La riada
AMANECIENDO comenzó el temporal. Oleza se entramaba en un recio tapiz de lluvia. Y entre el ruido fresco y crujiente de los follajes, de las baldosas, de los tejados, y el hostigo de los paredones, y el estruendo de las torrenteras y del río, que tronaba bravo y espumoso como una costa de cantiles, tocaban las campanas de Nuestro Padre, sus cinco campanas, siempre viejas y niñas, que se oyen desde nueve pueblos del contorno. Es un campaneo que viene de lo profundo de los años y ampara el paisaje, y va bajando y durmiéndose en la caliente quietud del olivar, en las tierras labradas, en el olvido de un huerto, en los calvarios aldeanos de hornacinas de cal y cipreses inmóviles… Caminante, pastor, yuntero y arriero de Oleza, sabe exactamente la revuelta, la hoyada, el surco o la linde donde principian a sentirse las campanas de San Daniel, y se para mirando las lejanías, y, rudo y todo, se le deshoja en el corazón el viejo calendario de las fiestas de su pueblo…
Pero, en aquella tarde, el humo y el telar de la lluvia cegaban la estampa de la víspera del Patrono. Manaban los cobertores para la procesión, los fanales para la verbena, las trenzas de guirnaldas de verdura. La ciudad era una gárgola que el río se bebía, un río enfangado, gordo de cuajadas de muladar, de espumas y bardomera, de hervideros de pringue y estiércol como la piel de una bestia roñosa; un río convulso de veloces hileros y oleajes que arrastraban garbas de cáñamo y de mies, cañizos de pimentón, cuévanos de capullos, artesas, aparejos; y detrás de un remolino de aves ahogadas, pasó un parral con sus vigas, que se quebró contra el puente de los Azudes.
Por los pretiles de la margen, por los techos de las anegadas aceñas, los molineros, con capuces de sacas, corrían apercibidos de garfios y sogas para los auxilios.
Después del primer campaneo, se puso a voltear el cimbalillo, solo y terco. Nadie le escuchaba porque retumbó la «caracola» del alguacil, que a lo último del alarido iba contando con tonadas cortas las varas de crecida que traía el Segral.
Si en la torre de Nuestro Padre repicaban siempre todas las fiestas de antaño, en la bocina del pregonero bramaba la crónica de las inundaciones. Y ninguna ocurrió en los días del Triduo; ni siquiera una tronada de bochorno, ni mollizna ni nublado, como si San Daniel en persona se cuidase de la transparencia de los cielos para que nada impidiese la asunción vertical de las plegarias de sus protegidos.
Buhoneros, mercaderes y «monstruos» de feria se guarecían bajo sus toldos y en los cobertizos de los paradores, hermanados por la perdición. Todo eran chacotas para el Santo, que consentía que se malparase el júbilo de su víspera. Un barco de sal de Torrevieja habían de traerle y colgárselo en gratitud de que pudieran volver navegando a sus casas con los despojos de sus tiendas.
Ya se cansaba el esquilón; y rodaba, otra vez, todo el molino de campanas, y para recalcar la prisa se zarandeó locamente la segundilla, que allí le dicen la medianeja-madre. Llegaba la hora de las súplicas; y, arrostrando el diluvio, acudían las devotas al amparo de sus paraguas, paraguas azules, bermejos, gibosos, ochavados, patriarcales, señoriles, con una canal en cada ballena. Se juntaban las mujeres, con la capellina de sus sayas y refajos revueltos, embebidas de lluvia que se les escurría por la cuesta de los hombros. Venían también familias labradoras; los padres y los mozos con las piernas hórridas de cieno, como patas de bueyes de arrozales, de andar por la labor calando esclusas, recogiendo y apartando de la riada los aperos y cosechas. No eran los huertanos de otras fiestas, limpios y majos, con su clavellina en la sien y la vihuela de moña descansando en el pomo de la faca; traían las ropas astrosas, los sombreros chorreantes, y en la frente el agobio del cielo, un cielo agarrado a los horizontes como un fango que reventaba en mangas de una foscor lívida. Se paraban los corros en los portales de la parroquia contándose las últimas nuevas, callándose para atender la sirena que se ahondaba en toda la ciudad. Se volvían esperándola; la aborrecían y la llamaban; y el alguacil pasaba rebotando de cantón en cantón, encarnando el mal. Todo Oleza era suyo; la ciudad semejaba encogerse para que el buen hombre de botas gigantes y ferradas la hollase pronto, dejándole el bando de la crecida: «A las dos: cinco varas en Almotaceña; cinco en Los Rubios; cinco y media en Benferri; seis en Murcia…».
