Don Daniel y don Vicente
NO acababa el abejeo del coloquio que la mayordoma y doña Corazón tenían en la reja de la sala, la sala de los días contemporáneos, donde fue pedida la mano de Paulina y descansó el señor obispo.
Vino el médico. Lo trajo un mozo de la labranza.
—¡Sea quien sea —le dijo la mayordoma—, el que antes te depare Dios!
Pasaba por la Corredera don Vicente Grifol, y el mandadero se lo llevó en una tartana a la heredad.
Acudieron las mujeres; se lo contaron todo: pesadillas, convulsiones, bascas, fiebres y el trastorno de ahora: el enfermo se les quedó mucho tiempo sin habla, sin pulso, sin vista.
Y miraban hacia la alcoba rubia de sol de junio.
El viejecito las atendía estregándose las manos, oprimiéndoselas y rodeándoselas con dulzura, como si dentro llevase algún escondido primor.
—¡Vamos a ver, vamos a ver!
Fueron al dormitorio. El señor Grifol balanceó su cráneo desnudo y luminoso, con una blancura de guedejas lacias en la sien. Hizo una sonrisa sutil y apenada.
—¡Diantre! ¡Toda nuestra vida en Oleza, toda nuestra vida, y casi no nos hemos dicho nada desde que usted enviudó! ¿Se acuerda, don Daniel? Yo, mucho. Bueno, yo me acuerdo de todo; de cuando usted era novio… Usted llevaba un carrik de color de canela, con una gota de alpechín en la esclavina; y usted siempre se torcía el segundo botón, de una pasta como de confitura. ¡Conque vamos a ver!
Don Daniel le escuchaba embelesadamente y también sonreía, sonreía lo mismo que un niño lisiadito que van a curar. Se le quedaban las pupilas quietas, subidas, como si le hubiesen abierto los párpados estando dormido. Y ese «vamos a ver» le confortaba, le parecía una promesa de sacarle su daño, un malecillo que con un papirote de aquellos dedos de mazapán se saldría dócil y arrepentido del trabajado cuerpo.
De pronto, el médico le preguntó:
—… ¿Y bigote? ¿Usted nunca se dejó bigote, verdad? Yo, tampoco. Si se me acerca y me habla alguien que lleve bigote, para mí es casi un misterio. Se me figura que no le veo bien los ojos; y ya me tiene usted sin poder averiguar nada. Creo que en el hombre, no es el conjunto moral ni el de su persona, sino una minucia, lo que puede guiarnos para conocerlo. ¡Claro que exceptuaré a los capellanes, que como siempre han de ir rasurados pues ya se me antojan que traigan bigote!
Y don Vicente se echó a reír, y el enfermo también.
La Jimena y doña Corazón se miraban pasmadas. ¡Aquello era milagroso! ¡Y no haber pensado antes en ese viejecito que sanaba sólo con su palabra, con su alegría y sus recuerdos!
—… Patillas, sí. Y no eran patillas del todo las mías. ¿No se acuerda usted, Corazón? ¡No, no se acuerda! Entonces, yo pasaba todos los días por la calle de la Verónica. Y una mañana, víspera de la Purísima, me pregunté: ¿Para qué las quieres? Y me las rapé yo mismo; y estuve muy contento. ¡Me parece que ya era usted casada, Corazón! Don Daniel enviudó. No íbamos juntos. Y yo siempre me decía: ¿Por qué no pasearemos juntos? ¿Dónde tendrá su carrik de color de canela, su carrik y un portaplumas de hueso, como un cirio rizado, con su cristalico, por el que se veía la iglesia del Santo Sepulcro? ¿Verdad? Me parece que fue el primer palillero de vistas que hubo en Oleza. ¿Quién se lo trajo?… ¡Conque vamos a ver! —Y le miró los ojos y le escuchó el costado, y le tuvo mucho tiempo el pulso entre sus dedos. Semejaba que tomase de la muñeca a un hermano chiquito para llevarle a pasear.
—¡Vamos a ver! Yo me marcho ahora, pero yo volveré… —Y se dobló sobre la cama porque don Daniel estaba llorando.
—¡Le digo que volveré! —y le presentó su reloj de plata colgado de un terciopelo negro—. Es medio día; y antes de las dos me tendrá a su cabecera. Yo casi no trabajo; he de pasarme las horas limpiándome los anteojos con mi vaho de viejo y este trozo de guante amarillo de una hermana que se me murió en Malagón. A veces me paran algunos en la alameda, y me dicen: «¡Usted por aquí!»; pero ellos quieren decirme, poco más o menos: «¡Usted por este mundo, sin morirse ni nada!».
