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Nuestro Padre San Daniel

UN día, en medio de la calle, don Jeromillo se sonrojó y se aturdió más de lo suyo porque, sin querer, acababa de decirse que algunas mujeres se quedaban muy hermosas después de parir.

Lo pensó por la de Lóriz, que hasta en la voz y en el andar le parecía de una hermosura más dulce, más cálida y más firme desde que era madre.

Y confirmó su parecer viendo venir a Paulina de la misa de su purificación. Don Jeromillo se paró, mirándola; las gentes se asomaban, y en cada boca prorrumpía un requiebro para la hija de don Daniel. Iba entre el esposo y la hermana; y delante, el recién nacido, en brazos de la criada de Gandía. Paulina y la condesa también coincidieron, según comentó la Monera, en tener hijo. No en el nombre: al condesito se le puso el de su padrino, el hermano de la madre, el hermano artista y pecador: Máximo; al de Paulina, Pablo, por voluntad de don Cruz; pero Alba-Longa le llamó el nombre primitivo del apóstol de las gentes: Saulo, esto es: deseado.

Con los lutos resaltaba primorosamente la nueva belleza de Paulina, belleza maternal, amplia, de contornos tan perfectos que semejaba virgen, virgen llegada a la plenitud de la forma. Toda tan hermosa, que don Álvaro padecía sospechándola deseable para todos los hombres. Siendo de otro, ahora comenzaría para «ése» el exaltado goce de la mujer en la revelación de todas sus delicias. El esposo buscaba celosamente a ese otro en sí mismo, y la guardaba de él aborreciéndolo, y, algunas veces, aborreciéndola también a ella, como culpándola de su belleza. Tuvo un rencor desesperado cuando Elvira le reveló, una noche, que proclamaban a Paulina, a la de Lóriz y Purita «las tres mujeres de Oleza». Pero la primera, Paulina.

Quisieron esconder la alabanza como un oprobio. Y si la sorprendían vistiéndose, o ciñéndosele las ropas, toda modelada, o en un instante glorioso de sol y de campo, o al darle el pecho desnudo al hijo, contemplándoselo ella descuidadamente, siempre se miraban los hermanos; y, entonces, en lo íntimo del hogar, les parecía sentir la brama de todos los hombres jóvenes de Oleza.

Llegaron a creer que su cavilación recelosa se incorporaba a los demás. Muchos se preguntaban si legítimamente se podía tener tan lozana figura, si se podía tener una boca tan encendida, una mirada de tanta caricia no siendo feliz. Porque de seguro que Paulina no era feliz; y poseía hasta la calidad de belleza de la mujer dichosa. Era hermosa complaciéndose inocentemente en serlo. Almas acendradas, almas de Dios, logran no entristecerse por las alegrías del prójimo; pero el ajeno infortunio les comunica un irresistible prurito de administrarlo. Se quiere gobernar los pensamientos y obras del desdichado, sus gestos, sus palabras, sus lágrimas, su vestido, todo su dolor, toda su vida de luto. Y no comportándose como esas almas piensan que vivirían ellas, sienten un desencanto difícil de perdonar. No se lo explican.

La ciudad tampoco se explicaba ese espléndido florecer del cuerpo de Paulina. Y era una expectación insoportable de su gentileza. Esta expectación, esta inquietud, rodeando las casas olecenses, se revertía en don Álvaro y su hermana. Con los ojos de Elvira espiaba el pueblo a la hija de don Daniel. ¿Qué haría con su carne triunfal a cuestas?

La señorita de Gandía se persuadió de que si se aguarda tanto una cosa, es porque ha de suceder, ha de suceder siquiera para el corazón que está acechando.

Víspera de Todos los Santos, se peinó y se rizó el fleco y las bandas, se puso el vestido-hábito de salir, y asomose a la sala de los retratos de sus padres. Los dos semejaban atisbar a la nuera. Paulina, al lado de la cuna del hijo, se doraba de puesta de sol, una puesta de sol otoñal que labraba en bronce los sillares del palacio de Lóriz.

El óleo del difunto Galindo era el espejo de la sonrisa dura y lívida de la hija. La señora Serrallonga se agrietaba espantosamente en el brasil de los pómulos. Un cáncer abierto por el verano de Oleza en la pintura de la muerta.

Acercose más Elvira.

Dormía el niño bajo la niebla de una gasa; y la madre, reclinada en la vidriera, había dejado de coser las finas orillas de un pañal, y miraba la calle.

Ladeose la cuñada para verla.

