viajar a Inglaterra y a encontrar un trabajo. Mi padre finalmente se casó con una inglesa. Así que yo nací y fui criado en Manchester. Trabajé muy duro, estudiando ingeniería. Luego decidí venir a Egipto. Esto molestó a mi padre, aunque en secreto estuviera contento. Decía: “Aquí en Inglaterra tienes de todo, y allí…”, y se quedaba callado. Allí, sabía yo que él pensaba, con envidia, estaban el río y las colinas y el desierto. Y en secreto también estaba contento porque hay una parte de todo padre que desea que su infancia sea comprendida por su hijo.
Desde la distancia Avery y Jean vieron que, como otras aldeas nubias, Ashkeit había sido construida al pie de colinas rocosas y junto a un espeso bosque de palmeras datileras que bajaba hasta el río.
Y desde la distancia vieron que, como otras casas nubias, las casas de Ashkeit eran cubos luminosos, tanto la luz del sol como la luz de la luna habían empapado las paredes encaladas con arena y yeso de barro, lisas y mágicas como hielo que nunca se derritiese. Justo debajo del tejado había ventanucos de ventilación recortados en los muros, lo bastante grandes como para que entrara la brisa peí o pequeños y en alto para evitar la arena y el calor. Todas las casas tenían el portón de madera de una fortaleza, y un cerrojo de un metro de largo que alojaría, antes de la evacuación, una gigantesca llave de madera. Detrás de la impresionante entrada, como sabían Jean y Avery, estaría el gran patio central tradicional, del que partían las habitaciones.
Daub se detuvo a una pequeña distancia de la aldea. Se giró hacia ellos.
—Los dos tenéis algo en la cara —dijo—. Lo vi la primera vez que nos conocimos, y me hizo desear traeros a este lugar.
Describe un paisaje que ames, le había pedido Jean a Avery la primera vez que estuvieron acostados juntos en su cama de la avenida Clarendon; y él había hablado en susurros de los bosques de piedra de su infancia; del jardín de su abuela; del terreno al final de la calle de sus primos en el campo, donde había pasado la guerra, había un determinado lugar, un pliegue en las colinas que no podía dejar de mirar, un sentimiento que nunca había sabido nombrar, ligado a ese enclave.
Jean conocía la forma de mirar de Avery, cómo llegaba a un lugar y le hacía un sitio en su corazón. Dejaba que le transformase. Jean lo había percibido la primera vez que se conocieron, y muchas veces desde entonces. En el lecho del río St. Lawrence y en los condados anegados; en el Reino Unido, de pie bajo la lluvia en el fin del mundo en Uist, intentando identificar el momento en el que la última molécula de luz desaparecía del cielo; en los Peninos; en Jura; y cuando caminaban por el negro absoluto del humedal recién arado de Marina. Y cuando Avery la contemplaba en la oscuridad, haciéndole sitio dentro de sí mismo.
Ahora, en Ashkeit, Jean sintió el golpe, el desastre que la belleza puede suponer para un alma, la respuesta que uno no puede agarrar con las manos. El hambre de un hogar era aquí mucho peor, insoportable. Porque ahora lo encontraban para perderlo. La aldea, la forma en que las casas crecían en el desierto: era como si la necesidad del corazón de Avery las hubiera inventado. Y, también, el parentesco con quienes las habían construido.
Las casas eran como jardines que hubieran surgido en la arena tras unas lluvias. Como recortadas por las tijeras de Matisse, había formas de puro color —intensos y separados— pintadas sobre el blanco reluciente de los muros. Diseños en canela, óxido, verde ftalocianina, rosa, azul amberes, pardo, crema, coral, negro de carbón, siena, y un amarillo ocre antiquísimo, quizá el pigmento más antiguo usado por el hombre. Cada color era un grito de alegría. Había motivos decorativos insertados en las paredes enjalbegadas, diseños en calizas, tan brillantes como pudiera aguantar un ojo, dibujos geométricos, plantas, pájaros y animales, con mosaicos fijados en el yeso como joyas; y conchas de caracol, y cantos pulidos. Por encima de las puertas había platos de cerámica elaboradamente pintados, hasta treinta o cuarenta por cada casa. Eran como las piedras de un collar —porosas, frescas, respirando— contra la piel blanca del yeso. El amor humano por un lugar estaba aquí expresado con tanta libertad, tan rebosante de sentido; casas tan perfectamente adaptadas a su contexto tanto en sus materiales como en su diseño, que nunca podrían ser trasladadas. Era la integridad del arte, de la vida doméstica, del paisaje, una belleza ante la cual uno no sentía la necesidad de postrarse, sino de saltar. Cuando Jean vio las casas de Ashkeit comprendió, como no había comprendido antes, lo que Avery quería decir cuando hablaba de conocer al constructor y a su construcción íntimamente con un solo vistazo. Y Jean supo que él estaría pensando lo que estaba pensando ella; que lo que deberían estar salvando era Ashkeit; aunque en caso de ser trasladado nunca podría existir en ningún otro lugar, se desmoronaría, como un sueño.
Avery se acercó a Daub, que estaba solo de pie junto al río.
—Me va a tomar toda la vida —le dijo— aprender lo que he visto hoy.
Pero Jean tomó a Avery del brazo y se lo llevó suavemente, porque su amigo Daub estaba sollozando.
Jean y Avery esperaron a Daub en un borde de la aldea. Se sentaron juntos sobre la arena en el atardecer de Ashkeit. El aire se hizo más denso. Por un instante esta luz quedó suspendida, como el rostro de alguien que escucha en el instante mismo de la comprensión. Y luego la nueva piel de la luz de las estrellas, como el hielo sobre el agua, se extendió por el cielo. La arena se volvió fría implacablemente, un frío de miles de kilómetros de desierto a la redonda, un frío interminable. Avery se acordó de su maestro en Inglaterra, que había cortado una manzana y enseñado un cuarto de ella a la clase: ésta es la cantidad de la tierra que no es agua; y luego cortó el cuarto por la mitad, ésta es la cantidad de tierra cultivable; y la volvió a cortar, ésta es la cantidad de tierra cultivable habitada por el hombre; y, finalmente, la cantidad de tierra que alimenta a todas las personas del planeta, apenas un pedacito de piel.
Como descubrir el conocimiento latente en uno mismo al leer palabras sobre un papel, como una forma que emerge de la arcilla de un escultor, así surgieron sus sentimientos de asombro e inevitabilidad cuando fueron viendo más de cerca la aldea de Ashkeit. Fue la misma sensación que tuvo Avery al ver a Jean por primera vez, caminando sola por el lecho del río. Inexplicablemente, en ese momento, supo que el lugar albergaba significado, para él y para ella, como si fuera su propio corazón el que lo había hecho suceder. Como si él hubiera provocado el acontecimiento, allí y entonces. Es más, como si el lugar la hubiera hecho surgir a ella.
Era también la conciencia de que quedarían alterados para siempre; sus cuerpos ya alterados, en sintonía el uno con el otro.
Casi era capaz de imaginar que las casas de Ashkeit surgieron de la arena en el preciso instante de su visión, nacidas de la intensidad de su deseo.
Jean observó las formas blancas de las casas disolverse en el crepúsculo; pensó en la hoja del anacardo, que parece seis hojas separadas pero que desde el punto de vista botánico es una sola hoja. Así era también Ashkeit. Jean tomó la mano de Avery. Él tenía los ojos cerrados, pero como sentía la mano de ella en la suya también veía su mano con la mente. Así eran también las casas de Nubia; ningún paisaje por sí mismo puede despertar tanto sentimiento. Era lo que él sentía, mirando de niño aquel pliegue en la colina en Buckinghamshire a la caída del sol, tan familiar como un rostro. Este planeta, esta Jean Shaw.
En ese momento imaginó que sabía, que su cuerpo sabía, lo que significaban Ashkeit y Debeira y Faras, todas las aldeas.
Sentado con su padre en las colinas de Buckinghamshire, aunque no hubiera dicho nada de su sentimiento por ese lugar, sabía que su padre lo había sentido también. Cómo podía Avery explicarlo; era como si lo que había experimentado allí no pudiera haber nacido en ningún otro lugar.
Cuando llegara el agua, las casas se disolverían como bromuro. Pero ni siquiera desaparecerían en el río, que tenía un recuerdo de ellas. Porque incluso el río habría desaparecido.
Daub se había acercado, y Jean estaba sentada entre los dos hombres, entre la tierra y las estrellas. Pensó en los niños que habían nacido en esta aldea y en que nunca podrían regresar, nunca podrían satisfacer o explicar el sentimiento sin nombre que los embargaría, en mitad de su vida adulta, tal vez al despertar de una siesta a media tarde, o caminando por una carretera, o entrando en la casa de un extraño.
—Un ser humano puede ser destruido pedazo a pedazo —dijo Daub, contemplando la aldea abandonada que relucía sobre la arena—. O de una vez. ¿Conocéis el principio de la Metamorfosis? Ahora estoy preparado para contaros cómo los cuerpos se convierten en otros cuerpos.
Emprendieron el viaje de vuelta por el desierto en penumbra hacia Wadi Halfa.
Avery habló de la desesperación del espacio que había generado el mundo construido; espacio sobrante demasiado estrecho para nada que no sea basura, pasadizos oscuros que van de los aparcamientos hasta la calle; el espacio muerto, interminable, de los garajes subterráneos; los pasillos entre rascacielos; el espacio que rodea los vertederos industriales y los canales de ventilación…, el espacio que hemos aprisionado entre lo que hemos construido, como semillas de futilidad, pequeños bolsillos de la tierra donde no puede haber nadie vivo, una pausa, un vacío…
Avery imaginaba un tiempo, no muy distante, en el que los cálculos de los ingenieros fueran manipulados con tanta astucia que los materiales, la tensión, la presión y la resistencia tendrían un vocabulario nuevo; un tiempo en el que edificios de formas tan sorprendentes surgirían del suelo como repentinas erupciones de volcanes; un tiempo en que la originalidad rimbombante fuera confundida con la belleza, del mismo modo que la austeridad había sido confundida en tiempos con la autoridad.
—No es la originalidad ni la autoridad lo que deseo en un edificio —dijo Avery—. Es la restauración. Si te encuentras en algún lugar… —hizo una pausa—. Supongo que lo que quiero decir exactamente es eso: encontrarme, en un lugar.
—Deseamos que nuestros edificios envejezcan con nosotros —dijo Daub.
Al norte de Sarra la carretera ascendía hasta lo alto de las colinas, y Daub paró el camión. Era casi de noche. Desde aquí, desde la altura, contemplaron las huertas del Nilo y más allá, el gran Sáhara. Jean de pronto comprendió que los colores de las piedras calizas de Ashkeit eran tan sorprendentes como el verde de la llanura aluvial.
