III

Don Magín, doña Corazón y Elvira

ESTUVO aspirando y tocando un pomo de geranios rosa de «pico de cigüeña», del búcaro que siempre se renovaba en el viejo mostrador, y dijo:

—Usted vive con recogimiento de santa…

—¡Ay, Dios se lo pague, don Magín!

El capellán tomó un morado racimo de glicinas, las primeras del huerto de dona Corazón.

—¡Las flores son terribles!

—¡No lo diga, don Magín! ¡Terribles las flores, y todas dejan un aroma de vida buena, muy callada, de algo muy lejos de todo lo terrible!

—Es que en ese algo tan lejos de lo terrible se esconde precisamente lo peligroso de los aromas. Los jardines de los conventos han enriquecido las vocaciones y el lenguaje. Una azucena tiene en el siglo un perfume de claustro; pero en el claustro no huele a claustro. Las rosas de almendro dejan un íntimo olor de miel; y olemos la miel y no huele a miel, sino a flores, a día, a un día tibio, luminoso. Casi siempre huelen las flores a un instante de felicidad que ya no nos pertenece. Pero bueno: yo decía que usted vive con recogimiento de santa. Quizá no fue mucho más perfecta la vida de Santa Francisca Romana, también viuda; y si usted se sentase esta primavera bajo un peral, no le daría el árbol fruta ya madura, en vez de flores, como se refiere de la bienaventurada Francisca…

—¡Yo bien conozco que soy una gran pecadora!

—¡Qué ha de ser usted pecadora, ni grande ni menuda! Aunque tampoco piense usted que la gracia se suelta del Señor lo mismo que se cae el grano del pico de un pájaro, y después sale un manojo de espigas en la tierra que lo ha recibido buenamente. Solemos decir que un alma goza de un estado de gracia cuando vive de beneficios del cielo, en una dulce quietud. Eso no es un estado de gracia, es vivir gratis, vivir a costa de Dios; y se ha de vivir a costa de sí mismo; claro que algunos viven de su trabajo y otros de sus rentas.

Doña Corazón afanose por entenderle. Casi la sobresaltaba más lo que todavía no había dicho don Magín, porque este hombre siempre avivaba la conciencia con la espina de unas palabras, dejando luego, en la finísima herida, la mostaza de otras.

Don Magín se le llegó acariciando su sombrero, como si rascase la pechuga de un ave.

—¿Y usted cómo vive? —podrán decirme—. ¿Yo? Yo complaciéndome en que los demás gasten de lo suyo. Yo no peno por avaricia de santidad. Y usted ahorra demasiado las virtudes.

Doña Corazón dobló su frente.

—¡Ahorrar yo virtudes, que no las tengo suficientes ni para resignarme!

—Tampoco. Usted no se resigna, usted se acomoda, que no es lo mismo. Resignarse es consentir en todo lo que más nos apesadumbre, y no se consiente sin una voluntad intrépida. Y usted, ¿es intrépida, doña Corazón?

—¿Y qué quiere usted que yo haga?

Se abría la cancela, y pasaban mozas y rapazuelos a mercar chocolate, cera virgen, hostias de miel, confites, alcanfor…

Encendió don Magín un cigarrillo, y con el paladar empañado y la voz gruesa de vellones de humo, proseguía:

—¡Usted se acomoda inclusive a la desgracia de don Daniel y de Paulina! Ellos pueden resignarse; pero usted, la única pariente, usted no debe acomodarse a tanta resignación —y estalló su puño en el hule del escritorio, y encrespose más.

—¿Es que ya no hay remedio? ¿Ya don Daniel ha de vivir siempre sin la hija, y la hija sometida a esas gentes de alma recóndita?

Quiso hablar doña Corazón y no pudo.

—Iba usted a decirme que cuando Nuestro Señor lo permite, por algo será. Y Nuestro Señor no permite las cosas por algo; eso lo hace un don Cruz o un don Amancio. Somos nosotros los que lo permitimos todo suspirando: ¡Sea lo que Dios quiera!

Pasaron dos viejas con mantellina de pana y el rosario sonándoles en sus dedos ferreños. Se juntaban para secretear, y entre sus faldellines y mantos se aburría, mirándolas, una niña de luto. Una de las devotas compró chocolate, y la otra fue doblándose encima de la criatura diciéndole:

—¿No te agrada vivir con la madrina? ¿Y qué harás?

