IX

Hasta los males pasan

CAMINO de la Visitación, iba recordando Alba-Longa que ya se había cumplido la profecía de El Clamor de la Verdad.

En el principio del año, el Gabinete de Madrid prometió que las naves de España pasearían nuestra bandera hasta el Bósforo.

El Clamor de la Verdad, es decir, Alba-Longa, se burló de las arrogancias del Gobierno; y con patriótica pesadumbre, preveía que «las costas de Italia, Austria, Grecia y Turquía, que de continuo saludaban los buques de las potencias europeas, seguirían sin conocer la marina de guerra de España».

La escuadra española —formada por la fragata blindada Sagunto, como capitana; la de madera Blanca y la corbeta de hierro Tornado— se estuvo invernando quietamente en Mahón. La Victoria y la Numancia, acabada la carena, quedaron en situación económica.

Alba-Longa lo había adivinado. Era de esos hombres de tierra interior que se apasionan por noticias del mar; entre todas, las de incendios, abordajes, naufragios.

Un éxito. Lo confesaba el mismo Monera.

Don Cruz tendió sus brazos, colgándole dos alas del manteo y, como iba en medio del grupo, los demás tuvieron que apartarse. Con los brazos tendidos abrió el horizonte de las palabras de don Amancio para internar allí un elogio a don Álvaro. Es prudente repartir los éxitos. Recordábales también el canónigo que don Álvaro, todavía recién llegado, supo ver el profundo sueño de Oleza. Alguien en aquellos días juró despertarla, y Oleza…

—Oleza —interrumpió Alba-Longa— se ha dormido hace mucho tiempo acostada encima de ella misma…

—Se ha dormido —dijo don Cruz— sin que la despierte ni una riada. Duerme y goza al amor de su río. ¡De qué modo puede aplicársele: Fluminis impetus laetificat civitatem Dei…!

Pero Alba-Longa no había terminado la perífrasis.

—Acostada encima de ella misma, encima de su gloria. ¡Fue toda de gloria!

Y como un reproche para don Álvaro, ajeno a este pasado de sublimidad del que participaba milagrosamente él por ser olecense y cronista sabedor de lo más escondido, añadió con tono de dictado:

—Mucho se escribe del poder de los gremios. Yo digo que los gremios de mi ciudad merecen pertenecerle. Merecían. ¡Eran olecenses! No toleraban que se les menoscabasen sus fueros y preeminencias. ¡No lo toleraban de nadie, ni de sus prelados, de aquellos prelados de entonces!

Iban despacio, parándose mucho. Las mujeres de la calle de la Verónica, que sacaban sillas, hijos y costura para esparcirse en el atardecer de septiembre, se desesperaban de la lentitud del corrillo de don Cruz, que no las dejaba acomodarse en paz.

—Los sastres —seguía don Amancio— deshicieron con sus espadas la procesión del Corpus para rescatar el sitio suyo que les negó el obispo Cisneros de Velasco, natural de Zamora.

—Y mi Cabildo otro gremio: gremio de pureza religiosa —insinuó don Cruz; pero se le interpuso don Amancio.

—¿Lo del Cabildo? Lo del Cabildo se representa en una vitela iluminada que descubrió Espuch y Loriga, mi tío, en el granero episcopal. Un domingo, otro prelado, Bosch de Artés, muy terco y catalán, quiso explicar el Catecismo. No podía hacerlo. Era deber y privilegio del Cabildo. Se presentó el obispo en la Catedral y no pudo subir al púlpito porque los canónigos le derribaron la escalerilla; quiso bendecir al pueblo desde su trono, y el deán y el chantre le contuvieron los dos brazos. Vino la Inquisición seguida del pabordre, de los Jurados. Vino un capitán del rey con sus arcabuceros… Pero el obispo no explicó la Doctrina Cristiana…

—En cambio, ahora —dijo ya don Cruz—, ahora pueblo y clero lo resisten todo. ¡Todos lo resistimos todo!

Les pasó Elvira con la Monera y las Catalanas, acordando verse y salir juntos de la Visitación, como casi todas las tardes.

