IV

Don Álvaro

TODOS los días pasaba el hijo del Miseria junto a don Álvaro; y los dos se miraban; es decir, don Álvaro le veía y el otro le miraba, cogiéndose sus ojos con un tacto de piel prensible a los ojos del caballero.

Pareciole a don Álvaro que, desde su boda, recordaba concretamente todos los días porque la mirada de ese hombre se los iba dejando señalados. Muchas veces sus amigos se callaban de pronto, y el silencio le acercaba y le abandonaba al acecho del lisiado. Volvíase, y siempre estaban esperándole los ojos de burla y de rencor.

Escondió su inquietud. Le daba vergüenza y repugnancia. Pero llegó a sentirse un cómplice de esa mirada, un cómplice que había de aceptar la realidad de un secreto. En seguida lo rechazó con el orgullo y la dureza de sus virtudes. Pero ya lo había pensado. ¿Y por ventura cavilando y sufriendo calladamente no se fraguaba también un secreto, un secreto suyo y de ese hombre? Y no quiso ya contenerse; y, una tarde, exclamó:

—¡Por qué nos mirará ese hombre!

Y al reparar en que estaba mintiendo, corrigiose atropelladamente:

—¡Por qué me mirará ese hombre!

Creyó que sus amigos se esforzaban en disuadirle de una quimera, alentándole con una protección casi humilladora. Y sonrió desdeñoso. Tuvo que vigilarse esa sonrisa para no sonreír demasiado. Pero esta vigilancia también le roía la voluntad con un ávido padecer.

Durante algún tiempo habló y buscó que le hablaran mucho del hijo del Miseria. De esta manera lo objetivaba para todos; lo hacía salir de su pensamiento, dejándolo a la espalda de su voz.

De seguro que sus amigos querían que les refiriese episodios del enlutado. ¿No estuvieron juntos en la facción? Y él confesó que lo creía muerto. Si al que le rajó la mejilla se le hubiese ocurrido remover la lanza después de clavársela, le habría ido mondando por dentro la frente, los ojos, la nariz, el paladar. Y mientras lo decía, rodaba don Álvaro su puño. No es que apeteciera esa muerte. Se lo vedaban sus rígidos sentimientos de cristiano. Además, entonces no le importaba; y ahora ya era tarde.

Alba-Longa le contó que cuando él intervino en los pleitos del hospital de Oleza, estaba recogido en la sala de peligrosos un idiota que tenía un cáncer en los párpados. Nunca se habían visto; y sin conocerse, tomó el loco la manía de mirarle y de reírse. Le esperaba agarrado a una reja; se torcía y se tendía mirándole. El cáncer fue comiéndole la cara; y se arrancaba las hilas y las cortezas para sacar las bolas de los ojos. Hubo que atarle las manos a la cintura; pero al oír las pisadas de don Amancio le buscaba mirándole a través de las vendas y llagas. «Y yo —terminó don Amancio—, yo no me torturaba como usted se tortura, porque yo qué culpa tenía».

Don Álvaro se dijo que él también se había sentido mirado por la cicatriz espantosa de Cara-rajada. Pero don Amancio no padeció. Don Amancio se regodeaba repitiendo: «¡Yo qué culpa tenía!».

El padre Bellod relató otra anécdota de embrujamiento de ojos.

—Durante seis meses estuvo persiguiéndome la mirada de un gato. Digo gato, y es posible que fuese gata; era muy grueso, de color de ceniza. Me salía encima de los tapiales de los Franciscos, a la hora en que yo rezaba paseándome por el corral de San Bartolomé. Andaba a mi paso para verme; o se encogía mirándome, mirándome. Y un vicario me advirtió: «Parece el demonio». ¿El demonio? Le di al demonio un mendrugo de esponja embebido de pringue con sal; después, un lebrillo de agua. La esponja se le fue hinchando. ¡Había que ver morir al demonio! Pero yo lo maté porque no podía privarme de rezar bajo aquella tapia, como si le tuviese querencia para que el gato o la gata me mirara. ¡Y no podía resistirlo, no podía!

También don Álvaro pasaba irresistiblemente por el portal de palacio cuando salían los curiales de las oficinas. ¿Es que le atraían los ojos del ruin como las pupilas del gato al padre Bellod?

Ya no sonreía, recelando que sus amigos le dijesen esos lances de obsesión por convidarle a revelar su secreto. Mascaba la palabra secreto hasta romperla; y se enfurecía negándola. Se escarbó insaciablemente; y no era menester tanto. Decidió una noche que no era menester. Había estado escondiéndose su secreto; un secreto tendido como un cadáver a lo largo de su corazón. Y, en verdad, se trataba de un cadáver que el hijo del Miseria destapaba con sus ojos. Tenía las muñecas amarradas a la argolla de un abrevadero y las sienes abiertas. Y no era suyo, sino del «otro». El otro le acusaba mirándole: «Yo maté al hijo del juez de Totana delante de su mujer, aún virgen, pero murió por culpa tuya».

