VI

Su Ilustrísima

LLEGÓ el obispo en una llameante mañana de verano. La ciudad se engalanó filialmente para alegría de su buen pastor. Alzó dos arcos de triunfo; uno más ahora que en otros principios de pontificados. Nadie se explicaba por qué se levantaron dos; uno de flámulas, de flores y de vasos de aceite, con los escudos de todos los arciprestazgos y parroquias de la diócesis, y en medio la tiara pontificia y la prelaticia y la breve leyenda: «Al ilustre y nuevo prelado». Otro arco de follajes de laurel, de palmera y olivo, del cabildo catedral, con una franja morada y letras de oro que decían: Benedictus qui venit in nomine Domini.

Se restauró en el dintel de palacio la inscripción inspirada en la Epístola II a los Corintios: Pro Christo Legatione Fungimur.

Mucho costó ordenar la comitiva. Trajo el pendón de Oleza —de seda verde con un castellar árabe y cruz de plata— el alguacil-pregonero, un viejo huesudo y cetrino, recién afeitado, vestido de ropilla de felpa negra con vuelillos y gola de rígidos encajes. Montaba una yegua pía que, avezada al reposo lugareño, asombrose de la multitud y botó a lo cerril, y descompuso las hileras de la gran parada de guardias rurales con sus carabinas de cebillo y pedernales, de huertanos en zaragüelles y con cayada de clava, de asilados, seminaristas, congregantes y colegiales con estandartes y banderas de muharras de símbolos piadosos: el monograma de Jesús, el de María, los Sagrados Corazones… Un familiar del difunto prelado se aupaba en una esquina para ver todo su perdido valimiento. Voceaban los buhoneros y los vendedores de limonadas, de agua de nieve, de rollos y santos de azúcar y candeal, de vidas y retratos del señor obispo. Y la jaca briosa, iba y cejaba llevándose y trayendo a su jinete, cogido de las crines, revuelta la esclavina, y el sombrerillo de candil todo erizado y cortezoso de las muchas caídas. Le seguían siempre los rapaces dándole el pendón, que se le escapaba porque no podía valerse de las manos, y, finalmente, se lo ataron a los arzones. Reducida la bestia heráldica, se puso delante de las Juntas y autoridades, y todos caminaron procesionalmente legua y media. Iban los regidores, los síndicos y el alcalde; las presidencias de los gremios, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de la Defensa de Regantes, de la Industria de la seda y del cáñamo, de Socorros Píos, del Círculo de Labradores, cuya señera celeste con San Isidro, de lentejuelas y colores, la llevaba don Amancio, más enlutado, más denso en esa mañana su talante apócrifo de viudez, y a sus lados los cordonistas: don Daniel, dulce, aturdido, con su levita de bodas, guantes blancos de escolar de una pureza de primera comunión, y el homeópata Monera, el único homeópata del pueblo, de piel aceitosa, grueso y triste, encogido y aspado por su traje nuevo de ceremonias, que parecía de charol. En seguida la banda de música de Caudete. Ternas de franciscos, de capuchinos, de jesuitas, de carmelitas; todo el claustro del Seminario; el comandante del puesto de la Guardia Civil, un teniente viejo, con el tricornio desfelpado y la medalla de Beneficencia casi en la garganta; dos caballeros santiaguistas, de manto de blancura de marfil y la cauda fastuosamente recogida por un codo inmóvil; niños-ángeles, rubios, de mejillas pintadas y una poesía entre sus dedos de polvos de arroz y de tinta de escuela; el clero, de roquete y muceta; los gonfalones parroquiales; y el cabildo catedral de capa, descollando don Cruz con dos redondeles de carmín en los pómulos, y los párpados caídos y trémulos bajo la obstinación de la mirada de la muchedumbre, porque todo pudo haber sido en honra suya.

Un fámulo, de negro, llevaba del ronzal de felpa la mula prelaticia, gorda y mansa, con paramentos violeta y realces de oro.

A lo último otra banda de música, «La Lira de Oleza», que estrenaba uniforme de dril.

Y después se apretaban las sobras del pueblo, gentes sin balcón ni silla ni acomodo en la ruta oficial. Atravesábala de lado a lado, de acera al arroyo, un capellán viejecito, con teja rapada de alas de sombrero de labrador; le caía el manteo de vislumbres vegetales; se lo pisaba con sus botas hinchadas y peludas. Se paraba, se volvía, tropezaba. Lo miraba todo con un ansia que le estiraba las pieles de su boca de encías lisas. Era un capellán sin parroquia ni congrua. Siempre le llamaban de todos los ruedos y tertulias de portal, «¡Venga, abuelo!», «¡Cuéntenos, abuelo!». Lo sentaban, y él se dormía comido de moscas. Pero esa mañana llegábase a todos y no le hacían caso. No veía, no sabía nada, y se quedaba detrás de los más corpulentos.