Arreció el campaneo. Precipitose la muchedumbre y se amontonó rodeando el altar mayor. Estaba la imagen en el lado del Evangelio, entre cirios de luces lisas y tristes. Su capilla privilegiada era un foso de escombros, un jaulón de andamios, con una cruda claridad que destilaba en las rinconadas de sillares y emblemas desarticulados, de medallones y amorcillos raídos, de querubines con las alas hundidas en la rudera y el yeso. Se recostaban en las losas los pilares que soportaron poderosamente el trono del profeta, y yacían de bruces los dos ángeles de talla, tendiendo aún los brazos para sostener las enormes lámparas de oro guardadas en la sacristía. Al arrimo de los muros, las vidrieras glorificadoras del sol criaban las redes de las arañas, mostrándose en un corte de estratificaciones de pizarra; y entre astillas, doladuras, sogas, poleas y lechadas de mortero, se arrumbaban los exvotos, los sudarios, los cabestrillos, las flores de paño, todo en llaga como después de un incendio de una prendería.
Y Nuestro Padre bajo las anchas bóvedas, cerca de los hombres, más pequeño, receloso de su posada interina, agraviado de verse como cualquier santo de otras parroquias. La suya, hogar de la oración olecense, tenía el vaho de la calle, la externidad de una casa sin señor en el trajín de una mudanza. No entraban las gentes cohibidas del fervor y del ahogo suntuario de lo sagrado; y el paño de las mercedes, junto a los escalones del presbiterio, aparecía encogido, sin valor litúrgico, como un retazo de alfombra de una sala decadente.
Crujió el reloj parroquial; postrose la muchedumbre bajo la primera campanada de las tres. ¡Las tres! Y no se elevaron los ruegos, sino que se dijeron cara a cara de Nuestro Padre unas imploraciones tan tibias que no se sintió la agonía de pronunciarlas pronto. Con tanta holgura se hicieron, que los más menesterosos dudaron de que les valiesen. Quizá Nuestro Padre no les oyera lo mismo aquí que en su recinto, no habiéndole implorado con el mismo sobresalto. Les parecía que las gracias anualmente esperadas del cielo las hiciesen florecer desde la tierra con su dolor. Hogaño no padecieron; y les remordía la pesadumbre de una culpa no cometida. Salían dejándose un año de fe desaprovechada. Era un castigo: el castigo de Oleza. Y hubo quien, además de pensarlo, lo comunicó inspiradamente, y fue creído de todos propagándose en una riada de corazones. La multitud regolfó encendida y dura. Les llegaba tarde, pero les llegaba la sacudida de fuego; y surgió el grito, que ya no fue de jaculatoria, sino de revuelta. A gritos se murmuraba del arquitecto diocesano, de Su Ilustrísima, de sus consejeros, del Municipio, que no amparó al pueblo en el malogro de sus tradiciones. Y una voz abrasada y roja, la del conserje del Círculo de Labradores, y sus puños de cepa, se alzaron en un ¡viva Nuestro Padre!, que fue rugido bravíamente por todas las lenguas.
Muchas señoras se refugiaron en la sacristía. Entre sus faldas y mantos aulló un perro acartonado de barrizal y de miseria, huido del tumulto. Lo agarró el padre Bellod del pellejo, y sintiose, al otro lado de la reja, un golpe de carroña chafada. Se asomaron despavoridas las vírgenes; entró el tímido colegio de los vicarios con sus sobrepellices de primorosos rizos. Resonó una desgarradura de maderas. Abalanzose el párroco temiendo el asalto de las obras. Pero la piedad enfurecida, sólo había destrozado las bancas del Municipio y de los caballeros santiaguistas. Volvió el sacerdote, y en su demacración, aceitosa de los sudores de la brega, oscilaba una sonrisa de sufrimiento. Todos se le sometían pálidos y mudos.
