Arrabal de San Ginés
COLGOSE de los hombros la esclavina vieja; se esponjó sobre la tonsura el gorro de verano; pidió la cayada de sus paseos rurales, y atravesando la corraliza y el huerto, donde se entretuvo para adobarse los dedos con matas de geranio, como si exprimiese una pella de jabón, salió don Magín de su parroquia por el portalillo del hostigo.
Venían revueltas afiladas, callejones de hierba y una subida de peldaños roqueros, hasta que ya principia el atajo de San Ginés. Una vez al año —por Santa Ana— lo tomaba don Magín.
Descansó en la sombra de los últimos tapiales para mirar el hondo. La ciudad se volcaba rota, parda, blanca. Porches morenos, azoteas de sol, las enormes tortugas de los tejados, paredones rojizos, rasgaduras de atrios, y plazuelas, jardines señoriales y monásticos. Un ciprés, un magnolio, una palmera, dos araucarias mellizas. Muros de hiedras, de mirtos; huertos anchos, calientes; frescor jugoso de limoneros, de parras, de higueras. Eucaliptos estilizados sobre piedras doradas y de apariciones de cielo de un azul inmediato. Un volar delirante de golondrinas y palomos. La torre descabezada de la Catedral, la flecha de Palacio entre coronas de vencejos, la cúpula de aristas cerámicas del Seminario, el piñón nítido de las tres espadañas de Santa Lucía. Más lejos, la torrecilla remendada de las Clarisas. A la derecha, un pedazo de la loriga azul del cimborio de Nuestro Padre, y la antorcha del campanario que brotaba de un hervor del río.
Don Magín siguió la cuesta. Se le agarraban al hábito los tábanos y saltamontes; le huían las vibraciones tornasoladas de las lagartijas, volviéndose para verle.
Bajo un almendro aserrado de cigarras, se enjugó y se dejó el pañuelo de gorguera, y otra vez quedose mirando la ciudad.
Más costras y quillas de techumbres; más tapiales de adobes y de yeso con encarnaduras de ladrillos; terrados blancos de Oriente; cauces foscos de calles. Llamas de vidrieras. Sombras acostadas. Follajes dormidos. Vuelos de una nube gloriosa en el encanto de las albercas frías que dan sed. Júbilo de palomares. Un humo recto. Cupulillas, agujas, contrafuertes, gárgolas y buhardas de más monasterios, colegios, residencias y parroquias. La suya, no. Ni San Bartolomé ni la Visitación. Los ocultaba la ladera. En cambio, aparecía, entre todo, una figurita de mujer, exacta y blanca, inclinándose desde una solana al patio, un patio como un pozo, donde balaba un cordero atado. Se fijó, se orientó don Magín. Esa criatura, toda hecha de nardos, debía ser Purita, una de las novias más cortejadas de Oleza, que se aburría en casa de sus tíos. El silencio que se elevaba como una niebla parecía modelarse palpitantemente de balidos y del trueno del Segral. El Segral liso, aceitoso, con hileros de luz, abría el poblado y junto a San Daniel se plegaba en los escalones de los azudes. La faz de las presas espejaba una exaltación de torres con sol, un molino entre álamos y la mirada fresca y azul del caz.
Don Magín emprendió lo bravío de la pendiente rasa.
Venía el arrabal trepando como una horda por la pena. Valladares de cactos y chumbos. Tendederos de ñoras, como cuajadas inmensas de sangre. Viviendas de fango cocido, de leños y latas crispadas; cuevas de portal enjalbegado, toldos de sacos, cobertizos de calabazones y capuchinas. Rodalillos de matas de sandías, de tomates y girasoles saliendo de un muladar. Pañales y refajos secándose en las rocas. Y a trechos, un aljibe, un horno como un sepulcro.
Las mujeres se despiojaban entre sus crías desnudas, entre cabras que topaban a las gallinas, y perros enroscados buscándose las garrapatas. A lo largo de las cercas rodaban sus tornos los menadores de cáñamo. En los umbrales tejían esportillas y serones los viejos. Los lañadores engafaban tinajas, orzas y barreños desbocados. Dentro de algunos cubiles fulguraba el caño lívido de soplete de los vidrieros que derriten retajillos de botellas y cuajan la bujería aldeana: sortijas, peinas, rosarios, sartas y broches. Y en la sombra de su corral, los pirotécnicos o polvoristas, llagados como leprosos, picaban sus terribles almireces y tramaban los ingenios de los argadillos de girándulas y de la «estampa final» para los fuegos artificiales, los de más renombre en todo el reino de Murcia.
