V

Cara-rajada

SE quedó mirándolo todo con recelo; le colgaban los brazos; volviose muy súbito; juntó las puertas, y dijo cansadamente:

—Usted, don Magín, se pensará que yo soy como un perro, de ésos huidos, que le enseñan un mendrugo y acude, y ya va siguiendo la mano del pan… Porque usted me mandó que viniese, y yo no aguardé a mañana…

Don Magín le tomó de una manga, tan grande que semejaba vacía, y lo puso en la butaca más cerca del velón. Después, paseando por la sombra de las librerías, fue respondiéndole.

—Lo del perro y lo del mendrugo tú lo piensas. Yo, no. A mí no me sigue nadie. Si he de dar pan, lo doy. Y, a estas horas, por mucha hambre que tú traigas, yo te aventajo. Si quieres verlo, aguárdate y cenarás con nosotros, conmigo y mis dos vicarios y sus familias, y el Abuelo

—No vine por comer. Hay veces que, cuando se me está pasando el accidente, yo oigo a los que me rodean; les oigo como si estuviese sumergido en una balsa; y le oí a usted. Aunque usted no me mandara venir, hubiese venido. Y estoy aquí; y no sé principiar…

El párroco se impacientó.

—Déjame que me pasee mientras tú hablas. Di lo que se te antoje, que no teniéndome tan delante, lo contarás todo como si sólo te vieras a ti mismo.

Cara-rajada se miró las manos de siervo que se le estremecían sobre sus duros hinojos.

—… ¡Yo no puedo resistir mi rabia contra don Álvaro!

—¿Contra don Álvaro?

—¡Yo lo ahogaría! Seré un pingo; pero soy un pingo por su culpa. Tuve dineros. ¡Bien lo saben todos! Y llevé mis dineros a la Causa. ¡No son los dineros! Con lo que recoge mi madre de vestir difuntos en el pueblo y en las barracas de la huerta, tengo que me sobra. ¡Me sobraría si no viviésemos en Oleza! Pero es que voy vestido como uno de los cadáveres de Oleza. Y aun aquí no se me daba nada hasta que llegó don Álvaro. ¡Siempre que nos topamos he de apartarme, como si él me empujara con la punta de su bota! ¡A ese hombre lo siento en mi frente como una maldición de Dios!

Estaba don Magín enderezando un mapa, y se revolvió malhumorado.

—Mira, deja en paz a Dios, que no le habrá dado poderes a don Álvaro para maldecirte; y deja también en paz a don Álvaro. ¡Vive por tu cuenta, y no en torno de nadie!

Cara-rajada se hincó las uñas en la piel de sus muñecas. Se sentía retroceder a las sequedades del silencio. Quiso marcharse, y no se iba; y oyose a sí mismo como si lo pronunciase otro con su lengua:

—¡Yo lo ahogaría!

Le penetró la mirada clara y aguda del párroco, y le cayó su palabra:

—¡Ya lo dijiste! Tú lo ahogarías. Y lo ahogas; ¿y qué?

Luego, conteniéndose, le preguntó:

—¿Desde cuándo padeces ese mal?

… El enlutado estaba llorando. Se palpó y se golpeó la quebrada de la mejilla, buscándose la sensibilidad desaparecida del tejido seco.

—¡Si saliese de aquí! ¡Si yo me sintiera una enfermedad continua en la que uno sabe que se amaga el peligro! Pero es que ese mal parece que me agarra desde fuera como el que se aposta al revolver de un camino. Cuando estoy más seguro, me coge y me revuelca. ¡Y una vez que hubiese bendecido el tenerlo delante de Paulina, no se acordó el mal de mi cuerpo!… De chico, me daba la alferecía. Dicen que se me ponían azules las uñas y la boca; pero, entonces, casi me alegraba de que me tuviesen compasión. Este mal de ahora me da furor contra mí mismo… Me coge desde el día de lo del hijo del juez de Totana…

Se calló de pronto; se asomó a mirar las luces de San Ginés; torcía su gorra negra de donado, y volvió a la butaca, riéndose con los labios helados y juntos.

