El enviado
LOS días también rodaban encima de Oleza. El nuevo obispo ya semejaba antiguo, y aceptose su carácter hundido, su vida apartada, como de varón sabio. Sólo algunas tertulias caseras, y principalmente el Círculo de Labradores, vigilaban con ojos adustos los actos de Palacio. Recogidos los puros corazones olecenses en la secretaría como en un cenáculo, aguardaban la plenitud de los tiempos, la gracia de un espíritu de fuego, mientras maldecían al execrable Gobierno de Madrid, que rechazó a don Cruz, sin duda por escoger obispo entre el sacerdocio desapegado del príncipe. Lo decían mirando doloridamente el óleo del «señor», viajero entonces en las Indias, y volviéndose a un autógrafo de Aparisi y Guijarro, lleno de promesas.
Pero algo más fuerte que el poder del tiempo, tiempo todavía corto, envejeció las cosas de la diócesis. Y fue la llegada de un caballero de Gandía, valeroso caudillo de la «buena causa». Presentose un lunes, día de mercado. Todo Oleza pudo contemplarle. Bastó que don Álvaro Galindo y Serrallonga dijese su nombre en el Círculo para que todos los socios le rodeasen y le sirviesen. Se le recordaba por emisario de difíciles acuerdos entre las facciones. Participó de jornadas memorables, y, después de la lucha, estuvo en Francia y en Inglaterra al lado del «señor», de cuyos labios había recogido revelaciones y mandamientos. Para escucharlos se le ofreció un chocolate de honor. Vino al agasajo mucha clerecía. Sentose el padre Bellod a la diestra del huésped, y a la izquierda don Amancio.
No supo don Daniel la presencia del caballero de Gandía hasta que Alba-Longa se lo dijo con encargo del penitenciario de llevarle a la fiesta. No le agradaban a don Daniel estos alborozos y calenturas de partido. Le miró Alba-Longa dentro de sus pupilas dulces y miopes.
—¡Piense usted en sus antepasados!
Pensó don Daniel lo que se le mandaba, y dejó su heredad.
Lo primero que le pasmó fue el improvisado refectorio del Círculo. Sólo por artes ocultas pudo abrirse una sala tan grande habiendo sido siempre tan angostos los aposentos del edificio. No hubo mago encantador que trocara la casa. Nada más quitando un lienzo de gutapercha del gabinete de lectura y otro de vasares de la botillería, resultó una estancia muy cabal.
Presentado don Álvaro, se le deshizo la mohína a don Daniel. Ya no hizo sino mirarle y atenderle. Ese hombre equivalía al príncipe. Y repitiéndoselo se fervorizaba su sangre infantil y devota. Con la servilleta atada en la nuca, colgándole anchamente como un delantal, parecía un muchacho en tarde de bautizo a punto de acometer las hondas bandejas de mantecadas de las Salesas, de pellas y pasteles de gloria de las clarisas de San Gregorio, de bizcochos bañados de las dominicas de Santa Lucía, de sequillos y madalenas de Monóvar, de almendradas de Elche… Y don Daniel no cató ni una pasta, embelesado por el diálogo de Alba-Longa y el forastero. ¡Qué lástima, qué lástima que todo aquello no lo oyese don Cruz! No podía oírlo, porque no estaba; capitular y ex candidato a la mitra, había de comportarse con abnegación y cautela.
Don Amancio glosó la añoranza de don Daniel diciendo:
—¡Don Cruz se llama sacrificio, y los hombres se lo pagan como se lo pagan!
Le aplaudieron. Y habló el enviado. Cuando tuvo que referirse a la carta-manifiesto del «señor», lo hizo inclinando la frente y trenzando sobre los manteles sus manos enjutas de asceta. Se arrodillaban los corazones, y él pronunció aquellas palabras de epigrafía de oro: «Dar a la amada España la libertad que sólo conoce de nombre; la libertad que es hija del Evangelio, no el liberalismo que es hijo de la Protesta…».
Aunque todos las supiesen como una jaculatoria, recitadas por don Álvaro se realzaban para ellos con un valor de realidad y excelsitud mesiánicas.
Ganado por preguntas insaciables, tornose más facundo, y sus ademanes se hicieron más flexibles. Se remontó en su plática hasta la entrevista del rey con Cabrera. El caballero de Gandía estuvo en Baden y asistió al coloquio histórico, de pie, detrás de la mecedora en que se balanceaba don Carlos cuando amenazó a su valido.
