VII

Don Álvaro, Paulina y el padre

SIEMPRE llegaba el postrero don Amancio. Su estudio y academia de abogado, la biblioteca del Círculo, la crónica de Oleza, su labor de periodista, le dejaban muy poco vagar.

Lo comentaron también sus amigos en la tertulia de esa tarde. Tanto afán secaba la salud de Alba-Longa. Corazón encendido de generosidades, le atormentaba todo menos su conveniencia.

Elogios y lástimas iban empachando a Monera. Más cavilaba y trajinaba él; y no le permitían que se enojase, que se quejase ni que estuviese alegre, porque con su rápido medro y buena boda, el enojo o la queja era ofender a Dios, y su alegría tentar al demonio y a los hombres. Y convencido de que estaba ya harto, aprovechose de una pausa, deslizando:

—¡Y que haya gentes que murmuren!

Se alborotaron los demás y quisieron saber tanta infamia.

Con encogimiento, y haciéndose cruces, fue diciendo todo lo que en la ciudad se malsinaba de Alba-Longa: que su academia mejor parecía de amanuenses que de estudiantes, pues los aprovechaba para copiar pleitos; que teniendo el negocio de su bufete y de la enseñanza, pensión del Municipio por los escritos, que eran más de su tío, el señor Espuch y Loriga, que suyos, y los gajes de la biblioteca del Círculo, debía de sonrojarse de que los carlistas de Oleza le pagasen a escote los gastos del semanario, y, en fin, que no dejaba a nadie hueso que roer, y no había de mantener más familia que un sobrino jorobado que le servía de paje y de portero.

Ardía la frente de don Cruz. Todos hablaban del modelo de hidalgos románticos, cristianos y diligentes, y el homeópata dijo con mucha compasión:

—Ayer le vi al pobre en la misa de once de la Catedral. ¡Tuve que avisarle porque estaba durmiéndose en una banca del crucero!

—¡Siempre devoto —exclamó don Cruz—, siempre devoto aunque le rindan sus vigilias!

—Y cuando yo venía de recorrer mis enfermos de la huerta; tres horas de camino por esos campos…

—¡Si él llevase tu vida de salud! —susurraba el canónigo.

—… Tres horas de camino, paseaba entonces don Amancio por los porches de la plaza con Mestres el de la escribanía.

Don Cruz y el padre Bellod proclamaron que ni en la calle sosegaba ese nombre.

Y llegó don Amancio. Alzose las gafas azules para sumergir el rostro dentro de su pañuelo.

Todos se levantaron convidándole con la butaca o silla que tenían; pero miraban a Monera. Y don Amancio aceptó la de Monera, y tardó en acomodarse porque estaba rendido.

Hasta por caridad debían imponérsele vacaciones. Don Cruz habló de los viajes. Nada descansaba y fortalecía tanto como los viajes, y entre ellos ninguno de tan saludables eficacias como las peregrinaciones. Santiago, Ávila, Zaragoza llamaban desde julio a octubre a sus romeros.

Pero don Amancio sentía dos voces y dos rutas irresistibles: la de la Ciudad Santa y la de Lourdes.

—¡Roma, Roma! —y levantó sus brazos trazando un mundo.

¡Cuánto había gozado y padecido en la última peregrinación! Lo confirmó don Cruz, añadiendo que no todos los creyentes merecen llegar a la presencia del Sumo Pontífice, y que para alcanzarla deberían de pasar examen.

Entusiasmose don Amancio, en cuya ánima moraban todos los rigores y disciplinas escolares, aunque Monera lo negara.

—¡Roma, Roma! ¡Qué grandeza!

—¡Yo nunca estuve en Roma!

Alba-Longa, sin recoger la quejumbre de Monera, proseguía:

—No se me olvida la sencillez y el anhelo de un antiguo vicario del padre Bellod, un sacerdote joven, robusto y virtuoso que, emocionado a los pies de León XIII, le arrancó el anillo de su dedo que modela las almas y le rasgó el mitón. León XIII usa siempre mitones blancos de seda.

—Y ¿qué dijo el Santo Padre? —le interrumpió el médico.

—El Santo Padre, profundamente conmovido, le dijo en latín: «¡Caray, traiga, traiga!». Y le retiró la joya y el guante porque ya comenzaba a disputárselos la multitud. Pero al lado de esta escena…

Desde el corredor llamaba Elvira a su hermano porque Paulina, exaltada y llorosa, pedía que la llevasen al Olivar.