El padre Bellod no les pagó el saludo. Ya sabía que habían de reunirse en la casa de don Jeromillo y hablar y apenarse de don Magín. Pero las flaquezas nuestras nos las consentimos y podemos proclamarlas y zaherirlas nosotros mismos en nosotros, no que otros, y singularmente los de nuestra amistad, nos las naturalicen.

Como sagrario en Jueves Santo, decía don Jeromillo que estaba su portal. Debe de creerse que no faltó nadie de Oleza a saber de don Magín cuando acudía inclusive el corro de don Cruz.

Entonces, el capellán de las Salesas pudo mirar de cerca a don Álvaro y don Amancio, que siempre le parecieron muy lejos de su casta y de su vida; no se le dio un ardite de la engrifada severidad del padre Bellod; dialogó, sentado y todo, con Su Ilustrísima, y descabezaba el sueño en su presencia, rendido de tantas vigilias. Fue un acierto muy grande aposentar a don Magín en su casa. Hallaba la recompensa del horror de la víspera de San Daniel. La descarga que malhirió al párroco en el pecho, pudo haberle cribado el suyo. Perdía sangre don Magín, pero no sus zumbas, que resaltaban y dañaban entre los sollozos de don Jeromillo y la consternación de Su Ilustrísima y el espanto de todos. Rodeaban al herido; le tentaban para saber su mal. Le alzaron y pusieron en unas angarillas de mantas y cabezales, y por la Corredera lo traían a su parroquia; pero como ya desfalleciese del dolor y de la hemorragia, y se supo que los alrededores de San Bartolomé se habían embalsado de fango y de despojos, pidió don Jeromillo que lo entrasen en la Visitación. Se sofocó de la sorpresa de verse obedecido. Delante, él, y los demás, hasta el obispo, le seguían. En su lecho acostaron a don Magín, y él, sus hermanas, el médico Grifol, doña Corazón y Jimena, que pasó al servicio de la viuda desde la muerte de su señor, le desnudaron y lavaron, aunque saliéndose el capellán porque se desmayaba de verle las heridas.

Juntas en pleno de Congregaciones, aguardaban turno para preguntarle y oírle; y él salía de la alcoba con la frente arada por la voluntad de recoger y entender los preceptos de Grifol, y, de pronto, llamaba a doña Corazón, y así se zabullía de las responsabilidades de enfermero. De grupo en grupo tornaba al dormitorio.

En la ventana, el Abuelo se dormía mirando los gorriones que bajaban de los huertos. La Jimena, de luto, sacaba hilas, repasaba vendas, ardiéndole los ojos al sentir la voz de Elvira o de don Álvaro. Pisando sin ruido, iban asomándose los vicarios de San Bartolomé y algunos beneficiados, canónigos, familias olecenses. Todo el pueblo, lo mejor de Oleza y de la diócesis en señorío y dignidades, había ya visto la cama, la jofaina, las estampas, las alpargatillas grises de don Jeromillo. ¡Cuánto misterio en la vida! Comía entre apuros, levantándose para tomar recados; le dolían todos los huesos, no le quedaba holgura ni para las oraciones, y a pesar de él, alguien oculto en su corazón le dijo que nunca se sintiera tan pagado de sí mismo como entonces. Sorprendiose frotándose las manos, y se las soltó arrepentido y lloroso. ¡Si muriese ese hombre, qué sería de él! Y le contemplaba con un susto de huérfano.

Don Magín aparecía como una estatua yacente de gigante; los brazos, rígidos, estampados en la colcha de albenda; el pecho, alto, enorme de fajaduras; la frente y las sienes, luciéndole de sudor; las mejillas, devoradas por la barba crecida.

¡Tanto padecer, y por nada! La inundación fue la de menos daños de todas las de Oleza. La feria se celebró en otras tardes, además de que los mercaderes eran forasteros. Cara-rajada murió porque había de morir de sus accidentes, y no se perdió mucho con que un ribaldo, malavenido con todos, muriese.

¡Tanto padecer, y por nadie! Oleza se acercaba de puntillas a don Magín. No se podía señalar a ninguno por culpable verdadero; no lo sabían ni los que dispararon sus carabinas, aunque se lo preguntaran escrupulosamente a su conciencia. Pero a todo el Círculo de Labradores le pesaba el cruento episodio como si hubiese originado el triunfo de un enemigo. Enemigo suyo era don Magín, y su sangre y su dolor le realzaron y le pusieron luces de heroísmo, le atrajeron más el aprecio de la diócesis y le afirmaron en la privanza de Palacio. De no morir, se quedaría de dueño de la sede.