Paulina sonreía, estremeciéndosele apasionadamente los pechos. Elvira se puso a su espalda, y aspiró el perfume de su respiración. Le pareció sentirla como hombre. Pero la distrajo un balcón entreabierto del palacio. El hermano de la condesa tenía al ahijado en sus brazos, y meciéndole y cantándole se lo llevó por otros salones.

Los padres les siguieron gozosamente, y sobre un fondo de apacible riqueza de tapiz se besaron en la boca.

Paulina retirose hacia la cuna, y tropezó en unos muslos huesudos. Una voz sumida y burlona murmuró:

—¡Pude quitarte a tu hijo sin que me sintieses! —Y Elvira estuvo mirándola, mirándola; y le preguntó de pronto:

—¿Tú les saludas a ésos?

Paulina se inclinó humillada.

—No; yo no les saludo. Álvaro no quiere.

—¡Álvaro no quiere, Álvaro…! —y en seguida, casi aniñándose, le dijo:

—¿Confiesas hoy? Yo, sí. Siempre comulgué en la fiesta de Todos los Santos, y el día de las Ánimas, además, por nuestros difuntos. No me falta sino echarme la mantilla. ¿Te aguardo?

Y al atardecer salieron juntas las dos cuñadas.

… Cuando subían las gradas de Nuestro Padre ya recogían los mendigos del pórtico sus cayados, sus muletas, sus escudillas de pedir; y, viéndolas, volvieron a su plañido; pero al reconocerlas se marcharon. Elvira nunca les daba limosna, y la hija de don Daniel tampoco acompañándola la «flaca».

Dormía el templo en una tiniebla blanda que parece que se oiga tejer y apretarse en la soledad.

La luz inmóvil de un cirio de promesa, la mariposa del sagrario, cavaba más honda la obscura distancia de los ámbitos. Y dentro de la bóveda de los altares, en la noche anticipada de las hornacinas y de los nichos de los retablos, les quedaba a las imágenes una palidez amarga, gelatinosa, recogida por el barniz de sus rostros y de sus manos. Eran como cadáveres que se habían levantado, y en sus ojos, abiertos, se cuajaban las últimas gotas de claridad. El Cristo, acostado en su sepulcro de hielo de cristal, semejó volverse un poco para saber quién pasaba a esas horas.

Los pasos de Elvira y de Paulina imprimían su huella en todas las losas, en todos los recintos. Cada paso pisaba toda la iglesia; la iglesia se hinchaba, se llenaba de dos mujeres andando en la umbría, y Paulina se sintió a sí misma en las rinconadas, en los enterramientos, en las húmedas revueltas. Tuvo el miedo de los sitios donde no estaba. Se le antojó ser una imagen que había bajado, dándole el miedo de ella misma. Se paró precisamente en un altar que siempre evitaba.

Entre dos candeleros de llama de tea estaba la urna del cuerpo de un niño mártir. Lo compró un noble murciano en Roma. El niño tenía la faz rellena de cera, los pómulos teñidos, los ojos redondos, de vidrio, ojos de pardal embalsamado. Llevaba una túnica de realces de plata que oxidaban la seda, y encima del pecho una palma como la espina de un pez fósil. Paulina se acongojó sin lágrimas mirando el niño desenterrado, destapado para siempre bajo la devoración de la piedad, enseñando por las costuras podridas las articulaciones de alambre de los huesos.

La cuñada le habló, enfriándole una sien. Quería prevenir al padre Bellod antes que cerrasen la puertecita del claustro. Del claustro llegaba un ruido de árboles, un aire de otoño que estremecía las viejas banderas heráldicas consagradas a San Daniel.

Ella quedose esperando delante de la verja. Y cuando se perdieron del todo los pasos de Elvira, la sobrecogió el silencio casi dulcemente. En el cimborrio duraba lo último de la tarde como un lienzo mojado. Bajó un aleteo de nido, y este alboroto de pájaros la envolvía de una sensación de cielo, de anchura de paisaje. Pero después, en la quietud, su receptividad nerviosa iba hiriéndose de miradas precisas de aves. Y apenas surgieron las sombras del padre Bellod y de Elvira, se precipitó a la red del confesonario del párroco. Al persignarse levantó los ojos. Se había derretido del todo el día, y las vidrieras de la cúpula quedaron como lápidas. La penitente atropelló su confesión; besó la cruz de la estola morada, y apartose arrodillándose junto a la pila lustral.

La cuñada le dijo:

—¡Esa confesión no puede servirte!