Tronaron en San Ginés los morteretes de los vigías; se alzó un vuelo de campanas; subieron los himnos de los coros de colegiales entre estampidos de carabinas y retacos; resonó la Marcha Real de la música de Caudete, y en seguida la otra Marcha Real de «La Lira de Oleza».

A lo lejos, entre el polvo que humeaba en el azul, centellearon los arreos y armas de la Guardia Civil, y prorrumpieron tílburis, tartanas, galeras y el faetón episcopal. Asomose una frente enérgica interrumpida por un solideo morado; una mirada cansada buscó la ciudad hundida en el vaho del día; apareció el pliegue de una muceta; y dos dedos, con un resplandor de joya, trazaron una rápida bendición.

Después, subido en la estramenta de la mula, fue entrando el señor obispo por las calles. Postrábase la multitud aclamándole, mirándole todo.

Residía en su cráneo una majestad inmóvil de estatua; le relumbraba de sudor el hueso de bronce de sus sienes, y, al sonreír, en lo moreno de su piel, resaltaba el mármol de sus dientes.

Le daban guardia cuatro seminaristas-teólogos, gobernando la cabalgadura, conteniendo su portante, cuidando de la tendida capa del prelado, sosteniéndolo mientras saludaba y bendecía hacia los balcones y azoteas de los que descendía una trémula lluvia de rosas deshojadas.

Se dijo que no sabía montar, y todos se acordaban del obispo andaluz que corría gallardamente a la jineta.

Al pie del baldaquino de la Plaza Mayor se contuvo el cortejo. Descuidose un familiar en ponerle la gradilla, y ya el obispo descabalgaba. Muchos le acorrieron, temiendo que cayese, y él, sin admitir auxilio, bajó con donaire de buen caballero y sin mengua de la gravedad jerárquica. Ya en el trono, esperando las vestimentas pontificales, reparó la gente en que se había engañado creyéndole alto. No era sino de mediana talla; pero de torso grande. Son pequeñas contradicciones que cansan el entusiasmo del pueblo, porque el pueblo quiere apoderarse rápidamente de la verdad.

Guardábase como ley divina que el obispo no se posesionara de su sede sin hacer oración en el altar de Nuestro Padre, y Su Ilustrísima quiso antes el techo de su vieja catedral. Cantado el Te Deum, apoyose en su cayada de oro y pronunció una plática sobria, transparente, sin un plañido retórico de ternura de Nos.

Los reverendos padres de la Compañía le escuchaban entornando los párpados, ocultas las manos en los lisos manteos, ladeando su fina cabeza de Gonzagas, de una palidez de escogida santidad.

La nueva palabra bajaba exacta, acendrada y fría. Se le tuvo por demasiado sabio; pero se le vitoreó lo mismo que a todos los obispos.

Luego de la recepción, Su Ilustrísima, con ropas de calle, encaminose a San Daniel. Ya no era el acatamiento a la piedad lugareña, sino una visita protocolaria, como un cambio de saludos de autoridades.

En la Cantonada de Lucientes apareció el capellán Abuelo, agarrándose a todos y estrujado por todos. Pedía que le dejasen ver. Saliose don Magín de la comitiva, rompiéndola y parándola. El señor obispo tuvo que esperar hasta que don Magín volvió sosteniendo al Abuelo, muy gozoso y atónito de hallarse entre tanta grandeza.

En la parroquia se puso el padre Bellod al lado de Su Ilustrísima; le mostró la imagen; hizo la crónica de los más célebres portentos y de la imploración de los tres beneficios en la víspera de su festividad. Los ojos del prelado corrían todo su séquito, y se detuvieron en don Magín, que culminaba bajo el ambón de la Epístola.

Callose el párroco y habló don Cruz. Elogió el espectáculo de la fe de un pueblo en su Patrono, sublime espectáculo de fervor en una época de relajaciones, de falaces alarmas del «culto supersticioso de las imágenes». Pero estas inquietudes de tibieza no las sentirían los feligreses mientras alentase un padre Bellod, para quien el Espíritu Santo untó de acíbar los pechos del mundo, y de suavísima miel los mandamientos de Dios…

Le interrumpió el señor obispo preguntando:

—¿Pertenece a la parroquia aquel sacerdote que está oliendo unas flores?

Se apresuraron a decirle que sí; y que esas flores en que, con tanto acierto, se había fijado Su Ilustrísima, eran, sin duda, de las que cayeron sobre el palio, a la entrada de la catedral.

Y todos aguardaron que hablase. ¿Habría llegado para el Joan Ruiz de Oleza el rigoroso don Gil de Albornoz?

Enjugose el prelado las sienes; y, al retirarse y pasar junto a don Magín, acogió su reverencia gratamente. Hasta parece que le sonrió. Algunos lo vieron, y se miraban confesándose su asombro.

Ya el buen arcipreste dijo que

«A veses cosa chica fase muy grand despecho».

