Epitalámica
CUANDO salieron de la parroquia comenzaba el día recogido entre nieblas.
De la parroquia a la heredad. Acabado el desayuno marcharían los novios en su galera a Murcia. De aquí, en tren, a Valencia, llegando hasta Gandía para visitar la tumba de los padres de don Álvaro.
Todo el camino del Olivar se desplegaba solitariamente, como recién tendido para los nuevos esposos, esperándoles desde lejos.
Hallaba don Daniel distancias desconocidas y lentas. Volviose a su hija y le pareció mucho tiempo casada. Quizá este sentimiento de antigüedad lo recibiera del vestido y tocado de Paulina. Vestido de paño negro con farfalás de tabí y mantilla de la madre, pero de la madre cuando salió a misa de parida.
No se puso Paulina galas de novia, aunque las tuviera encomendadas a las monjas de la Visitación. Les llevó los encajes de Malinas para las aplicaciones, los tules de Alençon para los velos, y en el locutorio semejó florecer un huerto de almendros y manzanos. Tocó con una caricia, esparcida en todo su cuerpo, sus ropas de espumas y la blanca corona de naranjo. Todo lo soñaba en las postreras noches de virgen como el último atavío infantil. ¿Quién lo vedó? Nadie, concretamente nadie, y no se lo puso.
Los dulces y menudos afanes por el adorno de velada, los acogía siempre don Álvaro con un elogio inflexible al porte sencillo y recatado. La esposa había de traer al tálamo una emoción austera de modestia cristiana, y el cándido vestido de bodas de algunas mujeres evocaba las voluptuosidades gentiles.
Elvira repasó todo el ajuar, retrocediendo al sentir el primor de algunas prendas. Había cendales y blondas que le daban la sensación de la desnudez. Sus dedos afilados buscaban en arcas y roperos, y descolgaron el traje de merino de la madre muerta. Lo miraba y lo volvía suspirando como para sí misma: «¡Si yo fuese la novia, éste sería mi único lujo!… ¡Pues, tampoco cambiaría la mantilla de la madre por el velo de una reina!». Y al saber que estaban escuchándola mostró pesarle mucho. Ya le enojaban sus arrebatos de ingenuidad; y llena de turbación pedía infantilmente que la perdonasen.
—¡Es usted un ángel! —exclamó don Cruz.
Entonces el padre Bellod abominó tronadoramente de esas nupcias de gran bullicio y atruendo en que los padres y el novio presentan a la esposa como para que la multitud se regodee pensando en aquel cuerpo y en aquel día…
Quiso don Daniel que el señor obispo bendijese la ceremonia en la capilla de Palacio. Y no llegó a proponerlo porque Alba-Longa y don Cruz se le anticiparon dando por seguro oficiante al párroco. Para vencer su desabrimiento recordaban que Jesucristo, con ser sumo amador de la virginidad, fue convidado a unas bodas sublimándolas con la gracia y el prodigio. ¿Y por ventura no había sido el mismo Dios casamentero del primer matrimonio? Pues este matrimonio era también el origen de una sangre nueva en la perfección del ideal cristiano. Y el padre Bellod se avino a consagrarlo. Fue en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz.
La víspera durmió Elvira en la heredad, y levantose de noche para vestir a la novia. Le escogió las ropas íntimas de menos transparencias y bordados; la peinó tirantemente; le prendió la mantilla venerable dejándosela que le colgara como un mustio crespón de toca.
Al padre le pareció más huérfana.
… De la parroquia, al «Olivar».
A su lado sentía don Daniel la sequedad ardiente de Elvira, rígida de sedas viejas; su cabello en ondas de tenacilla cubriéndole un poco el frontal huesudo y grande como el del hermano; los ojos con azules de fósforo húmedo; la mantilla, tupida, puesta con remilgos y malicias que le dejaban una expresión beata y sensual. Todo su rostro, enyesado y duro, se animaba por la roja vibración de la lengua, siempre refrescándose los labios de aristas y calentura.
Don Daniel la miraba, y mirándola se asustó porque de tan casta le parecía una mala mujer; de tan casta, de pensar constantemente en el pecado para aborrecerlo, semejaba que se le quedaran sus señales.