—¡Dije en la antecámara del obispo que yo me lavaba las manos; y me las estoy lavando en el diluvio de la ira divina! —Y las fue sacudiendo duramente, asperjando de horror todos los corazones. Un vicario robusto y moreno recitó conmovido:
—Dominus diluvium inhabitare facit, et sedebit Dominus rex in aeternum.
Se abría y se encrespaba ya el motín en la calle. Lo aplastó el estampido de un morterete tan grande que el humo se quedó mucho tiempo cogido al arrabal de San Ginés.
Las gentes se revolvían mirando los andrajosos aduares. Poco a poco, entre la niebla de la pólvora y la urdimbre de la lluvia, se agusanó la peña de menadores, de lañadores, de corrioneros, de polvoristas, de mendigos… Creyeron los de abajo que los del monte salían en alarde y amenaza de descreídos contra la devota protesta, y que aquel trueno no era la salva de júbilo por la festividad, sino una injuria de desalmados que se gozaban en la perdición porque nada tenían que perder. Bajarían como otra arroyada para gritar enfrente de sus gritos, para estallar en pelea contra ellos, que significaban la tradición de Oleza legítima y cristiana. Y los de San Daniel, aun sabiendo de antemano que iban a la Plaza Mayor y a Palacio para acusar a los regidores y al obispo de las desgracias de su pueblo, lo voceaban desesperados de su mismo ímpetu, retando a las turbas arrabaleras:
—¡A la Plaza Mayor!
—¡¡A la Plaza Mayor!!
—¡A Palacio!
—¡¡A Palacio!!
Y tornaba el bramido del conserje faccioso:
—¡Viva Nuestro Padre San Daniel!
—¡¡Viva Nuestro Padre San Daniel!!
Sumida, vieja, sin cielo, viéndosele más sus remiendos y desolladuras, la ciudad se entregaba a los dos bandos: el de San Ginés, que vive siempre en una corralada de humanidad primitiva; en un vertedero de hijos, de bestias, de inmundicias, de faenas, de disputas, de tánganos y coplas; y el de San Daniel, que vive dándose codazos en el corazón, espulgándose la conciencia, sintiéndose entonces con sangre y resabios de casta harapienta, como si brotase a empujones de otras guaridas de peñascal.
Apareció Alba-Longa con el paraguas erizado; le goteaban lluvia los codos, las rodillas, los puños de gemelos de monedas; le desbordaban lluvia los fuelles de elásticos de sus botas, y se le caían las medias blancas. Le cercaron, sin dejarle cubrirse en un zaguán. Acababa de sorprender a Cara-rajada subiendo la cuesta, el Iscariote que iba en busca de los de San Ginés. Corrieron los socios del Círculo a guardar su Casa. En fin, fermentaron los posos y hieles de los hombres. Se embestían; les inflamaba el santo. Los dioses y los santos tienen que participar siempre de las mismas pasiones de las criaturas. Hasta la expiación de las aguas justificó sus enconos. Las enseñanzas históricas han de repetirse para que lo sean.
Ni ferias, ni milagros, ni regocijos, por culpa de unas obras malintencionadas. Y, entre todo, iba y venía como una lanzadera la fantasma del renegado. Todo el Círculo vibraba de anhelos heroicos. La mocedad se arrojó con sus escopetas y retacos a lo último de los terrados y techumbres. Serían el principio de una Covadonga olecense. A la llama de su gloria se apretarían los adictos de Levante y los de las dos Castillas, los de Cataluña y los del raso y la quebrada del Norte. Y aun ellos se bastaban: ochocientos quince socios, contando los doce de la Junta de gobierno. En la última velada literario-apologética les recordó don Cruz que «con trescientos israelitas, armados de una trompeta y de una antorcha oculta en un vaso de arcilla, había vencido Gedeón a ciento treinta y cinco mil beduinos». No serían tantos los beduinos liberales. Y se volvían a los horizontes cegados por el temporal. No había nadie.