Los amigos esperaban en silencio. Oyose la voz apretada y rápida del esposo y un apagado plañir.

Monera quiso comentar los trastornos nerviosos de la preñez, y el padre Bellod lo evitó enfurecido de castidad.

Volvió don Álvaro y exhaló cansadamente:

—¡Siga, don Amancio, siga!

Todavía callaba don Amancio.

—¡Siga, don Amancio, siga!

Y como todos le instaban, Alba-Longa, se avino.

—… Al lado de aquella escena de ternura y reverencia, presenciamos un lance tremendo de impudicia. Un capellán de Almería, amigote, según parece, de don Magín, un beneficiado que anda ahora por no sé qué diócesis de Galicia, y valiérale mejor…; pues ése, arrebatado quizá por la vida que llevaba en Italia, abrazose a las rodillas del legado de Cristo. Acudimos todos a librar al Pontífice de aquellas manos que lo derribaban, y él, sin soltarse, gritó: «¡Bendita sea la madre que te ha parido!». Lo recuerdo con exactitud.

Monera brincó horrorizado.

—¿Lo tuteó? ¿Tuteó a León XIII?

Don Cruz miraba afligidamente hacia las vigas. El padre Bellod se mordía el belfo con un colmillo de lobo.

—¿Tuteó al Papa?

—¡No es que lo tuteara! —repuso don Amancio—. ¡No es eso! Porque es casi lo mismo decir: «Bendita sea la madre que ha parido a Su Santidad». ¡No es eso!

—Peor que la locura del pobre hombre —dijo el canónigo—, aun peor fue que don Magín disculpara su piropo cotejándolo con aquellas palabras del avemaría: «Bendito es el fruto de tu vientre».

Sobresaltose la tertulia por el estrépito de la galera del «Olivar».

Don Álvaro se asomó al vestíbulo alzando los brazos. ¡Tres veces el mismo estruendo de carruaje! ¡Qué pensarían los vecinos de tanto trajín!

Pasó Jimena y, jadeando, balbució que don Daniel estaba en la agonía.

Todos se volvieron al homeópata y le miraban querellosamente, culpándole de la noticia.

Pensó Monera que allí no había más ciencia que la suya, y engallose un poco socarrón:

—Y ¿por qué saben ustedes lo de la agonía?

—Nosotros, no. Lo avisó don Magín, que estuvo a darle compaña al amo; y cuando salió, pasaba el coche de Su Ilustrísima. Entró el señor obispo y se puso a consolar a don Daniel, y al marcharse me dijo: «Se morirá sin la familia si usted no la trae pronto». Y a eso vine.

Se atropellaron todos; pero de lo profundo de la casa llegó un gemido. La hermana gritó como un ave, y apareció Paulina, convulsa y blanca. La extenuación no le había quitado su belleza. Se le transparentaba el temblor de su vida como una luz dentro de un alabastro. A su lado, el esposo era más recio y más sombrío, y en el hueso de su frente se precipitaba una vena cárdena, como un rayo quebrándose en una cúpula. Envidiaba y odiaba que su mujer se entregase y se inmolase toda en la tribulación por el padre. Y vibró su voz de desgraciado:

—¡Todo lo has oído, y yo no fingiré más; no te ocultaré nada! Tu padre se muere. ¡Lo dispone Dios!

—¿Que se muere mi padre? ¡Álvaro! ¿Se muere mi padre…?

Toda su alma buscó refugio en la boca del esposo.

Y él se petrificaba irresistiblemente en un aborrecimiento de su dureza, avergonzándose, a la vez, de la ternura, de la piedad del dolor; y rugió sin querer y gozoso de oírse:

—¡Ya basta: se muere o se ha muerto!

La Jimena se interpuso, chillando:

—¡No se ha muerto! ¡Embuste! ¡Te lo juro, Paulina; no se ha muerto!

Paulina se apartó de don Álvaro, acogiéndose a la mayordoma para salir.

La voz de don Álvaro se hinchaba de imperio y de rencor:

—¿A qué irías tú? ¡No vas!

Se oyó torcerse en una queja el corazón de su mujer, y Elvira la abrazó doblándole la frente en la sequedad de su pecho.

