II

En Palacio

UNA llovizna silenciosa calaba la piel de los árboles, la corteza de las sendas, el verde de los vallados del huerto episcopal. La niebla, rota y mojada, se paraba tocando los vidrios de las rejas como pidiendo que le abriesen.

Los curiales tuvieron que encender sus velones, y la hojarasca de legajos de boletines y oficios siguió crujiendo entre manos enfriadas.

Venían capellanes forasteros, exhalando un olor de día desnudo, de lluvia campesina y de camino, y al saludar les humeaba el aliento.

—¡Qué bendición de agua!

Desde la jaula de un negociado, un cura bisojo decía lamiendo una oblea:

—¡Sí, sí!

El oficial del Registro, un eclesiástico hacendado y cazador, preguntaba de las labores, de podencos y cotos. Los párrocos rurales se lo celebraban todo; le celebraban hasta la lluvia como si fuese obra de su voluntad. ¡Daba gloria el sembradío!

Después, enjugándose el hábito, insinuaban su intento de ver al señor provisor.

Un ecónomo que traía en las suelas tierra roja de bancales, confesó su prisa porque el carro-cosario saldría a mediodía del hostal.

Y, entre fajos de Causas, la voz de antes repetía:

—¡Sí, sí!

Al lado de las altas vidrieras del huerto, estaban los armarios del Archivo recargados de talla: volutas, gallones y uvas de un oro poniente; bisagras y cerrajería de bronce; y arriba, entre follajes, se iban desollando las lumbres de las cornucopias de símbolos de la Lauretana: el Speculum iustitiae sostenido por dos alas de querubín, y la balanza y la espada con orla de lirios; el Vas honorabile, de siena, desbordándole la nube azul de perfume quemado; la Stella matutina, con aristas de rosa de los vientos, y la luna y el sol de carrillos infantiles…

En la tarima reposaba el escritorio del archivero, mosén Orduña, el único arqueólogo de la diócesis, un sacerdote grande, con lentes de vaho, abandonados en la mansedumbre de la nariz. Tenía la cabeza parada como si se le hubiese oxidado la nuca, de modo que para volverse ladeaba todo su cuerpo. Se le estremecían mucho las manos, y por encubrirlo traíalas juntas, sosteniéndose y valiéndose la una de la otra como muy buenas mellizas. Algunas veces no podía reprimir ademanes predilectos, singularmente el de las palmas en un ad Altare versas, actitud litúrgica según privilegio concedido al sacerdocio de España por Pío V en la bula Ad hoc Nos Deus de 16 de diciembre de 1570, cita que constituyó una de sus más duraderas emociones de eclesiástico español. También semejaba que se desquijarase al hablar; y por eso decía las cosas linealmente, sin párrafo, y luego quedábase con los ojos inmóviles, distraídos, y la boca floja. Todo tardo y frío, de una robustez de inocencia; el balandrán, descuidado; la capa, cayéndosele, y en un vasar de los armarios, dormía el corpulento erizo de su teja, tan felpuda que daba tentación de segarla. En suma, era de presencia arcaica, y casi no precisamente sacerdotal, sino de buen hombre cermeño y a la vez muy apacible, que por lo retraído de sus costumbres, por desamorado del mundo, tomara vestidos talares, no dándosele un ardite de ellos ni de ninguno.

Cuando escudillaba la pluma en los barriles de cobre de su escribanía, quejumbraba su sillón; y al removerse para la búsqueda de algún documento, retronaba todo el catafalco. Lo habitaba veinticinco años, en una soledad arqueológica, y un día le pusieron un amanuense. Comenzó a mirarle poco a poco la cicatriz de la mejilla; poco a poco porque veía las cosas a sorbos de asmático. Una chanza, una anécdota que dejaba el súbito rebullicio burocrático, había de caminar largamente bajo el frontal del archivero hasta destilarle en la conciencia. Ya lejos y olvidado de todos el asunto, comenzaba Orduña a despertarse, y entonces sonreía en un ayer tranquilo. Siempre se quedaba solo en sus pensamientos, en la oficina, en la misa de su beneficio y en la glosa y promesa de su iconografía Mariana.

—Ése es un recomendado de don Magín —le advirtieron, dejándole que llegase a su ánimo la realidad ontológica del amanuense.

Como las horas eran más anchas en su mesa, Cara-rajada las pasaba hundido en sus cavilaciones, bajo el sueño del jefe.

