IV

Don Jeromillo y don Magín

TODOS los años, el 28 de junio, vigilia de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, se ponía doña Corazón a la ventana de su dormitorio, esperando la galera del Olivar. Verdaderamente venía con reposo de arado, arrastrada por las mismas mulas de la labranza. Don Daniel había de asistir a las Horas Canónicas de la Catedral, Vísperas solemnes de primera clase. Nunca las perdió, porque eran de una liturgia tiernamente evocadora de todos los 28 de junio de su vida. Comía con doña Corazón, y así se evitaba el resistero del camino a la hora del Coro.

Les acompañaba don Jeromillo, capellán de las Salesas, alma todavía de nido, de tan simples pensamientos que los más comineros escrúpulos de las Madres le hacían trasudar y confundirse. Decíanle todos don Jeromillo, y nadie creía adelgazarle temerariamente el nombre. Parece que el de Jerónimo nos trae la memoria del glorioso doctor, representándonos un viejo de osamenta de gigante, macerado y agreste, hundido en su cueva de Bethleem, entre papiros revueltos como zarzales, ardiéndole los ojos de visiones magníficas de Jehová, y fluyendo de las cortezas de su boca la eterna palabra.

Llamarle Jeromillo a don Jeromillo significaba una exactitud de sustantividad y adjetivación. Menudo, rollizo, moreno y pecoso; el cabello amaizado, las cejas anchas y huidas, la piel de la frente en un renovado oleaje de perplejidad; los ojos, de un vidrio claro y húmedo; de todo se pasmaba, y sus manos se cogían la nuca como temiendo que se le derrumbase la Creación encima de su atlas. Solía equivocarse en los rezos, y por enmendarlos, se pasaba el día devorando el Breviario. Andaba siempre corriendo, tropezando, trabándose en sus haldas. Leía las Sagradas Escrituras con ánimo de no comprenderlas, porque ¿quién era él para tanto? Exaltábale la lección del Diluvio. Sus hermanas le pedían que no se agoniase. ¡Aquello había ya pasado! Y le cerraban el Génesis. Pero don Jeromillo se obcecaba en sus cavilaciones exegéticas, apuñazándose la cerviz, mordiéndose los artejos.

—Ya sé que con una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches puede caer muchísima agua, y que en aquellos tiempos el mundo no sería lo mismo que ahora ¡Pero la tierra era ya muy capaz! Lloviendo nueve horas seguidas se llenaba la balsa del convento. ¡Y cuántas balsas no podrían hacerse de todo el mundo!

Además del agua, había en el diluvio otra pasmosa grandeza para el capellán de la Visitación. ¿Cómo pudo Noé guardar en el Arca todas las especies de animales? Don Jeromillo había labrado su pegujal de Santomera, y sólo él sabía los sudores y malas palabras que le costaba siempre entrar a la vaca Ñora en el collarón de la gamella. Todavía le quedaba algún resabio léxico de su crianza rural: leñe. «Se rompieron todas las fuentes del hondo abismo, y se abrieron todas las cataratas de los cielos». ¡Qué tronido, leñe!

Su amigo y valedor era don Magín, teniente cura de Nuestro Padre.

De todo el clero de la insigne parroquia, don Magín fue el único súbdito que no mostró pesarle el duro poder del padre Bellod.

Avizorábale el párroco en cada momento y en cada palabra. «¡Parece un cardenal —les dijo a sus vicarios el nuevo jerarca—; pero ese cardenal no ha de escurrirse de mi puño!».

Lento y patricio atravesaba don Magín toda la nave, como un monseñor bajo los artesones y bóvedas del Vaticano; y hasta los fieles adormecidos en las suavidades de la oración le adivinaban por el pisar sonoro y limpio de su bota hebillada.

Corredera de San Daniel, tránsito de recuas de molinos. Calle de las Bóvedas, toda de sol y de yeso. Cantonada de Lucientes donde hervía el enjambre de un colegio de párvulos; y después la calle de los Caballeros. Paseaba don Magín su ocio y su sonrisa entre los viejos casones de blasón y acantos roídos en los dinteles; se asomaba a los zaguanes de aliento de aljibe y barandal de madera con tallada columna de grifos y delfines y cestos de frutos y fanal colgado de un cupidillo de cintura vendada. Al abrigo de un arco profundo reposaba el faetón de familia para ir a las haciendas, y una barca plana, sin quilla, para remediarse en las inundaciones… Calle de la Aparecida, de tapiales blancos con desolladuras de pedernal. Siempre se oía un fresco ruido de agua que pasaba. Copas redondas de los naranjos; almenas de romero y de mirtos; arcosolios de tuyas recortadas; glorietas de cipreses. Se doblaban los ramajes tiernos de los milgranos, de las higueras, los brazos de las palmas, de las vides. Subían las medallas de los girasoles. El azul, las paredes, las ropas, la piel, se penetraban de olor de azahar, de verbena, de cinamomo, de eucaliptos, de pitas, de albahacas, de campánulas, de geranios calientes…