La vieja madrina se quejaba.

—¡No le agrada! Se pasa las noches llorando. ¡Quiere irse a la heredad donde la recogieron!

—¿Y qué harás? ¿Qué harás sin la madrina?

La nena volvía los ojos, ojos profundos, fieros y tristes, aborreciéndola más que a la madrina.

Salieron, y desde la cantonada venía la pregunta de la vieja:

—¿Y no te agrada vivir aquí? ¿Y qué harás, qué harás sin la madrina?

Entró una rapaza con una hermanita montada en sus caderas como una cántara. Pedía, de parte de su madre, que le dijesen la hora. Revolviose el crío; bajó y se aponó en el portal.

Después se marcharon. Y don Magín, exaltándose, añadió:

—Usted no ha visto a Paulina ya casada, ni a don Daniel después de la angustia del día de la boda. Yo sí le he visto. Estuve el domingo en el «Olivar». La Jimena y yo buscamos a don Daniel. No aparecía ni en el comedor, ni en su dormitorio, ni en la sala del entresuelo. Vimos su tabaquera y sus gafas en el cuarto de la hija, en la butaquita donde ella se sentaba para descalzarse; me lo dijo la Jimena como si hablara de una difunta. Encontramos a don Daniel en una de las habitaciones altas. Todo el domingo tan ancho, tan azul, se quedaba fuera, y el pobre don Daniel se paseaba bajo una araña veneciana de figura de carabela con sus mástiles, sus velas, su cordaje, su fanal, su castillo, sus áncoras tendidas en el costado, y arriba una paloma con las alas abiertas, y todo como hecho de nieve y de sal, y los cirios doblados. Los retratos de familia vigilaban a su descendiente, que se paseaba con las manos a la espalda como si las llevase atadas, y mirándose las zapatillas que usted le bordó. La tarde tan hermosa le rodeaba; la tarde parecía venir desde los tiempos de aquellos retratos. ¡Qué pureza en la claridad, y en el silencio, y en el aire inmóvil de ese domingo! Don Daniel se había subido a las salas viejas buscando el refugio del pasado, la dulzura del pasado a costa del presente. ¡Y yo me salí sin decirle nada!

El párroco asomose a mirar la tarea de los rodillos del cacao, y se salió también de la cerería oliéndose los dedos y sin decir ya nada.

El latido del reloj de la tienda se quedó comentando la soledad de la señora. Y en ella se le aparecía don Daniel, bajo el navío de cristal venerable, con las manos atadas. Se las veía atadas. Don Magín lo contaba todo con la incoherente fuerza de las pesadillas. Deseó consolar al maniatado y acercarse a la hija. Necesitaba besarla. ¿Se le ocurría ir? Pues iría, Señor, que no todo había de ser acomodarse a todo. Y pidió su manto y se fue.

—¡Yo no sabía que fuese usted hermana del padre de Paulina!

—¿Yo? ¡Ay! ¡Yo no, señora, que no soy!

Y doña Corazón pensó que aquella mujer se le burlaba con una impertinencia demasiado ingenua.

—¡Como la criada me avisó: «Fuera está la tía de la señora», y lo dijo con ese tonillo de los parentescos de autoridad!

—Soy su tía, soy su tía; pero sin ser hermana del padre ni de la madre.

Elvira hizo una sonrisa enjuta, y jugando con el llavero que le colgaba de la correa de su hábito de los Dolores, la invitó a sentarse en una butaca del comedor.

—¡Huy! ¡Entonces tienen ustedes uno de esos parentescos de pueblo! En los pueblos todos somos parientes, ¿verdad?

—¡Ay, no, señora! ¡Ya ve: usted y yo vivimos en Oleza, y mire cómo no somos parientes!

—¡No somos parientes… no somos parientes! —repitió Elvira, y se le afilaban los ojos escarbando las intenciones de la cerera.