Se apartó don Magín porque bajaba una cerda, seguida de los gorrines, con el ímpetu furioso de la piara endemoniada de los Gerasenos.
Arrabal de San Ginés, torrente de estiércol, de bardomeras, de criaturas y pringues. De aquí descendían sobre el pueblo las aguas reciales de las lluvias, los estampidos de pólvora, la simiente de la viruela y del carbunco, las catervas agitanadas de buhoneros y esquiladores, las ristras de oracioneros y mendigos, los lacerados por barreno, los canijos de trabajar en arcabón, los caleros de ojos de sangre, figuras de retablos de los pórticos y canceles de las iglesias, picardía de ferias y caminos…
En viendo a don Magín, se alzaban todos buscando su saludo; abuelas con bayetas andrajosas, en chanclas de zapatones cogidos en los vertederos; mozas en refajo o con sayas tiesas, los pechos ceñidos por pañuelos de cotón con estampados de granadas, de pomas, de uvas, las crenchas tirantes en una línea de vihuela y el moño retrenzado y cogido en la nuca con una flor. Venían con sus mundillos de hacer randas o con el copo de hilar, y otras cargadas de hermanos menudos y de hijos de vecinas. Los padres, los novios, los maridos, sus hombres, todos enjutos, la faja gorda entresaliéndoles el ojal de los tijerones, el agujón alpargatero, las cachas de una lengua de buey, la petaca y la bolsica de las artes de sacar candela. Vestían calzones de lienzo escurrido y camisonas rayadas y abiertas para que se les viese la crin del pecho, y blusa de percal, y en las espaldas les resalían las dos costras del sudor antiguo como callo de la tela. Huesudos, de piel descañonada de pavo, con una mueca agria y tosca de casta, los cabellos relucientes de mugres, los tufos ensortijándoles la sien o todo el cráneo con un pañuelo de hierbas y encima el sombrero de grandes faldas dobladas.
Parose don Magín gritándoles:
—¡La paz sea en San Ginés, y bien podíais rociarlo siquiera por Santa Ana!
La Parracha, una vieja que estaba curando el paladar de un pollo, se le llegó con el ave enferma en el sobaco, haciéndole una sonrisa de escara de encías.
—¡En este Santa Ana ya recelábamos no verle!
Pero el Potrón, un polvorista garboso, se descarmenó la araña peluda de un lunar torcido en el belfo, y, después de escupir, le repuso a la abuela:
—¡Se ha de pensar más a bonico a bonico de las personas! ¡Don Magín es amigo de los amigos, y no había de olvidarlos porque ahora sea más que denantes!
—Ni más ni menos soy que los otros años. ¿Pensabais que por ser párroco no subiría? Pues ahora os tengo cogidos con más títulos, que vuestro arrabal pertenece a mi parroquia, y habéis de tener muy aviada la conciencia.
Secose los carrillos con el lenzuelo que le sirvió de gola y se podía torcer de bañado, y entre un corro de majos y de comadres subió el repecho de la Ermita de San Ginés, que estaba en lo último del aduar, sola, torrada, hendida, el esquilón colgado de dos pilarejos de argamasa y la absidiola devorada por un tumulto de chumberas. Seguía un camino de ronda que se iba derrumbando por la escarpa; y en la cumbre, un torreón de tres dientes de almenas donde, al atardecer, se recogía una pareja de gavilanes.
Se puso don Magín al abrigo de la barbacana, respaldándose en el «Sacre», un cañoncillo de la Reconquista que los arrabaleros atragantaban de pólvora para las salvas a su Patrono, a San Daniel y las del Corpus y Sábado Santo.
Era su estrado de oír la crónica de las querellas y descalabraduras, de los desafueros y pleitos; y para poner paz sabía puntualmente los apodos de todos los linajes, los agrios y fruncidos de todas las vidas, los resabios, los prontos, los puntillos y prendas de cada uno, los agobios, las ventajas, la grita, el llanto y la porfía de cada familia. Hasta pudo saber las señales de algunos cuerpos, pues en una de las audiencias de su merinazgo honorífico, vino Inesilla, la Corrionera, a pedirle justicia del más afrentoso bataneo que padeció carne de mujer, porque la flageló la Montoya con un costalillo de arena, y como lo negara riéndose, arrebatose del coraje de la verdad la Inesilla, y para probar su causa, arremangose y mostró el sitio del dolor. Por no verlo, se volvió don Magín al «Sacre», y así se estuvo mientras le libraban del veraz testimonio.