Las florescencias de la calle de la Aparecida le deparaban a don Magín un calendario botánico, y de sus fragancias exprimía una intimidad y galanía, una evocación cristiana y gentil. Lleno y arrebatado de estos perfumes se le representaban con un gustoso anacronismo los vergeles asirios, el hortus conclusus, y los jardines de Murcia poblados de ángeles y vírgenes que inexplicablemente se parecían a señoras de su amistad y damas de pinturas arcaicas. ¡Si se perdía, que se culpase a su olfato! En la nariz, al menos en la suya, se ocultaba el más fiero y delicioso enemigo del hombre. En la nariz aposentaron los antiguos el pecado de la ira. Allá ellos; en la suya hizo residencia un diablejo infatigable que le puso hechizos, como aquel religioso redimido por la santa de Ávila los traía en el ídolo de cobre que le colgó del cuello una mujer de perdición…

Plazuela de Gozálvez, de casas tostadas, rudas como labradoras. Una piedra de molino rota; un álamo blanco viejo; cargas de leña fresca, gallinas y palomos escarbándola. En medio, un farol de aceite que le llamaban el Crisuelo… No pasaría don Magín por la plazuela de Gozálvez sin llegarse al «Horno de la Visitación» y presenciar la segunda cochura aspirando el pan reciente, embebecido con la charla de anacalos y mozas que heñían la masa en los hinteros que dan el fresco olor de las harinas.

Los lunes acudía al mercado del puente de los Azudes, que en averío, frutas y huertanas no le aventaja ningún lugar de Levante. Parábase con las recoveras de la Solana y los especieros de Villena, junto a los carros de hortalizas y los cuévanos de peces de Santa Pola: sospesaba, palpaba, cataba y platicaba con campechanía, aunque sin permitir que los rapaces le besaran la mano como no les viese limpios y del todo enjutas las naricillas, y, si no, les huía gritando: «¡Andad, hijos, y que primero os lave la madre y, de paso, que se peine ella!».

Llevaba don Magín un ala del manteo ceñida a su costado, y la otra plegada pomposamente sobre su hombro. Sus manos, grandes y señoriles, siempre se entretenían con una flor, una hierba aromática, el copo de una gramínea: la briza, la glyceria, el milium effusum —según don Daniel—. Nunca sus manos lacias, manos de capellán que no fuma en público, manos que han de balancearse ociosas o aburrirse sobre el vientre. Vientre prócer el de don Magín; vientre y tórax unidos en una curva de lealtad y arrogancia; su cuello lechoso, de niño; la testa robusta, de cinceladas facciones; nariz carnal, recia la mandíbula, la boca gruesa con un mohín y chasquido de saboreo, los ojos dorados y fieles, y la frente soleada porque traía el felpudo sombrero derribado hacia la nuca. Parecía que siempre fuera de vagar. A veces se revolvía como buscando alguna recóndita virtud del aire. No se engañaba: era indicio de reja florida, de mujer perfumada, de humo de buen guiso, de fina candiotera.

Al recogerse atravesaba la calle de la Verónica, solar de las sastrerías eclesiásticas de Oleza, de las tiendas de imágenes y ornamentos y de los obradores de cirios y chocolates de Luciano Roger, de Gil Rebollo y de Corazón Motos, y aquí descansaba a la hora de torrar el cacao, mereciendo el privilegio de probar la pasta y decidir el punto de azúcar, de canela y de bizcocho molido.

Gustaba de la amistad de doña Corazón, limpia para su casa, para su mesa y para su persona, siempre envuelta en un suave aroma de sebillo de lima; y desdeñaba a los obstinados en un género de virtud andrajosa y sudada como la del padre Bellod.

A don Magín recurría el capellán de la Visitación en todos sus agobios y júbilos; y, creyéndole y amándole sobre casi todas las cosas, no siempre hallaba el remedio de su saber. Porque don Magín todo lo sabía y decía en zumba. En don Magín no pudo don Jeromillo saciar su sed del Diluvio. Ese hombre, que semejaba no acordarse siquiera de Noé, le habló de muchos diluvios, como si todos fuesen el mismo. Le contó los trabajos de Deucalión y Pirra; la ira de Ra contra las maldades de los hombres, de cuya sangre, mezclada con zumos de frutos, se llenaron siete mil ánforas. Así se aplaca la divinidad egipcia y desata la inundación como signo de gracia, porque el Egipto veía en el desbordamiento de las aguas una merced de los dioses. Las aguas son la prueba de su alianza con la Humanidad y equivalen al arco iris que cuelga el Señor sobre las nubes.