—Pronto —dijo Daub—, todo lo que estamos viendo aquí estará bajo el agua. Hay una paz ilusoria. Pero hay problemas, y como muchos de los problemas del desierto, están provocados tanto por los vivos como por los muertos. Mi padre tenía la costumbre, que veo que yo he heredado, de recortar artículos de los periódicos. Solía formarse una idea del mundo, una teoría, y luego encontraba todo tipo de «pruebas» en los periódicos, coincidencias, claro, pero le divertían. Y se convirtió en una pequeña obsesión. Una vez, me enseñó una fotografía de una niña de facciones oscuras, con el pelo envuelto en una bufanda o un fular, sujetando un fardo de tela. «¿Qué es lo que ves?», me preguntó mi padre. «¿Una deportada de la guerra de Europa?». «Una refugiada palestina, 1948». Me enseñó otro recorte, muy parecido al primero. «¿Y esto?». «¿Otro niño palestino?». «No. Un niño judío que ha llegado a Israel de un campo de refugiados de Alemania. ¿Y esto?». Me enseñó una foto de una fila de personas, cargando con maletas y hatillos, portando evidentemente todas sus posesiones. «¿Inmigrantes a Israel?». «No, judíos árabes forzados a abandonar Egipto, también en 1948. Y esta foto, un niño polaco, cristiano, en un campamento en Tashkent; y esto, un niño yugoslavo en un campo de refugiados en Kenia; y otro en Chipre; y en el campamento del desierto en El Shatt en 1944; y aquí, un niño griego en el campamento cerca de Gaza, en Nuseirat, también en 1944. Bastantes veces he encontrado caras que son casi idénticas. Estas dos: una es de un campo de refugiados en Líbano; la otra, de un campo de refugiados en Backnang, cerca de Stuttgart. Cuando sólo ves sus caras, nada más, ¿no parecen gemelos? Ese parecido es lo que me llevó a empezar esta colección, fotos que uno ve todos los días, de periódicos o de revistas, refugiados de todas las partes».
»¿Sabíais —dijo Daub— que los primeros proyectos de la Gran Presa fueron diseñados por Alemania occidental para apaciguar a Egipto, por haber compensado a Israel después de la guerra? Por todas partes hay tantas complicidades que se podría arreglar si hubiera una sola alma que poseyera toda la información.
»Aquí estoy yo, un ciudadano británico cuyo padre nació en El Cairo, y cuyo abuelo murió en Londres durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, sentado en el desierto de Sudán, con una canadiense y su marido británico, hablando de refugiados en Kenia, Gaza, Nueva Zelanda, India, Khataba, Indonesia…
Daub apoyó la cabeza sobre los brazos que sujetaban el volante. La brisa le levantó el pelo de la nuca y Jean sintió una punzada al verlo; un lugar de vulnerabilidad. Uno podría vivir toda una vida, pensó, y tal vez no ser tocado ahí nunca.
—Estuve en Faras durante la primera evacuación. Entonces trabajaba en Halfa —siguió Daub—, y fui para ser testigo de aquello. Vi a una madre y a una hija despidiéndose. Habían vivido en dos aldeas que estaban una junto a la otra, a un corto paseo de distancia. La hija se había mudado a vivir con la familia de su marido cuando se casaron, pero la madre y la hija se veían muy a menudo, se tardaba sólo un rato en ir a pie de una aldea a la otra. Sin embargo, se daba la circunstancia de que las aldeas se hallaban una en cada lado de la frontera entre Sudán y Egipto, esa frontera invisible que hay en mitad del desierto, así que ahora la madre iba a ser trasladada a Khashm el Girba y la hija a mil quinientos kilómetros de distancia, a Kom Ombo. Cualquiera que contemplara la escena sabía que nunca volverían a verse. Después de que la hija, que estaba en el tramo final de su embarazo, se subiera al tren, la madre bajó la mirada para encontrar, a sus pies, la bolsa que había querido darle, llena de cosas familiares, y que se había quedado atrás.
Daub los miró y luego contempló las colinas en torno a Sarra. Ahora era de noche, y la arena se veía pálida bajo las estrellas.
—Cuando vi aquello pensé en la colección de fotografías de mi padre. Sigue sucediendo, una y otra vez, como comprendió mi padre, como el detritus de la Segunda Guerra Mundial que acabó a trozos, dejando atrás horror y penuria en lugares aislados, esos repugnantes campamentos repartidos por todo el mundo, como charcos de agua estancada después de una inundación…
La noche siguiente volaron de regreso a Abu Simbel. Desde la altura, el campamento se hizo visible, reluciendo con luz artificial, como una conflagración en el páramo salvaje; y un foco de luz llenó de repente el diminuto avión. Jean sintió nostalgia de la oscuridad del desierto que habían dejado atrás: palpable, viva, una negritud que respiraba.
Las fuerzas dentro del acantilado de Abu Simbel estaban equilibradas por los andamios de acero, y el tejado del templo fue recortado de las paredes para aliviar la tensión. Sin embargo, no se sabía si al liberar el primer bloque —el 12 de agosto de 1965— se resquebrajaría el templo. Avery se había colocado en la cima de la presa provisional. La piedra había sido cortada tan cuidadosamente, la grieta era tan imperceptible, que al principio parecía que el cabrestante por sí solo estaba alcanzando mágicamente el interior de la piedra para sacar del conjunto un bloque perfecto.
Pero Avery no sintió un simple alivio cuando empezaron a sacar las piedras; lo que sintió en realidad, desde el primer corte en el primer bloque —el GA1 A01, Gran Templo, tratamiento A, zona 1, fila A, bloque 1—, fue que una angustia específica echaba raíces en su interior. A medida que se iba expandiendo la tosca cavidad, a medida que se iba haciendo más profunda la ausencia abierta en el acantilado, fue creciendo en Avery la sensación de que estaban alterando una fuerza intangible, deshaciendo algo que jamás podría ser producido o reproducido de nuevo. El Gran Templo había sido esculpido a partir de la misma luz del río, esculpido a partir de una creencia profunda en la eternidad. Todos los trabajadores habían creído en ello. Este sencillo hecho le removía, no podía imaginar ningún edificio en su vida o en el futuro erigido con semejante fe. La piedra había estado viva para los talladores, no desde el punto de vista místico, sino desde el punto de vista material; su relación con la piedra había afectado a las moléculas de la piedra. No era místico, sino misterioso.
El calor y el peso de Jean estaban en sus sueños. Y, al principio, los recuerdos florecieron dentro de él, imágenes de la infancia tan potentes que era capaz de describirle a ella con detalle los objetos de una estantería. Pero a medida que la pila de bloques del templo crecía a su alrededor ni siquiera Jean era capaz de disipar lo que en Avery se convirtió rápidamente en más que una ansiedad: en una desposesión.
Había pensado que la operación de rescate funcionaría como antídoto, como una expiación por la desesperación que suponía la construcción de la presa. Había imaginado un rito de paso, una peregrinación, una discusión que su padre pudiera respetar. Pero lo que sentía era que la reconstrucción era una desacralización más, tan falsa como la redención sin arrepentimiento.
—Hay semillas —dijo Jean intentando persuadir a Avery para que se durmiera— cubiertas de cera, que pueden sobrevivir en el agua sin germinar; como el loto, del que se sabe que ha podido sobrevivir en el fondo de un lago durante más de doce mil años y luego volver a brotar; semillas que pueden sobrevivir incluso en agua salada, como el coco que flota por el océano completamente protegido, como un globo de piedra, y arriba a una orilla donde echar raíces. Hay una planta, una especie de acacia, que pervive aunque se hayan comido todas sus semillas y no quede más que la cáscara; después de que las hormigas la dejen hueca entra el viento a toda prisa y la hace silbar…
El desierto era una inmensidad, y el río otra. En la colina, más allá del bullicio del campamento, Jean y Avery levantaban la mirada hacia la tercera inmensidad, las estrellas.
La importancia de los lugares: el gastado sendero del jardín en la calle Hampton, el lecho seco del río, una habitación de hotel. La pendiente detrás de la casa de Avery en Buckinghamshire, una vista que su mente conocía todavía de forma visceral.
Jean condujo a Avery un corto trecho cuesta arriba por la pendiente. Se detuvieron junto a unas piedras desperdigadas. De pie junto a él, contemplando el río que fluía bajo la luz blanca de los generadores, le dijo:
—En este mismo lugar supiste por primera vez que tendremos un hijo.
Y sonrió ante la cara de asombro de Avery.
A las siete semanas, se están formando en el cerebro cien mil nuevas células nerviosas por minuto; en el momento del nacimiento, hay cien mil millones de células. La mitad de los cromosomas de Jean habían sido desechados para formar su «cuerpo polar». A las ocho semanas, todos los órganos de su bebé ya existían, y cada célula poseía sus miles de genes.
Conforme pasaban los meses, el bebé siguió hinchando y tensando la superficie entera del cuerpo de Jean; y Jean sintió que no sólo su cuerpo, sino toda la forma de su mente iba cambiando. Se imaginó ocupando su lugar junto a las mujeres nubias, su tripa una luna blanca junto a la hermosa negritud hinchada de las otras madres. Le sobrevino de pronto la fatiga; una vez no logró llegar hasta la tienda del campamento sino que se sentó a descansar a la sombra del generador, con tanta sed que podría haberse bebido el cielo. Se quedó dormida sentada, apoyada contra la máquina, con las piernas pesadas sobre la arena. No estuvo dormida mucho tiempo —tal vez un cuarto de hora— y se despertó avergonzada. Había sido indecorosa, y le alivió que no hubiera nadie cerca.
Al ir a levantarse, Jean encontró a su lado una jarra de agua. Sólo entonces se dio cuenta de la larga huella de una gargara a su alrededor en la arena.
Al día siguiente, un obrero nubio al que no reconoció vino a la casa flotante; con él venía una mujer.
—Mi marido no está aquí —dijo Jean.
El hombre también sentía vergüenza. Señaló con la cabeza a la mujer que tenía al lado.
—Vengo por mi mujer. Quiere que le diga que la ha visto y que no es usted como las otras esposas. Siempre está usted sola. Quiere que le diga que ella es quien le trajo el agua ayer cuando estaba dormida. Ve que usted pronto tendrá un hijo. Quiere que le diga que cuando el niño nazca ella puede ayudarla.
La mujer que estaba a su lado sonreía abiertamente. Era joven, al menos diez años menor que Jean. La visión de su espíritu juvenil llenó de lágrimas los ojos de Jean. Pasaron algunos minutos antes de que pudieran solucionar la consternación del hombre ante la emoción de Jean, pero pronto todo se arregló y la joven y Jean hablaron a través de la traducción del marido.
—Una semana después de que el niño nazca se le lleva al río. Hay que traer fatta y comerlo junto al Nilo, pero no todo, hay que compartirlo con el río. Tenemos que encender el mubkhary sostener al niño siete veces por encima. Luego hay que lavar la ropa del niño en el río y traer a la casa un cubo lleno de agua del río para que la madre pueda lavarse la cara. Entonces hay que sostener al niño por encima de la rubaa de dátiles y trigo y todo el mundo dice el «Mashangette, mashangetta» y pasamos al niño por encima de la comida buena siete veces. Y después, esto es muy importante, la madre tiene que llenarse la boca con agua del río y pasarla de su boca al niño. Sólo cuando el agua del río fluya de la boca de la madre al cuerpo del niño estará el niño seguro.
—¿Harás todo esto por mí? —preguntó Jean aguantándose las lágrimas.
La mujer adoptó una expresión muy satisfecha y de repente se puso triste. Habló con su marido.
—Sí, sí —le aseguró el hombre—. Ella hará de madre de usted y hará que el niño esté seguro.