Fumaba, oía y mediaba mirando el llano. Todo Oleza se le ofrecía, sin que faltase ni la Visitación con su huerto tierno, escalonado desde el río, y los insignes alcalleres; ni su parroquia, la más morena y arcaica. Amábala ya como antigua mansión suya. Se veía la ventana de su estudio. De noche vigilaba a los arrabaleros con la mirada quietecita de su lámpara, la única abierta en las calladas horas.
Crujía el aire serrano. Subían deshojándose en la altitud los rumores del pueblo y del contorno: la palpitación de un molino, el alarido de un pavo real, el repique de una fragua, un retozo de colleras de una diligencia, una tonada labradora, la rota quejumbre de las llantas de un carro, un berrinche de criatura, un hablar y reír de dos hidalgos que se saludaban desde un huerto a una galería, y campanas, campanas anchas, lentas, menuditas, rápidas. Sobre la tarde iba resbalando el fresco retumbo de las presas espumosas del río. Y entre todo revibró inflamado y afiladísimo el cántico de un gallo, y don Magín incorporose diciendo:
—¡Ése es el mío!
La vega rodeaba generosamente la ciudad. Senderos, acequias, brazales bullían, entrándose y saliendo por los cultivos: los cáñamos y naranjos en terrenos bazos; la verdina del panizo y de legumbres en tierras plegadas como de masa tierna de panadero; los herrenes, como paños húmedos; el olivar, bruñido; «Nuestro Padre», como una aldea; el cementerio, como un colmenar recién encalado; hazas rubias del rastrojo; glebas cansadas, pardas, rojas. La procesión de tamarindos, de chopos, de álamos, de cañar verde, un temblor de oro, una niebla dormida, iba mostrando la ruta romántica del Segral. Alcores, barracas de techos de manto, fenedales, rediles, humos azules, un ciprés lleno de tarde gloriosa, un olmo amparando una noria, yuntas diminutas de vacas, una heredad infantil, palmeras doblándose y un camino desnudo palpitando por todo el paisaje y escondiéndose en el confín de una claridad de alas victoriosas, de promesa de Mediterráneo.
El monte viejo de San Ginés tenía tres hijas muy graciosas: tres colinas cogidas de la ruda capa del padre, con trenzas de grama, y volantes de viñedo, viñedo de rancio veduño bárbaro. El señor Espuch y Loriga averiguó que un remoto olecense muy andariego retorna a su patria en 1668; trae 115 vides de las umbrosas cuestas del Rhin, y amugronadas y reproducidas en las estribaciones de San Ginés, las visten de pámpano, y sus racimos manan un mosto que ya no se parece al frío y verde de la cepa originaria, sino que se pone grueso y azucarado por el sol de Oleza.
Dejaba don Magín la gustosa contemplación por atender a ruegos y anécdotas. Surgían más mujeres, presentándole hijos con la frente vendada por las pedreas; otras, le daban los papeles mugrientos de los oficios de multas que debían, y el capellán se los guardaba para pedir el perdón. Era el personero de este arrabal de astrosos, bravos y descreídos que en la hora de la muerte le llamaban y le cogían de las manos, teniéndole también por valedor de sus últimos apuros.
Llorando a voces, le contaban las madres los embustes de aquellas cédulas de castigo. Siempre eran por asaltar los rapaces los huertos de los señores y coger los zarcillos de las parras en cierne, los higos aún lechosos, las almendras no cuajadas, las serbas, las azufaifas, las granadas, las zamboas, los dátiles verdes; todas las frutas aún verdes y ásperas.
El penitenciario y el homeópata abominaban este delito y no se cansaban de pasar delaciones. Esas criaturas, protegidas de don Magín, arrancaban vorazmente la fruta verde sólo porque se sentían regostadas al hurto y al mal por el mal. Sus jardines eran de los más esquilmados. Pedían el escarmiento y no lo deseaban por la pacífica integridad de sus frutales, sino para bien de los mismos críos de San Ginés, que ya nacían con apetito pecador del cercado ajeno.