Un labrador de Los Serafines se paró mirando la galera. El hidalgo doblose para verle.
—Este buen hombre debe de preguntarse: ¿de dónde vendrán ésos?
Crujieron las caderas de Elvira, y escandalizada gimió:
—¡Por Dios, don Daniel!
Y el penitenciario repetía muy roncero:
—¡Don Daniel, don Daniel!
Don Daniel se internó en el cojín, y se distrajo mirando las hierbas de las orillas de su camino, en las que nunca reparó como botánico. Todas le saludaban ofreciéndosele como vecinas. Salía la centaura escabiosa con sus pezones apretados de capítulos de flores moradas y las hojas de ojivas, las lanzas de la cardencha, con su pan de pluma de un matiz de fresa entre una corona de púas; el cardo de flor gorda que cuelga pensativamente, solicitada de las abejas, y toda la mata membranosa; las blancas estrellas de la matricaria de botón de oro; la bellorita de botón bordado, de hojas cándidas y sonrosadas en el envés; las estelarias trémulas y frágiles; la cebadilla salvaje que se ponen los muchachos en el borde de la manga y ella se va subiendo hasta salirse por el hombro; el diente de león; las malvas; las campanillas de los trigos; la reseda de espiga amarillenta; las sierpes de los zarzales; las gramíneas suavemente luminosas…
Carolus Alba-Longa iba en el ladillo frontero al del hidalgo, hincándose en la memoria una improvisación epitalámica; y luego de repasar cada verso, asomándose a la portezuela de lona, decía muy dolido:
—¡Ese padre Bellod, que no aparece!
Todos se inclinaban buscándole y así mitigaban la conciencia del silencio.
No quiso el párroco subir en la galera. Iría caminando. Le dijeron que bastaban asientos porque Monera pasaría al cabriolé. Secretamente comentaba don Cruz que todo era comedimiento y demasiado rigor de ese hombre por no participar del coche de novios. Monera propuso que viniese otro coche. Se escandalizó don Cruz. ¿Cómo se le ocurría a Monera que el padre Bellod tolerara otro carruaje que el de la familia? Más carruajes, no; eso ocasionaría un ruido, un pregón y bullanga de fiesta. Lo que permitió fue que Monera se quedara con el párroco para acompañarle andando a la heredad. Lo recordaba todo don Daniel por pensar en algo. No sabía en qué pensar. Se cansaba como si caminase. A veces se le rompía la respiración, quedándosele sin aire el pecho y la boca estirada en las aspiraciones. Quizá se había enfriado; pero apenas llegase le remediaría Paulina adobándole el costado con aceite tibio y aromático, que untándolo ella dejaba más virtudes porque sus manos parecían de hierbas de salud. Miró a don Álvaro. Ya no era don Álvaro, sino su hijo, y siéndolo él, sintió a su hija menos hija; de modo que no podría ponerle la untura; ni la untura ni comentar la boda. La transustanciación de sus emociones en ella se había ya roto… ¡Si al menos le hubiesen permitido invitar a su prima Corazón! Claro que tampoco se lo negó nadie. Todo ahora sucedía según una invisible voluntad. Decidiose que el contento de esta mañana no desbordara de lo íntimo. A la familia pertenecía doña Corazón. Pero don Cruz dijo que toda la humanidad era familia siendo todos hermanos en Cristo. Y sonrió y sonrieron los demás. Doña Corazón estuvo en la parroquia, besó a Paulina y se volvió a su tienda.
Si don Daniel se removía o suspiraba, mirábanle todos. Enfrente, su hija, callada y pálida; don Álvaro, con las manos enclavijadas sobre su junco, manos de cera como las de un exvoto de Nuestro Padre, y aun parecidas a las del mismo santo, las manos y los ojos, según descubrió un día la Jimena, y le angustiaban ahora las manos y los ojos de un santo en un hombre. A don Cruz, en cambio, veíale más humano que otras veces; era como un hombre que se pareciese a don Cruz. Y sobre el oleaje negro de faldas, de hábitos y levitas descollaban los hinojos de Alba-Longa. ¡Qué rodillas las de don Amancio! ¡Semejaban más de dos, de tan recias y con muslos tan flacos!