Ésta fue la entrada del nuevo obispo. Se comentó, se murmuró todo; pero sin agraviar a nadie. Principalmente, se comparaba lo episódico, lo que rodeaba al prelado difunto y al prelado de ahora.

Aquél tenía una hermana viuda de una distinción afable, y sobrinas doncellonas, que estaban en Palacio hasta el toque de Ánimas, y después se recogían en su casa de la plazuela de la Catedral, donde se estableció el colegio de la Inmaculada. Y estas mujeres esparcían por todo Oleza una sensación y olor familiar de obispo.

El nuevo no trajo parientes, ni más asistencia que un descolorido presbítero, de anteojos de hielo, muy docto en lenguas orientales, y un viejo fámulo de Tarazona.

Las Juntas de señoras que iban a ofrecerle parabienes y presidencias honorarias, remansaban en las antecámaras.

No parecía el mismo Palacio de otros tiempos. Doseles de cortinajes, espejos, arañas, estrados de damascos y felpas, todo lo áulico y magnífico, yacía ocioso y oculto bajo fundas, como quedara desde el luto de la diócesis. En aquel ambiente de austera pragmática suntuaria, los relojes de salas y oficinas, y el surtidor del patio claustral, dejaban una emoción de desamparo.

Algunas señoras, cansadas del silencio, acudían al secretario, ávidas de una confidencia. Le preguntaban si el señor obispo se sentía agradado de Oleza; si era verdaderamente el más joven de todos los obispos españoles; si le lavaban y repasaban las ropas en el mismo convento que siempre se cuidara de tan delicado servicio; si la familia del obispo muerto quedó acomodada, o en tanta pobreza, según se dijo, que necesitó socorro de la mitra…

El presbítero-secretario atendía con una sonrisa de promesa, y resultaba impenetrable. Sus ojos se sumergían en las aguas de lumbre y de frío de sus lentes. Buscaba muy afanoso dentro de su pupitre unos papeles que después iba rasgando en trizas menudísimas de una exactitud maravillosa, y las visitas habían de distraerse mirándole los dedos tan atildados y ágiles.

Llegaban más comisiones silenciosas y complacidas de aquel reposo y penumbra; se saludaban comedidamente, y se quedaban muy quietas, anticipándose el halago de la audiencia, predisponiéndose a las recogidas emociones. Después iban removiéndose, secreteándose y suspirando. Se acercaban al familiar, y las visitas antiguas hacían un mohín de malicia; movían la cabeza como comprendiéndolo todo.

Ya tarde, se abría una mampara de velludo encarnado con el blasón episcopal en sedas. Rápido y sumiso se incorporaba el presbítero, anunciando:

—¡El señor obispo!

Presentábase el señor obispo con sotana del todo negra, sin faja ni solideo, sin más atributos que el anillo y el pectoral. Sus manos se entretenían en un volumen traspasado por una hoja de marfil.

Crujían los agramanes y azabaches, los rasos, las sayas, las enaguas, entre un ruido de hinojos y un leve temblor de dijes, de abanicos y rosarios. Se caía alguna sombrilla sobre las frutas y flores descoloridas de la alfombra; y, al postrarse y levantarse las Juntas, trascendían los viejos aromas de los pañolitos de encajes y malla, de las mantillas y joyas, todo penetrado de la intimidad del estuche, como si fueran abriéndose las cómodas, los escriños y armarios de las rancias casas de Oleza.

Los ojos del señor obispo, unos ojos lentos, que de cerca parecían de un esmalte antiguo, un poco desgastado, pasaban concretamente de mirada en mirada, invitando a que le hablasen.

El obispo difunto siempre habló primero; era él quien lo decía casi todo, y los demás sonreían, acatándole.

Ahora todos de pie, y callados. Había que decidirse, porque Su Ilustrísima aguardaba, golpeando suavemente con sus pálidas uñas los cantos del libro, acariciando el filo ebúrneo de la plegadera. Y cuando una señora, una vicepresidente, se arriesgaba a decir su salutación, coincidía con una tesorera, y las dos se detenían sofocadas. El noble caballero que hiciera las presentaciones interpretaba sus propósitos; les inspiraba alguna frase, dejándosela galantemente en sus labios, como si les pusiera una chocolatina. Pero una damita seca, afanosa, casi siempre la secretaria, solía enmendársela. Luego se acordaba de su timidez virginal, y conseguía equivocarse. Ya todos se miraban muy confusos, y hablaban a la vez.

Los ojos de Su Ilustrísima iban durmiéndose sobre un naranjo que se movía, lleno de sol, junto a los vidrios de la reja.

Daban horas los relojes de Palacio. El señor obispo semejaba despertar. Lo agradecía todo paternalmente; lo agradecía tendiéndoles el dedo de la amatista, y se retiraba.

Las comisiones se agrupaban preguntándose. Se volvían al secretario. ¿Ya estaba todo? ¡No era posible!

Y los anteojos del presbítero confirmaban que sí, que ya estaba todo.