Acudían al lado del seglar escribanos y oficiales por oírle sus aventuras. Les refirió el episodio de la lanzada; y cuando mosén Orduña pudo entenderlo, quitose los nublados anteojos, los puso entre dos fojas, se pasó las manos por toda la maciza faz; las juntó y las apartó, elevándolas en un Fiat dilectissimi, y dijo:

—¿De manera que no tuvo remedio el percance?

Pero toda la curia estaba en el cancel del patio viendo pasar una comisión. Corpiños brochados, manteletas y blondas de damas; levitas, carriks y gabanes embebidos de la mollizna. Don Amancio y Monera llevaban de dos asas una arquilla como un féretro.

Después el patio claustral semejó más hondo y murado. El agua de un tejaroz flagelaba el ramaje seco de un terebinto —regalo de una familia peregrina de los Santos Lugares— y caía por los manises de la leyenda: «Tendí mis ramas como el terebinto, y mis ramas lo son de honor y gracia».

Fue llegando el concurso a la saleta. No había nadie. Del despacho de Su Ilustrísima desbordaba un coloquio de amistad. Resaltó la risa y la palabra de don Magín. Entreabriose la puerta de terciopelo, y brilló rápidamente una mirada. Los principales de la Comisión ya se cedían el paso muy corteses. Pero la puertecita se cerró sin una excusa, sin un saludo del familiar; y dentro siguió pasando la plática.

Don Magín, delante de una mesa de atriles, hablaba, leía y revolvía folletos y volúmenes: un manuscrito de notas de los Extractos de los epónimos de Smith, The Assyrian Eponym Canon, la Revue Catholique de Louvain —septiembre de 1870—, el tomo II de Manuel d'Histoire Ancienne, el V de Records of the past, de Rodwell, el mapa de Schrader, la Karte von Assyrien und Babylonien

Estaba recogido el damasco de la biblioteca y aparecía un muro de roble con un oleaje de rústicas, de pergaminos, de badanas, de pasta española, todo constelado de tejuelos azules.

Con la lupa de los lentes doblados del clérigo doméstico viajaba don Magín por una carta geográfica, descogida del folio de su volumen, y, de improviso, estampó una puñada encima de Kalak Cheorghat, la vieja Assur, el azote implacable de Judá. Schrader o don Magín se habían perdido en las remotas marismas.

Su Ilustrísima le volvió a Oleza.

—¡Esas indignaciones son desconsoladoras, porque quién puede, todavía, socorrerle con la verdad!

El párroco se exaltó:

—¿Pero Assur no estaba en la orilla izquierda del Tigris? ¡Yo lo he visto no sé dónde!

El prelado le recordó el mapa de Menant; aunque creía, acatando a otros asiriólogos, que el país de Assur se hallaba en la ribera diestra, al Sur de Nínive, entre el alto y bajo Zab. No aspiraba a ser un técnico de estas resurrecciones de suelos sagrados; nada más quería alumbrarse un poco su camino por las tierras de Israel y de los últimos cautiverios. Este viaje era su más grande afán de cristiano y de curioso.

Entonces don Magín le pidió que le llevara. En su pasada peregrinación a Roma, comprendió que carecía de docilidad de «romero». Admirarse y conmoverse, según la voluntad de un reloj gregario, le secó sus propias emociones, llegando a ser un apócrifo de sí mismo. Oriente, Señor, Oriente era el horizonte azul de su vida. ¡Las mismas claridades que bañaron el manto del padre Abraham, calentarían su pobre esclavina! Después, a su parroquia; y Oleza sería para su alma un nácar precioso donde resonasen las caravanas de los patriarcas, la voz de los inspirados, la sabiduría, las crueldades y la gloria de los Jueces y de los Reyes… Y hablaba con arrebato, amontonando episodios de viajeros y visiones exegéticas…

De su mirada recibió el prelado la fidelidad del amigo, el amigo que nos da compañía sin quitarnos la pureza de la soledad interior; el que nos mira como nuestros ojos de niño y descansa su frente en nuestros pensamientos.

Acercose al ventanal. Se abría y devanaba el humo del cielo; crecía el confín de la vega cincelándole de sol.

El secretario recordole la hora de audiencia; y el obispo la esperó desde su mesa de estudio, contemplando el tuerto: las higueras y parras todavía con pámpanos de cobre que goteaban lluvia; los membrillos, acerolos y perales espalderos de fruto tardano; en las sendas de los magnolios se enjugaban los ánsares cojeando encima de sus sombras azules.

