Te Deum laudamus
BAJO el pasadizo de Palacio a la catedral topose don Daniel con el homeópata; y juntos entraron en los claustros. Les recibió un vano de piedras resudadas, de altares viejos, de árboles umbríos calentados por la siesta. Piaban cansadamente los gorriones como si estuvieran durmiéndose. Los dardos de los vencejos rasgaban con su grito el azul. El cimbalillo tocaba gota a gota.
Huerto blando de hierba borde. Rinconadas de escoria de incensarios, y malvas reales que suben sus tirsos de rosas leves, desaromadas. Un ciprés, el ciprés más recto y sensitivo de Oleza, que embebía su punta de claridad alta. Laureles inmóviles. Encima del pozo, de cigoñal plateresco, trenzado de zarcillos de calabacines, un tul de mosquitos y sol. Un limonero bajaba un pomo de cidras con luces de hilos de arañas; y en el brocal, en las baldosas, en los musgos, vislumbraban, gelatinosos y fríos, los lagartos.
Los pasos descoloridos del vía-crucis, los retablos góticos, enjutos, rosigados, los altares barrocos de una talla rolliza, tenían para don Daniel una bondadosa decrepitud de mueble familiar. De las capillas del claustro prefería la de San Gregorio. En el muro de la bóveda, sobre cartelas de águilas, un cofre de basalto guardaba las entrañas de un rey. Siempre se paraba y leía los restos del epitafio, pronunciando cada letra:
HIC…
A… X…
REX SERENI… US.
AD… SE… CRUM
AN… DOMI… M… DL… I
ÆRA…
DIMIT… E…
—¿Y le arrancaron las entrañas? —Todas las vísperas de San Pedro pensaba lo mismo. Acordábase entonces del vaso de piedra de color de hostia de San Daniel, que contenía la lengua y el corazón de un obispo. Los pueblos se disputan los despojos de los hombres ilustres, descuartizando sus cadáveres como hacía la Justicia con los grandes malhechores. Y don Daniel meneaba compasivamente su cráneo. ¿De quién serían todas esas entrañas? Nunca lo averiguó. Se le encrespaban y confundían los Sanchos, los Ordoños y algunos Alfonsos. Y después del 28 de junio iban apagándosele las inquietudes históricas.
Al homeópata Monera le tenía sin cuidado la urna funeraria y la Historia. Hijo de un sangrador de la calle del Garbillo, siguió estudios exprimiendo la pobreza de su casa. Los vecinos preguntaron mucho por el estudiante, singularmente cuando moría alguna hermana suya, todas flacas y pajizas. Muertos los padres, entró una huérfana al servicio de don Cruz, y la otra recogiose de freila en las Clarisas. Vino el hermano ya médico. Volviéronse alabanzas las socarronerías, pero aún le tuteaban los de la calle del Garbillo. Arrimose al penitenciario. Comunidades y familias acomodadas dejaron a don Vicente Grifol por Monera, que trajo a Oleza la doctrina y los glóbulos de Hahnemann. Hizo curaciones santas. Se le atribuye la de la priora de San Gregorio, que padecía zaratanes horrendos. Casó pronto con la dueña de una hilandería de cáñamos. Ya sólo le tuteaba don Cruz, de quien había de consentirlo siempre por el vínculo de humildad de la hermana. Nada más iba con los amigos del canónigo; y ellos, cuando se les antojaba recordar un episodio, un apodo, una calle de arrabal, acudían a Monera. Y Monera les odiaba sonriéndoles. Estas amistades y el tener catadura de curial era lo que más le pesaba; verdaderamente dos cosas sin remedio.
Le daban rabia todos, y entre todos don Daniel, con los demás blando y a él lo sometía; lo sometía hasta llevarle por los claustros no queriendo ir. Le daba rabia el claustro y su huerto. Lo enladrillaría todo dejándole en medio un buen aljibe. Le miró el señor Egea enrojecido del agravio; y el homeópata arrepintiose de su propósito. En cambio, el hacendado ya estaba gozoso; se detuvo, sacó de su cartera unas tijeritas, se cortó un padrastro del meñique, y se puso más contento. Se frotaba sus manos de señora silbando una frase de Moraima, con un silbo que aun siendo muy frágil le hacía toser. Afirmó que el mes de junio era el más hermoso del año. Olía a felicidad. Monera dijo que sí. Pero don Daniel modificó su concepto.