Jean ahora a menudo se despertaba inquieta, sintiendo que su cuerpo le era ajeno, en mitad de la noche. Avery la entretenía con historias de su infancia sobre sus primos y su tía Bett. Se ponía de rodillas sobre las mantas, desnudo, y las escenificaba.
—Una mañana que no teníamos nada que hacer más que esperar la hora del almuerzo, nos sentamos sobre la hierba alta y hablamos del hermano de la tía Bett, el tío Victor. Por alguna razón nos producía una fascinación morbosa, y solía ser Owen quien la activaba.
Avery imitaba el ángulo altivo en que Owen colocaba la cabeza.
—Dicen que murió cuando un libro se cayó de su balda en la librería y le dejó inconsciente. «¿Qué libro era?», le pregunté. Owen suspiró con desdén. «¿A quién le importa?», dijo. «Eso no es lo importante, ¿no?». A Owen —explicaba Avery— le preocupaba que un hombre que había sobrevivido a su servicio como soldado en la Gran Guerra hubiera muerto de una forma tan poco heroica. «Sí que es lo importante», le discutía yo. «¿Tú por qué libro elegirías morir?». Se hizo un silencio momentáneo mientras consideraba esta cuestión. «La Biblia, supongo», dijo Tom. «Oh, no seas tan melodramático», dijo Owen. «Yo elegiría los Sonetos portugueses de. Browning», dijo Nina. «No es lo bastante gordo», dije yo. Entonces oímos a mi madre llamándonos y, como siempre, Owen, al ser el mayor con casi ocho años más, dijo la última palabra. «Yo elegiría la Anatomy de Gray o una enciclopedia médica, por si acaso hubiera alguna remota posibilidad de resucitarme…».
Jean se rió.
—«Ahora podemos jugar a la Isla Desierta», decía entonces Nina como decía siempre después de recoger la mesa. Lo llamábamos así —contó Avery— porque jugábamos a esto mientras esperábamos el postre, si se podía llamar postre a lo que comíamos en aquel tiempo. «Yo voy primero», decía Nina, «porque he estado pensando y tengo una buena. Si sólo pudiera llevarme una cosa a una isla desierta, me llevaría agujas de tejer». —Avery imitó a los chicos elevando los ojos al cielo—. «Sólo a una chica se le ocurriría algo tan ridículo», dijo Owen. «Y menuda manera de malgastar un deseo». «¿Eso de qué te iba a servir?», le pregunté a Nina, sin crueldad. «La lana se acabaría enseguida y entonces te quedarías sin nada». «¿Qué quieres decir?», respondió Nina con indignación. «Tienes un buen jersey calentito o una manta y aún te quedan las agujas de tejer. Que pueden usarse para muchas cosas». «Como lanza para atravesar a un jabalí salvaje», sugirió Tom. Era el segundo más pequeño y siempre defendía a su hermana. «O para cavar agujeros para plantar semillas», dijo Nina. «Y para poder limpiarte la tierra debajo de las uñas después», añadió Tom. «Pero no necesitarías limpiarte las uñas si has usado las agujas de tejer para hacer los agujeros», dije yo. Mi madre y la tía Bett aprobaban estas conversaciones. «A eso le llamo yo tener buen juicio», decían, animándonos. O «quizá deberías volver a pensar eso que has dicho». «O podrías usarla para pinchar un suflé», dijo Owen con sarcasmo. «¡Un suflé!», gritó Nina. «¡Sí, en la isla podría haber huevos de avestruz!». «¡Ja, ja, ja!». Todos los chicos se rieron. «Vale», dijo la tía Bett. «Ya basta. Las agujas de tejer son muy buena idea, Nina…, y tal vez hubiera huevos de avestruz en la isla».
—Tu familia suena como salida de un libro para niños —dijo Jean.
—Es precisamente eso —comentó Avery—. Creo que mi madre y la tía Bett lo hablaron y decidieron que todos seríamos niños como salidos de un libro. Estaban decididas. Nosotros los niños constituíamos su esfuerzo de guerra. ¿Por qué no? Están todos esos otros manuales educativos…, el doctor Spock y demás, así que ¿por qué no Arthur Ransome o T. H. White? Tiene todos los visos de funcionar. Para criar adultos valientes, morales, pensantes, lo único que hay que hacer es darles una misión común.
—Y una tableta de chocolate y una linterna. Ah —dijo Jean—, eso lo explica todo.
—Yo creía que todo el mundo crecía en una familia como la nuestra —dijo Avery—. Fue un shock descubrir que no era así.
—¿Tu tía Bett tuvo una infancia triste? —preguntó Jean.
—Todas las infancias son tristes comparadas con la mía —dijo Avery.
Entonces Avery contó la historia del octavo cumpleaños de Nina.
—Cuando a Nina le llegó el paquete que su padre, piloto de la RAF destinado en un lugar secreto, le enviaba por su cumpleaños, se sentó con el joyero en el regazo, mirando a la bailarina volver a la vida cada vez que levantaba la tapa. Luego se quedó sentada, quieta, a solas con su terrible añoranza. Yo solía imaginar que Nina era mi propia hermana pequeña. Intentaba mirar la caja como la habría mirado mi padre; él le habría hablado de quién la había tallado, de las manos de quien hubiera pegado la malla rosa del tutu sobre las largas piernas de la niña de madera, de quien hubiera forrado con fieltro la laca negra del interior. Quién sería el hombre o la mujer que habría clavado a golpecitos los diminutos clavos de latón en la madera… La tomé de la mano y la conduje al salón, donde estaba encendida la radio. Estaba empezando el concierto de la noche. La Orquesta Sinfónica de Londres. Nina, que era sorda de un oído, solía sentarse a mi lado, con su oreja inútil hundida en una mano y la oreja buena abierta hacia el sonido. Se enganchaba el cabello detrás de esta oreja, para que ni un pelo se inmiscuyera en el camino de la música.
»Aquí estamos, en el campo, le dije, escuchando a una orquesta de Londres y a un violinista de Rusia que en realidad están ahora mismo en una sala de conciertos en Holanda. Eso es la electricidad. Todos esos músicos a cientos de kilómetros, tocando para nosotros en una cajita en una casita en el campo. Nina suspiró. “Cuéntame otra vez lo de María Abado”. “Todos los pájaros nocturnos pueden ver el fantasma de María Abado. Si está aquí, los pájaros nos lo dirán. Por todo el mundo los pájaros la recuerdan y dicen su nombre. Los cucos y los turacos, los colíes, coraciformes, los tragones, las grullas y los somormujos, el inambú, el chupacabras, el rabihorcado y los casuarios. Las avocetas, los picogordos, los gansos azules, los estorninos que migran cruzando el Mediterráneo en barcos. Las cigüeñas del Bósforo, el urogallo de Canadá, la codorniz enana de la India, la agachadiza africana. El pájaro tejedor de aldea africana que construye su nido con hojas de palmera. El tordo azul del paraíso que duerme del revés y el ave del paraíso de las islas Aroe. María nació en una aldea al otro lado de la montaña. Se hizo amiga de los pájaros cuando era pequeña, y para cuando murió, se había convertido en su santa patrona”. “¿Era una santa de verdad?”. “No lo sé, pero los pájaros confiaban en ella, para así restaurar su confianza rota”. “¿Por qué se había roto su confianza? ¿Se le había roto el corazón?”. “Sólo los pájaros lo saben. Pero dicen que todos los pájaros cantan su historia, aunque nosotros no seamos capaces de oírla”.
Jean, clavada a la cama por la fatiga y la pesadez de su barriga, pensó en lo afortunado que era su hijo por tener tales primos.
—A pesar de lo unidos que estuvimos durante la guerra —dijo Avery— hace años que no los veo. Nina sigue viviendo en Inglaterra, pero Tom se fue a Australia, donde hace algo en televisión. Y la verdad es que vi a Owen en Londres, poco después de la muerte de mi padre…
»Nos encontramos de casualidad en Fulham Road. La última vez que había visto a Owen también había sido por casualidad, en un cine en primera sesión. Él y su mujer, Miri, se habían sentado unas filas por delante, pero no me atreví a molestarlos. Estaban tan concentrados el uno en el otro, tan apasionados, que sólo observarlos parecía una intromisión.
»Como siempre, Owen llevaba un traje impecable, un abrigo caro y guantes de cuero. Incluso cuando empezaba a ganarse la vida, y era tan pobre como cualquiera de nosotros, el armario de Owen era fuente de una incesante tomadura de pelo. “¿Con cuánta gente que nunca irá a tu casa te topas a lo largo del día?”, preguntaba Owen, a la defensiva. “Pero el mundo entero ve cómo vistes. Puedo vivir sin nada, ni una silla ni una tetera, ¡sin calefacción incluso! Pero pienso vestir como si tuviera todo el dinero del mundo. Eso es algo que me enseñó mi madre, y sé de lo que hablo, ya veréis, ya veréis”. Y Owen, abogado de empresa, nos lo hizo ver a todos.
»“¿Cómo está Miriam?”, le pregunté. “La última vez que os vi no os dije hola, parecíais tan felices que pensé que os habíais escapado de los niños para tener una cita y no fui capaz de entrometerme. Fue en Anastasia”. A nuestro alrededor rugía el tráfico, y la acera frente a la tienda de Conran rebosaba de clientes. “¿En Anastasia, con Ingrid Bergman?”. Owen se rió. “¡Eso fue justamente el día antes de que fueran a concedernos el divorcio! Miri y yo queríamos pasar nuestro último día juntos. Tal vez fuera el día más hermoso de nuestro matrimonio, tal vez más hermoso incluso que el principio, que está siempre cargado de esperanzas aterradoras. Conocíamos el final, que es algo mucho más seguro que el futuro. Entonces nos miramos, y lo supimos. Estábamos tan contentos de saber que había terminado que ¿por qué disgustar a los niños con un trozo de papel? Al día siguiente cancelamos las citas con los abogados y seguimos como antes. Todas aquellas peleas habían limpiado el aire completamente, y teníamos la perfecta libertad de no querer estar juntos. Ahora podíamos seguir por separado sin disgustar a los niños, era un plan maestro. Así que Miri sigue en la casa de campo y yo tengo mi propio piso para estar ‘cerca de la oficina’, y nadie tiene que estar hablando de nada desagradable. Cuando los niños vuelven a casa por vacaciones, yo voy a la casa y luego Vuelvo a trabajar’. Nunca hemos sido una familia más feliz”. “¿Pero qué pasa si uno de vosotros quiere volverse a casar?”. “Avery”, me dijo con paciencia, “eso ya pasó, ¿no? Yo siempre estaré casado con Miri, es sólo que no quiero tener nada que ver con ella. No quiero saber lo que piensa ni enterarme de lo que hace y desde luego no quiero volver a oír hablar de sus causas justas. Todo ese recaudar fondos para esta o aquella organización benéfica. Yo solía decirle: ¿no podemos tener ni una sola comida en paz? Pero”, dijo, suavizándose, “le gustaban las buenas películas, le gustaban de verdad las buenas películas, así que pasábamos mucho tiempo en el cine; en aquellos tiempos era fantástica, muy lista, podías oír cómo le funcionaba el cerebro. Nunca, nunca jamás, habló durante una película”.
