VII

La casa de los hijos

PRONUNCIAR el nombre de don Álvaro, oír su voz y sus pisadas, nada más presentirle, era para Paulina de un delicioso sobresalto. Amábale hasta dolerle el corazón de tanto ímpetu; pero el nombre, el recuerdo y el anuncio del amado le prometían mayores bienes y dulzuras que su misma presencia. Alzábase llena de júbilo para recibirle, y palpitaba como si fuera a rompérsele la vida. La honesta lumbre de sus ojos, el temblor de su boca y de sus pechos, su palidez apasionada, toda la transfiguración de la doncella convidaban a un exaltado acogimiento de amor; y aparecía don Álvaro, y quedábase contenida y callada. Hasta la gloria del pasado del caballero, que ungía su frontal ancho, duro y pálido, se iba quedando en el vestíbulo, colgada de su hongo de color de café.

A veces, don Álvaro parecía sólo de hueso y de barba, con el pliegue de su ceño indomable.

Acercábase el día de los desposorios; y una tarde parose una tartana negra en el portal y descendió el penitenciario seguido del novio. Estaba Paulina con Jimena y tía Corazón, que vino a traerle su regalo de bodas, repasando galas marchitas de la madre; y don Daniel las contemplaba desde el sofá, evocando blandamente la hermosura de la esposa muerta.

Ni el canónigo ni don Álvaro quisieron sentarse, pidiéndoles que todo lo dejaran por acompañarles a Oleza.

Presentó don Daniel a su prima, y doliose de que don Álvaro la tratara ya con el desabrimiento de don Cruz y de todos sus amigos.

Es verdad que don Álvaro sentíase impaciente porque Elvira les aguardaba en la nueva casa.

No le entendía don Daniel. En cambio, Paulina se entusiasmó, aunque dándole quejas de que no la previniese de la llegada de la forastera.

—Todo se hizo así —medió don Cruz— por el gusto de sorprenderte.

Pero don Daniel era el pasmado. ¿De qué casa decían?

El señor penitenciario hizo delicadas bromas.

—¿Piensa don Daniel que a nosotros se nos había de apagar la lámpara como a las vírgenes fatuas?

—¿Qué lámpara?

—¡Ay, que no nos conoce! ¡Ustedes se estaban muy quietos y nosotros trabajando la viña! ¡Vengan, vengan y verán!

—Pero ¿adónde, Señor? ¿De qué casa me hablan?

—¡Vengan, vengan! —les requería don Cruz, y ladeaba su cráneo y movía el índice llamándoles con candorosa malicia.

El hidalgo le siguió dócilmente sin cuidarse de despedirse de doña Corazón. Le retuvo Jimena para trocarle el calzado y cepillar su sombrero.

Paulina besó muy de prisa a la cerera, pidiéndole que la perdonara. Don Álvaro la llamó.

—Eso no es un novio; eso es un amo —y la Jimena se estrujó las randas de su delantal.

En el camino explicó don Cruz las ventajas del piso de los novios. Adivinó Paulina la angustia del padre, y mostrose animosa y ávida de verlo y alhajarlo todo; y volvíase a él confortándole con su sonrisa; y le tomaba las manos, acariciándoselas.

Don Daniel se hundía en el asiento. Don Cruz le miraba intensamente.

—¿Qué nos dice, qué nos dice don Daniel? ¡Daniel, nombre de elegido, nombre de esforzado!

Escuchose la voz del esforzado, pequeñita y ahogada.

—Pero ¿es que no cabemos todos en la heredad?

—¡Ah, quién lo duda!

—Y yo tenía repartido el casón: las habitaciones altas para ellos, con muebles de mis abuelos y de mis padres, muebles de árboles de heredades de la familia, de cipreses, de olivos, de almeces, de sabinas, de nogales, de moreras. Ya estaba avisado el maestro de obras para escoger el lugar de la escalera de servicio…

Paulina se reía con los ojos húmedos.