De nuevo miró a su hija. Ahora le evocaba la hija chiquita, enferma de fiebres, esquilada como un recental…
Inexplicablemente se alentó. Casi se burlaba de su congoja porque no le dejaran aposento en el piso de los novios. ¡Para qué lo había de menester allí, si serían ellos los que fueran a la hacienda en Navidad y en Pascua y en todos los días familiares; y en la casona, y en el mismo lecho de columnas, de doseles y talla, como un retablo, donde él nació, vendrían sus nietos a la vida! ¡Con qué claridad y ternura resonaría el llanto del recién nacido!
La hija le tomó las manos; don Cruz le avisaba. Estaban bajo el parral. Les rodeaban los labradores, las vareadoras de aceituna, los mozos sobranceros y los chicos, todos más rudos con las ropas disanteras. Miraban la bengala de junco del novio; los dedos de su ama, de la misma palidez de su pomo de azahar y del rosario de nácar; la placa del medallón en el pecho liso de Elvira.
La Jimena se llevó a Paulina, besándola y mojándola los ojos con los suyos.
—¡Dios te bendiga, biznaga mía, y no te fíes de nadie!
Paulina sonrió perdonándole el aviso, y le encomendó menudamente el cuidado de su padre.
Brava y anhelosa la interrumpió la Jimena:
—¡Me apuras tú, nada más que tú, porque tu padre me tiene siempre a mí, si es que no me echan de aquí los nuevos amos!
—¡No hables tan mal de nosotros!
—¡De nosotros! ¿Es que ya sois todos unos? ¡De nosotros, y te llevaron a bodas vestida como para un comulgar! Mientras te casaban estuve pidiéndole a Dios y al Santo que si no te hacen feliz que me den coraje y maldad para defenderte de todos. ¿Me oyes?
Paulina se refugió en su dormitorio de soltera y escribió a doña Corazón una carta de despedida. La quería y la necesitaba más que nunca para bien de su padre. Llegó entretanto el párroco con el manteo retorcido a los riñones, las calzas morenas cayéndole en rollos por las botas. Detrás, el homeópata se quitaba la tierra del camino.
El padre Bellod hablaba enfurecidamente del gobierno de la diócesis. Un abuso de poder, la envidia contra su parroquia y la complicidad de los técnicos habían decretado la reparación de la capilla de Nuestro Padre; las obras serían escasas, pero de mucho aparato y lentitud para interrumpir el culto. A la salida de la Rectoral hallose con el dibujante del arquitecto, y todo lo dedujo de su sonrisa de canalla.
Don Amancio le cortó las quejas y furores para decir su canto nupcial. Invocaba a su cítara ociosa, y después, remedando a don Alfonso Verdugo y Castilla, seguía de este modo:
¡Ven, Himeneo!
Del cielo luminoso
deseada deidad grata desciende
al tálamo modelo de pureza,
y del amor de tan preclaro esposo
nuevas luces enciende
de prole venturosa, ya de Oleza
óptimo, férvido y unánime deseo.
¡Ven, Himeneo!
Doliose el poeta de que no le oyese la novia. La llamaron, y Paulina salió escondiéndose la carta para doña Corazón, como una mujer culpable.
¡Ven, Himeneo!
… … … … … … …
repetía don Amancio; pero presentose un aprendiz del obrador de la viuda diciendo que su ama esperaba a don Daniel para comer juntos.
Se regocijó Monera, y se pasmó la hermana de don Álvaro.
—¿Comer hoy juntos?
El mensajero estuvo rascándose y añadió:
—¡Ellos y don Jeromillo, y, si a mano viene, don Magín!…
—¡En qué mañana se le ocurre a la bendita señora tanta cortesía!
Y, pronunciándolo, miraba Elvira socarronamente a don Daniel.
La Jimena se precipitó en el diálogo.