»Owen sonrió, tan cómodo de pronto con sus propios recuerdos. “¿No lo entiendes? La conozco tan bien. Las mismas cosas que solían molestarme hasta la desesperación ahora me resultan encantadoras. No hay nada que pueda hacer que me sorprenda, incluso cuando intenta pillarme con la guardia baja. Las mismas cosas que solían irritarme mortalmente, ahora que estoy lejos, me llenan de compasión, hasta de afecto. Cuando estoy en la casa, la miro, y conozco cada uno de sus gestos. Lo mismo me ocurría con mi padre”, el tío Jack —añadió Avery—, “si íbamos a cenar a un restaurante y se podía elegir el tipo de patatas, él siempre, cada una de las veces, cuando la camarera le preguntaba si las quería hervidas o en puré, asadas o fritas, él vacilaba, hacía una pausa seria, como si realmente estuviera reflexionando sobre las posibilidades y, por supuesto, siempre, todas y cada una de las veces, después de un silencio largo, lleno de expectación, decía: ‘En puré’. Como si realmente existiera la posibilidad de que él eligiera otra cosa. Durante casi veinte años esto me volvía loco. Ahora es uno de los recuerdos que guardo con más cariño. Y si me lo preguntas”, dijo Owen, “ése es el mayor secreto de la vida. A eso es a lo que nos referimos en realidad cuando damos la lata con el amor. Eso es lo que él era, ¿entiendes?; y eso es lo que es Miri, ¿entiendes? ¡Y no tiene nada en absoluto que ver conmigo!”.
»A Owen se le escapó una risita, casi se carcajea de pura malicia.
»“Cuando pienso en lo enfadado que solía estar”, continuó Owen, “menuda pérdida de tiempo. Y cuando Miri abre los labios para emprender una arenga, contra ese mal taxista que la ofendió cuando la llevó de compras hace dos años, o el cajero del banco o la mujer del comité número ciento cuatro, todos esos extraños que tanto le molestan, y con quienes apenas se cruza un par de veces; cuando empieza a desbarrar, ahora me siento henchido de amor por ella, simpatía real y afecto, y soy capaz de sacudir la cabeza y chasquear la lengua y darle palmaditas en la mano para tranquilizarla, sabiendo por fin que eso es todo lo que me pide que haga, eso era todo lo que me pedía que hiciera desde el principio. Ah”, dijo Owen, riéndose de nuevo, “¡ahora soy tan feliz!”. Luego me escrutó con la mirada.
Avery se inclinó hacia atrás y entrecerró los ojos, imitándole.
—«Lo mismo me pasaba contigo», me dijo Owen. «Hace tantos años, cuando éramos estudiantes, cada vez que nos encontrábamos me mirabas con tanta franqueza, tan serio, y me preguntabas cómo estaba. Siempre me ponía nervioso. Ahora veo que lo que me estabas preguntando en realidad no era “¿cómo estás?”, sino “¿estás enamorado?”. Eso era lo único que querías saber y, tienes razón, es la misma pregunta. Ahora lo entiendo, y te miro a los ojos incluso en este momento y veo que tienes razón, veinte años más tarde. Y, a partir de hoy, cada vez que piense en ti será eso lo que recuerde, y me hará sonreír. Eso es lo único que tenemos que hacer en esta vida, encontrar la característica única de cada amigo, esa cualidad realmente esencial, y amarlos por ella. Cuando mi madre comprobaba que la puerta estuviera de veras bien cerrada, aun cuando ya lo hubiera comprobado una docena de veces, aun cuando por fin estaba sentada en el asiento delantero del coche, de copiloto junto a mi padre, que era tan indulgente, aun entonces tenía que volver a salir y comprobar la puerta una vez más, y no le bastaba con ver a mi padre hacerlo, tenía que hacerlo por sí misma. No sabes cómo me rechinaban los dientes con aquello, solía esperar en el asiento de atrás haciendo crujir las mandíbulas, literalmente. Pero es que había crecido sin nada y ahora tenía una casa bonita llena de cosas bonitas, pues claro que tenía que comprobar que la puerta estuviera bien cerrada una y otra vez. ¿Quién en su sano juicio se fiaría de tamaña buena suerte? Lo importante no era que comprobara la cerradura, sino que hubiera sido tan pobre, y que nunca, nunca lo olvidaría. Hay que tener el corazón de piedra para que eso no te conmueva. Piensa en toda la ira que malgasté en cerrojos cuando tendría que haber estado pensando en la pobreza. Pero así es la cosa con la verdad, nunca está en la misma habitación que tú, nunca está contigo en el asiento trasero, nunca está ahí cuando la necesitas. Siempre aparece años más tarde como un pájaro acuático que se sumerge en una orilla del lago y emerge en la otra. Vas a agarrar la verdad con las dos manos y aparece detrás de ti… Y ahora llego tarde. He quedado con una mujer en un restaurante en el campo y tengo por delante al menos una hora al volante». Owen se metió en el coche y estaba a punto de arrancar cuando di unos golpecitos en la ventanilla. «¿Cómo está Nina?». «Sigue exactamente igual», dijo Owen. «Llora por cualquier cosa que no tenga un hogar. Y a pesar de que sólo oye por un oído, cree que lo oye todo». Owen asintió para sí mismo, pensando ya en el tráfico. «Sí», dijo Owen, esperando una oportunidad para incorporarse a la carretera, «lo llevas escrito en la cara. Cuando le preguntas a alguien cómo está, lo que realmente estás preguntando es “¿estás enamorado?”».
Ahora se organizaban reuniones para tratar la iluminación y la ventilación de los templos reconstruidos, factores que había que tener en cuenta en los planes de construcción de las cúpulas de hormigón. Por encima de la fachada del Gran Templo las cúpulas iban a ser cilindricas, expandiéndose de forma gradual hasta convertirse en una esfera; ninguna parte de la cúpula tocaría el templo, por miedo a que cualquier presión que pudiera producirse al asentarse el acantilado dañara los frágiles techos. Cada cúpula cargaría con un peso equivalente a cien mil toneladas métricas del acantilado.
—Mi padre y yo —dijo Avery, insomne con Jean en la noche, con la piel de su barriga prominente seca y caliente y lisa como la arcilla—, juntos de pie bajo la lluvia escocesa, con nuestras botas de suela gruesa; él veía un gran logro de la ingeniería donde yo ahora veía fuerza bruta y embotada, y la sumisión del río. Mi fe había ido diluyéndose en una sangría tan gradual que no sé decirte cuándo empezó, pero aquel momento para mí fue una sacudida. Quería y admiraba a mi padre por todo, por la sólida realidad sensual que suponía para mí: la lana húmeda y el olor de su pipa, su volumen, sus gorras de lona o de tweed, su autoridad, que a día de hoy me sigue intimidando. Y, en lo más profundo de todo, aunque de niño no tuviera palabras para expresarlo, lo que llegué a comprender fue su compromiso total con todo lo que veía, con todos los lugares a los que iba y con todas las personas que conocía. Le observaba agachándose y cavando en la tierra, sentado en reuniones con hombres de negocios o en el césped con los niños, pidiendo opinión a estudiantes, maestros, agricultores, alcaldes, ¡y a los animales de granja y a los pájaros! Tenía curiosidad por todas las cosas vivas e inanimadas, naturales y fabricadas por la mano del hombre; en los grandes valles de Escocia, en las aldeas de montaña de Italia y de India, en los humedales de Etiopía y de Ontario, en manifestaciones públicas y solo en el desierto, vi que encontraba la manera de pertenecer a cualquier lugar. Le miraba rumiar pensamientos, arreglar cosas, observar varios elementos combinándose y recombinándose. Desenrollaba mapas sobre sus rodillas, extendía planos encima de mesas de campaña, y yo le miraba alterar el paisaje con un trazo de su lápiz, retrazando el recorrido de los ríos y estrangulando cataratas, llevando bosques a los desiertos, y vaciando lagos enteros. Alterando acuíferos de millones de años de antigüedad. Y yo deseaba poder deshacer las presas de un tijeretazo, como una puntada de hilo en un tejido, llevar aliento a la garganta ahogada, devolver toda el agua con una sola pasada de la goma de borrar, devolver las casas, las tumbas, los jardines, la gente. Él se sentaba a mi lado y me agarraba del brazo, presa de la excitación. Me llevaba a obras, a reuniones en casetas de Quonset y a restaurantes caros, a primeras detonaciones en las rocas, a ceremonias de inauguración.
»Mi padre miraba un puente y lo oía murmurar. Era capaz de oír la reunión de las fuerzas, el estrépito de la urdimbre y la trama de las presiones en el arco del puente. Era algo instintivo, una intuición. Pero para mí no es así —dijo Avery—. Yo tengo que trabajar todo el tiempo. No lo llevo en la piel. Soy como un pianista que tiene que mirarse las manos continuamente. Siempre he querido sentir lo que él sentía. De niño anhelaba pertenecerle, probar que entre nosotros había un vínculo. Sentía que siempre le querría yo más a él de lo que él me quería a mí. No sé por qué me sentía así. Él quería que yo estuviera con él dondequiera que fuese; quería mostrármelo todo, enseñarme.
—Querías que estuviera orgulloso de ti —dijo Jean—. Tal vez no fueras capaz de ver lo mucho que él quería que tú estuvieras orgulloso de él.
—Mi padre sabía dibujar de verdad, tenía una mano excelente. Podías sentir la estructura interna de la máquina, sentir cómo funcionaba algo. Pero cuando intentaba pintar paisajes mi madre solía decir que podía sentir las inmensas fuerzas armadas, la gravedad y la inercia, pero también decía que faltaba algo, algo que nunca era capaz de capturar, como si de alguna manera no estuvieran respirando, es lo que ella decía; no había oxígeno, en sus paisajes faltaba el viento, como si estuvieran sellados en cristal. Es la misma sensación que tiene uno cuando contempla dibujos de animales salvajes, de algún modo nunca parecen reales, aun cuando todos los detalles sean asombrosamente precisos, y, bueno, eso es porque uno nunca podría estar tan cerca de un animal en su propio entorno, en la realidad nunca podríamos apreciar tales detalles. Sentimos su vitalidad precisamente porque están moviéndose demasiado deprisa o están demasiado lejos como para que percibamos sus detalles. Esta convención siempre me ha irritado, cuando era joven me indignaba, porque nunca podríamos acercarnos tanto a un puma, estar a cinco pasos, en la selva; nunca podríamos pintarlo del natural mientras posa en su rocoso peñasco. Solía discutirlo con mi madre a gritos. Como retrato era imposible porque la relación entre el observador y el modelo era imposible. Una fotografía es posible, pero un cuadro no. Y, bueno, aunque parezca que me he desviado del tema, de alguna manera los cuadros de mi padre producían la misma sensación, como si en ellos hubiera algo que no fuera del todo verdad, mientras que los cuadros de mi madre, en fin, eran demasiado reales.
Jean se apartó de Avery rodando y los dos se sentaron en el borde de la cama. Oyeron a los camiones subiendo pesadamente por la ladera.