Don Magín se reía. ¡Qué cercado ajeno habían de apetecer los que no pensaban en el cercado propio! Se ama y apetece el fruto temprano y verdiñal por sí mismo. Y exaltándose, llegaba a celebrar el merodeo de las tapias. Las tapias con árboles, y los árboles con el primer fruto, daban una tentación irresistible a los ojos, a las manos y a la boca. El olor del ramaje retoñado, el sabor de esa carne frutal, cruda y fresca, y el tacto de su piel lisa o velludita, dejaban una delicia inmediata de árbol, una sensación de paisaje. ¡La fruta verde! ¡Sólo de pronunciarlo, nada más diciéndolo, se le ponía en la lengua el gusto y el olor y la claridad de todo un Paraíso con primeros padres infantiles!
Y este elogio de la fruta precoz no impedía que le gustasen las frutas tardanas. Tanto le gustaban, que no comprendía cómo los rapazuelos de San Ginés no las hurtaban todas, y principalmente las ciruelas Claudias, los albérchigos y bergamotos de los jardines de don Cruz, de don Amancio y de Monera, o de la mujer de Monera. Entre la fruta que necesariamente había de comerse madura, ninguna de colores tan bermejos y dorados, de pulpa tan zumosa de miel, ni de sabor en sí mismo tan oloroso, porque era el sabor de su perfume, como el higo chumbo, «higo de pala», pero nacido en los nopales arrabaleros. Legítimos nopales plantados por los moros y que no degeneraron de su progenie de Méjico, como las cepas de la suya germánica. No era manjar predilecto de don Magín, y lo aceptaba contagiado de la complacencia que los del arrabal sentían comiéndolos; y había de comerlos allí, entre la plebe aborrachada por el sol de su sangre y de las penas. Se adormecía mirando la primorosa destreza de aquellos dedos para tomar el chumbo y hundirle la faca en el erizo y dárselo sin tocarlo en la carne.
Don Magín recogiose las haldas hasta mostrar toda su pierna ceñida de media morada, el único eclesiástico, no siendo Su Ilustrísima, que en Oleza la traía con el lujo del calzón corto abrochado al cenojil. Ladeose para que no le gotease las ropas el suco del chumbo, y lo fue mordiendo y exprimiendo de la granuja.
No pudo acabarlo, porque de una casa de la cuesta vino un plañido desgarrado de mujer.
Se levantó por escuchar, y un cordelero le dijo:
—Ya tiene el ataque el carlistón.
Y todos se le acercaron contándole.
¿No conocía a la Amortajadora? El marido la dejó tienda y dineros; medio cahíz de dobletas encontraron en un cofre; y todo lo aventó el hijo. El hijo se fue con los facciosos. Se le tuvo por muerto; y ahora remaneció con una herida que le rajaba la cara y una enfermedad de endemoniado. Una perdición. Le llamaban el Cara-rajada.
Don Magín y los de San Ginés bajaron a verle.
Resaltaba más el enjalbiego de la casa entre las comadres greñudas. Todas se apartaron, y pasó el capellán.
Clamaba una vieja al lado de un hombre de luto que se revolcaba en el suelo de guijas de río. Le acorrió don Magín bañándole de vinagre la nariz y los pulsos, conteniéndole las manos de parra torcida, mirándole en los ojos revueltos, secándole las cortadas de espuma de la lengua.
La abuela le gemía:
—¿No le recuerda? ¡Mírelo bien! Le han desamparado todos… Yo pido un milagro de Dios; y son los hombres los que no permiten que Dios lo haga.
Los arrabaleros no paraban de decir:
—Es lo de siempre…
—De balde pelea don Magín…
—No le remediará…
—No le remediará, porque el mal se le pasa cuando el mal quiere.
—Un mal de demonio que le saca bramidos.
—Ha de ver don Magín el llanto que le da tan y luego como se le pase.
—Hasta que venga un día que no esclate en lloros y su brega se le vaya parando con la muerte… ¿Que no?
Con ademanes y muecas les pedía don Magín que callaran, y, no lográndolo, precipitose entre todos y lo mandó ya con todo su brío. Para un enajenado no había mayor ternura y lástima que el silencio; el silencio o la palabra que pudiese responder a la suya, que, aunque no se oiga, quizá nos llama desde la obscuridad y la mudez del padecimiento.