Repentinamente apagose muy humilde la palabra de don Álvaro. Parecía hablar sólo con su aliento cansado:

—¡Es decir, tú eres libre; tú eres libre para ir donde quieras! ¡Libre, porque yo nada soy! —Y sonrió con aflicción sarcástica—. ¡Libre con un hijo en tus entrañas; un hijo que matarás; sé que lo matarás retorciéndote delante de la agonía de tu padre! ¡También yo te juro que lo sé! ¡Ahora, ya puedes ir…!

Y cubriose la faz con sus manos huesudas de imagen, que le temblaban aplastando sus barbas.

Jimena se llevó a Paulina, y en el sofá del dormitorio la fue derribando sobre su regazo, y la besaba en cada sollozo.

—¡No se morirá tu padre! ¡No me da la gana que se muera! ¡Llora todo lo que se te antoje, pero no se muere!… ¡Y en acabando de llorar, irás conmigo aunque se te reviente el crío!

—¡Álvaro es bueno! Álvaro sufre por mí y por el hijo. ¡Álvaro es bueno!

—¡Tu marido será muy bueno; pero a una le da coraje de que tu marido no sea un criminal!

—¡Por Dios, que parece que callen por oírte!

Pero fue corto el silencio de la tertulia. Don Álvaro murmuró:

—¡Si ustedes viesen dentro de mí!

Le abrazaron confortándole, y don Cruz le dijo:

—¡Lo vemos y lo comprendemos! ¡Ánimo, amigo mío!

Don Amancio comentaba:

—¡Qué temple! ¡No en balde ha sido usted un militar heroico!

Ya en el portal, propuso el penitenciario que les acompañase también Elvira. La presencia de una mujer valerosa podía evitar, o al menos reprimir, el desenfado y entremetimiento de esos parientes remotos que acuden a todas las desgracias de familia y todo lo añascan y oliscan. ¿Qué hacía en la heredad doña Corazón? Y no lo decía precisamente por doña Corazón, sino porque con ella tendría el pueblo paño de malicia y de curiosidad que cortar… Ya don Magín entraba y disponía como cabezalero del moribundo. Resignose don Álvaro.

—Llevémosla. Mujer valerosa, ha dicho usted. ¡Falta hará allí, porque la muerte de un hombre tan apocado será un desastre!

… … … … … … … … … … … … … … … … … …

… Todo el grupo quedose en la puerta de la alcoba, contenido por la mirada atónita y grande de don Daniel. Don Cruz se repuso y le sonrió.

—¡No le abandonamos, don Daniel! ¡Don Daniel…!

Calló, porque su palabra se perdía en la indiferencia de todos, hasta de sí mismo. Predominaban los ojos agónicos. Ya no era el don Daniel sumiso, blando, entregado a sus voluntades. La muerte le daba una jerarquía, una magnitud que nunca obtuvo de la vida. Les vio llegar, y fijó su mirada en la sombra del clavo. Monera le cogió una mano, enfriada de sudor, y la mano se doblaba, se torcía, como si se obstinase en esconderle sus pulsaciones, unas pulsaciones derretidas entre un hormigueo de sangre huida, de una arritmia de brincos vibrantes y recónditos. La mano se levantó en garra. Pero de pronto, se buscó las fauces abriéndose la ropa de la garganta y del pecho. Viose su cuerpo desnudo, palpitando con un crujir de costillas descarnadas. Elvira quiso cubrirle, y la mano la rechazó.

La alcoba y la sala estaban llenas de salmo del río y de resuello áspero y fuerte del moribundo.

Adivinósele el afán de subir y volver la mirada; se le salían los ojos, gruesos, cristalizados, reflejando las luces de los dos cirios, recién encendidos para la Recomendación del Alma.

Doña Corazón le enjugaba los sudores.

—¡Paulina vendrá! ¡La Jimena no ha de volver sin ella!

Fue parándose el pecho de don Daniel; se le torció la boca; le colgó la lengua, tapizada de un musgo seco.

Inclinose Elvira, dictándole:

—¡Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía! —Y sus índices afilados le clavaron los párpados.

Se le arrojó doña Corazón, diciéndole:

—¡Aún, no! ¡Déjele que mire y que espere! —Y libró los ojos de don Daniel.

Don Daniel ya no pudo abrirlos.