La señorita de Gandía desconfiaba de doña Corazón. ¿Estaba delante de una de esas comadres lugareñas tan fisgonas? Adivinó la mansa viuda este recelo y holgose de inspirarlo. ¡Si la viese don Magín! A él y a Dios les debía que, siendo de natural tan apocado, conturbase a una mujer tan áspera y briosa. Hasta pensó en aquellas vírgenes cristianas, delicadas y tímidas, que por un don del cielo humillaron la fortaleza de sabios y déspotas.

Entretanto la hermana de don Álvaro no dejaba de mirarla ni de sonreír, relamiéndose sus labios para la brega. ¿Es que la de Gandía aguardaba que hablase para después acometerla? Pues que se preparara, que las pobres mujeres pasman por su arrojo en los trances de riesgo.

Pero fue Elvira quien sacó ventaja en el diálogo, y lo hizo encarándosele con zalamería.

—Usted dirá, señora, porque por algo vino. ¿No?

—¡Yo!

Y sintió doña Corazón que la lengua se le cuajaba pesadamente y le tronaban los pulsos.

La otra la miró como si le viese las palpitaciones.

—¡Yo, aunque a usted se le antoje un embuste, yo soy prima de don Daniel!

Y mientras lo estaba diciendo pensaba: «¡Bendito, y qué simple y desaborida que estoy!».

—¡A mí parecerme eso un embuste! ¡No, señora! ¡Sea usted su prima por muchos años!

—¡Muchas gracias!

Y se estuvieron calladas. Elvira tomó su labor, sacó una hebra del gordo ovillo de pelo de cabra de color de azufaifa; deshizo las oqueruelas, y ensortijando el cabo a la aguja de hueso, pronunció entretenidamente:

—¿Usted siempre habrá vivido en Oleza?

Labró algunos puntos y alzó con sencillez los ojos.

—¿Sabe que no me agrada ni pizca este pueblo? Y perdone si le agravio. ¡Yo soy muy rasa!

—¡Gandía —repuso la señora—, Gandía será precioso!

Y a pesar de su encogimiento remedó la risa de la otra.

—¿Gandía? Le participo que yo no soy de Gandía. Allí me he criado; pero nací en Valencia. ¡Conque si lo decía usted por mí…!

Doña Corazón inició denodadamente su ataque.

—Yo he venido para ver a mi Paulina.

—¡Es muy natural!

—He venido a verla, ya que mi sobrina no sale. Ni sale ni se asoma a su portal. Lo dice todo Oleza.

—¡Huy! ¿Y qué quiere usted que hiciera su sobrina en el portal? ¡Dios nos libre! ¡Y a los cuatro meses y medio de casada! Mire: en este Oleza hay mucho chisme, chisme y vicio. No se apesadumbre de oírlo, que yo soy la que debiera sonrojarme de contarlo. No hay calle sin pecado. ¡Usted es de este pueblo, y usted bien lo sabrá!

—¿Yo?

—¡Lo sé yo, que todavía me creo forastera! ¡Señoras casadas y con hijas grandes, y solteritas de las Hijas de María… dan asco! Yo me despepitaba por decírselo a alguien de aquí, y se lo digo a usted, que presumo que será una santa, y se lo diría a todas sus amistades juntas, porque yo no me muerdo la lengua ni me caso con nadie a espaldas de la verdad… Me mira usted como pensando que eso de no casarme no es menester que lo jure; y yo le contesto que mejor quiero estarme soltera que con marido ruin. Bien puede decírselo…

—¡Yo!

—Bien puede decírselo a todas las remilgadas que tanto murmuran mirándome en Misa y en los Siete Domingos y en las Juntas de la Inmaculada, y de paso les añade que conozco todos sus milagros…