—¡Mujer, no precisamente de servicio, sino para comunicarnos antes que por la escalera principal, de tanto rodeo! Arrancaría junto al comedor, nuestro comedor, rematando en lo que fue alcoba de mi tío el brigadier. Una escalera con barandal grueso, sin esquinas y muy alto, porque las criaturas menudas, y más siendo niños, juegan a brincar y descolgarse; piensan que no hay peligros… Yo lo sé porque yo lo he hecho…

Se había erguido don Daniel, y convencidamente desarrollaba el proyecto de las obras; después, con ademanes vertiginosos, trazó la gráfica de la caída de un nieto por una escalerilla que no fuese de las previsiones de la suya. El toldo de la tartana tenía ya para su frente la vieja anchura del envigado de su casalicio.

No le escuchaba más que la hija, porque don Álvaro y don Cruz miraban con rencor una carreta de leña; los frescos costales agobiaban hasta cegar los bueyes, y muraban el tránsito de la calle de Palacio.

La calle angosta y la umbría de los edificios semejaban apretar luminosamente el azul del cielo; y al mirarlo Paulina alzó también su boca aspirándolo; vio ese azul sobre la grandeza del Olivar, envolviendo las huertas, guardando su casa, mirándose en el río, entrando en la cisterna, y en la balsa, y en los frutales, y en la vid, y en el blancor de su costura, y de su cama de virgen. Ahora recogía más la emoción del paisaje suyo; y anheló verlo y rodearse de él, tenerlo y tocarlo, como privada muchos años de su goce.

Don Álvaro puso su mano de santo en las rodillas de don Daniel, y dijo:

—Yo no debo vivir en la finca del padre de mi esposa. Confié que me evitaran el dolor de decirlo. He consentido en dejar mi pueblo; no me pidan más.

El penitenciario movía su cabeza, comprendiéndolo y aprobándolo todo.

Y alentado don Álvaro suspiró:

—Vivir en «Nuestro Padre» equivaldría a mi propia renuncia; sería entregarme a las murmuraciones de mis enemigos, de los mismos parientes de ustedes…

—¿Mis parientes? ¡Si yo no tengo más parientes que la pobre Corazón Motos!

—¡Pues esa doña Corazón y su tertulia; ese don Magín y sus adictos, que también los tiene, y acaso una personalidad altísima, que no nombro por mis reverentes sentimientos de católico, y muchos, muchos que, agraviándome, agraviarían a mi mujer y a su mismo padre!…

Don Cruz, emocionado, estrechó la diestra del caballero de Gandía.

La tartana se detuvo. Alba-Longa les aguardaba en un portal de cuarterones recién pintados de negro y verde oliva. Saludó, y siguió mirando la casa de enfrente, morena, vetusta, nobiliaria, de labrado balconaje y cornisa de canecillos, y en el dintel, el blasón de los condes de Lóriz.

Don Cruz, don Álvaro, don Daniel y el tartanero se quedaron también mirándola. En las terrazas, con balaustres de jarrones de piedra, tronaban como batanes las arcaicas alfombras, sacudidas por las palas de mimbre de una servidumbre desconocida en Oleza. Por los ventanales entornados del entresuelo aparecían fragmentarias visiones de una suntuosidad letárgica: sueño de muros de lunas verdosas, brillos inmóviles de vitrinas, de escarchas de candelabros y de arañas, pompa de jardín tupido y patricio recortado por pliegues de tapices y cortinajes de aposentos hondos, techos de pinturas apagadas, escocias de oro viejo…

Muchos vecinos se paraban, asomándose a las íntimas magnificencias de los solitarios ámbitos, tanto tiempo privados de las anchas claridades del día. Únicamente se abrieron algunas ventanas cuando vino el hermano de la condesa, un joven pálido y hermoso, que pintaba en las rinconadas románticas de los huertos olecenses. Se marchó pronto, dejando en la ciudad el surco de luz de una leyenda de artista. Trajo el olor de los pecados de todos los países. Después se cerró la quietud y el olvido sobre la noble casa. En los recantones de la portalada sentábase, por las tardes, un matrimonio de habla y apariencia señoriles de antiguos servidores retirados, en la holgura de custodios de una finca silenciosa. Y de improviso llegaban equipajes y criados con la nueva de que la heredera, recién desposada, escogía su palacio lugareño para gozar de su amor.