—Es la felicidad la que tiene su olor, olor de mes de junio.
En este junio se le acumularon los días felices. El día 7 llega el señor obispo; el 13 viene don Álvaro; el 15 asiste al chocolate del Círculo de Labradores; el 17 visita el «Olivar»; el 18 come en el «Olivar». ¡Señor, qué más podía apetecerse en Oleza! Y quedábase mirando los arcos blancos y lisos, que le traían la exaltación de la solana de su finca.
A la segunda vuelta se paró en el altar de San Rafael y Tobías; un altar demacrado. No le quedaba más que un exvoto, un pie de cera morena, el pie de una niña que se lo lisiaría yendo de camino. Lo veía don Daniel desde chico. La pobre criatura sería ya vieja; quizá hubiese muerto; y el piececito con su lazada marchita le esperaba el 28 de junio de todos los años.
Monera empezó a referirle torceduras de pies; pero el hidalgo no le atendió. Se ladeaba buscando en el techo, en los pilares, en las verjas.
Esperose el homeópata.
Don Daniel removió su sombrilla diciéndole:
—¿No la siente usted? ¡Es una moscarda! No puedo con las moscardas; es decir, con ésa, con la que se me viene encima, con la que me embiste o se entra donde yo esté.
Era verdad: había una moscarda; bordoneaba en las alas del Arcángel; rebotaba en el pez de Tobías; iba poniendo rúbricas violentas de zumbido.
—¡Estas moscardas se vuelven locas! Se cuelan en una sala aprovechando un resquicio por donde casi no cabe ni el aire, y después no aciertan a salir aunque se les abra todos los balcones. Aquí no hay vidrieras, y tampoco se marcha. Ya me tiene usted malhumorado. Una moscarda es siempre el aviso, el presagio de algo que se acerca a nosotros.
Tornó a caer el toque lento y fino del címbalo llamando a Coro.
Vísperas de primera clase. ¡Qué hermosura! Había comido en casa de Corazón. El comedor, entornado; una paz olorosa de postres y de huerto; los últimos manjares le dejaron un dulce sueño. ¿Verdad que hay crema quemada, Corazón? Y había. No se equivocaba. Todo el jardín rociado. Frescor encima de las plantas calientes. Y al otro día, San Pedro. Ornamentos rojos; el presbiterio vestido de damascos escarlata. El altar mayor todo de rosas carnales, encendidas. ¡Qué olor de junio!
Y la esquila tocaba infantilmente. Voz de niña, otra niña que contaba la infancia del caballero del Olivar. Y él y Monera se hundieron por un portalillo húmedo. Obscuridad angosta. En seguida la penumbra fresca y ancha de la nave. Se alzan los ojos. Se presiente el cielo, el azul, la tarde apoyándose sobre la piel dorada de los sillares y de la bóveda. Allí, al otro lado, en el sol, seguía el tañido del címbalo de Vísperas, un aleteo de paloma atada. Bajaba y crujía la sensación del cordel en el reposo mural, y luego el ímpetu del vuelo campanil. Se veía la onda pasando encima de la calma de Oleza, cayendo en la mies, en las eras, en los cáñamos, en los naranjos, en los honcinos del Segral, en los olivares que se desperezaban olorosamente.
Junto a la Vía-sacra, en el recodadero de un banco, dormitaba don Amancio. El humo luminoso de una vidriera le ponía una banda fastuosa de iris. Una viejecita, toda de negro, de un luto blando de pobre, suspiraba en la capilla del Descendimiento. La mariposa del lamparín ardía sin llama. La mujer se tendía para besar el cráneo de una lápida. Pasó un acólito; le siseó la vieja llamándole; le puso en los dedos unos anises que dan olor de faltriquera; el cinco miraba los confites y la boca sumida y amarga de la mujer, y quiso soltarse. No pudo. Las uñas de la vieja le raparon los pliegues de la sotanilla, traspasándosela, llegándole al vientre. Cruzó otro muchacho; el cautivo dio un brinco de res, y los dos huyeron haciendo cabriolas entre los troncos de los pilares.
