Prometidos
DE pie, rígido y pálido; en la diestra, un pomo de rosas y un guante amarillo; en la siniestra, el junco y el sombrero; la mirada fija en un cobre de una cómoda Imperio; la barba estremecida, y la piedra de su frente con una circulación de sol. Así pidió don Álvaro la mano de Paulina.
Don Cruz, Alba-Longa, y Monera atendían inmóviles y ceremoniosos cerca del estrado. Todo el estrado para don Daniel, muy solo, muy desvalido en un sofá tan ancho.
Reclinada sobre el costurero de ciprés de la madre, en una sillita de lienzo, estaba la novia. Le caían los pliegues lisos de su vestido azul como de túnica de una Anunciación; y en el fondo del ventanal, un arco blanco con una vid que subía, resaltaba el contorno de pureza de sus cabellos negros.
Calló don Álvaro; y todos esperaron la palabra del padre. Y don Daniel no habló.
En la quietud, se vio resplandecer crudamente, entre los dedos de Monera, la naranja de su gordo reloj de oro. Y al cerrar la hojuela, crujió tanto el muelle, que don Daniel se asustó. Alba-Longa volviose al homeópata mirándole con severidad dentro de los ojos y del reloj. Ya no osaba ni guardárselo su dueño. Sacó el reloj sin ganas, sin importarle la hora; lo sacó por un prurito de atildadura, por usar elegantemente de sus manos. Don Cruz aparentaba no recoger este pobre episodio; pero pasaría tiempo, y don Cruz le humillaría recordándoselo.
Don Álvaro fue apartando la mirada de la cómoda, y la puso en el padre de Paulina. Entonces adelantose el penitenciario sonriendo muy placido. No podía reprimir su júbilo en esa íntima fiesta del dilecto hogar. Y suspiró y respondió al novio casi con tono de madre halagada y sorprendida de tan rápidos amores. Mirándole, le dijo don Daniel su gratitud. Como estuvo manteniendo un escondido coloquio con el Señor, perdió el instante propicio de contestar a los hombres. Porque decía don Daniel con el pensamiento: «¡Qué os hice yo, Señor, qué os hice, para que me otorgaseis tanto bien! ¡Claro que no tengo a mi mujer, y sin ella no he de sentirme dichoso! Aunque si mi mujer viviera, no me parecería tan grande este beneficio de encontrar un don Álvaro para mi Paulina. Ya tiene mi hija un hombre ilustre y esforzado que la defienda cuando yo falte…».
Presentose atropelladamente un mozo de la labranza anunciando la presencia del señor obispo.
—¡Su Ilustrísima! —balbució el hidalgo rompiéndosele la voz de tanta alegría.
Añadió el criado que el faetón de Palacio estaba en la sombra de las higueras, donde principia la labor, y que un familiar asomose pidiendo agua y que les dejasen servirse del camino de Nuestro Padre para rodear menos, porque al señor obispo le dio como un desmayo del bochorno de la siesta.
—¡Un síncope Su Ilustrísima!
Y los ojos miopes y tímidos de don Daniel imploraban de sus amigos que le valieran en trance tan difícil y solemne, y aturdidamente alisaba el linón de las cortinas y la ropa de finísimo ganchillo del velador de taraceas.
Dispuso don Cruz que todos saliesen.
—¡Un síncope el obispo!
Don Daniel se lo imaginó muerto, tendido de pontifical en su cama. Pensó en las noventa y seis varas de damasco de sus roperos para colgar las paredes de la sala y de su dormitorio; pero de damasco grana, y no convenían sino paños de velludo negro. Quedaban cirios, lo menos seis cirios, pero en trozos y verdes, de tenebrario, de los que se encienden contra las tormentas. ¡Un síncope! Debía ser un síncope. Le acudió el recuerdo de los que padecía una señora amiga de su madre. Y pronunciando la palabra síncope, se le trocaba Su Ilustrísima en una dama de vientre hinchado, con hábitos morados, tonsura, pectoral y anillo.