Todos se le sometieron muy humildes.
El cráneo del enfermo comenzó a removerse. Se le despertaban y emblandecían las vértebras que tuvo cuajadas tirantemente en un tétanos pavoroso; apareció la pupila en el blancor de las órbitas; y su mirada buscó al capellán. La cicatriz de nudos azules le relucía de sudor y de limpidez de lágrimas:
—¡Ven cuando quieras a mi parroquia!
La madre besó las manos, la cayada y el hábito de don Magín y guardose el socorro que le dejó en el enfaldo. Salieron algunos vecinos y en seguida retornaron con limosna. La mujer de un pirotécnico le trajo una sesada de cabra, y el marido de una parturiente, un pichel de substancia de arroz. Porque el hijo de la Amortajadora tendría un mal del demonio, pero, además, hambre.
Cuando el párroco llegó a los hondos callejones miró hacia San Ginés. Temblaba una estrella en la punta de la ermita. Todo el monte resonaba de grillos como si fuese de esquilas de cristales.
No se le apartaba la visión del hijo de la Amortajadora, tronchándose bajo el viento del mal. Hambre y enfermedad. Pero en el corte morado de su cara, en sus ojos cobrizos había un misterio de desesperación.
Distraído de su ruta, sorprendiose don Magín en la plazuela de la antigua tienda del Miseria, ahora casa bien obrada y con huerto, que mercaron las Catalanas, dos huérfanas ricas y secas que no eran precisamente de Cataluña, sino de Menorca.
En el portal de la botica, donde Grifol fraguó sus píldoras de regalicia, le llamaron, dándole balancín y de fumar. No quiso. Se volvía muy ahína a su casa para lavarse y trocar la ropa, que ya le parecía bullirle de miseria arrabalera.
Con el padre Bellod, la Rectoral de San Bartolomé semejó siempre apretada por todos los muros y los años de Oleza, sumida en un frío y olor de pobre. Con don Magín, la Rectoral tenía la clara holgura de una residencia de sencillos señores, en perpetuo veraneo abundante. La gobernaba un ama de una madurez de fruto dorado y jugoso; los cabellos muy negros; la frente alta y honesta, y la boca menuda y encendida. El pan, el vino y el agua adquirían en sus manos un prestigio de hogar. El más subido elogio de sus manos se lo rendía don Jeromillo, recordando por ellas las de doña Corazón.
Principalmente cuidaba el refectorio. La mesa vestida de hilo finísimo; el aparador alborozado de fruteros en colmo, de vasos de flores, de dulceras y porcelanas. Los rincones frescos y pomposos de macetas de hortensias y lirios; y por un balcón de arco pasaba el aliento de la huerta renacida.
Limpio y remozado recogiose en su estudio, y encendió la lámpara de aceite, el asterisco de oro en el sueño de Oleza, la mirada acogida con campechanía de compadres por los de San Ginés.
El aposento era grande, esterado de junco. En las paredes, lisas, colgaban mapas bíblicos, un San Agustín con una mitra de boca de pez, y la estampa de la Creación del Hombre. Junto al ventanal, un atril, y por libro un enorme paraguas de ballenas, forrado de seda amaranto, con puño, cadenilla y cuento de filigrana de plata; paraguas muy hermoso que se compró don Magín en Génova y lo paseó en sus manos por Florencia, Roma, Venecia, Milán, Marsella, Barcelona, Valencia, Murcia, Albacete y Oleza.
Un lienzo de muro lo llenaba la librería, de volúmenes curiosamente empastados, y un vasar, todo de libros de rezos, joyel de breviarios de pieles olorosas. Tenía una mesa de sabina, larga como un mostrador, y dejaba abiertos los cajones, cargándolos de los libros en turno de lectura; y encima, la tabla espejaba el pocillo de loza para la tinta, los potes para el tabaco, la carpeta de sedas arcaicas, un vidrio de flores, una miniatura de una hermana y un Cristo-majestad con un pie desclavado. Cinco butacones hondos, de lana verde y encajes de aguja, rodeaban el escritorio, y en todos iba sentándose don Magín, según la búsqueda del volumen. Y ya se acomodaba para leer, antes de la cena, cuando un vicario le quitó de su propósito avisándole que un hombre quería verle. Permitió don Magín que subiera.
Y apareció Cara-rajada.