Todo era saña y embuste de la mirada. Y siéndolo, tampoco podía confesarlo ni a sus amigos; de modo que sí que existía un secreto, una realidad oculta para todos menos para él y Cara-rajada. ¡Eso era lo horrible: tener que convivir interiormente a solas con el otro!

Había de defenderse a sí mismo del rigor de su conciencia, aunque al hacerlo disculpara al aborrecido. La muerte del pobre novio no podía contarse ni entre los delitos ni entre los pecados, sino dejarla que se pudriese en el fosal común de las ferocidades de las guerras, que, como pesan sobre todos, no ha de sentirlas nadie como suyas. Pero la mirada le dijo que esa ferocidad se cometió precisamente en un día de júbilo aldeano.

Y el caballero de Gandía aguardó a los ojos para responderles: «¡De todas maneras, lo asesinaste tú!».

La mirada lo negó burlándose: «¡Claro que lo fusilaron porque yo quise! Pero yo quise, yo mandé que lo mataran por ti, para humillación tuya. ¿Es que no recuerdas que, mirándote, te dije: Tú no quieres que lo mate, y no te atreves a librarle de mí? Lo mato porque te odio. ¡Si no fuera por ti, si no te hubieses creído un amo mío, no se me ocurriría revolverme y matar al pobre novio, y él estaría complaciéndose en la hermosura de la mujer que iba a ser suya! ¿A que no le salvas?… Y no le salvaste. ¡Me despreciabas lo mismo que ahora me desprecias! Y yo, siempre que te encuentro, te digo con la risa de mis ojos: ¡Te pisé el corazón!».

Don Álvaro ansió desmentirle con todo el ímpetu de su mirada: y nada más pudo expresar: «¡Eres un canalla!».

Los ojos del otro se reían de su incapacidad. «¿Un canalla? Tú fuiste cruel por cobarde. Eso, nada podrá borrarlo de tu vida. ¿No te crees un hombre rígido y puro? Pues el más rígido y puro puede cometer una canallada. ¡Qué estiércol en tu pureza! Tú quieres sepultar al pobre novio entre el montón de las crueldades de la guerra; pero es que siempre, entre todas, sube alguna que no se deja enterrar. Esa es la que siembra los remordimientos, la que pudo no cometerse, la que se nos queda de medida de nuestra calidad humana, y se oye en el fondo de nosotros con el mismo alarido de nuestra víctima. Yo fusilé al pobre novio, porque tú le soltaste de tus manos para que yo lo matara. Es la medida de la maldad de los dos».

Así le respondían los ojos del enlutado. Y don Álvaro tuvo que renunciar al diálogo. Todas las tardes se encontraban, y se miraban; es decir, le miraba el otro, rebajándole desde su abyección.

Ya sabía por qué le miraba. Lo supo siempre; pero las cosas que más participan de nuestra vida hay que decírnoslas también a nosotros mismos. Y él se las dijo y se las oyó encerrado en su despacho, caminando exaltadamente muchas leguas alrededor de la estera.

Al enlutado le daba el sol en toda su podre, y podía seguir viviendo en su descuido; pero el hombre exclusivo y hermético en su virtud, el más puro que también comete una ruindad, ése ha de vivir desconfiando de todas las pisadas, porque alguien puede abrir las puertas de su escondedero y sorprenderle a la entornada luz de su lámpara.

Desesperose don Álvaro. Aunque le pesara por crueldad suya el fusilamiento del novio, se afirmó que no debía importarle el hombre de luto. Y comenzó a repetírselo, hasta gritar: «¡No me importa, no me importa, no me importa!». Y de repente calló porque le contestaba su mujer con otro grito.

Don Álvaro se precipitó hacia la escalera, que retumbaba como una bóveda de metal. Su pecho y la bóveda zumbaron de palpitaciones. Le erizó el miedo de que Paulina hubiese gritado también del mismo horror suyo. Y según se acercaba sentíase angustiosamente convencido.

Ella se lo confesó, muy blanca, agarrándose al último pilar de la solana, temblándole los párpados y la boca. El enlutado estuvo acechándola entre los árboles de la otra ribera. Acababa la tarde. La umbría, la distancia y el vaho de la tierra empapada disolvieron la figura del aparecido, pero su mirar llegaba tan fuerte, tan exacto como en el sol de los rastrojos en la tarde de junio. Lo contó como una culpa callada mucho tiempo. Fue tan dura la risa de don Álvaro, que su mujer apartó la frente, como librándose del filo de un hacha.

Los ojos ruines que invadían la conciencia del caballero, merodeaban su casa, y amedrentaron a la esposa aun antes de que él los temiese. Su altivez torva y rígida le impedía reclamarle las razones de su espanto, un espanto que, sin querer, acogió como un apoyo porque daba compañía al suyo. No estaba ya solo, interiormente con ese hombre. Sin explicárselo, recordó la mirada terca y adusta del obispo en la sala del «Olivar»; y el obispo protegía al hijo de la Amortajadora. Le conturbaba y le complacía juntarlos en su pensamiento. Una repentina visita de la Jimena colmó sus tenebrosas inquietudes.