La capilla, recién obrada y dorada, toda cruda de líneas, tenía encendidos seis cirios clavados en los hacheros de las expiaciones y ofrendas. Las alas de los ángeles, dos ángeles grandes y rubios, que soportaban las lámparas desde las cornisas, tendían sus espectros por los muros. Un oscilar, una torcedura de las luces, les comunicaba un vuelo silencioso de paños, y entonces por las mejillas de Nuestro Padre circulaba el brillo de su amoratamiento de ahogado.

Más torvo, más viejo Nuestro Padre en la exactitud de la estofa y del color recientes; y su cabellera, de pelo de mujer, le dejaba, de noche, una intención penosa y mala de máscara, una mueca, un remedo de la santidad que exhalaba en las horas buenas del día, y que ahora se iba despojando como un hombre cansado, muy triste, se va quitando su sonrisa y su vestidura en su dormitorio.

La confesión de Elvira fue un diálogo apasionado y profuso, con un silbo de eses largas, con nombres rotos: el de don Álvaro, el de Paulina, el de Purita, el de Lóriz, el de don Magín…

Paulina se sintió abandonada en el olvido de la iglesia.

A lo lejos, en el patio parroquial, en el vestuario, en la casa eclesiástica, en las calles próximas, sonaban voces de acólitos, estrépito de postigos; después, el rumor se deshacía como una burbuja. Pasó una diligencia. Pero era la parroquia la que se alejaba, extraviándose en la noche.

Salió el padre Bellod del confesonario, y sus pisadas de zapatón ancho retumbaron multiplicadamente en toda la nave.

La sombra de Elvira cruzó golpeándose contra los muros tallados, contra las cuelgas de exvotos. Luego, su perfil de arrodillada se quedó tocando la copa de alabastro de la lengua y el corazón del obispo Villalonga. Elvira rezaba la penitencia a los pies de Nuestro Padre.

Crepitó un cirio, y despertose crujiendo un retablo. Rodó mucho tiempo una gota cuajada de una arandela. Se oía vibrar las alas de una mosca caída en un telar de arañas. Una carcoma; un zumbido; se desdobló una pegajosidad de murciélago. Por el ábside vino un temblor de alpargatas y de llaves viejas. Aparecía y se perdía una luz que taladraba la foscura. Gimió una puertecita ferreña. Sería la del claustro. Y resonaron los portales arrastrados por carriles hasta chafarse todo en un trueno. Después, el silencio en ondas de silencios, y el silencio inmóvil. Ahora la iglesia ya no parecía que se alejase por latitudes despobladas, sino que se sumergiese en unas aguas lisas, que dejaban pasar los rumores más menudos de la superficie.

Paulina tuvo la angustia del enterrado vivo, el ahogo y el esfuerzo de la voz que no se oye, que no suena, como en una pesadilla de espanto en que se pide socorro y no sale el grito que se da. Se le enfrió el cuerpo de un sudor duro que le pinchaba; en cada poro le nacía una granulación de frialdad, y se le erizó la espalda.

Elvira continuaba rezando implacablemente a Nuestro Padre.

Paulina la veía temblar entre las palpitaciones suyas. Todas las imágenes habían bajado y se acercaban a la capilla y se le ponían detrás, y ella quiso volverse y quiso mirar a San Daniel; pero permaneció rígida, con los ojos en una losa, la misma losa, por donde pasaba un gusano de humedad que se paró como si lo supiese, y la sombra del gusano crecía. Ella creyó que lo sujetaba mirándolo; y así, con un latido en la lengua, en el paladar, en la boca, exhaló:

—¡Nos están encerrando!

Elvira semejaba muerta.

—¡Nos están encerrando!

Y Paulina se agarró a un codo de su cuñada.

Elvira, apartándola, le dijo:

—¡Qué más quisiéramos! ¡Pasar la noche con el Santísimo y Nuestro Padre! ¡Míralo, que está él mirándote ahora!

Nuestro Padre San Daniel era un don Álvaro espantoso.

Y Paulina se escapó gritando. Todos sus terrores de criatura y de mujer se le juntaban y la perseguían cogiéndola del manto. Detrás, Elvira la llamaba.

En la puerta del claustro, apareció el padre Bellod con un farol de aceite que le devoraba de amarillo las viruelas y el ojo blanco calcinado.

Paulina se arrojó en la noche grande de cielos, en la noche del mundo.

Su cuñada se quejó:

—¡Yo no sabía que le tuvieses miedo a Nuestro Padre…! —Y miraba a la mujer de su hermano sin parar de reír…

AQUÍ ACABA

«NUESTRO PADRE

SAN DANIEL»; PERO

OLEZA Y SUS GENTES APARECEN

EN LA SEGUNDA PARTE DE

ESTE LIBRO, TITULADA

«EL OBISPO LEPROSO»