Le bastó asomarse al faetón para que el enfermo recuperara su cabal naturaleza. En verdad no podía creérsele enfermo. Sonriendo les contó su accidente. Quiso ver la heredad parroquial de Los Serafines. Se cansó caminándola, y, ya de regreso, sintió un trastorno, una súbita aura. Alarmado su doméstico, ordenó el tránsito por Nuestro Padre. Ya todo pasó, y decidía seguir hasta la Residencia de los Calzados, que fue antiguo granero episcopal.
Don Daniel y Paulina le pidieron que descansara en el casalicio. Tan amorosamente le porfiaban que el prelado tuvo que consentir, y el vetusto coche atravesó la plaza de las eras y pasó los soportales, llegando a lo profundo del zaguán de bóveda, que retumbó con un estruendo glorioso para los oídos del hacendado.
Acudieron muchas manos a sostener las del obispo, y él escogió las de la doncella, que se le fue humillando conmovida por la gracia.
En el silencio de reverente intimidad, se oía el cántico de la virgiliana luminosa de la trilla y el golpe húmedo y fértil de los azadones amasando los tablares del hortal.
—Creo recordarla a usted entre toda la Junta de la Adoración, que me visitó muy quejosa.
—¡Reconoce Su Ilustrísima a mi hija! —prorrumpió gozosamente don Daniel.
Y ya en la sala le puso junto a la reja una poltrona del estrado, y para los pies un cojín de lana de los corderos nacidos en el Olivar.
Detrás centellearon los anteojos del presbítero de cámara.
El señor obispo proseguía:
—Se me quejaban de toda la vida de la diócesis, y usted pidió mi protección para un anciano capellán, diciéndome que el pobrecito había de vivir de la limosna de las misas cedidas por otros sacerdotes, y que esas misas siempre eran o muy de madrugada o ya en el mediodía, de modo que el Abuelo, según le llaman en Oleza, no acertaba a dormir ni a comer. Nunca he olvidado sus palabras.
Y el obispo acogía con ternura la dulce turbación de la doncella, que se retiró para prevenir un delicado refrigerio. Entonces Su Ilustrísima dirigiose a don Daniel.
—Obra de misericordia y de dignidad me pedía su hija, y no fue el obispo quien la hizo. Anticipose el nuevo párroco de San Bartolomé amparando en su casa al humilde sacerdote, remediándole tan generosa y filialmente que de don Magín podemos tomar enseñanza algunos religiosos.
Se recalentaron los pómulos de don Cruz; se le sumieron los labios; luego sonrió, avanzando con las manos juntas.
—¿No se acuerda Su Ilustrísima del católico caballero don Álvaro Galindo y Serrallonga?
La mirada del obispo se paró indagadora y helada en los ojos de don Álvaro.
—Le vi en una de las audiencias, y se me dijo que andaba a la búsqueda de datos para no sé qué estudios. Ya le creía de retorno en su casa de Alcoy…
—De Gandía —balbució don Cruz.
—O de Gandía, y su trabajo ya escrito y a punto de ser leído por esos mundos.
Sonrió don Daniel, ganoso de intervenir en el diálogo.
—¡Yo no me dormiría esta noche de pesadumbre y de remordimientos si tardase en decirle a Su Ilustrísima lo que aquí se celebraba!…
Se detuvo, sintiéndose duramente acechado. Pero había de acabar la confidencia, porque el señor obispo también le miraba. Había que decírselo todo. Y don Daniel lo dijo.
—¡No; yo no puedo callarme! ¿Y por qué había de callarme? Soy muy feliz. Lo soy yo, lo somos todos, señor; y a nuestro penitenciario se lo debemos: ¡mi única hija ha sido pedida en matrimonio por el señor don Álvaro!
Y dejó que los demás hablasen; pero el silencio manaba densamente de sus bocas como el agua muda de una peña sombría.
Don Álvaro pensó: «Estoy sonrojándome como un culpable, no siéndolo». Y miró rencorosamente al prelado.
Mitigó la violencia la entrada de Paulina y de la mayordoma, que presentaron los dulces olecenses en labradas tembladeras y vinos generosos en tallados cristales que sonaban delgadamente como joyas.
El prelado mojó los labios en la miel de un fondillón venerable; luego se alzó, despidiéndose, y al subir el estribo de su coche ladeose hacia el padre y la hija.