—… ¡Escapó el padre; pero lo que es el hijo…! ¡Y a don Álvaro se lo debe!… Aún estaría usted en el Seminario cuando vino la partida de Lozano. Todas las puertas se abrieron para alojarla. Yo vi que mi madre cosía sus ahorros y alhajas dentro de cabezales de harina y de zurrones de pastor, y que los fue sumergiendo en el río y atando las sogas a las estacas de las presas. Lo subí todo antes del amanecer y se lo regalé a la Causa. Muy de mañana se puso la ciudad como un campamento. Daba gozo. Las mujeres colgaban escapularios y medallas del pecho de los carlistas. Les traían flores y ponciles. Amasaban para ellos. Casadas y mozas les besaban, y se subían a la grupa de sus caballos, y así se pasearon cantando por Oleza. Yo me entusiasmé más. Cogí dos facciosos borrachos y los llevé al Mesón de Nuestro Padre, donde paraba un teniente de Carabineros que tenía el asma. El pobre se había escondido en el pajar y no hacía más que toser. Nosotros hurgábamos y revolvíamos con las bayonetas como si aventásemos en el egido, y él venga de toser, pero sin quejarse, y la paja se fue volviendo roja. Me junté con la facción. Yo caminaba con más coraje que ninguno. De noche me arrastraba junto a los caseríos donde hubiera tropas del Gobierno. A los centinelas cansados les echaba nudos corredizos. Hacíamos saltar casi todos los puentes de la contornada. Siempre me quedé yo el último para encender la mina, y volvía entre el humo y el tronido de los escombros. Es que yo me sabía todo lo que pasó en los otros levantamientos; me lo sabía de tanto oírlo en la tienda de mi padre…

Llamaban a don Magín. Salió, y a poco vino; cerró, y sentose en la butaca cabecera del escritorio. Una libélula de escarcha palpitante rodeaba la corona de claridad de la lámpara.

Don Magín, grave y pálido, dijo:

—Sigue.

—Cerca de Totana se nos apareció la partida de Cucala. A su lado iba don Álvaro. Era un santo de piedra antigua. Me creo que nos aborrecimos desde que nos miramos. Nos miramos en seguida. Lozano les contaba mi conducta. Quisieron llamarme; pero don Álvaro les apartó leyéndoles avisos y órdenes. Yo pregunté: «Ése, ¿quién es?». Y él se me volvió como un amo… Por culpa del juez perdimos un buen copo de hombres y víveres, y en una aldea cogí yo al hijo, que acababa de casarse.

Subía el rumor del rosario como un cantar de escuela. Don Magín se recodó en el bufete, descansando todo su rostro dentro de las manos doradas por el velón.

—¿Reza usted, don Magín? ¿Quiere que me marche?

—No rezo. Sigue.

Cara-rajada contó el episodio de ferocidad que le reselló para siempre la vida.

Mañana de domingo. Todo tierno, jugoso, iluminado, después de un sábado de lluvia. Llegó calladamente a la plaza la patrulla facciosa. Comenzaba la comida de novios. Vinieron convidados de pueblos y heredades. Les presidían los padres de la desposada, de luto de otra hija muerta por la descarga de un asalto carlista. Les rodeaban los nietos huérfanos con un júbilo encogido en la primera fiesta familiar. Apareció el aventurero, y les sonrió. Olía la casa a honradez y abundancia, y ellos confiaron y se descansaron en él; le daban su pan y su compañía y la porción de su dolorida felicidad. Sin decírselo, se ofrecían una alianza de ternura. Y de pronto sintiose estruendo en la plazuela aldeana. El faccioso se precipitó sobre el balconaje. Regolfaba una muchedumbre de boina roja mugrienta. Los caballos, extenuados y voraces, tropezándose sus carroñas, abrevaban en la pila de lavar. Un jinete se dobló para coger el chorro en un vaso de cuero. Al levantarse, ardieron sus ojos en la mirada del hijo del Miseria. Era don Álvaro. Había venido por un atajo con tropas que le prestó Lozano para que le guardasen hasta Caudete.