Pasaba la lucida comisión. Don Magín tomó su teja haciendo una pomposa curva, como si saludase con un chambergo de galán, y se retrajo en la quietud de la biblioteca. Allí el sol se tendía en los esterones y llameaba en las cortinas lisas de una ventana con ajimez de yeso; allí remansaba una luminosidad gozosa, guardada, caliente, un olor destilado de las maderas y encuadernaciones, olor de aposento de estudio que el párroco iba clasificando mientras caminaba por las ciudades hundidas en los siglos y saltaba de margen a margen del Tigris arrullado por el río de su pueblo…

Volviose el obispo.

Don Amancio leyó la súplica. «Traían el nuevo pendón del Círculo de Labradores, tejido más de virtudes que de sedas, bordado más con el corazón que con los dedos de la mujer olecense para que el Pastor amantísimo lo bendijese…». Y tuvo que enrollar su discurso. Se lo interrumpió Su Ilustrísima prometiendo hacer lo que le pedían y ordenando a sus pajes que le pusieran la caja en el Oratorio.

Entonces, el padre Bellod quiso decir su ruego, y no pudo porque el obispo les dejó por acudir a la reja.

Bajo los olmos corría un fámulo llevando las artesillas de maíz, de rubión y de pasta de salvado.

Los recios picos de calabaza de las ocas, las uñas diablescas de las gallinas, los codazos de los alones de las pavas no permitían que los palomos comieran.

Su Ilustrísima golpeó enojadamente los vidrios. Todo el averío quedose mirándole; pero en seguida se puso a engullir sin hacerle caso.

En el austero reposo de la cámara episcopal penetraba claro y ancho el ambiente agrícola: golpes húmedos de legones y escardillos; ruido fresco de hacha de podador en las ramas tiernas de los frutales; el regaño de cachorro que hacía el mastín viejo pidiendo que lo soltasen de la soga…

Tascó el padre Bellod sus quijadas y se amasó los dedos peludos. ¿Eso era la audiencia de un obispo?

Ladeose Su Ilustrísima como si le sintiese el pensamiento, y removió delicadamente la esquila de oro de su escribanía que pareció sonar en un prado.

Vino un familiar; recibió su mandado; fue al huerto, dándoles de comer a las palomas, y ya el prelado sentose en un sofá de baldaquino, atendiendo definitivamente al párroco.

Las obras de la capilla del Patrono apenaban por su descuido. Ni siquiera se había tramado el andamiaje. No bastarían enero y febrero para desarticular el retablo y descolgar ofrendas, exvotos, lámparas, molduras; y después la reparación del cornisamiento del cimborrio, el policromar el bosque marchito de la talla, las vidrieras, los remiendos de las losas de mármol… Y todo esto con las calmas implacables de las consignaciones y la flema de los técnicos. El padre Bellod no ocultaba el peligro de que viniesen los grandes días del triduo de San Daniel y que su capilla, es decir, la casa de la fe, siguiese privada de culto.

—Pueden poner al Santo en el presbiterio del altar mayor y añadirle un trono. La gran nave acogerá más fieles, evitándose así que la multitud se acometa en la disputa de las gracias. —Y Su Ilustrísima se distrajo mirando un crucifijo de marfil que adquiría una carne tibia, descansada y joven bajo la caricia del sol. Después subió los pies sobre un almohadón y le resplandecieron las labradas hebillas de sus múleos de color de hortensia.

El padre Bellod no quiso mirarlas. Apretaba tan fuertemente las mandíbulas, que comenzó a sangrarle una herida de su navaja barbera. No pudo resistir, y porfió:

—Los olecenses prefieren el altar de su Santo. Quieren implorarle viendo los exvotos que les traen la memoria de las angustias y de los prodigios que pasaron en sus hogares.

El obispo fue recostándose cansadamente en el recodadero, y como el padre Bellod no seguía, le dio a besar su amatista.

Adelantose la hermana de don Álvaro, ardiéndole los ojos socavados en su máscara de yeso.

Ella, la nueva, la extraña, la última de Oleza, presentaba a Su Ilustrísima la imploración y la congoja de todas las mujeres, que no podían consentir que Nuestro Padre estuviese tanto tiempo apartado de su recinto. Con buena voluntad ya estarían las obras casi acabadas.

El señor obispo prosiguió las despedidas. Se detuvo más en la de don Daniel; y, luego, volviéndose a Elvira, que aún le miraba con las manos cruzadas por la súplica, sonrió levemente, diciéndole:

—Ni al arquitecto ni a mí nos es dado hacer milagros. ¡Pídanselos a Nuestro Padre!

Fuera les recibieron los brillos helados de unos anteojos.

—¡Yo me lavo las manos! —barbotaba el padre Bellod.

Los anteojos centelleaban mirándoselas.