La vieja lloraba. Vino el hidalgo. Le daban mucha compasión esas pobres mujeres que se hunden en las capillas y les cuentan a las imágenes todas las congojas que no escuchan los hombres. Los santos, sí. No se mueven; siempre las esperan con las manos y los ojos abiertos, y sus vestiduras, cuando reciben un poco de sol, parecen ropas que hayan servido para amortajar otros santos. Lo pensó don Daniel y se estremeció reconociendo a la vieja. Era la viuda del especiero Miseria, la que acudía a las casas donde hubiera difunto para lavarlo y vestirlo por una limosna. Le decían la Amortajadora.
El altar del Descendimiento era todo un dosel negro como de túmulo de funerales, con una orla de pasionarias de tafetán. El sudario divino caía crispándose de los brazos de la cruz. La Virgen, sentada en una roca de madera, tenía en sus rodillas al Hijo ya muerto, de una desnudez que resaltaba siniestramente de lo obscuro, con la llaga verde de la lanza y las llagas hondas y crudas de los clavos. Las flores de paño del altar y las pasionarias del trono, parecían también llagas enconadas.
Don Daniel le dijo a la vieja que no llorase. ¿Por qué lloraba? La Amortajadora lloró más, y llorando le refirió:
—Faltan pasionarias. Yo pido que las cuenten y que me den una de muestra, y se las traeré a Nuestro Señor. Es una promesa por mi hijo. ¡A mi hijo no le quiere nadie en el pueblo! ¡En el pueblo no hay otro hijo que pase más dolor que mi hijo! ¡Le da un mal y se revuelca como un endemoniado! ¡Yo he visto que las criaturas le huyen! ¿Qué usted no lo recuerda? Tiene la cara atravesada por una herida como el costado de Dios… ¡Ve cómo sí que lo sabe usted! ¡Se le recuerda como al Señor por lo que ha padecido por los hombres!… A mi hijo también le hirieron los hombres y por los hombres que tampoco le quieren. A todos hablo, y no le socorren. No permiten ni que Dios le socorra. Si yo le trajese las pasionarias que le faltan en el altar, el Señor me oiría. A usted, que todos le atienden, se lo digo ahora…
Revibró cascadamente contra el peldaño de la sacristía la vara metálica del pertiguero. Tronó magno y torrencial el órgano, y retumbó todo el templo como un oleaje de piedra que rompía sus espumas gozosas en las calas apacibles del corazón de don Daniel. Reapareció el silencio del ámbito todavía sacudido por los caños de los grandes acordes, y en lo hondo comenzó a fluir un pianísimo celeste. ¡Vísperas de primera clase! ¡28 de junio!
Salió el heraldo de la pértiga arrastrando su toga de pana raída; una peluca de crines le devoraba su rostro de villano. Le seguían los acólitos torciendo los ciriales; después los turiferarios, meciendo tan fuertemente los braserillos, que las centellas volaban y crujían en torno del maestro de ceremonias, pálido, de un sacerdocio atenorado, presentando su bastón con tanta dulzura como si trajese un lirio; seguían los sacristanes con las navecillas del incienso, graciosas y blancas como palomas; los beneficiados, con sus pellizas pardas y las menudas cogullas chafadas; los canónigos, con sus mustios armiños sobre los mantos rígidos y rojos; los seis ministros de capas pluviales, como seis triángulos de tisú y de seda encendida, apoyándose en sus mazas de plata, y el señor deán, de preste, muy zaguero, casi olvidado, sudoroso y asmático, sacando su cabeza pelada de la concha de los ornamentos, resignándola bajo la pesadumbre litúrgica.
Sintió don Daniel que le rodaba la vida por un abismo de ternuras.
—¡No puedo remediarlo; todos los años lloro y se me enfría la espalda de tanto sentir!
Monera casi se maldijo al oírse a sí mismo.
—Yo también, ¡la verdad!
Acababa de despabilarse Alba-Longa, y venía adhiriendo calladamente los pies a las baldosas como calzado con sepias. Se había subido a la frente sus gafas azules de verano, y en cada cristal se espejaba la miniatura de un dragón de hierro con su lámpara de cobre.
Don Daniel, entusiasmado, le dijo:
—¿No le parece a usted que el señor deán sea el Sumo Pontífice?
Monera se apresuró a decir que sí, sin querer; pero don Amancio dobló hacia Monera su cuello de ave vieja, desaprobándole la semejanza.