Y el viejecito tuvo que sacar el guante apergaminado porque su risa le empañó los quevedos, y saliose repitiendo:
—¡Conque vamos a ver si esto pasa!
Bajo la brisa de los parrales le retuvieron las mujeres. La tez y las manos de doña Corazón tenían la blancura intensa y devota de las hostias de su cerería. Le preguntaban insaciablemente; querían saber toda la verdad.
—¡Don Daniel… don Daniel! —y el señor Grifol se quedó parpadeando hacia el toldo de la vid.
—¡Díganos si conviene que avisemos a la hija!
—¿La hija? ¡Diantre! Aquí hay una hija. Era muy delgadita. La estoy viendo. A los dos meses de morir la madre, tuvo la nena fiebres perniciosas. No sé lo que son las fiebres perniciosas; y ella se las curó comiendo limones dulces y naranjas mandarinas. Le cortaron el cabello un Sábado de Pasión, y al día siguiente, Domingo de Ramos, la vi en la catedral, vestida de luto, con una mantilla de la muerta, una mantilla grande y riquísima como un manto de la Dolorosa; y se le adivinaba entre las blondas el molde menudo y gracioso de la cabecita esquilada. Se apoyaba con las dos manos en una palma rizada, muy fina. Pero sepamos: ¿esa hija, qué se ha hecho de esa hija?
—¿Que qué se ha hecho? —profirió con estupor la Jimena—. ¡Pues si Paulina está casada!
—¿Se ha casado? Es verdad. ¡Se ha casado!
—¡Con don Álvaro, ese señor de Gandía, de tanto renombre!
—Sí, bueno; don Álvaro. Yo no me entero más que de lo que se les olvida a los otros. ¿Y ese don Álvaro?…
—Es el amigo de don Cruz —dijo doña Corazón— y de don Amancio.
—¿Don Cruz?
—¡Madre mía! Don Cruz es el señor penitenciario, y el otro…
—Ya lo sé; pero no me importan. La hija, ¿dónde está esa hija? La hija, que venga al lado de su padre…
—¿Es que se muere, se muere don Daniel? —le imploró la cerera, temblándole las palabras.
—¡Morirse! Parece que haya dos en la cama; el uno, de huesos, de piel que suda, con ojos parados, con la frente que le arde y dentro está helada como esas piedras viejas en las noches calientes de verano, pero sin ningún mal de los que yo conozco y donde puede estar esperándole la muerte. Pero, además de ese don Daniel, hay otro que no llora ni suda ni casi respira, que se está muriendo, y nadie le ve más que don Daniel… ¡Don Daniel! Ahora nos hemos encontrado, y nos tenemos el cariño de jovencitos. Lo que quiere correr ese cariño para alcanzarnos, y no nos alcanzará… No nos alcanzará ya, Corazón. ¡Lo mejor de nuestra vida se queda solo detrás de nosotros!
Y don Vicente se alejó por el atajo de Los Serafines.
Todas las pedrezuelas que le salían en su camino las iba apartando con el cuento oxidado de su bastoncito.
En la sala se contuvo medrosa la señora; esperose a sí misma, aprendió una sonrisa, y fue pasando hasta llegar delante de la mirada inmóvil del postrado. ¿Qué miraría, no habiendo nada en la pared?
Alzó el enfermo sus manos. En seguida le cayeron en la colcha. Le dio un hipo muy hondo.
Acudió la Jimena. Le enjugaron maternalmente los ojos. Refrescábanle la lengua con un hisopillo empapado de naranjada; le pedían que no se afligiese. Doña Corazón le habló de Paulina, que vendría también a cuidarle. ¿Qué más podía apetecer? ¡Todos, todos rodeándole y asistiéndole lo mismo que a un abuelo!
—¡Y cómo si lo mismo! —confirmó la mayordoma— si el nieto llegará para la Virgen de septiembre. ¿Aún se apura más? ¡Bendito, y qué crío que es usted! —Y se hacía la malhumorada.
Le mudaron las sábanas, los cabezales, el cobertor; le sahumaron el cuarto, y se salieron junto a la reja para que don Daniel sosegase.
Desde allí veían todo el camino de la heredad, las afueras del pueblo, la Corredera y el Puente de los Azudes. Doña Corazón se subía a la fronda de hierro de la reja para asomarse a otras distancias y a las revueltas escondidas entre los olmos. Y no llegaba nadie.
