El clamor de los clamores
ESE cardenal, que no había de escurrirse del puño del padre Bellod, se escapaba a su antojo. Don Magín no acudía a los recreos, ejercicios ni lecciones en comunidad, deslizándose con mucha sutileza de la nueva disciplina de la parroquia. Y no semejaba rebelde, sino camarada de su párroco, un camarada aborrecido por la ingenuidad de su desenfado y de su ingenio. Puesto en presencia del padre Bellod para recibir sus enojos y advertimientos, le atendía como un chico castigado; y luego le hablaba sosegadamente, sin sentirse ni acordarse de las severidades. Don Magín le miraba a la faz, y el párroco, no. Don Magín evitaba el ministerio del púlpito, y el párroco encomendole la homilía de las dominicas de Pascua. Nada más dijo una, exaltada de la leticia de la Iglesia y de la aleluya de la primavera. El párroco le dispensó de las otras, y don Magín le dio las gracias muy contento. Estaba rasurándose entonces el padre Bellod, y se sangró dos veces en la misma raedura. Acusole ante el vicario capitular de traer al Archivo asuntos frívolos en tiempos tan necesitados de palabra prudente.
Gobernaba la sede vacante el tío del difunto capitán de Manila, buen hombre, de mejillas pesadas, de ojos de un azul gordo, de fosas nasales ciegas de un zarzal tostado de rapé.
Todo lo hallaba de una realidad y de una metafísica sin remedio. «Las cosas eran; y eran según eran. Don Magín sería siempre lo mismo. Le amonestaría, pero que no confiaran en su enmienda». Y le llamó.
No recordaba don Magín sus pláticas del Archivo. Claro que serían frívolas si el padre Bellod lo dijo, porque al padre Bellod faltábale inventiva hasta para malsinar y mentir.
—¡Ni tiene imaginación ni olfato, ni lo necesita!
Se pasmó el deán y vicario de la diócesis.
Recordole también don Magín que la Iglesia trató de asuntos frívolos en días de riesgos y persecuciones. ¿No nos dice la Historia Eclesiástica que la Santa Sede tuvo que decidir la consulta de si las mujeres de los príncipes búlgaros podían traer interiormente calzón?
El señor deán soplábase de su pecho las escamillas y borra de folios de expedientes. Desde su butaca de crin veía el río a la izquierda, a su izquierda —y se miraba esa mano—. Dios podía llevarlo a la diestra —y se miraba la otra— con sólo decirlo, y no lo decía, porque con sólo decirlo, y no lo decía, porque por algo puso allí esas aguas, y allí seguían y seguirían corriendo. Después de todo, la diócesis había de quedar inmóvil, para entregarla al nuevo pastor según la recibiera del Cabildo; él la guardaba en depósito, y no dispondría de beneficios, de nombramientos, ni siquiera de un traslado. Su médico, el señor Monera, le visitaba todas las noches, pidiéndole por un deudo suyo, párroco de un pueblo tercianoso, y ya enfermo de fiebres. No había remedio; porque si consentía en sacarlo de aquella parroquia, había de ir otro capellán, que también enfermaría de lo mismo; pues ya que al pariente de su médico le dio la terciana, que resistiera hasta que viniera el nuevo prelado, que no venía.
No estaba aún elegido ni presentado por el Gobierno; y El Clamor de la Verdad recogía el alarido de la orfandad de Oleza. Carolus Alba-Longa esgrimía su pluma como una espada de fuego: «El oprobio de Oleza», «Oleza olvidada y repudiada», «Siéntate en el polvo, nueva sierva de Babilonia». Todos los domingos, Isaías dictaba títulos tronadores y visiones desoladoras al fervoroso licenciado. En su artículo «Cerca está mi justo», después de flagelar al Gabinete de Madrid por su desidia, pedíale una mirada para la desvalida Sión olecense, donde descubriría al jornalero apostólico, el justo deseado. «Decidle a Oleza —acababa denodadamente el publicista—, decidle a Oleza que os lo señale, y no vacilará en escogerlo entre su ilustre Cabildo Catedral. La penitencia y la sabiduría tienen su morada en tan preclaro sacerdote. ¡Cerca está mi justo!».
La ciudad leyó conmovida los arrebatados conceptos, y, después, sintiose su silencio, el silencio de la espera. Esperose la voz del Gabinete de Madrid como llegada de lo alto, entre una nube; y mientras la voz bajaba, la ciudad contempló a don Cruz. No podía verle los ojos, siempre humillados. Si se le pedían noticias y esperanzas de su exaltación, él las apartaba cansadamente rogando que se le dejase en su recogido ministerio de la salud de los corazones. ¿No hubo muchos santos que se negaron a soportar la pesadumbre de la mitra? Pues menos podrían traerla sus flacas sienes. Y diciéndolo, agobiaba la cabeza como dejando caer la tiara episcopal. Pero las gentes volvían a ceñírsela; y cuando sus hijas espirituales se arrodillaban en el escabel de su confesonario, creían prosternarse en las gradas de un baldaquino. Además, se supo que Alba-Longa escribió al Nuncio enviándole ejemplares de su semanario; y que Su Excelencia le contestó muy agradecido.