El de Oleza le gritó:

—Estoy yo aquí y tengo al hijo del juez.

Pero don Álvaro siguió rascando las crines de su potro, y semejaba no oírle. Entonces se arrebató el especiero, hundiose dos dedos bajo la lengua y le salió un silbo glacial. Se le presentaron seis hombres. Estuvo hablándoles y les mostraba el convite de bodas. Con los fusiles empujaron a todos, sacándolos al balcón; la novia, en medio de los padres y de los hijos de la hermana, y él agarró de la mano al esposo; la mano temblaba como un corazón recién arrancado con sus uñas. Lo arrastró, lo ató a las argollas del abrevadero. Desde el balconaje disparaban los seis hombres. No atinaban; tuvo que descargar él su fusil, apoyándolo en la cabeza desmayada del novio. Le abrió toda la frente. Una abeja se paró en la sangre de la sien astillada…

—Fue lo último que vi, porque me cogió el mal…

Alzose el párroco gritándole:

—¡Yo no te perdono!

Cara-rajada respondió:

—Es que yo no estoy confesándome. Para confesarme me arrodillo en cualquier confesonario.

Y sacó la mejilla acuchillada bajo la lámpara.

Don Magín estuvo mirándola, y de repente palideció.

—Al principio culpaste de tu crimen a don Álvaro. ¿Quiso don Álvaro que mataras al hijo del Juez? ¡Dímelo mirándome dentro de los ojos!

—¿Quién era don Álvaro para mandarme? Yo lo maté por don Álvaro; él lo sabe; pero si él hubiera ordenado su muerte, entonces yo lo salvo. Hay que entenderme. La novia se parecía a Paulina: lo mismo de blanca y de hermosa; lo mismo de triste. Bien me acuerdo.

Llamaron tabaleando blandamente en la puerta. Abrió don Magín, y mientras le consultaba uno de sus coadjutores pasó el ruido jovial de lozas, de vasos, del manojo de plata de los cubiertos sobre los manteles, y los golpecillos de un tablero de damas.

El enlutado suspiró:

—¡Usted vive como un hombre de hogar!

Don Magín dijo:

—Cenarán los vicarios para que el pobre Abuelo se acueste, y a ti y a mí nos subirán algo.

—Yo no cataré nada.

Entró la robusta criada, dejándoles una fuente de gollerías, un jarro de leche y un azucarero y las copas. Todo resplandeció como una nieve.

Don Magín comenzó a beber; sorbía la dulce nata y miraba la que iba quedándole con una poderosa respiración de complacencia.

Cara-rajada prosiguió:

—… Tendido aún, oí la voz de don Álvaro; oí que me dejaban, y me quedé solo con el caño de la pila. Me socorrieron en la heredad de un adicto. Supe que Cucala se volvió camino de Onteniente, y que Lozano bajaba por tierras de la Mancha. Yo le seguía, y una noche me avisaron que estaba preso en Linares. Hice que le hablaran de mí, y el fraile que le asistió me trajo en una estampa este recado suyo: «Creo que me libraré. Encárgame unas botas de montar de hebillón doble». A la madrugada lo fusilaron. Atravesé toda España hasta juntarme con las facciones del norte, y de allí me pasé a las de Cataluña. Y me salió don Álvaro. «¿Tú fuiste el que…?». Y se calló. ¿No adivina usted por qué se calló? Don Álvaro quiso decirme: ¿Tú fuiste el que mató al hijo del juez de Totana? Y no lo dijo; no pudo. Yo le miré con tanto reproche, que tuvo miedo de mi pensamiento. Y cuando me puse a contar mis trabajos, mis hambres, mis sacrificios, y todos me escuchaban, él tomó desquite burlándose: «¡Éste viene a traernos la cuenta! ¡Mala hora!». Esa tarde se presentó de pronto el enemigo. Mala hora la mía, ¡verdad! Un escuadrón de lanceros nos arrojó contra un sembrado. Me encontré solo entre patas, rabos, vientres, estribos, y un ruido, un ruido de herraduras contra huesos. Mordí en una llaga viva del corvejón de un mulo, y su brinco derribó al jinete y se le sintió crujir al desnucarse. No se me olvida. Entonces me embistió un sargento viejo gritando: «¡Ya tengo un ciempiés!». Y me desgarró la cara, cosiéndomela con una espiga verde que traía el filo de su lanza. Me recogieron todo encarnado. Notaba tanto mi sangre, que yo mismo estuve lamiéndome para quitarme un poco de las manos y ver mi piel. Las gentes se reían. Me colgaba la mejilla como un paño roto. Creo que me desmayé del dolor, y cuando iba reanimándome, me cogió el mal, el mal obscuro. Me pienso que ése fue el cuarto accidente. Y desde lo hondo comencé a sentir que decían arriba: «¡Le dura el susto!». Se me abrieron los ojos de la fuerza y de la rabia por mirar. Miraba sin ver; pero el primero que vi fue don Álvaro. Y él como un caudillo y sin una gota de sangre. Duro y pálido. Lo que dije: un santo de piedra. Y la mañana que salí del hospital con la cara remendada, me pasó don Álvaro, a caballo, hacia la frontera, sin padecer… Yo he corrido muchos países; he sido truhan de muelles; he dormido en cárceles; he trabajado en la siega y en la vendimia de Francia, y he llorado de verme enfermo y horrible entre el gozo de las mujeres ardientes de la viña. ¿Qué me ha hecho don Álvaro? Todas mis desgracias y mi mayor remordimiento se juntan con ese hombre. Y vengo al pueblo resignado a todo, y aquí, en mi pueblo, vuelve a salirme don Álvaro… Y cuando supe que él y Paulina se querían, parece que me dio el sol un instante para verme desgraciado; porque dentro de mí mismo me veía llegar hermoso y con honra, y que Paulina me esperaba. Me sentí enamorado de ella desde siempre, y don Álvaro me la quita. Sé que soy lo que soy; pero lo soy por su culpa. Pues que se case Paulina con otro. Estoy solo contra don Álvaro y contra mi mal, que me tuerce la boca y todo el cuerpo, y hasta se me siente hinchárseme la fealdad. Pero no soy ningún monstruo, don Magín. Si le dijesen muchos sus deseos, le espantarían más que los míos. ¡Usted no conoce aún gente ruin! Ellas no le dirán como yo: «¡Ahogaría a ése!» —pero piensan a solas: «¡Si ése se muriese!», o «¡cuando ése se muera!»—, y hasta ven a ése muerto. Yo no; yo no veo muerto a don Álvaro. Yo lo veo mientras lo voy ahogando… No sé si don Álvaro y los del Círculo de Labradores cavilan y traman lo suyo; ¡permita Dios que se atraviesen! ¿Se ríe usted, don Magín? Cuando yo quiera me siguen los lañadores, los cordeleros y polvoristas de San Ginés.

Cara-rajada quedose jadeando. Don Magín se levantó, prendió un cigarrillo en sus tenacillas de plata, y, paseando y fumando, le dijo:

—Tú viniste a contarme tu vida, y el que la cuenta, algo quiere.

—¡Yo no le pido nada; se lo juro!

—Bueno; tú me has buscado para hablarme de ti mismo. Hablar de sí mismo, descansa; pero el que oye, también ha de oír por algo; y yo te dije que vinieses. La confesión que no se ha encallecido en la rutina tiene sus delicias para el penitente. Por verdadera y contrita que la haga; aunque se acuse de grandes pecados, escoge, sin querer, alguna actitud que le favorezca. Se debe escudriñar en lo que el pecador no dice cuando cree decirlo todo, y en la manera de que se vale para decirlo. Ya sé que no venías a confesarte. Pero te has confesado sin decir «me acuso, padre»; tú has acusado a don Álvaro para confesarte tú. Pues, hijo: lo primero que necesitas es oficio. No, no me mires tan pasmado y tan desaborido. Apuesto a que me crees un bendito de Dios. ¡Dios te lo pague!