No la dejaron que viese a Paulina. Su salud era cada día más frágil.

La Jimena murmuró:

—¡Se le llega la hora de ser madre!

La señorita de Gandía, agraviada en su pudor de soltera, no quiso responderle.

—Yo no vine en busca de mi ama.

Entonces, Elvira y don Álvaro la llevaron al escritorio; y allí les habló de don Daniel, de sus congojas, de sus postraciones, de su mutismo, de sus pesadillas con sollozos y clamores…

Pero todo les era muy sabido. Los dos hermanos se miraban dolidamente. El padre de Paulina se obstinó en apartarse de los suyos, en que se le compadeciera por enfermo y desamparado. Ellos no podían remediar esos antojos seniles. Y esperaban que la mayordoma se marchase. No se iba; sino que se les arrimó más, diciendo:

—Yo me levanto de noche; le remuevo para quitarle las visiones, y siempre está despierto, mirando hacia la reja. ¡Qué agonía hasta que amanece Dios! Anoche abrí un postigo; y de los cipreses de la alberca salió un hombre; el corte de luna que ahora luce le clareaba en su cicatriz y en las manos. Es el Cara-rajada. ¿Rondará por oír lo que grita don Daniel? Andan sueltos los mastines, y no se le embisten…

Rápidamente se ennegreció una ventana del despacho, y una sombra como un grajo enorme cayó encima del grupo.

El caballero se abalanzó a la cancela, y todavía creyó ver al enlutado escapándose por el callejón de los trascorrales que bajaban al río. Corrió don Álvaro, y al doblar la tapia, se le presentó Cara-rajada, esperándole. Siempre le esperaba. Un ahogo de repugnancia y de ira le dejó inmóvil. Los ojos y la cicatriz le sonreían. Se le comunicaba el aliento y la palidez pegajosa del hombre de luto. Y se apartó; pero se apartaba sin huirle, muy despacio. Se le iba concentrando en el cuello el tacto de los ojos candentes. Tan cerca debía seguirle el otro, que casi le tocaban sus rodillas. Ni siquiera se ladeó para verle; y cuando llegó a su calle, volviose con desdén; y estaba solo. Nadie le había seguido.

Desde el balcón del dintel del palacio de Lóriz, le miraba el conde, que parecía reclinado en la elegancia y en la molicie de su estirpe, tan lejos del plebeyismo de la virtud atormentada de don Álvaro.

Penetró en su casa odiándose a sí mismo. Iría aquella noche a la heredad. Lo juraba, lo rugía, para que le acatase toda su conciencia y toda su sangre.

La hermana juntó las cortinas y las puertas del escritorio.

—Cierras por ella, para que no me oiga mi mujer; y tú me oyes. ¿Por ventura, tú no sufres?

Elvira resignó su frente.

—¡Yo resisto, Álvaro! —Y suspiraba y se estremecía de abnegación.

El caballero descansó sus manos en el hueso de los hombros de Elvira.

—¡Eres para mí más que un hermano valeroso y grande!

—¡Álvaro: yo te pido que no te arriesgues, que no vayas! ¡Qué te importa que un mal hombre te aborrezca!

—¡Me aborrece! ¿Verdad que me aborrece? ¡Tú también lo sabes! —y le impulsó una ráfaga de furor que le distendía vibrantemente—… ¡Pero no me importa! ¡A mí qué me importa! Lo mismo que no le importaba a don Amancio el loco del cáncer. ¡Es lo mismo! ¡Yo qué culpa tengo! Antes de que tú me dijeses que no me importa, lo pensé yo, y he necesitado decírmelo hasta sentir la voz mía hacia mí mismo. Me aborrece uno: ¡el Cara-rajada! ¡Tantos odios habrá por esas almas contra tantos odios! Todos los hombres deben tener, fatalmente, un motivo de vergüenza o de horror. Pero es que vivo acosándome, y mi vida está parada, y yo acosándome. Y no podré vivir según he de ser, si yo no deshago mi vínculo con esos ojos. Parece que alguien acabe de revelármelo. Es un mandato que ha ido urdiéndose en lo obscuro de mi voluntad, y lo he sabido cuando ya estaba hecho. Sólo faltaba el grito espantoso de Paulina. ¡Lo echaré, echaré a ese hombre de la heredad esta noche, para echarlo de mí! ¡Y ya está!

Don Álvaro se agarraba las ropas, las barbas, la boina negra. Elvira quiso abrazársele, y él la rechazó.

Había de ir porque se lo mandaba él a él mismo, y había de ir porque si no debiese hacerlo se lo vedaría Dios. Y Dios callaba. Todas las tardes le visitaban sus amigos. Y hoy no iban. Dios no lo permitía para que la soledad le fervorizase en sus designios.

Y apenas lo dijo, resonó el esquilón del portal. Elvira y don Álvaro palidecieron sobrecogidos por el milagro.