—Me aterraba estar solo en su estudio —dijo Avery—, y sin embargo quería ver. Puedes mirar unos pocos centímetros cuadrados de algunos de sus bosques durante quince minutos y aun así no ver todo lo que hay ahí. Es pintura hambrienta. Un hambre sin fondo. Cuando era pequeño resultaba tan angustioso, saber que esas imágenes habían sido creadas por mi propia madre, que en el resto de su vida era pragmática y directa y tan divertida…, como si el solo hecho de vivir, de pasear o de hacer la colada o de cocinar fuera una fiesta… Nunca fui capaz de unir los dos aspectos. Sólo después, cuando empecé a enterarme de la historia, comprendí de verdad que ésta no era una pesadilla exclusivamente suya, sino del mundo entero… y sólo entonces empezaron a cobrar sentido algunas cosas que había escuchado, y oído sin querer, de niño… La primera mañana que pasé con mi padre, después de la guerra, a solas mi padre y yo, nos sentamos en la montaña y durante horas me habló de contrafuertes. ¡Contrafuertes! Me encantaba la palabra, era un licor, su licor, me estaba tratando como a un adulto, era como tomar una primera copa juntos, padre e hijo. Nos sentamos en lo que siempre me había parecido mi lugar privado, yo había vagado por esas montañas durante horas, y había pasado muchas, muchas tardes solo mirando cómo la luz se desplazaba por el paisaje, cómo se ponía el sol, bajo la lluvia, en el invierno, y conocía cada uno de los huecos que los animales habían hecho en la hierba. Y ahora estaba allí con él, en ese lugar, y podía enseñárselo todo y él podía tumbarse en el suelo y estirar las piernas soltando un gran suspiro y hablar cuanto le viniera en gana sobre contrafuertes y piedras de Coade y ferrocarriles neumáticos. Aquel día fue la felicidad. Estaba tan emocionado por estar con él, y me producía tanta timidez, tenía tantas ganas de que me conociera, y él observaba tan atentamente todo lo que yo le enseñaba, se lo tomaba todo tan en serio…, los ratones de campo, las nubes. Fue una tarde perfecta. Ésa fue la primera vez que comprendí que la guerra había terminado de verdad. Pensé que sería la primera de muchas tardes, pero nunca volvió a haber otra tarde como aquélla. Ésa fue la única. Estábamos tan a menudo el uno en compañía del otro, y había lapsos de tiempo en los que estábamos solos en alguno de sus proyectos, una media hora aquí o allí, pero nunca hubo otra vez una tarde eterna que transcurriera así, en la que yo tuviera la sensación de que no quería estar en ningún otro lugar más que allí conmigo.
»Quiero sentir lo que sentía mi padre —repitió Avery, sentado en el borde de su cama sobre el Nilo—, lo que saben los marmisti, lo que sabe el ciego cuando está sentado sobre la rodilla de Ramsés. Lo que mi madre llama “conocimiento carnal”. No basta con que tu mente crea en algo, tu cuerpo ha de creerlo también. Si yo no hubiera sido testigo de este placer particular de mi padre cuando era niño quizá no sentiría que me falta. Pero sí que lo siento. Puedo imaginar lo que siente un químico cuando mira por un microscopio, cómo su mente es capaz prácticamente de tocar lo que está viendo. O un físico capaz de sentir cómo una ecuación arranca las moléculas a lo largo de una cizalla, como arrancar un currusco de una barra de pan. O la tensión de un menisco. La comprensión más profunda que tengo de esta sensación es cuando contemplo un edificio. Siento las consecuencias de cada elección; cómo funciona el volumen, cómo el edificio se come el espacio que habita, incluso el modo en cómo carga con su propia ruina.
—En Ashkeit pude vislumbrar lo que estás diciendo —dijo Jean.
Al mencionar Ashkeit, Jean sintió que Avery se rendía.
—Quiero estudiar arquitectura —dijo Avery—. Me siento como un aprendiz que pasa décadas aprendiendo a dibujar un brazo o una mano humana antes de que le permitan coger un pincel. Tienes que aprender a dibujar el hueso y el músculo antes de que la carne pueda ser real. La ingeniería es esencial… Pero tengo tanto deseo de coger un pincel.
»Mi padre estaba muy contento de que yo quisiera ser ingeniero, como su propio padre. Era como si no importara que hubiera estado ausente todos aquellos años durante mi infancia.
—Bueno —dijo Jean despacio—, seguirás siendo ingeniero…, pero un ingeniero con un pincel.
Avery se inclinó hacia atrás, con los pies aún en el suelo. Jean vio los huesos de su rostro, vio cómo la ropa se abolsaba en torno a su cuerpo, vio el agotamiento, que había penetrado tan profundamente en su ser que era casi un olor. Él alargó su brazo fuerte y delgado, músculo y tendón, y ella se tumbó también, como él, en perpendicular a la cama.
Pensó que nunca se acostumbraría a su suerte, a tumbarse junto a él, Avery Escher en grado sumo…, aquel hombre tan escrupuloso…, esa planta de hojas grandes.
Oyó a las máquinas Bucyrus gimiendo por la arena; una voz gritando en griego, una respuesta, quizá sin comprender, en italiano. El gimoteo de un niño en una casa flotante río abajo: «J’ai soif…». Los focos de la obra se filtraban desde la cubierta, un débil resplandor. La gran factoría del desierto nunca se paraba.
—Cuando murió, me senté a contemplar el rostro de mi padre —dijo Avery—. Mi madre estaba acostada con la cara pegada a la de él, y el lado donde ella yacía seguía cálido. Al principio hubo una sensación de paz palpable en la habitación, una ligereza completamente inesperada.
Y luego, después de un rato, mirando su cuerpo, que por fuera no había cambiado y estaba sin embargo absolutamente alterado, el simulacro me pareció blasfemo, una violación.
Avery miró a Jean. El pelo le caía sobre los brazos desnudos, un charco de sombra. En qué momento había ocurrido la transubstanciación, ¿en qué momento a lo largo de los años que habían pasado juntos se había convertido esta mujer, esta jean Shaw, en Jean Escher? Sabía que no tenía nada que ver con el matrimonio, ni siquiera con el sexo, pero de alguna manera tenía que ver con todo este hablar, este hablar que habían logrado juntos.
—Quiero construir la habitación donde desearía haber nacido —dijo Avery.
Jean sintió la calidez del brazo de Avery bajo su espalda, un cable de calor.
—Quizá no sea tu padre quien te hace tanto daño —dijo Jean.
—Mi madre nunca quiso dejarme entrar en su taller cuando yo era pequeño, pero a veces me colaba, y luego siempre lo lamentaba. Pero no puede ser mi madre quien me ronde.
Para cuando Jean encontró la manera de responder «los vivos nos rondan de formas que los muertos no pueden», Avery Escher, el de las hojas anchas, ya estaba dormido.
Seguía haciendo frío y estaba oscuro en el camarote, pero Avery sabía que los hombres ya estarían charlando alrededor de las hogueras y que pronto tendría que levantarse. Jean, también despierta, se estiró a su lado y se tapó con la manta hasta la barbilla.
Avery se inclinó sobre ella.
—Jean, lo que dije sobre la tristeza…, lo que quiero decir es que un edificio y el espacio que posee debería ayudarnos a estar vivos, debería permitir el tener consideración con las cosas; ni siquiera sé cómo hablar de ellos, qué palabras utilizar; sólo que algunos lugares hacen que ciertas cosas sean posibles o incluso probables, no voy tan lejos como para decir que un lugar puede crear un comportamiento, pero de alguna manera sí es cómplice de él. ¿Existe alguna diferencia entre hacer que los acontecimientos sean posibles y crearlos? ¿Hay algún tipo de puente que genere sus suicidios? Sé que cuando estoy en un gran edificio siento una tristeza mortal, y es tan específica que cuando abandono el edificio, la iglesia, el auditorio, la casa, y salgo a la calle, lo veo todo a mi alrededor con una claridad que sólo la experiencia del edificio podría conferirme. Y lo que dije acerca de construir la habitación donde me gustaría haber nacido…, lo que quiero decir es que sería un lugar donde renacer…
Jean alargó la mano para tomar la de Avery. Se preguntaba dónde debía nacer su hijo: en el hospital de campaña de Abu Simbel, en el hospital de El Cairo, mejor equipado, o en Londres tal vez, cerca de Bett, la tía de Avery. Todavía quedaba tiempo para decidirse, pero quizá Londres fuera lo mejor, quizá viniera Marina; por un momento descansó en el lujo de esa posibilidad. Pero sabía que Avery no querría estar lejos del templo, durante los primeros meses de la reconstrucción.
Avery leyó la aprensión en el rostro de Jean.
—Por favor, no te preocupes —comenzó. Y luego, con un sobresalto de pánico—: Cómo nos las arreglaremos.
Después de la evacuación de Wadi Halfa, los ingenieros tuvieron que recurrir a Asuán y a Jartum para suministros.
Jean y Avery volvieron de Jartum al campamento en avión, siguiendo el Nilo con sus orillas teñidas de verde en las zonas en las que el río plateado se había desbordado.
En la aldea de Karina, el color brillante terminaba de forma abrupta y, pasado el pueblo, como si la historia humana también se hubiera detenido, comenzaba la eterna piedra arenisca amarilla del desierto de Nubia. Avanzaron con el zumbido de los motores en el aire limpio, sin movimiento alguno en tierra excepto por la sombra del avión y el círculo fantasma de la hélice. El piloto giró levemente para que Jean y Avery pudieran mirar atrás. El valle se extendía tras de ellos, largo y verde y generoso. Se adentraron más en el desierto, conocido por los nubios tan íntimamente como sus propios cuerpos, como los cuerpos de sus hijos.
Cada vez que Jean había venido a Wadi Halfa, ella y Avery habían desembarcado en el aeródromo y seguido la carretera de arena blanca y gruesa hasta el hotel Nilo. Pasando por las colinas pardas, las peñas pedregosas cargadas de arena, azotadas por el viento a lo largo de miles de kilómetros, durante miles de años. El balcón de su habitación en el hotel tenía vistas al patio de ferrocarriles y se habían sentido como en casa al instante, en medio del ruido incesante de los trabajadores del metal.
Pero esta vez no aterrizaron, sino que trazaron círculos en el aire, y vieron que la ciudad estaba tan quieta como las colinas que la rodeaban. La sombra que ellos proyectaban caía sobre las casas, punteaba las calles abandonadas. Tan vacía y tan quieta estaba Wadi Halfa que Jean empezó a sentir que la ciudad no era real.
Entonces, de pronto, pareció que las piedras empezaban a saltar, que la acera empezaba a moverse, a deslizarse hacia adelante y hacia atrás, el suelo marrón erupcionó, burbujeó, hirvió, la roca y la arena cobraron vida de golpe.
—¿Qué es? —exclamó Jean—. ¿Qué es eso?
El suelo se movía tan deprisa que casi se marea al mirar hacia abajo.
—Tienen que estar muertos de hambre —gritó el piloto—. Y ahora los van a dejar ahí. Llegará el agua y se ahogarán.
Empezó a reírse: un sonido horrendo, asombrado, amargo.
Jean lo miró asustada.
—¿Quiénes? —gritó—. ¿Quién se ahogará?
—¡Son perros! —dijo él.
Jean miró fijamente la tierra que se revolvía.
—¡Sólo son perros! —gritó el piloto.