Nuestro Padre San Daniel, que había perdonado tremendas caídas y fragilidades, no apartó de sus criaturas una riada en la víspera de su festividad, permitiendo que se cegaran los corazones. Se las tenía juradas. Y se las tendría juradas para que se enterase el obispo. Quizá por eso el obispo apresuró las obras del altar abandonado, y por eso también no pasaba día sin que sus pajes y familiares visitaran al herido, y él estuvo muchas mañanas, y presenció las curas y celebró en las Salesas. Ayudábale la misa don Jeromillo, casi con una confianza de sobrino de Su Ilustrísima. Era como residir en un campo con obispo sólo suyo; era regodearse con las grandezas en la sencillez.

Frecuentemente, la iglesia de las Madres, de blancura y sol de santuario, los aposentos humildes de su capellán, la entornada alcoba del herido, se penetraban de perfume y claridad de elegancia de mujer con la aparición de la de Lóriz. Hasta las horas más oprimidas por el empeoramiento del párroco, las alzó y conforto la gentil señora con su presencia y su palabra. Ofrecía todo lo de su palacio, y su sueño y sus manos para ayudar a los que velaban, y ofreció sus médicos de la Corte, aunque advirtiendo que no podrían aventajar al médico Grifol. Lo dijo delante de doña Corazón, y don Vicente se inclinó en un silencio de felicidad de juventud.

Causa nostrae laetitiae, invocaba sin querer don Jeromillo acercándose a la dama y tocando con su mano de mozo labrador los finos dedos enguantados.

Salud de los enfermos, pudo también rezarle, porque la condesa semejó vencer la peoría del herido, y poniéndose a su lado le mandaba que se diese prisa en sanar, porque a ella ya se la estaba dando el hijo por venir al mundo. Grifol había de recibirlo y don Magín hacerle cristiano.

Contemplábala toda don Jeromillo, pasmándose de no haber sospechado que estuviese encinta. En cambio, Elvira, la Monera y las Catalanas la medían con los ojos cada tarde. Por mucha habilidad de modisto y galas amplias que trajese, ese vientre era demasiado grueso para calle. Elvira no se cansaba de repetir que ni ella ni su hermano consentían que su Paulina se mostrase en público; que la mujer honesta debe recogerse esperando la hora de la maternidad. ¿Qué les importaba a los otros? Demasiado lo sabrían. No sería ella, si se casaba, de las que se acongojaran por beber de cántaros milagreros de la Visitación, que dan hijos. Un hijo de lo primero que sirve es de malicia para llevar la cuenta de pasadas satisfacciones en que fue engendrado.

Menos ágiles para imaginar que Elvira y la Monera, las Catalanas habían de horrorizarse al dictado. Mejor se entretenían picoteando en el lujo de la de Lóriz. Solteronas, enjutas, tasadoras de todo gasto, no comprendían que cristianamente se derrochase el caudal, ¡y en un pueblo! Les daba temor de Dios. Preferían creer que fuese bambolla esa abundancia.

Rica de Oleza también la Monera, le daban empacho los ricos forasteros. La hermana de don Álvaro, que era pobre, se entusiasmó diciendo que creía a la de Lóriz mucho más rica de lo que pudieran recelar los hacendados lugareños, pues para que lo fuese hizo el padre su agosto en contratas de víveres del Ejército.

—¿Y vive la hija en Oleza?

—Vive en Oleza, y no porque esté harta de viajes y de mundo, sino por sensualidad, porque quiso el goce de recién casada en estos huertos, con este olor de acacias, de naranjos, que es un olor de perdición.

—¿De veras? —decían mirándose las Catalanas, no pudiendo persuadirse que oliesen de ese modo los árboles.

—¿Y vino adrede por eso? —escandalizose la Monera—. ¿Qué se ha creído esa mujer que es el matrimonio? ¿Qué se ha creído que es Oleza? ¿Y aún no tiene bastante?

—¡Y eso que el conde, en viendo un refajo de huertana no puede contenerse, dicen!

—¿De veras?