La ciudad lo comentó curiosa y casi envanecida. Abrir una casa como la de Lóriz, era traer un claro ornamento a Oleza.

Se lo dijo Alba-Longa a don Daniel, y acabó holgándose mucho de que esta calle floreciese bajo una constelación nupcial.

El canónigo volviose para sonreír a Paulina. No estaba; les había ya dejado, afanosa de lo suyo. Sumergiose en un obscuro vestíbulo, y buscó el sol del piso alto. A nadie hallaba. Salió a la galería, enyesada y grande, con soportes de madera, sobre un jardín abandonado. Todas las tapias de los huertos y corralizas acababan en las márgenes arboladas del río. Lejos, subían los follajes del palacio del obispo. Las palmeras, los limoneros, los eucaliptos, los cipreses, tenían una dulzura de nidos y de soledad, una elevación de árboles sagrados. Verdaderamente amparaban a un hombre triste. En medio de la huerta, pasaba un recogido vial de magnolios. Allí caerían las flores blancas y carnosas como aves heridas, sin que una mano de niño o de mujer las alzara de la tierra para aspirar su último perfume tibio y ácido.

Gritó de miedo, porque una mano seca y nerviosa le apretaba la cintura, y hallose delante de Elvira, que la miraba toda. Alta, enjuta, inquieta; se le retorcían las ropas con un movimiento de sierpe; sus dientes blanquísimos, un poco descarnados, le asomaban en una sonrisa casi continua que se le enfriaba tirantemente sin animar sus mejillas de polvos agrietados. Le relucía el cabello, lacio y negrísimo, como si lo tuviese bañado; cansaba la inquietud de sus ojos, y su voz apasionada se le rompía de acritud.

—Tú debes ser Paulina, ¿verdad? Pues bajo me estaba bregando con las cajas de loza, que pesan más que el pecado, más que el pecado que pese, porque hay conciencias que no les abruma ni el pecado. ¡Huy! ¿Es que me miras el pelaje de criada? ¡No, no; si no me duele, hija! ¡He de hacerme yo sola la faena! ¡El pobre Álvaro ya tiene que penar con todo lo suyo y lo ajeno! Oye: tu padre se me antoja muy mustio, ¿verdad? Lo estuve mirando desde una vidriera…

Paulina sintiose un poco encogida, pero le sonrió y la besó, y prometiole venir para ayudarle y traerle dos mujeres que la sirviesen.

—¡No, no! ¡Déjame de mujeres; no me envíes a nadie! Pronto llegará nuestra criada de Gandía. Catorce años la tenemos, y puedes creer que no me fío de ella. Yo cierro las alacenas y los armarios; y ella se encierra con llave en su cuarto; y una noche me puse a mirarla, y la sorprendí comiéndose un pandehigo. Se lo comía a solas. Ya sé que no me lo hurtó, porque en casa no lo había, y que se lo mercó con sus dineros. ¡Pero tenerlo escondido en su arquilla y comérselo encerrada, es de una desconfianza y gula que da rabia y pesadumbre! ¿No se fía de mí? Pues yo tampoco de ella; pero como me fío menos de las que no conozco, aquí me la traigo y será una más que vigile a las de este pueblo, si es que hemos de tener más servicio, ¿verdad?

Y se pasó los dedos, quitándose una espumilla que le criaban los rinconcillos de la boca.