—El primer obispo de Oleza escribió por lema de su escudo estas palabras del Evangelio de San Mateo: Pulsate et aperietur vobis. Yo la confirmo especialmente para esta casa: llamad, y se os abrirá la mía.
Tendió su brazo bendiciéndoles, y volvió a retemblar el hondo vestíbulo.
No; no había muerto Su Ilustrísima en el arcaico lecho de don Daniel. Lo pensaba arrepentido de sus involuntarias quimeras, y sentose en el sillón donde él estuvo, y puso las manos en el terciopelo entibiado por sus manos, y descansó la punta de sus pantuflas en la almohada que retenía las huellas de los pies prelaticios.
Tan inesperada y rápida fue la augusta visita, que ni le parecía verdad, y a la vez la repasaba sintiéndola remota. Todo lo acontecido lo veía muy lejos; todo había envejecido, en todos hallaba una sequedad de tránsito de mucho tiempo.
Monera se aburría contando los manises. Alba-Longa y don Álvaro miraban silenciosos los almiares de oro viejo del ocaso. Don Cruz pasó al lado de Paulina, susurrándole; y ella, muy pálida, recogió del costurero las olvidadas rosas de prometida, y sumergiose en el alto sofá, inmóvil, blanca, con los párpados caídos y las flores apretadas contra el seno como una princesa muerta.
Sobresaltose el padre; se apuró también de su propio apagamiento; pero se frotó las manos; porque como debía sentirse muy alegre, lo estuvo.
—¡Bien podemos quererle! ¡Su Ilustrísima es un santo y un sabio! —Se lo decía a su hija y volvíase a los demás.
Don Cruz pellizcose suavemente los pulgares musitando distraído:
—El padre Fournier, a propósito de un monje muy celebrado por Isaac de l'Etoile, dice que en aquel tiempo bastaba amar el estudio para recibir el título de sabio. ¡Óptimo siglo duodécimo!
Alba-Longa exclamó:
—¡Y los siglos se parecen!
Sonrieron refinadamente como únicos sabedores de una agudeza vedada para los otros.
No entendiéndoles don Daniel, interrogaba a don Álvaro y a Paulina y a Monera, y todo lo miraba encogido como un extraño entre lo suyo. ¡Qué dedos de frialdad tocan algunas veces en el corazón de los hombres, quebrándoles el hilo sutil de la alegría, que se ve mejor cuando está roto!
La frente de don Álvaro se plegaba con un ceño duro y hostil. Su Ilustrísima le había rebajado delante de su propia conciencia. Porque el recuerdo de los propósitos de su venida al pueblo le traspasó, acusándole de embaucador de dotes. Para una virtud tenebrosa, nada tan acerbo como una sospecha de ruindad. Y acometiole una torva ansia de probarse a sí mismo la rigidez de sus intentos; sufriría por sus ideales, sufrirían en él los que le amasen y creyesen.
Estremeciose el hidalgo bajo la llama negra de sus ojos. El caballero de Gandía le hablaba de consultar al «señor» para su residencia. Se les juntó el penitenciario. Era de parecer don Cruz que no abandonasen Oleza; lo exigían así los felices designios de la Causa. Y don Daniel gimió valerosamente:
—¡Yo no me apartaré de Paulina; lo malvenderé todo, lo dejaré todo por estar a su lado!
Añadió el prometido que también quería el consejo de su única hermana.
—¿Tiene usted una hermana? ¿Pero hermana de padre y madre?
Y al descender como una espada la afirmación de don Álvaro, renunció don Daniel a que ese hombre tuviera ni una gota de sangre de príncipe. Pero seguía siendo un patricio de la ciudad de los Borja, un privado de los reyes que arrastraban su manto por los solitarios caminos del destierro.
Todos aprobaron que la huérfana viviese con los nuevos esposos. Levantose Paulina muy gozosa. Ávida de familia, alejada de tía Corazón por la rigorosa tutela de las amistades, acogió la noticia de una hermana como una promesa de desconocidas ternuras. Se la imaginó muy delicada y niña. Jugarían las dos entre regocijados coloquios; claro que ella, como casada y con padre y en su ciudad y todo, la guardaría maternalmente; y después, si el Señor la bendijese, sus hijos tendrían dos mamás como dos muñecas. En seguida adoleciose de que estuviese sola, y le pidió a don Álvaro que anticipase su llegada; le preguntó su nombre; quiso saber cómo era…
—¡Dígamelo, cuénteme de ella!