Los socios de más cachaza se quedaron en la Biblioteca, en la botillería, en la Sala de juntas. Algunos se ponían delante del viril de la barretina del rey y de una copia de su alocución a los ejércitos; y renovaban la lectura:
«Ciento, doscientos mil hombres, tal vez, arrojará Madrid sobre estas provincias. ¡Vengan en buen hora! Con soldados como vosotros, ¡sólo se cuenta el número de enemigos después de la victoria! ¡Vengan en buen hora, que contra vuestros pechos se estrellará su feroz ímpetu, como se estrellan contra el inmoble peñasco las rugientes olas del mar embravecido!…».
Callaba el lector; se exaltaban los glosadores; después, era más fuerte el ruido de la lluvia y del Segral. Y otro hidalgo venía a la querencia del vidrio, comenzando:
«¡Ciento, doscientos mil hombres, tal vez…!».
Toda la ciudad resonaba como un odre inmenso. Para mejor oírla y mirarla, asomábase don Jeromillo a los canceles de la Visitación, arregazándose las faldas. En seguida volvía al vestuario a calafatear ventanas y recoger ornamentos y cortinas y remediar goteras, aturdido por los avisos y los ojos de la clavaria y las congojas de una freila. Llamó a sus hermanas, menudas, mustias, peinadas y vestidas las dos lo mismo, como dos imágenes descoloridas de la madre muerta. Toda la sacristía daba agua. Iba manando callada y espesa por el portalillo del claustro, por la subida de la torre; goteaba con un redoble metálico por una quiebra del techo; la tomaban con herradas, con lebrillos, con aljofifas, con las manos, sin menguarla. En el coro, en los corredores de la clausura, la Comunidad se arremolinaba y plañía descubriendo nuevos daños.
Delirantes campanas del Triduo, quejas de vecinos de callejones inundados, clamor del pregonero, rezos y lloros de las encerradas mujeres… El capellán se apuñazó su redondo cráneo, su pecho, sus corvas. No sabía dónde acudir; y, en este trance, y mientras vaciaba un barreño, acordose del relato de los diluvios: «El Egipto veía en las desbordadas aguas un signo de gracia, una merced de la divinidad…».
—¡Leñe con los egipcios de don Magín! ¡¡Don Magín!!
Acababa de pasar el párroco frente a las Salesas. Le reconoció, desde lejos, por el relámpago de la seda cardenalicia del paraguas genovés. Don Jeromillo escapose a su aposento y se puso las prendas de calle. Quería seguirle, y verlo todo en su compañía, ya que solo no le dejaban sus hermanas, ni él se resolviera de buen grado. Pero, cuando salió, doblaba ya el apuesto cura de San Bartolomé la calle del Olmo, que atraviesa la de la Verónica. Corrió, llamándole, hasta el pasadizo de Palacio. Le apocó el coche episcopal, que, entre la lluvia, tenía una vejez y una tristeza de silla de postas de emigrado. Unas gualdrapas lúgubres de cuero negro enfundaban los lomos de las mulas. Rebullían pajes y familiares. Salió el obispo en balandrán, con bufanda morada. Intentó volverse don Jeromillo; pero don Magín y el cortejo no le dejaron. Su Ilustrísima tendió su diestra desechando el faetón. Quería visitar a pie los lugares, las iglesias y los monasterios necesitados de socorro. Se le llegó don Magín para techarle con su baldaquino de Génova, y el obispo le aventajó caminando. El párroco tuvo que plegar su tesoro, y se lo dio como cayada. Abriendo las aguas con la contera de plata y con sus botas de bruñidas hebillas, apartose el prelado por el ábside de la catedral.
Estallaba entonces el alboroto en San Daniel, y trepaba el hombre de negro por los muladares de la sierra. No la había pisado desde que tomó casa en el contorno de las oficinas eclesiásticas. Sus aventuras, sus lacerias, sus hambres de vagabundo le trajeron la compasión y amistad de los de San Ginés. Escuchándole se crispaban de furor las manos arrabaleras; y de todo conoció que le daban promesa de su auxilio para cuando él se lo pidiese. Pues ahora lo quería quitándose de toda servidumbre, hasta de la de don Magín que en bromas y veras le vigilaba todos sus pensamientos.
Se detuvo y miró el hondo de la ciudad fungosa. Oleza tornaría a verle guerrero. Imaginose a don Álvaro como el hijo del juez, atado a las argollas de la pila, con las sienes abiertas, por las que penetraba la lluvia, pudriéndole la frente. Era el instante suyo, de complacerse en su odio y en la repugnancia de los demás; de verse alzado y feroz.