Paulina se cansaba, no entendiendo los cuidados del no fiarse; y además la cansaban y casi le apenaban los ojos de la forastera: unos ojos negros, calientes, de un afán, de un acecho insaciable, que, aun mirando muy fijos, semejaban removerse. Recorrían a Paulina con una exactitud que le comunicaban todo el tránsito de la mirada por su cuerpo. Le caía una hebra de sol, desnudándole el delicioso vello de almendra de su nuca, y los ojos ávidos le hollaban esas suavidades de piel frutal con una sensación precisa y calmosa de palpos. Y, sin dejar de mirarla lenticularmente, le dijo:

—¡No te imaginaba yo tan fina y tan linda!

Nunca el elogio de su belleza la enterneció y la sofocó tanto como ahora recibiéndolo de aquella mujer, aquella mujer que era hermana de don Álvaro. Y por agradecerlo, y por quitarse de ese examen de la alabanza que le pesaba como una desconocida responsabilidad de sí misma, abrazose a Elvira y, riéndose y besándola, le prometió:

—¡Ya verás qué hermanitas seremos! ¡Jugaremos como chiquillas, y Álvaro nos ha de reñir haciéndose el enojado sin estarlo!…

Se enfrió más la risa desjugada de la forastera.

—¡Huy, qué antojos de colegiala que te dan!

La novia, sin soltarse de su brazo, le pedía:

—¡Llévame y enséñame toda nuestra casa!

—¡Gracias a Dios que te coge ese arrebato!

Subían todos buscándolas. Paulina miró a su padre, y para alentarlo habló muy contenta del paisaje de río que llegaba junto al huerto, y celebró todos los trabajos y previsiones de Elvira.

—Semejas de Madrid de tan cortés; ¡todo lo alabas sin conocerlo!

—¡Si no lo conozco, ya lo adivino!

Don Cruz recogiose el manteo, cruzó las manos y recitó como un salmo:

—¡No hay felicidad como la de contribuir a la dicha de nuestros preferidos!

Alba-Longa les mostró las acacias y celindas de su jardín en la travesera del cercado episcopal. No había en todo Oleza lugar de tan recogida elegancia como esta calle. Bien podía agradecérsele a don Cruz la fineza del hallazgo del piso. Pero el canónigo no veía ningún mérito en su conducta. Era el administrador de esta finca y de todas las de la testamentaría de la señora Salazar.

—¿Sabe de qué señora Salazar, don Daniel?

Don Daniel miraba el voladizo de la galería, el jardín hondo, las huertas de la otra margen del río, los palomos de una cercana azotea, los pobres palomos que sólo conocían el cielo interior de Oleza…

—¿Sabe qué señora Salazar digo?

Don Álvaro tocó al hidalgo para que atendiese.

Y prosiguió don Cruz:

—Digo de doña Luisa Salazar, viuda de Altolaguirre; doña Luisa, modelo de firmeza y decoro de madre, que habiendo sido agraviada por su hijo, hijo único, ya nunca le habló. Llorando y arrastrándose le pedía perdón. Pero doña Luisa le miraba como si no le conociese; y él no pudo resistir el castigo del silencio y se ausentó de su casa y de Oleza. Vivió sola doña Luisa muchos años. Yo la asistí en su muerte. Acudió el arrepentido. La cuidó y veló con ternura verdaderamente filial, lo confieso; y viéndola ya en la agonía, la besaba con locura, tomándole el rostro para volvérselo y acercárselo al suyo, implorándole que, al menos, pronunciase su nombre, nada más su nombre. Se sintió el ruido del cuello de la señora como si se lo descoyuntara por el esfuerzo de doblarlo hacia la pared; y así entregó su espíritu en las manos del Señor. El hijo no logró oír la voz de la madre, y murió pronto.

Don Álvaro ensalzó el heroísmo de la señora, el verdadero heroísmo de una madre digna.

—¡Pero qué pocas madres sufren con esa dignidad su pena! —dijo Elvira, acerándose toda.

Don Daniel y Paulina se juntaron más, asomándose a la habitación inmediata, que era la sala de labor, y luego el hidalgo volviose a todos.

—Yo no sé, pero estos muebles son demasiado obscuros, y la casa no parece casa para novios…

—¡Estos muebles —interrumpiole Elvira con tono de compunción— están muy enfrente de los de Casa-Lóriz! ¡Pero estos muebles pertenecieron a mis padres!