En el campamento había un niño; no era de nadie. Se había ganado el apodo de Mono; el nombre nacía tanto de la irritación como del afecto. Estaba por todas partes, corriendo, colgando cabeza abajo, toqueteando herramientas y cuerdas. Los ingenieros no tenían paciencia con él, y los trabajadores le espantaban como a una mosca. Él saltaba, se colgaba, andaba por ahí en cuclillas. El cocinero le daba de comer para que no robara.
Jean vio al niño por primera vez en la tienda del campamento. Estaba escondido debajo de una mesa, resguardándose del sol. Algo le pasaba, tenía algún problema en los huesos. Tenía la espalda torcida. Pero era ágil, y se movía con gracia, y su cara era vivaz y expresiva. En los brazos y en la nuca tenía una pelusa fina, la piel de un melocotón. Tenía los dientes demasiado grandes, una boca llena de piedras.
Desde el primer momento en que lo vio, Jean quiso darle algo.
—No nos gusta pensar en los temores de los niños —había comentado Marina una tarde en las semanas que pasó a solas con Jean—. Los empujamos a un lado para concentrarnos en su inocencia. Pero los niños están cerca del dolor, están más cerca del dolor que nosotros. Lo sienten, sin diluir, y luego gradualmente crecen y se van separando de ese conocimiento carnal. Lo saben todo acerca del miedo en los bosques, de la madre bruja, de las cosas enterradas y nunca más vistas. En el miedo de todo niño está siempre el miedo a lo peor, a la pérdida de la persona a la que más quieren.
»Yo vengo de un país donde los hombres no rogaban por su vida, sino por no ser asesinados delante de sus hijos. Donde la gente, normal en todo lo demás, aprendía lo que es mirar a la cara de un hombre que sabe que te va a quitar la vida. Donde la gente tenía miedo de cerrar los ojos y también de volver a abrirlos. Claro que esto ocurría en muchas partes del mundo. Después, en Canadá, un colega de William me dijo: tienes que pintar estas cosas. Y yo le dije no, no quiero darles tierra, otro lugar donde echar raíz.
»Incluso en el horror hay grados. Y ahí es donde los detalles más importan, porque los grados son la única esperanza. Y eso es lo que mantiene vivo a un hombre hasta el último segundo. Saber que si ha perdido una pierna, al menos no son las dos. O si ha perdido todos los dedos, al menos no es un brazo. Vivir un momento más. A menudo la fe es eso: el último recurso de todos.
»Después de la guerra, pintaba para niños que no veían más que terror en todo lo que pintaba, sin importar lo inocente que fuera la escena. Una vez que un niño ha conocido esto, no puede ver ningún lugar, ni una habitación, sin ver terror en él. Incluso cuando no puede verse, él lo ve; sabe que está oculto. Ahora pinto para niños que no han conocido esto; intento pintar cosas hermosas, armarlos con imágenes por si pudieran necesitarlas. Para que algo de esta belleza quizá se convierta en un recuerdo, aun cuando sólo sea una ilustración en un libro. Para que incluso si un niño crece y se convierte en un asesino, de pronto pueda reconocer algo dentro de sí mismo cuando otro hombre le ruegue que le saque afuera para no ser asesinado delante de su familia.
»Tengo muy pocos segundos para captar la atención de un niño. No pienso desperdiciar la oportunidad.
Jean había estado sentada quieta, escuchando, con la mirada baja, fija en el regazo.
—Tomamos recortes —dijo Jean—. Creo que eso es lo que hacemos. Son recortes lo que nos llevamos con nosotros.
En el mercado de Wadi Halfa, Jean había encontrado una caja de madera —en su día albergó tres pastillas de jabón de Yardley— que ahora contenía un surtido de humildes tesoros que sólo podrían haber pertenecido a un niño: canicas de cristal, una bellota, una pluma, un cordel de cáñamo con una cuenta anudada en un extremo, una hebilla de cinturón de plata, una navaja, algunas piedras pulidas, naipes, una llave. Le dolía tenerla en la mano, pertenecía todavía al fantasma del niño. Pero no podía soportar la idea de dejar la cajita de pertenencias atrás en los escombros del mercado, así que la compró.
De vuelta en el campamento, le dio por llevarla encima, por si veía a Mono.
—¡Bah! —dijo el niño, y arrojó el contenido al suelo.
Se quedó mirándola y le dejó claro que de ninguna manera se agacharía ante ella para recogerlo. Uno de los ingenieros egipcios que habían visto el desarrollo de la pequeña escena se acercó al muchacho y le agarró del hombro, pero Mono era fuerte y se zafó de la mano del hombre y echó a correr. El hombre se agachó. Jean no pensaba dejarle arrodillarse por ella y se tiró a la arena y reunió el penoso tesoro.
—Es un salvaje. Habría que castigarle por maleducado.
—No, por favor —dijo Jean—. No pretendía ofenderle. Debería haber sabido que estas cosas no iban a interesar a un chico de su edad. Es culpa mía.
—Ese chico se comporta con demasiada libertad. Si fuera mi hijo…, pero mi hijo nunca se comportaría de ese modo.
Jean le ofreció la caja.
—Tal vez a su hijo le gusten estas cositas.
El hombre lanzó una gran risotada.
—¡Mi hijo tiene treinta años!
Y Jean también rió, con pesar.
Un niño es como un hado; el ayer y el porvenir. Todas las historias que Jean le contaba al niño que tenía dentro mientras caminaban junto al río bajo el cielo raso…, y el niño no comprendía nada más que el dulce sonido de la voz de su madre, todo un mundo. No hubo nada de lo que Jean no hablara en esos primeros meses de embarazo. Le habló de la nieve de Canadá y de las manzanas de Canadá, de barcos egipcios, de técnicas de injerto, de topiario y de espaldera. Le contó al niño las primeras semanas que pasó con Avery, y de las excursiones de Avery con su padre, del motor atmosférico Newcomen, Fairbottom Bobs, que Avery había visitado de niño cerca de Ashton-under-Lyne y del río Medlock. El bebé supo que la madre de Jean le había hecho formas de animales con la espuma del agua de la bañera, y que el padre de Jean le leía Milly-Molly-Mandy y Mrs. Easter en el tren. Se lo describía todo, con anhelo y maravilla, al niño que había en su interior. La brisa del río era diferente del viento que llegaba por el desierto, y se encontraban en el potente espacio de la orilla del río. Jean aguardaba el sonido de los barcos que cruzaban el agua en la oscuridad; nunca había luz, los marineros navegaban de oído. Jean se sentaba en la oscuridad, también sin una luz, y escuchaba; el susurrar de los cascos, el peso del bebé, el mapa de las estrellas.
Yacía despierta. El peso de su vientre ya le aplastaba la columna. Un montículo de tierra. Oyó a Avery en cubierta y en un momento estaba en el quicio de la puerta del camarote. Despacio, se desató los cordones de las botas y las dejó tiradas en el pasillo. En el sonido que hicieron al caer se contenía todo su cansancio.
Vaciló junto a la cama, calculando si tenía energía para quitarse la camisa. Se la dejó puesta.
Casi en el momento de tumbarse se quedó dormido. En su rostro Jean vio no sólo agotamiento, sino también desesperación. Le quitó el lapicero del bolsillo de la camisa.
Jean se despertó con Avery y, cuando él se hubo marchado a la caseta de ingenieros, se sentó sola en cubierta, viendo cómo el sol dudaba antes de abrirse sobre la loma de la colina, el temblor antes de que el río adquiriese un brillo cegador. Por unos breves instantes cada amanecer el cielo de color granada se abría en canal, mientras aún era visible su malla de semillas, las estrellas.
Oyó el ruido leve de un chapoteo. Algo, un conocimiento que el miedo nos otorga, le hizo levantar la mirada de pronto hacia un lugar cercano río abajo. Lo primero que vio fue el resplandor de sus ropas blancas, una cúpula de tela hinchada en el agua oscura. Corrió hacia ella y luego vio los bordes ondulantes de pelo empapado flotando, y lo fue a agarrar, asiéndole por la camisa, encontrando luego sus brazos y tirando de ellos con todas sus fuerzas. Estaba chillando; se oyó a sí misma gritando casi como separada de sí misma, como si un terror que siempre hubiera llevado dentro, desconocido, hubiera encontrado por fin su momento. Tiró hasta que su cabeza oscura salió del agua, y podía verlo en su mente, podía verse a sí misma sacándole del agua y apretándole la tripa hasta que el chorro de agua saliera de sus pulmones, podía verle abrir los ojos mientras lo atraía hacia sí con todo el poder animal que tenía dentro. Finalmente se oyeron voces a lo lejos. Siguió tirando, pero el chico tenía un peso extraño, como si alguien le estuviera sujetando por los pies y le arrastrara hacia el fondo del río. Sintió que la fuerza abandonaba sus brazos de repente y, sollozando, vio la cabeza del niño hundirse bajo la superficie. Tanto peso. Los labios sobre los dientes como si tuviera la boca llena de piedras. Entonces las voces se oyeron justo a su espalda y sus brazos se hundieron en el agua, y Mono fue sacado del río, ya muerto.
En su sueño estaba claro que el niño había muerto antes incluso de llegar al agua. Y que Jean había estado intentando salvar su cadáver.
Pero la imagen que también vio en el sueño, la visión de su cabeza surgiendo del agua y la de sí misma arrastrándolo hasta la orilla, y el chorro de agua saltando de su boca y sus ojos que se abrían, esta imagen era tan vivida que su mente no la podía guardar.
Pocos días después encontraron a Mono al fondo de la presa. Llevaba muchas semanas tentando al destino, columpiándose de un blondín que cruzaba el abismo. Sólo después de cavar su tumba se dieron cuenta de que nadie sabía su nombre.
Avery y Jean estaban sentados en cubierta a la luz de una lámpara, envueltos en mantas, leyendo, entre ellos había un vínculo de tal quietud que Daub casi pasa de largo sin pararse a darles noticia de la muerte de Mono. Se quedó sólo un momento, y después Jean arrimó su silla a la de Avery, mirándole a la cara.
—En mi sueño el niño murió —susurró Jean.
Avery levantó la mirada del libro y vio el rostro de Jean.
—¡No es culpa tuya!
Jean se puso en pie, con una mirada rara.
—Porque tú lo soñaras —repitió Avery— no significa que sea culpa tuya.
—Entonces de qué sirve la presciencia.
Avery no tenía respuesta para esto. La estrechó contra sí.
—No es culpa mía, pero tal vez hubiera podido prevenirlo. Puede que las dos cosas sean ciertas.
La lógica de Jean quedó suspendida a la luz de la lámpara, y permaneció en la oscuridad mientras se metía en la cama, y seguía allí a la mañana siguiente, y a la siguiente; durante muchos días después de aquello tuvo el mismo pensamiento al despertar: puede que las dos cosas sean ciertas.
—No es el calor —dijo a Jean el médico del campamento varios días más tarde—. A veces, algo marcha mal y el bebé no está por nacer. Eso es todo.
Algunas madres dicen que sienten el momento exacto en que el niño deja de vivir. Algunas sienten que algo va mal, o sueñan con la muerte sin saber por qué; otras sólo lo notan después, cuando el movimiento cesa, aunque incluso entonces es sólo una sensación, porque cuando el bebé es así de grande ya no tiene espacio para moverse en el útero.
No hay ninguna manera segura de inducir el parto. Lo mejor es que el cuerpo tome su propia decisión, aunque puede ser un peligro si el parto se retrasa demasiado. Puede que lleves en el vientre un feto muerto durante semanas, tal vez incluso hasta un mes.