—La mañana que mi señor se queda solo…
Todos callaban aguardando que don Daniel hablase. Viósele que cerraba los párpados, y dijo:
—Iré; iré cuando se vayan los novios.
Y el desayuno de bodas acabó en un silencio de pésame.
¡Un 28 de junio en noviembre! Y don Jeromillo, trastornado, derribó un cirial. La candela cayose encima de la credencia, quebrando unas primorosas ampolletas, regalo de una novicia cuyos padres tenían horno de vidrio en Águilas.
Salía entonces la Comunidad a las erizadas rejas del comulgatorio después del capítulo extraordinario de elección de dignidades.
La nueva clavaria quiso ver los retajillos, y que el capellán le refiriese toda la desgracia. Lo mismo le pidió la maestra de novicias.
Don Jeromillo se pisaba las faldas recogiendo los tiestos. Una mosca azulosa y fría se le iba parando en la tonsura recién escardada.
Le avisó la novicia haciendo un quejido.
—¡Mire que aplasta una pancica que tenía la cruz con azucenas de oro!
Don Jeromillo brincó buscándola.
—¡Se deja un pico del collarín que era como de paloma!… ¡Ahora le crujió el rizo de una de las asas!
—¡Leñe!
—¡No diga eso, don Jeromillo!
—¡Madre, si es que…! ¡Y fue sin querer!
Un reloj de pesas de la sacristía dio las doce con un ruido viejo y bronquial. Pasó por el claustro un toque de esquila gordezuela. Todos los campanarios iban enviándose su salutación.
Fueron las salesas a refectorio. La clavaria quedose mirando entre las cortinas de un azul nazareno, y decía:
—¿Sin querer? ¡No sucede nada sin querer, Jesús mío!
Gozaba fama de muy austera y sabidora en toda la orden.
Se escapó don Jeromillo. El aire otoñal, oloroso de vega húmeda, le inflaba el manteo, se le cogía a las rojas pestañas.
Al principio de la calle de la Verónica se le apareció don Magín. ¿Dónde iba este hombre a la hora del convite?
Este hombre, sin pararse, le dijo:
—Quis ita devorabit et deliciis affluet ut ego!
Don Jeromillo le oía sin entenderle, y el párroco le repitió en romance:
—¡Quién engullirá y abundará en delicias como yo!
Don Jeromillo penetró atropelladamente en la tienda, y desde muy hondo fue saliendo la voz de la abuelita que la limpiaba.
—¿Es que no hay nadie?
—¡Ya se fueron los de la tarea, sí, señor!
Y comenzó a venir la buena mujer enjugándose las manos en su delantal. Sus mejillas labradas, las hebras de su moño y hasta la piel hendida de su nuca, estaban asperjadas de enjalbiego.
—¡Déjeme sentar y le contaré!
Y se fue sentando dentro del escritorio, recrujiéndole toda la osamenta.
Supo don Jeromillo que la Jimena del «Olivar» había venido llamando a doña Corazón; que las dos se marcharon porque don Daniel, viéndose sin la hija, enfermó, y no hacía más que llorar pidiendo que se la devolviesen.
—¿De manera que… nada?
—¡Venga y asómese a la cocina, y mire las alacenas que dan compasión!
Orzas, cuelgas, pastas, compotas, todo en tablas, todo recatado por celosías de alambres que permitían la sana eficacia del oreo y vedaban el daño del más sutil insecto. Allí estaba el frito de las empanadillas esperando que lo recostasen y envolviesen en los gustosos pañales de candeal; allí los cuencos de aceitunas y mariscos, y un pez solemne apretado de nácares…
—¡Tóquelo, don Jeromillo; es un mármol; tóquelo!
—¡Para qué!…
—¡Tóquelo! ¡No lo quiso el mayordomo de Su Ilustrísima por caro!…
Don Jeromillo lo tocó, y pareciole que se le adhería al dedo una gota de su corpulencia gelatinosa, dura y helada.
—¡Mire los picheles de leche para la crema! Esto es confitura de poncil y arrope de Aspe… ¡Ahora lo que es menester es que don Daniel se alivie!…
—¡Sí; que se alivie, leñe!