El caballero y la sombra
ENTRÓ don Cruz; luego Monera. A poco vino el padre Bellod, y sin sentarse habló torrencialmente de las obras de la capilla. Se rascaba la pintura y el yeso de sus uñas, las cortezas de argamasa de su hábito; mostró un codo rasgado. Se iba descarnando como una carroña. Hacía faena de albañil, de dorador, de vidriero, brincando y descolgándose por la arboladura del andamiaje. Dos días amaneció sentado en el borde de su catre porque el sueño le rindió al quitarse las calzas. Verdaderamente le «devoraba el celo por su casa», y todo en vano. Alguien de mucho poder se complacía en que la imagen del Patrono no volviese a su altar hasta que pasaran las fiestas. Acudía a Palacio; y ya no le recibía Su Ilustrísima…
Llegó Alba-Longa con El Clamor de la Verdad recién estampado. Reseñaba entretenidamente las últimas veinticuatro horas de Otero, el que atentó contra la vida de Sus Majestades. Principiaba recordando su delito. Las dos balas que cayeron en el coche regio, y que pesaban dos onzas, socarraron la sien peluda del lacayo. La crónica de Alba-Longa era de más curiosos pormenores que la de los periódicos de Murcia y de Valencia.
Temperamento ágil y profuso de «diarista», no se le pasó a don Amancio el registro de los que visitan al reo: el gobernador de la provincia; el capitán general; su defensor, señor Martínez Fresneda; otra vez el gobernador civil con el ministro de la Gobernación y el alcalde primero de Madrid; el capellán de honor de Palacio, señor Cardona; vuelve el capitán general; el duque de Sexto; una comisión de Hermanos de la Paz y Caridad que le nombra cofrade; el médico de la cárcel; de nuevo viene el señor Martínez Fresneda; el marqués de Torneros; el duque de Alba y de Huéscar. El señor Ducazcal, recientemente incorporado a la Hermandad, entra y sale de la capilla con frecuencia. Otero se duerme. Pasada una hora le despiertan para que oiga misa y comulgue. Le visten el hábito de los ajusticiados. Desde la puerta un hombre pronuncia: «Ave María Purísima», y se postra de hinojos delante del reo; le pide perdón, le quita el grillete del pie, le abraza, le besa y le ciñe las esposas. A las ocho menos cuarto aparece Otero en los corredores. Todos los reclusos le despiden cantando la Salve. En la escalerilla del patíbulo le reconcilia el capellán señor Arnáez. Ya sentado y con la argolla puesta, le dice al ejecutor: «Tenga buen pulso para no hacerme padecer». Francisco Otero González muere a las nueve menos veinte minutos. Ha cumplido el mismo día veintiún años y un mes…
Alba-Longa leía; el padre Bellod se palpaba la cadera; don Álvaro rezaba maquinalmente padrenuestros por el ajusticiado. Fueron persignándose porque las torres de Oleza tañían a las Ánimas. Y acabó la tertulia.
Quiso Paulina que abriesen su dormitorio para presenciar la cena desde la cama. El esposo cortaba pan, y la luz del quinqué se quebró en la hoja de su cuchillo encendiéndole los pómulos. Paulina, muy aniñada, le dijo:
—¡Parece que partas el pan con una lumbre!
Y él tiró el cuchillo y rompió todo el pan con los dedos que le tropezaban temblando.
Cenaban callados, y el lamento del río subía tendiéndose en los rincones como una bestia cansada.
De cuando en cuando crujían las ropas de la cama; y el ceño de don Álvaro se le cavaba más hondo presintiendo que su mujer se había incorporado para mirarle; y apresuró la colación y levantose sin rezar.
Salió tan cautelosamente que no gimió el postigo. Fue al darle Elvira el alimento a la enferma. Encima del ciprés de la catedral facetaba un astro frío y azul; y don Álvaro se volvió muchas veces para tenerlo sobre su frente. Desde las afueras lo vio palpitar en el río como una joya en un pecho.