Avery posó la mano sobre su piel tensa, donde durante tantas semanas había notado el movimiento y ahora no notaba nada.
—A veces —dijo el médico—, sencillamente las cosas no han de ser.
Avery no podía evitar pensar: toda el agua que hay dentro de ella y nuestro niño muerto.
—Es momento de ir a El Cairo —dijo el médico.
La joven nubia que se había ofrecido para bendecir al niño en el Nilo mojó hojas de palmera en agua del río y envolvió la tripa suelta de Jean en el verde frescor. Las hojas absorbían el calor de su vientre. Una y otra vez, la joven hizo esto por Jean, hasta que Jean se quedó dormida.
Ahora ya no hacía falta traductor entre las dos mujeres.
Jean comprendía que debía marcharse; esperar su momento en el hospital de El Cairo. Pero en lugar de eso, durante días, permaneció en la oscuridad de la casa flotante. Y Avery, aunque sentía miedo y ansiedad, no podía negarle este derecho.
No sabía cómo guardar luto; no podía separar el cuerpo del bebé de su propio cuerpo. Lo que había sido la vulnerable madurez de una fruta, aquella forma, ahora le parecía una deformidad. El peso de la tierra era ahora un niño tallado en piedra.
Recordó a una mujer de mediana edad de su barrio en Montreal que caminaba hacia atrás a todas partes, con su anciana madre a su lado, vigilante. El amor resignado en el rostro de la madre mirando eternamente la cara herida de su hija. Cuando Jean era niña, esa visión le asustaba. Ahora, veinte años después, la lástima se alzaba como una cicatriz en su corazón.
Sentada en el camarote a oscuras no sabía ver la diferencia entre el alma y un fantasma.
Recordaba a la joven de Faras, viajando en el tren para siempre sin la bolsa de su madre.
Durante horas, trabajando en cubierta, Avery no oía nada bajo sus pies. Pero cuando descendía, encontraba que aquello no era el silencio del sueño, sino el de una desaparición. Jean sentada en la cama, con la mirada fija en la oscuridad; una vigilia. Cuando intentaba acercarse lo sentía, un invisible replegarse ante su tacto. Como si dijera en voz alta: mi cuerpo es una tumba.
El piloto esperaba a cierta distancia.
—¿Estás segura de que tienes que ir sola? —preguntó Avery.
—Sí —dijo Jean. Su rostro era pétreo, pero rebosaba lágrimas—. No sabemos cuánto tiempo habremos de esperar.
Se acercó a ella.
—Si te acercas —dijo ella—, no seré capaz de irme.
Un momento pasa; con todas sus posibilidades, todo lo que el amor nos permite; y lo que no nos permite.
A Avery le dolió ver que la mano del piloto le tocaba el brazo, ayudándola a subir al avión.
Nadie sabe lo que el parto provoca. Al final, simplemente, se liberan hormonas salvajes.
Aferrada a la mano de una extraña, de una enfermera a la que no conocía y a quien nunca volvería a ver, de repente Jean dejó de creer que el niño estuviera muerto. Se apresuró hacia el dolor, y cada contracción era prueba de que el niño luchaba por nacer. Dentro del dolor Jean sintió una insoportable determinación, casi un éxtasis. Pero el niño no salía. Durante todo el parto, Jean se resistía a abandonar esta idea nueva, la sensación de que el niño estaba vivo. Sentía la presencia de un alma que le era devuelta, sobrecogedora, dándose un festín del oxígeno contenido en su sangre. Hora tras hora concentró su fe directamente en el dolor, una fuerza de voluntad animal. Sollozó de gratitud y de dicha. Y después una atención casi sobrenatural, temblorosa, una especie de rezo. La presencia del niño llenó la habitación, podía sentir la certeza del corazón del niño pulsando con su propia sangre.
A la mañana siguiente le abrieron el vientre. El bisturí abrió una costura roja debajo de su tripa, y extrajeron el niño muerto.
Las enfermeras envolvieron al bebé, una niña, como si estuviera viva, en mantas de algodón de dulce aroma, y esperaron la llegada de Avery. Jean sostuvo la cabeza hundida contra su propia cara, aferrando el bebé ahora ingrávido sin soltarlo; un abrazo que ninguna enfermera ni comadrona era capaz de romper. Con infinita ternura, Jean acunó las mejillas perfectas aplastadas por los pulgares de la muerte.
Las enfermeras no podían quitarle el bebé por la fuerza. Se mantuvieron de pie a su alrededor —las enfermeras y Avery— frente al sufrimiento de Jean. No podían aliviarlo; por diferentes razones, no podían compartirlo del todo. En su empatía había un cabello, un hilo de terror.
Las enfermeras iban y venían, impacientes por llevarse a la niña. La habitación se oscureció; vinieron a encender la luz, esperando aún.
Avery estaba sentado en una silla junto a la cama. Cuando al fin Jean se quedó dormida, le quitó a su hija de los brazos.
En el momento en que se despertó, Jean clamó desesperadamente por que una enfermera le trajera a su hija, la niña que había muerto dos veces. Luego vio la culpa, la desgracia, la traición, en el rostro de Avery.
Después de aquello, Jean no era capaz de cuidar de sí misma; se quedó en el hospital, tan abatida que no podía ni lavarse los dientes. Le subió la leche. Sus pechos se endurecieron. La niña fue enviada a Montreal, donde la recibió Marina, que enterró a su nieta, Elisabeth Willa Escher, cerca de los padres de Jean, en el camposanto de St. Jerome. Jean ya no estaba en la sala de parturientas, rebosantes de vida. Ahora estaba en una habitación con mujeres que esperaban, a diferentes distancias de la muerte; enfermedades coronarias, fallos renales. En El Cairo el calor retumbaba contra las ventanas de la atestada sala de hospital. En Montreal la lluvia de primavera era oscura y fría. Marina escribió preguntando si podía ir. No, respondió Jean, no vengas.
Después del nacimiento un niño permanece durante meses en el cuerpo de la madre; como la luna y las mareas. Antes de que el niño llore, la madre se ilumina, húmeda de leche. Antes de que el niño despierte y llore en la noche, la madre despierta. En la profundidad de la cripta craneal del niño, la mirada de la madre teje las sinapsis sueltas.
Y cuando el niño es un espíritu, pasa exactamente lo mismo.
Durante varios días Jean se había fijado en un anciano sentado en las escaleras cuando ella volvía de su lento paseo por el jardín del hospital. Entonces, un día, no apartó la mirada lo bastante rápido como para evitar sus ojos.
—Está usted caminando un poquito mejor hoy —dijo él—. Por favor, siéntese conmigo y descanse unos minutos.
Jean vaciló. Luego se sentó en el escalón por debajo de él.
—No, aquí, a mi lado.
Jean se sentó a su lado. Se inclinaron sobre sus propias rodillas mirándose los pies, como quien se inclina sobre una barandilla para contemplar un abismo.
—Sé lo de su hija —dijo él—. Pregunté por usted y la enfermera me lo contó. Pero ahora le hablo de ese otro niño, Mono. No pude evitar oírla, con su marido. No pretendía escucharlos, pero la gente siempre habla con libertad a mi lado, a pesar de que los viejos tenemos mucha necesidad de escuchar conversaciones ajenas.
Jean podía sentir el temblor en los brazos y los hombros del viejo sentado a su lado.
—Imaginemos que tiene usted razón —prosiguió—, y de alguna manera la vida de ese muchacho hubiera estado en sus manos. Usted fue enviada a él y era ésa su función al venir a este país. Tal vez toda su vida, cada decisión, tenía por objeto conducirla al momento preciso de conocer al muchacho para así poder salvarle. Pero, si eso fuera así, ¿cree que después de tantos años de vivir preparándose para ello, su destino le habría fallado, o que usted habría fallado a su propio destino? ¿Y al de su propia hija? Tal vez lo que esté usted viviendo ahora sea su destino. Y aún no conoce su significado.
—Sí que fallé —dijo Jean—. Lo sentí por dentro, en el centro mismo de mi ser.
Empezó a sollozar.
El viejo siguió mirándose los pies.
—El vacío no es un fracaso —dijo. Su voz era tan paternal que Jean no era capaz de dominar sus lágrimas. Con mucha delicadeza, él le dijo—: Usted siente que ha sido castigada por la muerte del muchacho. Debe usted decidir, ¿fue usted castigada por su miedo o por su fe?
Miró a jean.
—Una vez yo fui castigado por mi miedo —dijo el anciano—, y aquello me destruyó.
Se inclinó hacia delante, apoyándose en el bastón, frágil e inseguro. Pero ella no vio la fragilidad, sino una fuerza obstinada; casi coraje.
—No parece usted destruido —dijo Jean al fin.
—Hay destierros tan profundos que se asemejan a la calma.
Jean sintió un dolor en el centro mismo de su ser, como si él hubiera posado la mano en su vientre.
—Nací en Colonia —dijo el hombre con abatimiento—. Llegué a Palestina en 1946. Mi padre era un soldado británico destinado en la India antes de mi nacimiento. Mis padres se conocieron en Zúrich. Soy capaz de rezar por los muertos en inglés, alemán, francés, guyaratí, árabe, palestino, turco, japonés y chinoise.
—¿Chino?
El viejo pareció sorprendido.
—Sí —respondió—, pero eso es otra historia. Por favor, no me pida que le hable de ello. Esa dicha es el único secreto que me queda. ¿Y si en el contarlo me topo con algo que no haya visto antes? No, muchas gracias.
—No se enfade. Hablé de más. Lo siento.
—No estoy enfadado. Llevo pensando en qué decirle desde la primera vez que la vi aquí. De hecho, llevo pensando en ello cincuenta años. En la desolación, confundes tu suerte con tu destino. La suerte está muerta, es la muerte. El destino es líquido, está vivo como un pájaro. Hay consecuencias y hay misterio; y a veces tienen el mismo aspecto. Por mucho autoconocimiento que tengas, no te traerá ninguna paz. Busca otra cosa. De cualquier modo uno no puede perdonarse a sí mismo, es otro quien te ha de perdonar, y por ese perdón puedes estar toda una vida esperando.
El hombre se puso en pie temblorosamente. Por primera vez, Jean se dio cuenta de que tenía la espalda torcida; al ponerse de pie seguía mirando al suelo. Sintió vergüenza y empatía.
—Gracias —dijo Jean.
—Es de mala educación agradecer a un viejo su tristeza.
—¡Lo siento! —exclamó ella—. No era eso lo que quería decir.
El viejo asintió hacia el suelo.
Jean regresó al campamento. Se la compadecía de lejos. A Avery le daba la impresión de que no podía pensar, no podía acercarla a sí mismo, sin hacerle daño. Está por debajo del nivel del mar, le había aconsejado Daub, tienes que intentarlo. Pero Avery sentía que ella no era capaz ni de soportar el peso de su mirada.