—¿Usted avisó bien?
La Jimena avisó antes de buscar médico. Fue muy temprano. La recibió Elvira, que no quiso decírselo a Paulina hasta que volviese don Álvaro de la comunión del último viernes.
Lo repetía la mayordoma, callándose de cuando en cuando para atender al enfermo.
—¡Repare en el señor, y cómo se le enganchan los dedos en el embozo! —Y proseguía; y a poco, se asustaba ella misma recordando:
—¡Dicen que el agarrarse a las ropas es señal de que se despiden!
Entraron y se pusieron al lado de la cama.
Una burbuja de saliva rodaba sonando como un vidrio en la laringe de don Daniel. Sus pupilas blandas y mates seguían paradas en el muro. Levantó una mano, señalándolo. Quiso hablar, y las dos mujeres se agobiaron bajo su boca. Fue doña Corazón la que pudo comprenderle. Palpó toda la pared y movió su pañuelo muchas veces, y hacía una sonrisa de muchacha y de madre:
—¿Ves cómo no? ¡No es moscarda, no es! Es un clavo negro.
Y la Jimena añadió muy súbita:
—Es la alcayata de aquel cuadro tan lindo que le regaló a Paulina el hermano de la condesa de Lóriz, un señor que estuvo solo en el palacio de los condes y andaba pintando por estos huertos. Era un cuadro de una santa con el pecho desnudo. Le parecía a Paulina; y don Álvaro se lo llevó.
Por la tarde creció la disnea del enfermo. Se le moraban las cuencas de los ojos, los labios y la piel de la barba. Respiraba como si se mascase su aliento. Tuvo sed; le dieron el agua de naranja; el cristal resonó en sus encías; y tuvieron que arrancarle la copa porque le asfixiaba.
Llegó el ruido de un carruaje. Don Daniel quiso incorporarse más. Y las campanillas de los collerones temblaron gozosamente en el soportal. Se asomaron las mujeres, y aparecieron en la sala don Álvaro, don Cruz y Monera.
Miró don Álvaro a la mayordoma, y ella y doña Corazón se salieron.
Monera recostose en la cama. Estuvo tocando el cuerpo del postrado; le estiró de los párpados.
—Lo de siempre; lo suyo.
Acongojose don Daniel. Se le puso delante el canónigo y le dominó su voz:
—¡Don Daniel, don Daniel! ¿Nos olvidaremos ya de su nombre, de la misión fuerte, de la piedad intrépida del que hizo proclamar a Darío y a Ciro la gloria del Señor? ¿Lo olvidaremos, don Daniel, casi precisamente en las vísperas de las fiestas de su Patrono? ¡Vendrá, yo se lo prometo; vendrá el padre Bellod; lo dejará todo por verle!
Y como el llanto del anciano se hiciese de un desconsuelo infantil, don Álvaro le dijo:
—¿Quiere usted que se muera su hija? ¿Quiere usted matarla?
Se desgarraban los ojos de don Daniel mirando a don Álvaro.
—¡La mataría, la mataría si le viese de ese modo que asusta!
Y le rodeaban de cerca aconsejándole, y él apretó los párpados.
Se asomó la Jimena para advertir que ya volvía el otro médico. Pero el penitenciario dijo inspiradamente que sobraban remedios y faltaba enfermo.
Acogió doña Corazón al viejecito muy sofocada.
—¿Ya se ha comido?
—¡Diantre, no; no se ha comido aún! Llegué hasta Los Serafines. Es una finca hermosa; tiene unos parrales que hacen un envigado de sala capitular. Las cuatro primeras vides, las cuatro primeras, o las cuatro últimas, claro, según por donde se entre, pues ésas son Corinto, que dan las uvas largas y lisas, de una miel que se transparenta, sin granillo dentro. Iguales que las de esta heredad; hijas, hijas de estas parras. Todavía recuerdo cuando se llevaron los mugrones.
Doña Corazón puso la mirada en tierra.
—¡Aquí está don Álvaro!…
—¿Don Álvaro?
—Don Álvaro, el marido de Paulina, él y el señor penitenciario y Monera. ¡Y como don Álvaro es tan amigo de Monera, su médico…!
—¿Monera? Yo me acuerdo de un Monera que estaba de pregonero en Caudete…
—Pero éste es el hijo del sangrador de la calle del Garbillo…
—Bueno, sí; Monera… Conque vamos a ver…
Y el viejecito se fue alejando bajo los follajes tiernos de los olmos.