—¡Elvira es sufrida y denodada como una santa!
Don Cruz abría las alas de su manteo para volver a plegárselas a sus secos ijares; se pasaba las manos por todo el cráneo; daba voces agudas de pasmo y de enojo; hacía unos melindres de afeminación tan lejos del penitenciario austero y afiladísimo.
«¡Si lo que él hace lo hiciese yo, cómo se revolvería contra mí!» —pensaba Monera.
Y don Cruz dijo que estaba escandalizado de oír a los prometidos usar el «usted». ¡Pues para cuándo aguardaban el tutearse!
Estuvieron los novios mirándose; y no atinaban a decirse algo que trajese la confianza apetecida.
Pudo empezar don Álvaro, y pareciole a don Daniel que se le apartaba la hija, quedándose él detrás del caballero de Gandía. Ella tuvo que responder, y le pesó como una audacia, y hasta creyó amarle menos. Tan cerca se sentía de don Álvaro, que quitó sus ojos de los suyos, descansándolos en la tarde. La tarde se cerraba con una palidez y tacto de flor, transparentándose encima de la noche inmediata.
Cifró las despedidas el canónigo proclamando el principio de una vida nueva en la casa de los Egea.
Doliose tan sólo de la ausencia del padre Bellod. Una inesperada visita del arquitecto diocesano a su parroquia trastornó sus meritísimos propósitos de asistir a la petición. Y sonriendo ruborosamente, acomodose en el mejor asiento de la galera que había de volverles a la ciudad.
El homeópata subió el último, tropezando en todas las rodillas; y Alba-Longa, le pisó dos veces.
Arrancó el carruaje muy despacio, porque don Daniel le seguía conversando con don Cruz. Así fueron hasta el árbol milagroso del Profeta.
Paulina se quedó entre los rosales de la cisterna, que se copiaban en la balsa. Detrás subía un muro de cipreses sobre un cielo tenue, sin profundidad, sin sensación de cielo.
De los olivos venía la queja de un autillo. Semejaba cerca y recóndita. Vibraban de élitros las eras olorosas; en los herbazales y en las acequias se rompían los coros de cristal de los sapos.
De los álamos del río salió otro lamento contestando al de los olivares; parecía el último, el más hondo, el que medía el silencio, la distancia y la soledad; y después iban brotando otros más profundos con una emoción de pena y de miedo infantil de la noche; y el grito de las aves abría en Paulina unos valles de tristeza donde se entraba palpitando su alma. Y otro cántico, y otra lejanía. Todas las voces de los campos se refugiaban en su vida como en el único árbol del atardecer. Los campos eran un firmamento estrellado de temblor de insectos que se asomaba al acorde ancho y perpetuo del Segral.
Paulina se estremeció de congoja de sentirse tanto a sí misma, y buscó la intimidad selecta de su dormitorio. Sentose en su sillita de niña, colocada delante de su tocador de mujer; y encogiéndose y doblándose para no caerse de su asiento de juguete, descansó sus sienes en sus manos. Sus manos fueron dos conchas que le acercaban la noche. Oyó a su padre que volvía conversando con sus labradores. Y le dio lástima su alegría.
La orfandad de madre, las tristezas imprecisas, el contacto tan sensitivo de la naturaleza, todo se le comunicaba ahora a través del padre, tan indefenso, tan confiado entre los hombres. Todos más fuertes que él. Podrían hacerle llorar sólo mirándole con dureza. Tuvo lástima como de un niño muy frágil. Sintió lástima de su amor por don Álvaro; le parecía ver su amor fuera de su pecho, también como una criatura desvalida. Amaba a don Álvaro, y le amaba tan hondamente que se extraviaba en una tiniebla temerosa, y hasta creía amarle por obediencia, sin recibir ningún mandato…
Don Daniel la buscó; la llamó. La hija callaba; y él sonrió a las estrellas que florecían entre los parrales del portal.
¡Qué pronto se transformaban las mujeres prometidas!
No pudo dormir Paulina. Toda la noche estuvo oyendo mugir a una vaca que le habían quitado el ternero.