También sabían todos el regio anatema, pero quisieron oírlo del mismo que lo sintió vibrar. Y don Álvaro lo repitió exactamente: «¡Mira, Cabrera, si no amas a España como yo la amo, pobre de ti! ¡Si no sirves a mi Patria como puedas, te fusilo, lleno de tristeza, pero te fusilo!».
Todo el pasado de glorias y desventuras emergía en la sala del Círculo de Labradores. Surgió la majestad apesarada del «señor». Y en los comensales desbordaba la congoja de la contrición de Cabrera. Parecía que se esperase la voz del vasallo.
Fue la de don Daniel la que oyeron, una vocecita frágil de tanta ternura.
—¿Y la mecedora, aquella mecedora de Baden…?
El hidalgo del Olivar tembló bajo la mirada del caballero de Gandía.
—¿La mecedora? No sé, no sé yo qué se hizo de aquella mecedora.
Don Amancio y el padre Bellod se volvieron a don Daniel mirándole mucho.
Don Álvaro desabrochose su levita de color carmelitano y se extrajo un plegado lenzuelo.
—Es una prenda de memorias augustas…
Y entonces recordó la temeraria andanza del príncipe cuando dejó su refugio extranjero sólo por tocar la tierra de España.
—Caminaba el «señor» vestido de aldeano, con manta, faja, barretina y alpargatas. Su guía, el párroco de Montalba, nos tuvo a todos por cabecillas encargados de misiones peligrosas. De pronto, el «señor» da un grito, corre y pasa la raya de Francia, y se postra y besa el suelo, el suelo suyo. El humilde capellán reconoce a su rey, y le reverencia y le baña de lágrimas sus manos diciendo como otro santo Simeón: «¡Ahora, Dios mío, ahora ya puedes disponer la partida de tu siervo!».
Don Daniel lloraba. Sintiose el ahínco de la sangre de aquella gente mirando el atadijo que iba abriendo don Álvaro, y apareció una vieja barretina colorada.
Alzose don Daniel ceremonioso y conmovido. Todos le imitaron. Quedose indeciso el forastero. Se le plegó con dureza la frente, y tuvo que levantarse. El encendido gorro catalán pasaba de mano en mano como la antorcha de los luchadores de Lucrecio, y llegó a don Daniel, que lo cogió reverentemente; lo fue volviendo y contemplando y aspirando hasta el fondo, y allí, en el fondo, le dejó un beso.
—¡Pero si esta barretina…! —balbució don Álvaro.
—Esta barretina —le dijo don Daniel sin consentir que se la tomase—, esta barretina nos pertenece a todos. La colgaremos junto a su retrato, bajo un vidrio, como si fuese una reliquia.
Ya intervino Alba-Longa, ayo en Oleza de todo lo solemne.
—¡No como si fuese, sino que lo es: es una reliquia! —y volviose con persuasión hacia los eclesiásticos, añadiendo—: ¡La historia tiene sus confesores y sus mártires!
El ceño de don Álvaro se entenebrecía cuando miraba a don Daniel. La arrebatada simplicidad de este hombre le llevaba a una superchería involuntaria. Desvanecerla quizá fuese un daño para las nuevas ilusiones del partido olecense y para su rápida obra de organizador. Después de todo, si esa barretina no se la ciñó precisamente el rey, sino él, era igual, exactamente lo mismo que la del rey.
Esa semana publicose en El Clamor de la Verdad una biografía del enviado. Carolus Alba-Longa acababa su hermoso trabajo diciendo: «Amado de sus amigos, y respetado por sus adversarios, el señor Galindo y Serrallonga dispone, con ayuda de Dios, de una agilidad y robustez extremadas que no vacilaría en ofrecerlas nuevamente al servicio de la Causa. Nuestro parabién a los buenos católicos de Oleza». Palabras que abrieron la disputa entre los hombres. Por buenos católicos se tenían muchos sin que necesitasen de otro católico de fuera para serlo ellos cabalmente. De los enojados salió la crítica del artículo. Siendo muy cominero en perfiles, muy frondoso de efemérides, resultaba incompleto; apenas si se hablaba de los padres de don Álvaro, reduciéndose a señalar que era hijo de viejos cristianos de Valencia.