Don Magín arrojó el cigarro trazando un arco de lumbre en la noche, y se recostó en su butaca.

—Necesitas oficio. Se te acabó el de héroe. Tuviste la escuela en tu casa, y fueron tus maestros las gentes de la tertulia de tu padre que contaban patrañas y verdades; de todo habría. Y tú, como los hijos de los reyes de los cuentos, quisiste tu caballo, tu espada y tu dinero, diciéndote: «¡Dios y águila!». ¿Dios y águila, verdad? ¿Tú has mirado, de cerca, un águila, pero no águila de esas de jaula que se duermen rascándose como un hombre, sino un águila libre que se revuelve hacia la soledad con un temblor bravo de su grandeza, de oír y ver las distancias que están ciegas y calladas para las otras criaturas?… Tú saliste del pueblo creyéndote ya héroe y pensando en tu retorno, en que habíamos de coronarte. Pero tu heroísmo puede principiar ahora, y no envidiando a don Álvaro ni maquinando venganzas…

—¡Yo no le tengo envidia a ese…!

—Le tienes envidia y quieres vengarte…

—¿Vengarme, de qué?

—Vengarte de todo lo que has padecido y de tus remordimientos. ¡Tú te has engañado en tu vida de aventurero, y alguien ha de tener la culpa!

—No ha sufrido como yo, es ruin y triunfa. Yo he sido hasta malvado por él, y tiene todo su cuerpo intacto, y aunque le hubiesen herido, que no le hirieron, aunque le hubiesen herido, se cubriría la señal con la barba, y yo tengo la piel pelada como las sierpes.

—¿Ves cómo no hay más remedio que insistir en tu envidia? Te aborreces por don Álvaro; le envidias su sangre, su piel y hasta su vello. Te crees enamorado de Paulina, y quizá ya lo estás únicamente porque ella y don Álvaro se quieren. —Te he comprendido aunque lo niegues con la cabeza—. ¿Quién es don Álvaro? Por aquí se dijo que era un bastardo ilustre. Te ríes con desprecio como si dijeses: «¡Qué más quisiera él!». Él y muchos, porque Alba-Longa y Monera y otros, también querrían serlo. Piensas que nuestro pueblo teje una túnica de gloria, de leyenda de príncipe, con que vestir a don Álvaro, y a ti te deja desnudo en tu pobreza y desgracia. Se te sale este clamor rencoroso, justo a tu medida. Yo no soy amigo de don Álvaro, ni ganas. ¿Qué es don Álvaro? Casi me apena creerle un hombre honrado, un hombre puro; pero de una pureza enjuta; no puede sonreír; parece que se le haya helado la sangre bajo la piedra de que fue hecho, según dijiste.

Se contuvo el capellán con la frente plegada, y gritó:

—¡Pero no le salvó! No salvó de tu ferocidad al hijo del juez. —Y los ojos de don Magín esperaban.

—¡Sería horrible para mí que lo hubiese salvado! Así murió por su culpa. Y este pleito no acaba. Ha de conocerme Oleza.

Acercósele don Magín y le puso su diestra en la espalda descarnada.

—Esto acaba. Necesitas oficio, te dije, y yo te lo buscaré.

—¡No quiero nada, don Magín!