A medida que iban retirando el Gran Templo y la cara del acantilado se vaciaba hasta quedar convertida en un tosco abismo, de una manera inversamente proporcional casi simbólica, había ido creciendo la tripa de Jean. Avery se sentía perseguido, el desierto estaba perseguido por las aldeas vacías, por su destrucción, por la impotencia y el luto, por la mentira de la duplicación. Y, sin embargo, mientras, la hermosa cúpula de la carne de Jean había sido de algún modo la señal de una posible redención: todos los niños nubios que habían de nacer. No era racional, como no lo era que Jean mezclara su sueño con la muerte de Mono, o la sensación de la madre de Jean de que había abandonado a su hermano piloto cuando abandonó el cielo nocturno de la avenida Clarendon. Él sabía que tales pensamientos nacían de la necesidad de poner orden en la tragedia, y que uno debía admitir tal necesidad ante sí mismo. Pero sabía también que su dolor moral, su búsqueda interior, no era nada, carecía por completo de significado ante la pérdida de una hija, la pérdida de un país. No podía evitarlo, no obstante: cuando su hija murió Avery sintió el sufrimiento de Jean, y su propio sufrimiento, en el dolor del acantilado, en las aldeas silenciosas, en el nuevo asentamiento de Khashm el Girba, en el abyecto consuelo de los templos reconstruidos.
Hassan Dafalla llegó a Khashm el Girba por primera vez después de la inundación y miró a su alrededor en busca de un lugar donde sentarse. Pero no había sombra alguna. Él y los colonos de Faras se quedaron de pie, juntos, abatidos, cada uno de ellos sobrecogido por su propio pesar.
Entonces un hombre habló, como dándoles voz a todos:
—Una nación es la idea de un espacio que nunca recorrerás por tu propio pie pero que sientes en las piernas que te pertenece. Su calor es tu calor, sus olores y sonidos son los tuyos, los del agua corriendo por una tubería, o derramándose de los cuencos de arcilla de la sagiya, goteando de las cuerdas mojadas, los dátiles cálidos en la cesta que llevas en la cabeza. El sonido del casco de la falúa que se desplaza cerca de ti en la oscuridad, navegando siempre sin luces en el espacio largo del río en la noche. Reconocer la voz de tu vecino antes de abrir los ojos, la voz de su hijo pequeño, casi un hombre, llamando a su amigo que también va de camino a recoger las lentejas y la cebada. El tamiz de las semillas cuando tu mujer mete el cuenco en el saco, y luego estira el brazo para arrojarlas al aire, a la tierra. El sonido de las lentejas cayendo al fondo de la cacerola. El viento colándose de noche por los ventanucos altos. Pero sobre todo es el río, que llevas en las piernas y en los brazos como si fueras a vivir para siempre, mientras fluya el Nilo.
»De manera que ¿quién soy yo en Khashm el Girba? ¿Qué es mi cuerpo sino un recuerdo para mí? Venir aquí es como hacerse viejo en un instante, no conocer tu propio cuerpo excepto por lo que un día fue. Fue así de repentino, una locura, seguir sintiendo las colinas, la arena, el río, ¡incluso la visión de la fea Atbara! Respiras un aire distinto, sientes que tienes otro olor, y tu mujer huele distinto, y también tus hijos. Y la única vez que de verdad sientes que te son familiares es cuando están durmiendo, soñando con su hogar. Entonces puedo oler el río en ellos.
»Ojalá mi hijo pudiera verme, pero está en Londres con una camisa rígida, en un lugar que nunca he visto. Recuerdo su rostro con las montañas de fondo, y me pregunto cómo será ver su rostro con Londres de fondo. Cuando mi hijo venga a enterrarme, yaceré en un lugar extraño; y mi propio padre y mi propia madre estarán bajo las olas.
»Yo solía decirle a mi mujer: mientras estés entre mis brazos estarás segura. Pero ahora no está segura, y mis hijos no están seguros.
Jean y Avery subieron a la montaña. Ramsés estaba inundado de luz. Avery conocía cada centímetro cuadrado del cuerpo del rey por su número: el código de almacenamiento de cada uña, cada bloque de las rodillas, sus narices y sus orejas.
La ilusión era inmaculada. La visión que tenían ante ellos era tan inmensa e inequívoca que Jean casi tropieza.
La fina línea que le cruzaba el vientre, la cicatriz que ya estaba volviéndose blanca y desapareciendo hacia el interior de su carne, tan fina como la línea aserrada a lo largo del pecho de Ramsés, esto, pensó, era la mentira, algo inexplicable, desagradablemente personal. Y, en cambio, el templo gigantesco ante sus ojos —con todas las líneas de las sierras ahora invisibles— era prueba irrefutable de que los acontecimientos de su cuerpo, y de Nubia, no habían ocurrido. Que el propósito del templo se había convertido ahora en este olvido.
La expansión de desierto que pronto se convertiría en el lago Nasser yacía vacía. En un área de más de trescientos kilómetros sólo había quedado un hombre, en Argin, en su choza de tejado de paja, y una sola familia en Dibeira. Se quedarían hasta la inundación de sus casas. No sabían lo que iba a ser de ellos, pero se habían jurado que si había un sitio en el que jamás vivirían sería en la Nueva Halfa de Khashm el Girba.
Unas semanas después de que las aldeas nubias fueran evacuadas se desató una tormenta de arena en el nuevo asentamiento. Levantó los tejados de las casas de la Aldea 22 (la nueva Degheim) y las planchas de metal y las cercas volaron como en un huracán. Gran parte del ganado, que había sido transportado tan cuidadosamente, murió en la tormenta. Los tejados y las cercas no habían sido bien fijados. Las paredes de las casas no estaban ancladas en la tierra con suficiente profundidad.
Y entonces, con amarga ironía, dos meses después de la tormenta de arena, hubo una tormenta eléctrica de tales proporciones que el asentamiento de Khashm el Girba al completo acabó sumergido en el agua.
Hassan Dafalla esperó. Al fin, pasada la una del mediodía, el Nilo empezó a rebosarse en el muelle de Wadi Halfa. Vio cómo la estación de ferrocarril desaparecía.
El agua ascendió por las paredes del hospital, inundó las casas de Tawfikia y Abbasia, luego se apresuró hacia el hotel Nilo llenando las habitaciones con sus últimos huéspedes: los reptiles y los escorpiones. Los jardines que se estaban marchitando por falta de agua de repente centelleaban de exuberancia y vitalidad, sólo para morir ahogados al día siguiente.
El día anterior Hassan Dafalla había enviado una carta desde Wadi Halfa, la última carta que luciría el sello postal de la ciudad. La última noche durmió con la ropa de cama arrastrando por el suelo, para que, en caso de que el agua llegara a su cuarto, le despertara la sábana mojada. Vio cómo la mezquita se abría con un crujido, y observó cómo las tiendas y las casas de adobe «se derretían como galletas». Mientras caminaba por la ciudad registrando todo lo que podía en su Rolleiflex, vio a las ratas que huían con sus crías entre los dientes y, por todas partes, «el rugido atroz» de edificios que se derrumbaban. Vio cómo su propia casa se partía en dos por la mitad y se desmoronaba. Hassan Dafalla, el último hombre de Wadi Halfa, llevó sus maletas al aeropuerto, pero no era capaz de mantenerse alejado de la ciudad mientras quedara algo que ver y que registrar. Fue necesario amarrar a su perro a un poste en el aeropuerto, por miedo a que pudiera «regresar a la casa, que se esperaba que se hundiera en cualquier momento. De hecho, cuando até al perro, sentí que yo también necesitaba una cadena».
Cuando al fin Hassan Dafalla se marchó de Wadi Halfa, la única señal que quedó de la ciudad fue la punta del minarete, flotando como una boya de piedra.
En los pueblos recién construidos de Ingleside y Long Sault, los habitantes cuyas casas habían sido trasladadas siguieron despertándose y vistiéndose y comiendo todos los días; y aunque cualquier observador hubiera dicho que estas casas eran exactamente las mismas, quienes vivían en ellas, angustiados, insomnes, sabían que no lo eran. Al principio uno no era capaz de discernir la razón; era sólo una sensación. Alguien lo describió como la sensación de ser observado, otro como si las páginas de la propia mente estuvieran pegadas, que había otra imagen, muy distinta, debajo de la que era visible, y a la que uno no podía acceder, y aunque con la uña de la mente uno intentara repetidas veces levantar el fino borde del papel, nunca se separaba. Otro creía que se trataba sencillamente de una diferencia en la luz, que no caía sobre la mesa o sobre un libro o no se filtraba del mismo modo por las cortinas. O tal vez fuera un truco del viento, una brisa desconocida soplándote en la cara. Algunos lo sentían en la iglesia que había sido desplazada, piedra a piedra y, después del sermón dominical, paseando por el pequeño camposanto, aunque en este caso no era la sensación de sentirse observados sino la contraria, la de que ahora nadie los miraba, una sensación de abandono. La impresión era que los pueblos nuevos eran los que estaban «perdidos», y no los que habían quedado atrás para ser desmembrados, quemados, ahogados. Que lo que las postales de «los pueblos perdidos» debían representar eran las nuevas y brillantes subdivisiones. Era una intuición, como la que poseían los pilotos de guerra y los copilotos de los bombarderos, que habían perdido casi toda su capacidad auditiva y sin embargo, como veteranos en tierra, eran capaces de sentir la presencia de un avión mucho antes de que se hiciera visible. Algunos decían que era como la diferencia entre un hombre y su cadáver, pues qué es un cadáver sino una réplica casi perfecta.
Los constructores saben que la madera tiene vetas y que la piedra tiene vetas, pero también la carne tiene sus propias vetas.
Dieciocho meses después de que comenzara el trabajo de Avery en el rescate, rebanaron la cara de Ramsés, con sus labios de un metro de grosor, poco antes de rebanarle las orejas. Después sufrió la indignidad de que un obrero le inyectara un spray nasal de acetato de polivinilo. Su rostro, el bloque 120, sujeto por las barras de acero que le habían insertado en la coronilla, fue levantado despacio hacia el cielo con ayuda de un cabrestante.
De pie junto a Avery, Jean sentía el calor que irradiaba su cuerpo, y de pronto su camisa se empapó para secarse instantáneamente al calor del sol todopoderoso. Avery sintió que incluso el interior de su boca se calentaba de un modo insoportable, que le sudaban hasta los dientes.
Todo el trabajo se detuvo mientras la inmensa cabeza de Ramsés ascendía despacio gracias a cables invisibles a la luz del sol. Mientras treinta toneladas de piedra parecían ascender, suspendidas, flotando en el aire, todo el campamento, tres mil hombres, observaba en silencio, puesto en pie.
Avery terminó de escribir en su libro de sombra, como su padre le había enseñado, el registro personal que guardaba junto al que redactaba para sus jefes; era su última noche en Abu Simbel.
«Toda acción tiene una causa y una consecuencia…
»No creo que el hogar sea donde nacemos, o el lugar donde nos criamos, ni un derecho por nacimiento ni una herencia, ni un nombre, ni la sangre, ni un país. No es ni siquiera esa parte blanda que duele al ser tocada, que define nuestra soledad del mismo modo que un cuenco define el agua. No puede ser localizado en un olor ni en un sabor ni en un talismán ni en una palabra…
»El hogar es nuestro primer error verdadero. Es aquel error que lo cambia todo, la lección que podrías permitir que te destruyera. Es desde este momento desde el que empezamos a construir nuestro hogar en el mundo. Es ese lugar al que conferimos un olor, un sabor, un talismán, un nombre».