Sospechó Alba-Longa que estos chismes y reparos venían de don Magín. Quiso remendar su trabajo con un apéndice; pero entonces ya cundían rumores que contuvieron su ímpetu. Oleza sabía más de lo que su pluma dijese. En torno a don Álvaro se posaba un humo de misterio. Los intentos que de seguro llevó a la ciudad, sus lucidos mandos en las batallas, su privanza con el «señor», todo convidaba a creer que bajo las relaciones de príncipe y súbdito se escondía un íntimo lazo de la sangre. Hasta los más tibios olecenses miraban y comparaban obstinadamente la faz del forastero y las fotografías del desterrado. Enjuto don Álvaro, y grueso don Carlos; pero en los dos la misma arrogancia de hombros. Más dulce la mirada del príncipe, pero iguales sus ojos, iguales las cejas, la energía de los maxilares, el corte de la barba… Y pronunciose con acatamiento la palabra «bastardo», y en los estrados de las familias adictas se recordó la figura de don Juan de Austria. Algunos dijeron que el padre del «señor» se llamaba precisamente Don Juan. Se reconoció que eso era lo de menos, pues lo peregrino hubiera sido que llevara don Álvaro ese nombre.
Cuando lo supo don Daniel le brincó de alegría el corazón. Quiso ver de nuevo al caballero valenciano; y como Paulina iba a la ciudad para juntarse con sus amigas de la Adoración del Santísimo, porque el señor obispo las recibía en audiencia, de las escasas audiencias que, por las tardes, otorgaba el prelado, subió a la galera don Daniel, y en la entrada del pueblo se despidió de su hija, y encaminose al Círculo. Allí estaba don Álvaro; y allí, y antes que sus ojos adorasen a su alteza, tuvo la amargura de ver trocado el refectorio en los reducidos aposentos del local de siempre. ¡Parecía increíble que no se respetaran algunos lugares! Acercose a la tertulia haciendo un encogido saludo. No sabía cómo saludar a don Álvaro; y se decidió por un plural, que a nada compromete. Alabó don Cruz su residencia de señor campesino. Sofocose el hidalgo. Don Cruz les propuso ir a la heredad. Sería un paseo delicioso en aquella tarde dorada de junio. Se entusiasmaron todos. Don Álvaro consintió; y fueron. Aturdido de felicidad el hacendado, habló de su casa, y, desde que entraron en sus tierras, explicó puntualmente los cultivos, los veduños, la edad de algunos árboles. Leyó en latín y en romance la lápida del laurel del prodigio, ofreciendo a todos una hoja, y a don Álvaro un retallo. Ya en el soportal, doliose mucho de que no estuviese la hija.
Don Cruz y el padre Bellod disculparon a la ausente. Urgía que las doncellas y damas se afanasen por el bien de todos pidiendo medidas rigorosas al prelado. En la audiencia de la Adoración quizá se decidiesen los rumbos de la moral diocesana, en peligro por las costumbres de algunos sacerdotes, y se recordó a don Magín.
Celebró el forastero estos propósitos de austeridad. El advenimiento del príncipe ya no dependía sólo de la victoria de sus ejércitos. Antes se necesitaba que todos avivasen las dormidas virtudes de los pueblos españoles. Y Oleza había caído en un profundo sueño de sensualidades. Alba-Longa y el padre Bellod juraron despertarla.
Pero don Daniel suspiraba por la hija. Don Cruz le consoló con la promesa de venir con más holgura. Entusiasmose el hidalgo.
—¡Mañana, mañana mismo! ¡Una comida, pero una comida íntima, de familia!
Y apenas lo propuso se sonrojó de su audacia.
Dudaba el enviado. Le instaron todos. Mirábale don Daniel, y el caballero de Gandía le sonrió.
Esa noche, en el Olivar, después del Rosario y durante la cena, sólo se habló del forastero y de su agasajo. Ensalzó don Daniel sus empresas, sus virtudes, su figura. Ya no quedaban hombres de su valer y de su estirpe. ¡Ni cómo podía haberlos de su estirpe! Y delicadamente insinuó las sospechas de sus pañales augustos.
Escuchándolo se imaginaba Paulina un guerrero de las Cruzadas, ferviente de religión y de amor, gentil y devoto. Le veía con túnica blanca y cota de oro, venera de fuego en el costado, y casco y lanza de lumbres de victorias.