Y una tarde, a la salida de Coro, don Cruz sorprendió a don Magín en el claustro, leyendo una carta escuchada por beneficiados y canónigos. En ella se mentaban los candidatos a la sede levantina. Eran tres: el obispo de Huesca, el rector del Seminario de Burgos y el arcipreste de Tarazona.
Don Cruz corrió en busca de don Amancio.
Esa semana, El Clamor de la Verdad publicose anticipadamente: salió el sábado. Con encendidas ansias convocaba, para el domingo, una asamblea de lo más lucido de Oleza. Cumplíase la hora de que el pueblo exigiese la consagración de un olecense venerable, cuyo nombre se omitía por delicados motivos.
Fue la junta en la sala del Municipio, y acudieron comisiones del clero, de regidores, de la Defensa de Regantes, de la Liga de Contribuyentes, de Socorros Píos, de la Industria de la seda y del cáñamo, del Círculo de Labradores, del Casino Olecense, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de Patronatos y Cofradías, de todos los gremios… Acordose la partida de los delegados a Madrid, y que Alba-Longa les presentara al Nuncio de Su Santidad.
Cuando acabó el consistorio pasaba el penitenciario bajo los soportales de la Plaza Mayor, y todos se destocaron aclamándole. El padre Bellod subía sus manos y decía:
—¡Así fue la popularidad de los Ambrosios, de los Agustines, de los Bonifacios, de los Crisóstomos…!
Lleno de confusión buscaba don Cruz el refugio de la Catedral, y la muchedumbre de comisiones le seguía de cortejo. Verdaderamente presenciaba Oleza, por adelantado, la entrada del pastor en su sede.
Luego apercibiose el viaje. Faetones de gravedad nobiliaria, galeras rurales, tartanas de capellanes hacendados, cabriolés y tílburis de ligereza de carro egipcio, y las dos diligencias, que había de repuesto en el Parador del Santo, desbordaron de viajeros, de atadijos, de cofres, de maletas de alfombra. Iban de Oleza a Novelda por la carretera, y de Novelda a Madrid en el tren correo de Alicante.
No arrancaba la caravana esperando a su caudillo don Amancio, que quiso despedirse en tono oficial de las altas dignidades eclesiásticas. Ya traía un hermoso limón para repararse con su aroma de las bascas del camino. El vicario se lo miraba, mientras don Cruz estuvo porfiando con súplicas y quejas de humilde que impidiesen la marcha de las comisiones. Las desoyó don Amancio. Era su primera y última desobediencia al que ya consideraba prelado amantísimo. Y don Cruz y Alba-Longa se abrazaron.
Y todavía abrazados subió del patio claustral un vocerío y estrépito de gentes.
Pasó el provisor, seguido de curiales y fámulos.
—¡Hay obispo, hay obispo ya! —y el señor provisor les presentaba un parte telegráfico.
Voló la nueva a la catedral, a las parroquias, a los monasterios, y rodaron en triunfo las campanas de Oleza.
Los viajeros salían a las ventanillas, bajaban a los estribos y zancajeras, sacando sus paraguas enrollados, sus maletines y bolsos, y miraban con estupor el cielo, no entendiendo aquel súbito himno de las torres.
Estalló un morterete; después otro, otro, otro. Se poblaron de olecenses los balcones, las rejas, las falsas, los terrados, los umbrales, y como la ciudad tenía ya el impulso del gozo y aclamación, lo aprovechó para los vítores al muy ilustre señor don Francisco de Paula Céspedes y Beneyto, arcipreste de Tarazona, obispo de Oleza.
Por la calle de las Bóvedas, cayéndoles encima el glorioso campaneo, se retiraron rápidos y callados a sus casas don Cruz y Alba-Longa.
Al despedirse en la soledad de la Corredera rugió don Amancio, apretando su limón de viaje:
—¡Ese Nuncio!
—¡Oh, déjelo! —suspiró con blandeza don Cruz.
No le oía Alba-Longa. Su encono y las campanas le ensordecían con hiel y bronce derretido.
—¡Qué modo de tocar! ¡Ese Nuncio, ese Nuncio!
Don Cruz le gritó encima de los ojos:
—¡Déjelo, le digo!
Soltose el limón de la mano de Alba-Longa; y parecía que rodaba encima de toda Oleza la manzana de la discordia.