Le salieron los perros y los críos bañados y pringosos de San Ginés. Los hombres le esperaban acogidos a sus cobertizos de arpillera, de latas de robín y de tablas podridas, que parecían arrancadas de ataúdes; y por las albardillas y los ventanucos le fisgaban las comadres.
A todos les habló todavía con el resuello penoso de la cuesta.
¿Allí se estaban holgando mientras los carlistones, la perdición suya, revolvían la ciudad? ¡A ellos les tocaba el valer a los liberales! Y ensartaba la política con la crecida, el santo con don Álvaro, el peligro que estaban corriendo los hombres de bien…
Un esquilador de cuello abrasado de bubas le atajó la arenga.
—¡Aquí no llegará el agua! ¡Si los carlistones quieren pelear, que suban!
Y sin cuidarse de su presencia, se decían los unos a los otros:
—¡Querrá que nos socarremos por lo suyo!
—¡No semos candil de puerta ajena!
—¡De los de abajo y de nosotros es lo mesmo Nuestro Padre San Daniel!
—¡Se arrejuntó con los señoritingos, y los reniega ahora!
Potrón se le fue poco a poco; escupía y aplastaba la saliva; y volviose sacando las ancas.
—¡Si le comen, que se espulgue! ¡Los de Nuestro Padre han de pagarnos los fuegos de mañana, más que no ardiesen por la lluvia! ¡Conque al avío!
El hijo del Miseria les sonrió con asco. Se le moraba y estremecía su pellejo de difunto; y le subió a los ojos el dolor de su desencanto, la postración de su soledad, un desfallecimiento, un desamparo, que le ennoblecía la frente y el destrozo de su cara. Quiso hablar, y se le rompió la queja.
Todos le rechiflaron. Y la Montoya gritó:
—¡Se le raja también la nuez!
Plegaban sus brazos, rascándose en los sobacos de mugre; se quedaban muy quietos mirándole sus botas de albañal, su traje resbaladizo como la piel de un pulpo, su gorra de siervo monástico… Sentíase traspasado de la mirada de la horda, una mirada de pobre que se sume en la miseria del que no es de la misma casta de miseria, y va escarbando dentro y encontrando con qué gozarse.
Toda su carne le dolió como una tremenda herida renovada cuando un viejo aceitunado y enjuto le dijo, escupiendo por el caño de su tagarnina de verónica:
—¡A ti te escocerá el reconcomio por tu don Álvaro, pero buenos hígados tuvo el caballero para salir una noche a la heredad sin que tú aparecieses!
Cara-rajada se le arrojó como un halcón hambriento. Pero un torbellino de puños le volvió a su sitio, en medio de un corro de muecas.
Lloró de pena, de rabia de llorar; enloquecido por el escarnio de la más grande abnegación de su vida; y ahogándose de congoja gimió desesperadamente:
—¡Si no salí fue porque me lo pidieron por Paulina; y ella lo supo! ¡Sois tan ruines que me maldigo por el antojo de volver a vuestro estercolero!
Le cayeron rebotándole como pedradas los aullidos de todo el arrabal.
—¡Ay, que nos insulta un marqués!
—¡Quería que lo arreásemos por el pueblo para que le viese a lo señor la del «Olivar»!
Y el brazo peludo del Potrón le fue apuntando con la rodela de una tabla ahumada, y enroscose la ráfaga de un cohete en un codo del hombre de luto. Al arrancársela, le reventó entre sus dedos goteantes de lluvia.
Otros polvoristas siguieron la chanza, fogueándole con sierpes de petardos, de «carretillas», de bengalas rodadoras, y él rebrincaba en un baile demoníaco.
Entre la bulla destacose la Parracha, con la frente fajada de amarillo, y se aponó riendo.
—¡Es el mal! ¡Tiene el mal de pies, y se vuelca en el aire!
El grito de la vieja fue para el enfermo el alarido del mismo mal olvidado. Tuvo miedo de caer bajo las alpargatas de los ruines, de oírles desde la obscuridad de su muerte.