Y llegó el día, y presentose don Álvaro entallado por su levita pasa, hongo gris, pantalón de color de albaricoque con franja de seda negra, y sombrilla verde-malva con un puño de pezuñita de ónix.
Alzó la doncella los ojos, y vio una frente huesuda y helada, unas cejas tenaces, un mirar hondo que llameaba con la luz de las sublimes causas, y una barba demasiado tendida y austera, más de fray que de galán caballero. Pero la mirada, la mirada de ese hombre la estremecía temerosamente. Era miedo lo que la dejaba, un miedo inefable de la felicidad. Y esos ojos que contenían tantas emociones bajaban como una gracia a su vida obscura de señorita lugareña…
Don Cruz, don Amancio, el padre Bellod, el homeópata Monera, la rodeaban, le decían bromas amorosas, aparentaban reñirla y saber sus secretillos y enojos, como amigos muy autorizados en la casa. Volviose Paulina al forastero. Ya no estaba. Llevóselo el padre a las altas estancias de sus antepasados; le asomó a todas las dependencias del casalicio, y nunca descuidose de cederle la derecha, quedándose siempre postrero.
La sobremesa no fue tan reposada como se prometió don Daniel. El enviado no vino a Oleza para su esparcimiento. Esa tarde irían a su posada los directorios de Murcia y Albacete. Necesitaba don Álvaro recoger iniciativas y datos para su informe político, estudio que alternaba con el de una memoria de la industria de sedería. No era rico, y había de luchar por los ideales del «Dios, Patria y Rey» y por el pan de su casa.
¡Luchar un hombre como ése, hasta por el pan de su casa! Y a don Daniel le pesaba su bienestar como un pecado de injusticia.
Quedáronse solos el hidalgo y su hija. Ella bordaba, pero con frecuencia dejaba su labor para mirar la tarde. Se oía el trajín de Jimena contando y guardando el cristal, la porcelana y la plata del convite. Luego pasó a la salita con las ropas de mesa; lienzos jugosos que crujían como el brocado. En su cintura resonaban las correas de las llaves. De cuando en cuando alguien pronunciaba el nombre del caballero de Gandía. Ese nombre se había apoderado del silencio, del coloquio, de la vida y del aire del «Olivar».
—¡Ya no queda juventud de los principios y del temple de don Álvaro! —Y diciéndolo se ahuecaba la voz de don Daniel, se le esponjaba el pecho, calentándosele el corazón con arrogancias que después caían en melancólicas evocaciones.
Jimena cerró con estrépito un armario de olivo.
—¿Juventud don Álvaro?
Revolviose don Daniel en su butaca.
—¡Ahora cumple los cuarenta, la justa edad de matrimonio en un varón puro! Así piensa el señor penitenciario.
Soltó su risa la mayordoma.
—¿Y qué entiende de casorio don Cruz, que a los cuarenta, y a los cincuenta y hasta su muerte, habrá de estarse soltero?
—Las que no entienden de matrimonio ni de nada de lo que sabe un señor penitenciario son las entrometidas, que también se están solteras y habrán de estarlo por todos los siglos de los siglos…
—¡Amén, señor; amén mil veces, que yo no dejaría de serlo por unas barbas de hermano limosnero, y unos ojos de Nuestro Padre el Ahogao, buenos para que les teman las descaradas y les recen las honestas, hombre de altar y no de amorío…! —Y saliose a proseguir sus haciendas.
¡Como los de Nuestro Padre San Daniel los ojos de don Álvaro! Y el hidalgo pensó conmovido en esa semejanza. ¡Héroe, augusto y santo!
La hija permanecía callada delante de su labor. El ruido de los verdes árboles, el oreo de los sembrados maduros que se doblaban en oleajes de abundancia, el estrépito de los palomos que rodeaban la reja olorosa de parral, el cernidillo de la Jimena, que dejaba en las vigas de los sótanos un temblor de carne robusta, todo le hacía volverse; luego sonreía de su sobresalto.
Y el padre suspiró apagadamente, como pensándolo con voz para sí mismo:
—¡Si una hija mía…! ¡Si una hija mía fuese la elegida de un hombre como él…!
Paulina era hija única. Y contempló el camino de Oleza todo de rosa de sol poniente, y pareciole lleno del rubor de su faz.
Los frutales, la mies, la vid, los palomos, todo se le ofrecía con el ritmo y palpitación del dulce susto de su sangre.