Se le habían encendido los pómulos; le llameaban casi magníficamente los ojos; le temblaba la boca; le resalían, vibrantes y duras, las cuerdas de su cuello, y sus dedos agudos crisparon la toca de ganchillo. Y fue desmenuzando todas las licencias, los escándalos, las escondidas perversidades del señorío olecense: matrimonios reunidos, las noches de verano, en el huerto frondoso de una casa principal, donde jugaban a trocar marido y mujer, y las nuevas parejas, haciendo travesuras y bromas infantiles, se perdían entre los árboles, y después volvían muy cansadas; señoras de añeja prosapia que iban a sus heredades, a sus jardines de naranjos de la vega, solas en sus vetustos faetones, y a la mitad del camino sentían miedo o se quejaban de un súbito dolor, y había de entrarse el cochero, que siempre resultaba ahijado o hermano de leche de la dama, y las mulas seguían su andadura ya avezadas, lentas y dóciles; camaristas del Santísimo que acudían muy temprano para hacer el turno de la vela; pero las celadoras habían de desollarse las rodillas en sus reclinatorios, ¿pues dónde se encandilaban esas congregantes?; señoritas con parientes en el Seminario que llamaban a su visita a otros colegiales de la brigada de «teólogos», y al entrar en la capilla, y recoger de sus manos el agua bendita, les daban billetes de amor escritos con su sangre, y recibían, temblorosas, sus requiebros inspirados en el Cantar de los Cantares; maridos que se jugaban sus mujeres a una carta; amigas impuras; hijos de familia que se marchitaban bajo los besos de damas y solteronas compañeras de colegio de la madre; y lo más horrendo de todo, tan horrendo que se quebraba el habla de Elvira: clérigos, clérigos amancebados con sus penitentes…

Y Elvira puntualizaba las horas, los sitios y hasta la duración de muchos pecados. De la misma iglesia se aprovechaban algunos devotos para rápidos coloquios abominables.

Doña Corazón, pasmada y roja de vergüenza, los ojos fijos en el felpudo de esparto, el seno con un tumulto de angustias, las manos cruzadas, pedía a Dios que secase aquellos labios de ponzoña o que le endureciese a ella los oídos. Pero Dios permite la prueba de sus escogidas criaturas. Y Elvira no se saciaba de decir, y Corazón seguía viendo a su Oleza desnuda y ardiente como una ciudad bíblica, merecedora de las iras del Señor. Y no sólo Oleza, sino sus amistades, familias enteras salían entre los abrasados escombros; señoras ilustres, que todos tenían por dechado y cifra de honradas, se le presentaban también desnudas, en un refocilo infernal, bajo el látigo de Elvira. Porque Elvira reveló los pecados y los nombres de los pecadores, dolor durísimo, de irresistible avidez para las imaginaciones más puras.

Doña Corazón se retorcía en un seguido grito de asombro, de apenamiento, de desengaño, de protesta generosa.

—¡No es posible! ¿Doña Nieves y el juez de paz?

—¡Que no es posible!

Y la sonrisa de menosprecio de la acusadora se hundía como un dardo en los dos cuerpos culpables juntándolos más.

—¿Las de López-Canci? ¡Pero si las de López-Canci querían profesar en la Visitación! Será la mediana, la morena: Julia. ¿Las tres? ¿Las tres con don Luis Aguirre? ¡Ay! ¿El ama de llaves de la condesa? ¿El de Casa-Lóriz? ¿Purita? ¡Pero si Purita cumplió ahora los diez y siete!

—¡Déjese de diez y siete cuando se tienen pechos y caderas de nodriza de treinta años! ¡Un escándalo de carne; no se puede ser buena teniendo de ese modo lo que tiene. Aunque yo le juro que si fuese mi sobrina había de salir a la calle más lisa que don Amancio! Claro que «eso» debe traerlo el lugar, porque hay mujeres que se precian de honestas, y que quizá lo sean, que tienen a gala el lucir toda su gordura. Ya sé, porque me lo está usted diciendo con los ojos, ya sé…

—¡Por Dios, que yo no le digo nada!

Y doña Corazón se cubría con el manto las castísimas arrogancias de su busto.

—Ya sé que entre mis amigas hay quien no esconde lo que más le valiera no poseer con tanta abundancia. Y si lo dice usted por la Monera, yo le contesto que es una desgracia, una desgracia que me da grima, y a ella misma se lo repito, y ya le hacen los corsés más altos. Lo de Purita, Purita, lástima de nombre, lo de Purita es de otra especie. Yo comenzaba por expulsarla de las Hijas de María. Esos jesuitas, que parecen tan linces, son a veces de un candor insoportable… Pues ¡y don Magín!

—¿Don Magín? ¡Don Magín, no! —gritó bravamente la viuda.