Una rápida dulzura le sutilizaba el sentimiento de la soledad, de la evidencia de sí mismo. Nunca lo tuvo como en esta noche. En su pasado de faccioso, en sus jornadas de riesgo, le acompañó el peligro de los demás y le guió la grandeza de la Causa. Ahora estaba solo. La ciudad iba quedándose apretada y negra sobre el cielo estrellado, hundida en el clamor de las aguas. Su casa, sus amistades, su ideal de político y de católico, todo permanecía allí, guardado en la quietud de Oleza, y él, el verdadero él también, y desde allí se veía caminando. Sus pies exprimían toda su sensibilidad para tentar la tierra; se le dilataban los ojos; se le desincorporaba una sensación de muro que le fuese cerrando el paisaje a su espalda. Todo el firmamento para su conciencia, para sus memorias. Se le apareció la sala de Juntas del Círculo de Labradores, presidida por un óvalo de vidrio donde se guardaba la barretina del «Señor», la barretina apócrifa. Pero esta pobre falsedad, que cometió por aturdimiento de don Daniel, la recordaba precisamente ahora, cuando más podía deprimirle; y para arrancarse el recuerdo se impuso otros. Vio la lanza del sargento descarnando y vaciando el cráneo de Cara-rajada.
Le distrajo la angostura del camino. Iba entre árboles, lacios como túnicas; y el corazón y las sienes se le golpeaban contra los troncos. Le sudaban tibiamente las manos; se le apretó el cuello. Recordó la sigilosa destreza de Cara-rajada para estrangular los centinelas dormidos. Un filo de esparto le hendía la garganta. Se le había salido la cinta del escapulario retorciéndosele en la laringe la vieja estampa de lana del Corazón de Jesús. «Detente, enemigo, que el Corazón de Jesús va conmigo». Rezó don Álvaro las palabras invocadoras que siempre abrieron para él sendas de salud.
Y se le calentó el pecho de bríos heroicos. Dios no quiso que sus amigos le quitaran de su empresa; se los envió para que conturbándole con la plática del ajusticiado le hincasen más en su propósito. Y avanzó orgullosamente rasgando la suavidad de la noche. Seguían a su lado los árboles. Eran los sauces del camino del cementerio. Este camino recogía los atajos de las granjas y aldeas, y de las cañadas de San Ginés. Cuando los labriegos y caminantes pasaran de noche, se quedarían mirando las tapias y la verja, la cruz de la ermita, los cipreses, las bovedillas, los fuegos azules de los nichos. Le resonaron las pisadas; y don Álvaro comenzó también a mirarlo todo, y aspiró el silencio hundido del cementerio dentro del silencio grande. Pensó en los mendigos vagabundos que muchas veces le paraban pidiéndole «para un pobre que va de camino». Nunca les socorrió. ¡Qué desamparo bajo los cielos anchos del paisaje, los cielos y los campos en un reposo que exalta las gracias humanas, y los pobres que van de camino doblando la frente como un testuz de res, mirando sólo la huella que han dejado otras plantas desnudas!
Junto a la carretera, principiaba ya el Olivar de Nuestro Padre, árboles suyos, olor de su casa; y la confianza descendió en su corazón. Tardes de novio. Siempre le esperaba Paulina bajo los rosales y la vid del aljibe; y al mirarse, ella temblaba como una rama tierna toda de flor. Sumisa, casta, inclinada, como una sierva de un templo delante del ara y del sacerdote. Don Álvaro bendecía con terribles anhelos a Dios. Dios le había escogido, le había predestinado para guarda y salvación de aquella vida primorosa. Una llaga ardiente le devoraba hasta los huesos, imaginando a Paulina casada con hombre joven, apasionado y hermoso. ¡La carne de pureza de su mujer se hacía carne de delicias, sumergiéndose en una felicidad abominable de perversiones, de elegancias, de voluptuosidades; una seducción refinada de sensualismo exquisito como en la que sin duda vivía la de Lóriz! Se complacía en la fiereza de su virtud amarga, renunciando a las inexploradas virginidades del temperamento de su mujer, temperamento que había hallado todos sus matices, como la luz en un prisma, en la perfección de su figura, de su piel, de sus brazos, de sus dedos, de sus dientes, de sus sienes, de sus trenzas; toda perfecta esperando la plenitud del amor. Y el amor humanado en el esposo, la acogió con medidas exactas y éticas, velando lo demás y sellándolo con su mismo sacrificio irremediable, irremediable porque, más que de un concepto de rigidez, se originaba de su voluntad que le encorvaba bajo la gloria de la vida como si temiese tropezar en una cueva. Lejos, ahora, de Paulina, amaba lo intacto de su hermosura, sabiendo que al lado de ella se interpondría entre todo su goce la inflexibilidad que le espiaba y le quitaba la pasión hasta de sus ademanes y de sus ojos, dejándole el desabrimiento, la timidez enjuta de su pasada juventud atormentadamente virginal. Ella pudo ser otra y feliz; y él no; él siempre él.