—¡Cómo se conoce que no ha visto usted nunca a León XIII! ¡El deán es otra cosa, caray!
—¡Sí, claro; es otra cosa, es otra cosa! —repetía don Daniel, sonriendo en la beatitud de una llovizna de un trémolo de «voces humanas».
Don Amancio se le llegó más; le puso un dedo rígido en la orilla de seda de la solapa.
—¡Ignora usted toda la iniquidad de hoy! Está usted tranquilo, está usted contento. ¡Usted no la sabe!
No la sabía don Daniel. Y se atolondró, y pensó en la moscarda.
Alba-Longa le miraba devoradoramente con las gafas azules y con los ojos desnudos. Cuatro órbitas de acusación.
—¡Usted no la sabe! Recuerde que la Junta de la Adoración del Santísimo visitó al prelado, pidiéndole que contuviese las libertades de algunos clérigos.
Lo recordó don Daniel.
—… Y entre todas las libertades, las de don Magín. Su ilustrísima corresponde a nuestras quejas protegiéndolo. Don Magín ha sido nombrado párroco de San Bartolomé. Don Magín hereda la parroquia del padre Bellod. ¿Quiere usted que le diga mi pensamiento? Óigalo; óigalo usted también, Monera; yo no me escondo.
Don Amancio redujo la voz, y dijo:
—¡Oleza sigue huérfana!
Pero don Daniel no se conmovió. No le había oído. El chantre acababa de entonar el Magnificat anima mea Dominum, y el órgano esforzó todas sus viejas gargantas en el himno de la elegida de Dios.
El sagrario se velaba de nieblas de incienso, bordadas con los gloriosos colores de una rosa de vidrios. La columna de vellones y volutas de humo candeal cegó todo el oficiante. Representósele el Thabor a don Daniel, y en la cima del monte, el preste se transfiguraba en nubes inmaculadas. Pero recordó que habían merendado juntos muchas veces al salir de la escuela, y que se acosaron con panojas de las colgadas de las vigas y rejas del «Olivar», y que fue tío del marido difunto de Corazón Motos. ¡Esa pobre Corazón!
Desde el presbiterio, dos ministros incensaban al pueblo. El pueblo era entonces algunas mujeres que gimen en las hondas capillas y besan las lápidas; unos pocos artesanos que tienen el obrador en las cercanías de la catedral; labradores que vinieron a la casa de los amos y sestean en los bancos esperando la hora de volverse a sus heredades; niñas que traen hermanitos a cuestas; hidalgos y pordioseros.
Don Daniel recogió el sahumerio con una reverencia profunda; se agobiaba sintiéndose oficiante extenuado por las recamadas vestimentas rojas.
Despertó de súbito. Le despertó don Cruz, punzándole las manos con las almenas de su bonete.
—Vamos al ábside y le contaré maravillas.
—Las sabe ya porque yo se las dije.
Pero el canónigo volviose a don Amancio.
—Ni las sabe don Daniel ni usted.
Monera se regodeaba en la humillación de Alba-Longa.
Se alzó de una tumba la fantasma de la abuela de luto, y quiso seguirles.
—¡Mi hijo no fue siempre ruin! Es ahora por culpa de otros. Tiene la cara abierta de una lanzada como el costado de Dios…
—¡No profane usted su templo y su nombre!
Y don Cruz hincó sus ojos en los viejos ojos de lágrimas.
Don Daniel se cansaba. Todos iban secándole el aroma de las Vísperas solemnes del 28 de junio. Y acordose, otra vez, de la moscarda del claustro.
Don Cruz les paró bajo una hornacina vacía, fungosa de humedades. Allí les habló con solemne sigilo. Palideció don Daniel; sudó de asombro el homeópata; don Amancio asentía, y se le derribaban las rodilleras y se hundía los puños en la ijada.
Don Cruz acabó suspirando:
—Todo me lo confesó antes de subir a la diligencia de Murcia. Vendrá pronto, muy pronto, y entonces iremos al «Olivar de Nuestro Padre», y don Álvaro presentará la petición de caballero cristiano y enamorado.
En aquel punto desbordó del órgano una trompetería de victoria, empujando con su trueno de júbilo el coral del Te Deum laudamus.