NUESTRO PADRE SAN DANIEL es obra que revela la seriedad de la preocupación humana de Miró. Hay en este libro una subcorriente de ternura que le da un tono ligeramente melancólico. Miró no es nunca rencoroso como Baroja, ni dilettante como Valle-Inclán, ni deprimente como…, pero no hay españoles deprimentes. Es, sí, un poco triste, como si deplorase que siendo la Naturaleza tan hermosa, sean los hombres tan indignos de ella, y, al ir a dar esta conclusión, se arrepintiera. Esta actitud inspira uno de los cuentos más curiosos de su mejor libro, El ángel. El molino. El caracol del faro. Un ángel se establece en la tierra, un querubín viene a buscarle. Las alas se le han caído, le ha crecido la barba y se ha acostumbrado a las cosas de los hombres. El ángel, ya aclimatado en la tierra, da al querubín una impresión muy pesimista de la naturaleza humana. El querubín dice: «Sea. He venido a buscarte. Ven al cielo». Pero el ángel contesta: No, y la página primorosa en la que explica por qué prefiere seguir en la tierra, puede resumirse en estas líneas, que son, quizá, la esencia de la filosofía de Miró:
«¡Qué dulce es sentirnos cerca del cielo desde la tierra!»:
El libro está lleno de joyas como ésta, joyas trabajadas por un artista que penetra en la Naturaleza hasta percibir sus más minuciosos detalles, pero también creadas por un hombre que siente con intensidad las cosas del hombre —de modo que no sabemos dónde empieza el hombre y dónde la Naturaleza: tan delicada es la mano que los une. El peligro de un arte así es que a veces degenera en mera fantasía. No está exento de este defecto Gabriel Miró. En general, sin embargo, el arte de Miró nace de una imaginación luminosa, penetrante y sensible, sostenida por un sentimiento poético de tal sencillez y verdad, que sabe elevar la expresión de lugares comunes a cumbres de límpida belleza: tal esta línea serena: «El alma del agua sólo reside en la tranquila plenitud de su origen».
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Gabriel Miró está más cerca del espíritu castellano que Azorin. La luz del Mediterráneo ilumina su visión. «En mi ciudad —nos dice él mismo— desde que nacemos se nos llenan los ojos de azul de las aguas». Esta luminosidad es todavía la cualidad predominante de su arte. Todavía se acerca a la Naturaleza por la superficie, y su mayor tendencia sigue siendo plástica, como para asir y modelar lo que perciben sus sentidos, y ante todo sus ojos. Suya es la facultad de observación minuciosa que acompaña a la actitud plástica, esa facultad que parece consistir meramente en saber decir lo que está a la vista de todos y que, sin embargo, es mucho más honda, como enraizada que está en los arcanos de la sensibilidad. También tiene del levantino la actitud deliberada. Mira a fin de ver. No se da en él esa manera «sin querer» del castellano que parece ver sin haber mirado de intento. Gabriel Miró es observador activo y artista consciente.
Como artista, es a la vez inferior a Azorín y más espontáneo. El material no sale de sus manos tan finamente trabajado por la experta mente plástica. Una frase inhábil, una palabra fuera de su sitio, un giro idiomático al que falta acuerdo o propiedad… A buen seguro, faltas menores, faltas que ni siquiera observaríamos en otros escritores, pero que aquí saltan a la vista, como arañazos en oro bruñido. Además, el material que trabaja Miró es más pesado, más denso que el de Azorín. Mientras Azorín busca su emoción estética en la atmósfera que rodea los objetos de su observación, Miró va a sentirla a las fuentes mismas de la vida que yacen ocultas dentro de las cosas. Espíritu más serio, da a las cosas más solidez. Espíritu más grave, les da más peso. De aquí la impresión de que el material que moldea es más rebelde a la mano que la luz y el aire con que Azorín pinta sus bocetos.
Y es que Miró está más influido que Azorín por el espíritu de Castilla. Su material está más cargado, más íntimamente amasado con sustancia humana. Con preferencia detienen al lector en su prosa imágenes en las que aparecen formas puramente plásticas, llenas de un contenido casi inmaterial; «… el silencio manaba densamente de sus bocas como el agua muda de una peña sombría». No hay apenas página en Miró que no ofrezca ejemplos análogos.
Revélase aquí su tendencia a permanecer en esa zona mental en la que el mundo y el hombre se nos aparecen, no precisamente como una misma cosa, pero sí como dos aspectos de una misma cosa, de modo que la imaginación expresa el uno en términos del otro. Es una región en la que mana poesía grande. Miró se ha adentrado, pues, más allá que su paisano por la vía plástica de acceso a las cosas, porque, si inferior como artista, le es superior en sentido de la Naturaleza y de lo humano, Y no es que falte este sentido a Azorín. No sería artista si le faltase. Pero mientras en él parece ser adjetivo a su tendencia plástica y tan sólo a valorar y hacer más delicado su talento pictórico, en Miró es tan vital y esencial como su misma tendencia plástica, que a su vez agudiza y prolonga.
Esta virtud poética es en Miró tan natural y pura que, sin esfuerzo, casi sin querer, da poesía de admirable limpidez en tres o cuatro palabras sencillas que ni siquiera cambian el tono de su prosa. Así, a propósito de un agua quieta:
«Y los follajes, los troncos, la peña, la nube, el azul, el ave, todo se ve dentro, y, muchas veces, se sabe que es hermoso porque el agua lo dice».
Porque el agua lo dice. Esto es algo más que mera sencillez: es limpidez. Y es algo más que arte. Es un límpido manantial de poesía que mana de una mente clara y luminosa,
SALVADOR DE MADARIAGA.
1933