—Claro; tú, ya no; tú te regostaste a las aventuras heroicas. El último aventurero que pasó por aquí fue Guzmán de Alfarache, de tránsito para Murcia y las galeras de Cartagena; y tampoco era el legítimo. ¿No viniste en mi busca? Pues has de dejarte en mi cuarto tu costal de quimeras. ¡Piensa lo que sería de este mundo si todos aspirásemos a hombres extraordinarios! ¿Para qué ha de conocerte Oleza? Conoce tú a tu pueblo y ámalo según sea. Míralo: Oleza es como una de esas mujeres que no siendo guapas lo parecen. Yo lo quiero mucho. Esas estrellas semejan sólo suyas, para temblar encima de sus torres y de sus jardines. Si como yo lo contemplas, puedes conmoverte de felicidad, no siendo dichoso; una felicidad buena y triste en que se sienten muchas cosas sin pensar nada concreto. Pero, principalmente, tú necesitas oficio; oficio por ti, que te mida tu tiempo y tu conciencia; oficio por los hombres, para que no seas sólo un acuchillado por un sargento y para que si todavía has de parecer vestido como un cadáver, que ese cadáver seas tú y no uno de los que amortaja tu madre. Y oficio por tu madre, que te cree un perseguido de la Humanidad. Tu madre pide un milagro. Debe ser la única mujer de Oleza que no recurre a San Daniel. Es necesario que le cuenten las pasionarias del Señor antes de que yo te acomode. Sin este requisito no creería en tu reconciliación con las gentes. Pero ¿dónde te llevaré si aquí no hay sino hacendados y capellanes? Hablaré con el deán y provisor, y como no me entenderá, hablaré con el obispo.

Hizo una pausa. Ya no semejaba el don Magín callejero, desenfadado y súbito. Se le clarificaba un reposo de severidad y madurez, una tristeza de misericordia. Y prosiguió:

—Esperaste, acechaste a don Álvaro para tener razón de aborrecerle; y la tuviste. Siempre que se aguarde un motivo de malquerencia, se hallará. Pero lo hermoso es tirar, es desechar esa razón que nos justifica para el daño. Repara en que, siendo capellán y confesor tuyo, aunque no quieras, no me valgo de citas y soluciones teológicas y de santos padres. Tú has matado a un pobre hombre enfermo, que se escondió en la paja de los pesebres. Le mataste encendido de tu mocedad vanidosa y de tu prisa de ser héroe. Has matado al hijo de un juez que se negó a serviros; y no le mataste por una bárbara expiación; le mataste cuando más generoso y más bueno te sentías, y le mataste por un odio de fatalismo contra otro hombre. Vanidad y odio: las dos maldades específicas que más nos diferencian de las bestias. Pues yo ahora te pido, como por penitencia, que te arranques los pensamientos de furor contra don Álvaro. No es que te aconseje el bien por el bien mismo, sino el bien según la lógica de tu sentir. Yo te digo: ¿mataste por vanidad? Quítate de la tentación de matar precisamente por humilde, aceptando que don Álvaro sea dichoso, y tú no. ¿Mataste también por una tenebrosa rabia? Pues quítate del goce de querer matar al que te cegó para que mataras. ¿Te ríes?

—¡Mire, don Magín: me río, porque de todas maneras sale ganancioso don Álvaro. Además, de que eso es hablarme a lo capellán!

Se le fue el párroco encima, rojo y grande, y su sombra pasó rompiéndose por los muros y las vigas del aposento.

—¿A lo capellán? ¿Y qué soy yo, qué soy?

Cara-rajada encogiose crujiendo en el butacón.

—¡Bien sé que es usted un cura; pero usted es don Magín, y sólo con don Magín trataba yo esta noche!

—¿Y qué tratos quieres?

—A decir verdad, no lo sé; pero me parece que aliento desde que me he sentido resonar en otro hombre. Yo me entiendo a mi modo. Hasta que vine, no me quedaba más camino que el de encomendarme a Dios y arrepentirme —que no sé yo de qué he de arrepentirme—, o el de perderme, como suele decirse. Acudir a Dios, podré acudir; pero, ahora, además de Dios, sé que usted me ve; y usted es un hombre, y de hombres no tenía yo a nadie. Nada se me da de lo del oficio; y me avendré a lo que usted quiera…

Don Magín le acompañó hasta el portal. Sin mirar al cielo, sentía sobre la frente todo el desnudo latido de las estrellas.

Los pasos rotos del enlutado se perdían y rebrotaban en las lejanas esquinas.