Embistiósele el capellán.

—¡Todo se sabe; y en Oleza se supo que hay arquitectos de la diócesis con barraganas en Tuy!

Bajo los lentes inmóviles suspiró una boca marchita:

—¡Oh, Tuy está tan lejos!

En el claustro del terebinto Alba-Longa exclamó:

—¡Oleza, Oleza sigue huérfana!

La confidencia agrupó a las señoras, tímidas y frágiles como recentales; sentíanse muy hermanadas por la tribulación del abandono pastoral; y al separarse se besaron más que nunca.

Avizoró don Álvaro la curia con recelo de que les hubiesen oído. Paulina le vio palidecer, y apretose más en el costado del esposo.

Les devoraban dos pupilas de ascuas.

Ya iban despoblándose los escritorios. Quedaba mosén Orduña en su tablado, y el amanuense en la puerta. Se le llegó un vicario lugareño preguntándole. Cara-rajada le miraba con visajes convulsos de poseído, y se apartó a las rejas del huerto descansando su frente en el cristal. Su frío le pareció de muro de piedra que le cerraba todo goce de vida ancha de mocedad; y sollozó.

Comenzó a maravillarse el arqueólogo, no pudiendo comprender que un hombre, un empleado, llorara en una oficina eclesiástica. Se puso el bancal de su sombrero, se embozó tranquilo y exacto y descendió de la tarima mientras los telares de su razón se movían tejiendo las causas de ese lloro. Y fue pensándolas en un diálogo consigo mismo que le obligaba a pararse…

Un grito de ronquera espasmódica le hizo revolverse.

Cara-rajada se volcó en su sillón; llamaba a Paulina, besando encima del nombre, llenándolo de requiebros.

Toda la faz de Orduña se plegaba por el ahínco de explicarse motivadamente lo que no tenía más remedio que oír, y oírlo con celeridad de aquella locura desesperada. Varón casto basta por apocamiento, por crasitud y pereza corporal, espantose de los alaridos que le rodeaban de imágenes de lujuria. Y con toda la tosquedad de su carne inocente, su puño trémulo y enorme tapió la boca del condenado como si cubriese una impudicia.

Cara-rajada rebotó desde la tarima a la estera.

Quedose el arqueólogo mirándose los dedos, que le manaban espumas y sangre de las abominables encías. Y todo lo más rápidamente que pudo se dijo: «¡Acabo de matar a este hombre!». Y se asomó al cancel gritando.

Acudió un fámulo lampistero. Vino también el hortelano con su mastín. Se llenó la escalera de un estrépito de zapatos gordos. Bajaban familiares y pajes. Presentose el secretario de cámara, y después, Su Ilustrísima.

Mosén Orduña le recibió llorando con toda la fortaleza de su laringe.

Un familiar le ordenó:

—¡Cierre usted el paraguas!

El paraguas le techaba con sus alas de murciélago; y se puso a cerrarlo, pasmado de traerlo abierto sin sentirlo.

El hombre de luto fue despertándose de su mal. Miró al obispo, acogiose a sus pies y lloró calladamente.

Mosén Orduña, sin entender nada, sin ocurrírsele nada, salió de Palacio y se destocó saludando al Angelus Domini y a don Magín, que pasaba por la plazuela de la Catedral, frente al pórtico de santos ensartados y de pilares con argollas que en otro tiempo fijaban el recinto de «derecho de asilo». La catedral siempre tenía la doración cansada de un ocaso rojo.

Don Magín iba palpando la herida indeleble de la marca que el martillo del picapedrero dejó en cada sillar. Evocaba el principio de las obras, en la hierba embebida de azul, un azul que parecería subir poco a poco, según se alzaran los muros y las bóvedas; al pie, los canteros faenaban para la Oleza que no había de pertenecerles, y sus martillos vibrarían claros y campaniles en la forja de las piedras vivas y blancas, y ahora resudadas de siglos, que latían bajo el pulso del capellán de San Bartolomé.

Todos los casones de la plazuela, umbrosos, descortezados, proyectaban una paz de monasterios, no siéndolo. Tocaban horas, y la calma palpitaba en círculos de suavidad como el agua de una alberca que se abre por un fruto maduro caído de la margen.

Ya doblaba don Magín el cantón de la Verónica, y aguardose que se apartasen don Amancio y el padre Bellod. Don Amancio, con el rollo de su discurso en su diestra de mitón negro, los hinojos de rodilleras maduras, y los grandes pies, un poco torcidos, buscándose las puntas y escrupulosamente mudos. En cambio, el padre Bellod imprimía en las baldosas un chacoloteo de almadreñas.