—¿Que don Magín, no? ¿Es que ni siquiera ha reparado usted cómo don Magín tiende su mano para que se la besen? ¡Se le eriza toda la piel! Yo he de respetarle por su ministerio, aunque me cueste olvidarlo todo. ¡Pero lo de la mano! Fíjese cuando lleve la mano a la boca de una mujer. Asusta porque parece que vaya a quedarse cogida de la garganta o de las mejillas. ¿Que no? No me explico la simplicidad de usted. ¿Y usted no es viuda? ¡Entonces su pobre marido sería un santo varón, que ni sabía nada ni le contaba a usted nada! ¡Son suposiciones! ¡Yo también soy muy simple!

Y descogió su labor; se redujo con mucha compostura en su silla, y siguió tejiendo calladamente la toca de pelo de cabra.

Peor fue su silencio para doña Corazón, porque en él quedó meciéndose y devanándose todo el relato y la burla de su matrimonio; y en ese silencio se recortaban los desgraciados contornos de su cortedad y el brío de la socarronería de la solterona, que a hurtadillas la miraba con un empaque de aborrecible modestia. Porque ya la aborrecía, Señor; la aborrecía toda. Pensó con desabrimiento en don Magín. Mientras ella padecía sin lograr nada en bien de nadie, él se estaría tan ricamente pasando sus charlas, que eran convite para la calumnia. Y la blanda cerera odió más a Elvira, pero ahora la odiaba llorando.

Atribulose la hermana de don Álvaro derritiéndose en mieles.

—¿Tendré yo la culpa, señora?

Doña Corazón, arrepentida de sus lágrimas, ocultose el rostro entre las manos, y se las apartaron unos dedos rígidos y huesudos.

La afligida se quejó, se exaltó, se enjugó con la punta de su rebociño.

—Pero ¿es que ya no queda nadie con honra en este pueblo?

—¡Huy, no se atropelle, no nos difame a todos!

Doña Corazón gemía:

—¡Es usted la que nos envuelve en un solo pecado, y hay otros, sí, señora, que hay otros, como el de dejar abandonadas a las criaturas infelices, el de hacer sufrir a nuestro prójimo…!

—Usted lo dice, usted lo dice; pues añádalos, júntelos a esos tan sucios, y Oleza le dará miedo, como a mí. A mí me sofocan hasta los niños. Ya no hay tapias sin dibujos y letreros inmundos. No se respetan ni las de Palacio, ni las de Nuestro Padre, ni las de los conventos. Y son ellos, los niños. Los he visto yo; pero a mí no me está bien impedirlo. ¡Una ha de leerlos y aguantarse! Pues ¡y la inocencia de esas niñas con velos blancos y la corona de Primera Comunión, que tienen ya un disimulo, una malicia y un entono que mejor parecen vestidas de desposadas! ¡Y los pajes, los pajes de Palacio! ¿Es que no se pone usted colorada cuando la miran? ¡Huy, no se apene, no se apene! Tendré yo la culpa, ¿verdad?

Calló por atender a lo hondo de la casa. Llegaban unos pasos recios que hacían retemblar los muebles, los vidrios, la loza de las alacenas.

—¡Sí, yo tengo la culpa! Es que soy tan chiquilla, que oyéndola me olvidé de sus deseos. ¡Qué habrá usted pensado de mí y aun de Paulina!

Y la señorita de Gandía tomó de la cintura a doña Corazón, guiándola a la alcoba de sus hermanos. Estaba apagada y olía densamente a sahumerio.

Entreabrió Elvira un postigo y viose un humo inmóvil en el cerrado aire.

Paulina se incorporó entre almohadones, y sonreía y miraba con infantil sorpresa a la señora. Quiso atraerla, y de súbito le retiró los brazos, se puso muy pálida. Todavía le volvió la sonrisa para decir:

—¿Vendrá otra tarde, vendrá, tía Corazón?

Fuera se oía la voz de don Álvaro, llamando a su hermana.

Elvira llevó a doña Corazón hasta el portal.

—¿Qué piensa usted de nuestra Paulina? ¡Yo no sé; le dan unos arranques, unos antojos! Creo que lo que viene, viene demasiado pronto, ¿verdad?

Y la empujó suavemente; y cerró la puerta.