—¡Aunque ella no le deje de besar ni en el balcón!

—¡Mujeres así —se encendió la del homeópata— acaban por no poder arrodillarse bajo los ojos de Nuestro Padre! —Y se dolió de que la de Lóriz y la esposa de don Álvaro hubiesen coincidido en el tiempo de su cuidado.

Salió Purita, la virgen rubia más garrida y ennoviada de la diócesis, dando brincos de pájaro que le hacían palpitar todas sus gracias.

—¡Qué ganas tengo de casarme! —y con un dulce quejido asomaba la clavellina de su lengua entre la delicia de sus dientes.

¡Delante de todos! ¡Las Catalanas, Elvira, la Monera, sentían un frío de horror voluptuoso! ¡Esa criatura se perdería sin remedio! ¡En cambio, ellas, no; ellas nunca! Podían presenciarlo todo desde su honradez. Entraba más gente. Faltaban asientos. Y las dos hermanas de don Jeromillo se quedaban mirando a las visitas antiguas, que no se iban. Si se fuesen, no sería menester pedir las sillas de anea con fundas almidonadas del locutorio ni las de almohadón de la sala capitular de las Madres. Las Madres quebrantaban sus costumbres cediendo de lo suyo con que remediar la pobreza de don Jeromillo. Lo habían prometido por acuerdo de la Comunidad; pero las hermanas del capellán siempre vacilaban. La portera, la clavaria, la priora, la monja que saliese, las escuchaba sin corresponder a su sonrisa. Toda la casa, toda la casa en beneficio de su sacerdote, del pobre párroco herido y de los que le visitasen; toda la casa. Pero cada silla constituía en sí un costoso beneficio; cada una, porque las prestaban de una en una; y por las noches, al traérselas, las revolvían, las tocaban, las contaban. Por cada silla de la Comunidad, y por cada voz risueña de la tertulia del convaleciente, pasaban angustias las dos hermanas de don Jeromillo. Todo estuvo bien durante la pena de la gravedad: en el dormitorio, silencio, y fuera se esperaba de pie la muerte de don Magín. Pero traspuesto el peligo, se alborotó la alcoba. Llegábanse las dos hermanas para contener la bulla, y no se atrevían porque todos doblaban la risa adivinándoles su miedo, y entre todos el hermano. Hasta corporalmente se crecía don Jeromillo con el desenfado de Jimena y de Purita, y sintiendo el dulce y fuerte sostén de la amistad de la condesa. Le embriagaba la exaltación de su persona, estando tan cerca gentes que siempre le encogieron con sólo mirarle.

—¡Que rabien!

—¿Quién? —preguntaba Grifol.

Doña Corazón suspiraba:

—¡Quién ha de ser! Elvira, la Monera, don Cruz, don Amancio…

Grifol ponía sus manos en el puño de su bastoncito.

—¿Elvira, la Monera, don Cruz, don Amancio…? —Lo repetía sin recordar nada, absorto en la pronunciación de cada palabra y en cada actitud de blanda gracia de la viuda, que permanecía para él en la hermosura extática de virgen gruesa, según la amó en el principio.

Y una tarde presentose el archivero, mosén Orduña.

—¡A buena hora! —dijeron todos viéndole entrar con las trémulas manos tendidas preguntando, como si acabasen de traer herido a don Magín. Sentose y puso la teja bien acostada en sus rodillas.

Hasta los males pasan.

Vuelto el párroco a San Bartolomé, quedó el capellán de la Visitación en su quietud de pobre. Damas, Juntas, prebendados fueron subiéndose a su jerarquía. Don Álvaro, el padre Bellod, don Cruz, Alba-Longa, se remontaron como águilas sin acordarse de don Jeromillo. Y cuando don Magín le llevó a Palacio para agradecer a Su Ilustrísima sus bondades y honras, sobrecogiose, y buscó el arrimo del ventanal de la saleta. Desde allí, contemplando la noria, las almajaras, los frutales; imaginándose al obispo como un grave eclesiástico rural, resistió sus preguntas y sus ojos. ¡Ya no era el mismo Su Ilustrísima que antes! ¡Es decir: ahora Su Ilustrísima y los demás eran verdaderamente lo mismo, leñe! ¡Cuánto misterio!