Y de nuevo se flagelaba con un sadismo de austeridades. Si Dios no le hubiese guiado a Oleza, Paulina, formada delicadamente para el amor, sería de otro o esperaría a ese otro con una inocencia y una avidez de deleites de perdición. Y odiaba en ella a la virgen para esa voluptuosidad desconocida, y se odiaba a sí mismo porque no podía aceptarla…
Se le revolcó el corazón como una criatura con pena; y le dolieron los latidos y se le heló la frente.
Entre los sauces, le seguía una sombra flaca, lisa, sin ruido de pasos.
El caballero se volvió; y la sombra se detuvo. Parecía que los árboles hubiesen caminado al lado de ellos, y que, de súbito, también se paraban contemplándoles. Toda la noche se quedaba inmóvil. Y don Álvaro pensó: «Nos estamos mirando de hito en hito, y no nos vemos los ojos». Y sonrió, y se tocaba el frío de su sonrisa en la frialdad de su boca y en la tupidez de sus barbas húmedas del relente, como una hierba del cementerio. ¿Se reiría de sí mismo porque participaba del pavor del lugar, de un miedo de aldeanos, de viejas y rufianes que se sobrecogen forjándose apariciones de difuntos?
No tenía miedo. Se lo dijo oyéndose. La sombra esperaba; y él se sentó y recostose en el tronco de un sauce. Sin pensar eligió el árbol frontero a la verja. En lo profundo de un callejón de panteones, delante de una lápida, ardía la estrella de una lámpara de piedad. La sombra también se postró al pie de otro sauce. Les separaban siete troncos. Don Álvaro los contó dos veces. Salía claridad de cirios de la ermita. Habría un muerto bajo un crucifijo, y el perfil acostado en el muro. Y volviose hacia la sombra. Estaba en el mismo árbol. Lo comprobó sin proponérselo. No podía echarla no siendo suyo el camino; y precipitose por la ladera atajando entre el olivar y la sembradura para llevarla frente al casalicio. Corría chafando la gleba binada, los cebadales maduros, zahondándose en lo tierno del regadío, y la sombra iba siguiéndole, siguiéndole. Se paró; y la sombra también, como si fuese la suya, la de su alma tendida a lo lejos. Entrose bajo los olmos; y le pesó el follaje sobre su frente como un bronce. El oreo de la madrugada que removía las hojas no le dejaba escuchar; y corrió a las eras. El aire húmedo se llenaba de olor de prado, de naranjos, de almiares. El menguante afilado de luna ponía en su piel el unto fosforescente que vio la Jimena en la cicatriz del hombre de luto. Fue acercándose al casal, y la quietud del amanecer se estrujó de ladridos. Gañían y arrufaban los mastines como si les acometiese un terror humano. Se les sentía detrás de los portalones, conteniéndolos alguien, porque de seguro que la mayordoma avisó su presencia. No le conocían por amo ni los perros del «Olivar». Y todas las luceras y rejas se quedaban mirando a don Álvaro con pupilas de perro.
Retrocedió erizado por el clamor de la pesadilla de don Daniel, un grito de vendaval que se le agarraba con uñas de viejo a las orejas. Si Dios le ordenase que se detuviese escuchando, él se negaría diciendo: «¡Señor, yo no conozco esa queja!»; y huyó, y recordó entonces el vaho de claridad que exhalaba la capilla del cementerio. Pero a su espalda se acercaron las pisadas rápidas y rotas del otro, que buscaban las suyas. Sintió el bramido de su voluntad y se le enfrió la mano en la pistola alcanzada del trofeo de su escritorio, y fue presentándose entre los árboles para que le viese su enemigo. Había rodeado el olivar y los hortales, y volvía entre el aljibe y los abrevaderos a la anchura de la plaza rural, y allí la sombra le tendió los brazos.
Don Álvaro se precipitó, recrujiéndole todos los huesos, y quedó paralizado de espanto.
Elvira le abrazaba, prorrumpiendo junto a su boca:
—Perdóname. Sentí miedo de que ese hombre te acometiese a escondidas. Me puse ropas tuyas de las que tienes en el desván, y te he seguido. Nadie lo sabe; te lo juro. ¡Tu mujer dormía!
Se apartaron rápidamente del casal.
La voz del viejo se quedó clamando entre los olmos del camino; y por las veredas de San Ginés pasaban los fanales y los cánticos del Rosario de la Aurora.