—¡Con éste lo castro! —y el Potrón le arremetió enviándole un erizo de chispas que estalló en las ingles de Cara-rajada.
Recalentose la canalla. Las mujeres, de tanto reír, tenían que sostenerse la cintura, y pedían que ya lo dejasen; pero una ristra de mozones le siguió, amagando embestirle sin llegar, remedando sus corcovos de poseído y el aleteo de sus brazos flojos de bausán.
De súbito, la peña, la ermita, las ruinas, los bardales, todo se puso rojo, como delante de una fragua.
Una hoz de sol poniente acababa de rebanar una costra del nublado, y la faz de lumbre se quedó mirando la tierra. Surgió como una exclamación de colores gozosos y tiernos, de brillos cerámicos; se encendieron las aguas reciales de los ramblizos y del río, las aguas paradas de los hondos y los llanos, el verde de bronce de las palmeras y de los cactos, la plata del olivar, las antorchas de los cipreses, el oro viejo de los muros, la blancura de las granjas, los follajes esponjados, limpios, frescos en los azules recién desnudos; y alzose el pecho del verano, contenido todo el día por el temporal, y resucitó la tarde ancha, mojada y olorosa.
El sol que exaltaba a los hombres con un júbilo bueno hasta en la burla de un perseguido, corroía en él hasta la compasión por sí mismo. No le quedaba más que la tristeza de enfermo que presiente su aura. Le alcanzaba su mal; venía rebotando; lo palpaba como si estuviera fuera de su carne, pero hecho de su carne, de sus huesos, de su fealdad, de su cicatriz, del helor de sus cabellos y de los golpes de sus sienes y de toda su sangre, maldecida desde que se cuajó en su origen. Y en lo ciego de su desventura de sino, le surcaban con la villanía de trallazos las quemaduras de sus dedos, de sus carcañales, de sus muslos… A lo último de un callejón de escalones, hediondo del arrastre de inmundicias, retumbó el estrépito de su huida y de los arrabaleros. Semejó que se despeñase un ganado. La juventud del Círculo, apostada en los altos de su casón, esperó al enemigo; era el enemigo; y se abrasó en la calentura colectiva. Ya no pudo resistir la quietud de sus manos engarfiadas en los fusiles gloriosos de la postrera guerra, y disparó al aire y vitoreó inflamadamente a Nuestro Padre San Daniel y al Rey Carlos VII. Revivía la tradición purísima; y volvieron a cebar las viejas carabinas y pistolas. Cara-rajada cruzó la calle. Trotaron los gordos caballos de la Guardia Civil. Desde los soportales de la Plaza Mayor venía un pasodoble desgarrado de «La Lira de Oleza». La bonanza reanudó el alborozo y el cartel de festejos. Apareció el señor obispo; se humilló la gente; y en aquel punto inflamose otro viva al príncipe y al santo. Otra descarga se arrastró sobre la ciudad húmeda y dorada.
—¡Bien dicen, Jeromillo, que el que no se consuela es porque no quiere! —Y, todavía sonriendo, se puso blanco don Magín; doblose todo, y se estampó en un aguazal. Le colgaba su hermosa cabeza de medalla; se llevó las manos al costado, y se le quedaron rojas.
Don Jeromillo comenzó a llorar abrazado al párroco.
—¡No llores, Jeromillo, no llores! ¡Leñe!
Acudieron los familiares y Su Ilustrísima, los del Círculo de Labradores, pálidos del horror de su homicidio, los mercaderes de la feria.
Cara-rajada huía de la afrenta de su mal. Se maldijo; se clavó las uñas en la cicatriz. Ya no podía llegar a su casa; y arrojose entre los trascorrales de una calleja llena de río. Los troncos de los álamos, los hincones de las barcas, quedaron casi en medio del desbordado cauce. Sobre la vega se tendía la banda gloriosa del arco iris. Toda la caminaron los ojos del hombre de luto. Y su postrer pensamiento fue de imprecación contra don Magín.
Desde las galerías, desde los vallados y ventanas le vieron los vecinos de las casas ribereñas.
Voltearon las piernas en medio de la corriente. No salió más.
Un herrero se aupó en la tapia de su obrador; y se hurgaba un quijal y decía:
—¡A ése ya no le amortaja ni su madre!