Añadió el penitenciario que era prueba de amor a su memoria y de sencillez cristiana el traerlos para principio del nuevo hogar —y miraba con queja a don Daniel.

Don Daniel apartose ya casi reverente y curioso del menaje de los hermanos de Gandía. ¿Dónde estaría su dormitorio, su dormitorio en las noches de Navidad y de Semana Santa y en las noches de lluvia que no le dejaran marcharse solo a la hacienda? Del lado del río que no le diesen ningún aposento, siquiera fueran los más abrigados por el sol. Ese ruido de las aguas le traería insomnios o pesadillas. Más lejos de la ribera estaba su casona, y, en los temporales y crecidas, le despertaba el trueno de la corriente. Y entró en las tres habitaciones que colgaban sobre el huerto; la de los cofres y arcas; la de costura, con sillas de enea, un velador con dos caracoles como cráneos y el tabaque y dos butacas de piel que tenían ruedecitas para transportarlas; y el oratorio: una mesa de altar aldeano, con floreros metálicos y Nuestra Señora del Carmen sentada entre los llameantes cuerpos desnudos de las Ánimas del Purgatorio. A los lados, un ángel con una lámpara azul. Un óvalo de vidrio protegiendo el dibujo del panteón familiar de Gandía, entre un ciprés y un sauce, todo tejido con cabellos de la madre.

Pasillos con cuartos lóbregos de muebles lisiados que tenían un gesto de cansancio y desgracia.

Don Daniel bajó al entresuelo. Tenía dos rejas; las dos del despacho: todo negro y cuero; un mueble de herrajes; un óleo del augusto matrimonio desterrado, encima de un trofeo de gumías y pedreñales; una espada, una boina, un estribo del caballo que montaba el amado príncipe.

Detrás estaba el dormitorio nupcial, con su lecho eminente de cortinas, un sofá de damasco amarillo, un lavabo-cómoda de roble, sin luna, y un Cristo enclavado, grande, como una cruz de coro.

Después el comedor, vestido de cretona; los ángulos, de alacenas; la mesa, lisa, sobre un felpudo de esparto y presidida por un sillón rural.

¿Dónde estaría su dormitorio? Recordó que había bajado sin ver las altas estancias de balcón a la calle de Palacio.

¿Es que le reservaban la alcoba de la sala? ¡Pues de ninguna manera había de consentirlo! Claro que esa alcoba era la de respeto, según usos de Oleza y quizá de Gandía; pero don Daniel se despojaba de su título y preeminencia de huésped jerárquico. Quería alcoba de abuelo.

Y subió a la sala, enfundada de una blancura tiesa. Se le quedaron mirando los padres de don Álvaro; dos pinturas descoloridas, con orla de talla dorada: el caballero, desencajado y lívido, se parecía a la hija; la señora, de una belleza monjil, de ojos un poco oblicuos, lucía una joya de ocre, recia, pesada, partiéndole los senos tímidos bajo el cendal de la basquiña. En la consola brillaba la urna de la Virgen de los Dolores, de faz de difunta en un losange de terciopelo negro, y el corazón de plata transido por los siete puñales, pero resplandecía como si se lo traspasasen muchas más espadas de dolor. Toda la imagen tenía una greca de pensamientos, que también miraban como los rostros de los padres de don Álvaro.

Don Daniel asomose a otra alcoba. Vio una cama con telliza de malla y seda, un armario con ropas de mujer, una Purísima de yeso en una mesa de marquetería, y a sus pies, una palmatoria hecha de una perdiz embalsamada, con el hueco de la vela en medio de las alas. Era la habitación de Elvira.

¿Dónde estaría, entonces, su dormitorio para las noches de Navidad y de lluvia; para las noches que se quedase en Oleza esperando que su hija le diese el primer nieto?…

Y volvió a recorrer los dos pisos; y no estaba.