Les contuvo un grito de mujer.

—¡Ay, madre mía! —y las manos de doña Corazón recogieron dos avecitas, quitándolas del peligro de los zapatones eclesiásticos.

Cosía la señora en su obrador, y a su lado puso un tabaque de polluelos que, algunas veces, se le alborotaban, saliéndose al peldaño, subiéndosele y picándole la finísima media de color de caoba. Creíase entonces doña Corazón la más desgraciada criatura de este mundo, porque era menester reducirlos y no podía para no malograr tres huevos que empollaba en el caliente amparo de su corpiño. La viudez le avivaba, de cuando en cuando, ansias generosas de maternidad, que ella derivaba trocándolas en ternuras de clueca. Lo sorprendió ese día el párroco de San Daniel.

Quiso la señora besarle la mano, y necesitó llevar las suyas al socorro de sus pechos.

El padre Bellod la miraba con iras terribles de justo.

—¡Es que llevo aquí dentro tres huevos!

—¿Ahí dentro? —y el índice sacerdotal le apuntaba vibrantemente.

Ella volvió sus ojos a don Amancio; pero don Amancio no quiso valerla.

Se desbordaron del cestillo todas las crías, y piaban descuidadas y felices, esparciéndose, ladeándose para ver al padre Bellod, haciendo un visaje de hombre con las boqueras y la nariz de su pico; y, de repente, huyeron porque el enemigo venía.

—¡Allí donde usted trae esos huevos tiene su morada predilecta el Espíritu Santo, la paloma mística de la Trinidad divina! Conque vaya usted albergando esas lástimas si se las consiente su máximo consejero don Magín… —Y se apartaron.

Llegó don Magín, y no pudo pasar por la cerería sin asomarse.

—¡Ay, don Magín, qué vergüenza y qué susto!

—¿Vergüenza y susto?

—¡Es que le confesé al padre Bellod que traigo tres huevos!

—Tres huevos; ¿dónde?

Doña Corazón, muy encendida, puso la vista en el umbral y sus manos en el redondo pecho, y las manos se le alzaban y bajaban.

—¿Ahí dentro?

Compungiose ella más, balbuciendo que ya sabía lo de la morada del Espíritu Santo.

—¿Y no se le revientan, doña Corazón?

—¡El Espíritu Santo! ¡Si usted supiese mis remordimientos por el Espíritu Santo! Estaba rezando y pensé: «¿Y por qué no habíamos de decir: Gloria al Padre, a la Madre y al Hijo? Pero ¿y el Espíritu Santo?». Me afligí, y afligida y todo, me dije: «Yo amo y conozco más al Hijo que al Padre y al Espíritu». Siempre que pronuncio «¡Dios mío!», me imagino a Jesús y no me acuerdo casi del Padre, ¡y del Espíritu Santo, nada! ¡Y en ese instante vino el padre Bellod!

Fue parecer de don Magín que sus escrúpulos contenían una proposición de reforma, de parentesco teogónico con las Trinidades egipcias. Le habló también del Símbolo de Nicea, que se introdujo en la liturgia de la Misa para protestar contra la herejía de Macedonius, que negó la divinidad de la Tercera Persona…

Se contuvo porque la mañana se cuajó de delicias. Le temblaron las alillas de su nariz, le crujió la lengua; y en aquel punto oyose una voz de frescura gozosa de fuente.

—¡Con Dios, don Magín y la compaña!

Era una moza que servía en el Parador del Santo, y llevaba una biznaga de jazmines.

—¡Déjame que te huela esa bendición, ese pomo de aromas, que no hay mejor alabastro ni arca de Arabia!

—¡Pues toíco se cría en mi corraliyo!

—¿Tu corralillo? ¿Es uno de la Subida de San Ginés, que tiene las bardas de tiestos y un jazminero y un parral que se le salen las raíces por la cerca?

—¡Atiende, y qué bien que supo don Magín nuestra pobreza! Ése es, sí, señor, que es; y el jazminero hace como un techao, y dende julio a diciembre, con que tan siquiera pasemos a mudar el agua de las gallinas, se queda una como esta biznaga, toa blanca de flor, como una novia.

—¡Toda blanca como una novia, toda blanca, y tan negras como tienes las trenzas!

—¡Pues los jazmines que hay siempre en el suelo no caben en mi delantal, no, señor!

—¿No te caben en el regazo? Pero ¿los tiráis o los recogéis como Dios manda?

Y conversando de lo mismo se fueron calle arriba la moza y el párroco.