—¡Leñe! —gritaba botando el capellán de las Salesas.

Comparó también el relato de Moisés con el de Beroso, de la leyenda caldea, ensanchado por las tablillas que en 1873 descubre George Smith en su viaje a la Asiria, a expensas del Daily Telegraph. En Beroso, el justo Noé se llama Xisuthrus, y el Señor es Cronos. Xisuthrus construye un navío arca, y en él se refugia del cataclismo. Le acompañan sus amigos que han permanecido puros, su familia y una pareja de todas las especies de animales. Xisuthrus, como Noé, suelta pájaros que a la primera salida vienen atropellándose; la segunda vez ya tardan más y traen las uñas acortezadas de cieno; la tercera vez no vuelven. La tierra se enjugaba inocente y silenciosa al sol. En las planchas que reconstituye Smith, Noé se llama Hasisadra. Es un elegido que organiza con sagacidad sus empresas; encierra en su arca habilísimos marineros gobernados por un piloto y se abastece de todas sus riquezas, de todos los animales, de todas las simientes de grano y de algunos cántaros de vino, vino que el Noé mosaico no conoce hasta después del diluvio…

¡Grecia, Deucalión, Pirra, piedras humanadas, Egipto, sangre por agua, Xisuthrus, Hasisadra, George Smith, 1873, Daily Telegraph, Cronos, Noé, Moisés, el Señor, nombres de asiriólogos, singularmente el de Lenormant; y todo dicho entre bromas y veras!

Don Jeromillo no se fiaba de don Magín. Por muchos estudios que tuviese don Magín, Noé era Noé, y no hubo más que un Noé: Noé. Como por mucho que se dijera de las revelaciones del profeta Daniel, de los sueños de Nabucodonosor, del festín de Baltasar y del lago de los leones, Nuestro Padre San Daniel no era de Bethoron, de la tribu de Judá, sino de Oleza y de olivo. El panegírico y los gozos del Santo cantarán, todos los años, los prodigios locales, porque de los de Babilonia no se le da un ardite al legítimo olecense. Los santos tendrán en el cielo un trono de infinita gloria; pero en la tierra todavía han de resistir una glorificación con lindes geográficas.

Siempre quiso don Jeromillo que don Magín participase del convite del 28 de junio. Don Magín exaltaba las delicias de los sabores. Comer con él era sentarse a la mesa con un purpurado, pero sin las bascas que, de seguro, sentiría junto a un monseñor. Hasta don Jeromillo hallaba en don Magín alguna semejanza con los cardenales del Renacimiento.

De verdad le dolía a doña Corazón la ausencia de don Magín en esa mañana; y no osaba convidarle, porque, quizá, ese hombre quebrantara las apacibles horas. Sus palabras sutiles sugerían horizontes ya renunciados. En cambio, el capellán de las Salesas era un vínculo de sencillez y puericia, y un vínculo siempre aísla dos cosas. La presencia del siervo de Dios bastaba para que la señora se sintiese confiada y serena. Es una preciosa gracia de que están dotados los corazones simples: infunden lo que no poseen, alcanzan efectos sobrenaturales ajenos a su misma naturaleza. ¿No fue San José de Cupertino tan tardo y rudo que humildemente se llamó a sí mismo Fray Asno? Pues San José de Cupertino voló, voló como las aves, «suspendido entre el cielo y la tierra». Lo afirman ilustres hagiólogos, y refieren que un día otro fraile le dice: «Hermano José: ¡Qué hermoso hizo Dios el cielo!». Y José se ilumina, se arrebata, da un grito, alza el vuelo y se posa de rodillas en la rama cimera de un olivo.

Comenzaba abril, el abril de Oleza, oloroso de acacias, de rosales y naranjos; de buñuelos, de hojaldres y de «monas» de la Pascua. Pero don Jeromillo sentía ya la rubia hoguera de junio que alumbraba las regaladas vísperas de los Santos Apóstoles. La memoria de sus pasados refocilos no le dejaba ni cumpliendo su ministerio. Tenía que penitenciarse imaginando muy hediondos los manjares y muy horrenda a doña Corazón. Y nada. Triunfaba siempre la pulidez de la señora. Porque ¿qué fortaleza y qué rigores ascéticos podrían malograr la sabia mensura de la masa de las empanadas de pescado y el primor de la tostada orilla, toda de un rizo, como el tisú de la casulla más preciosa de la Visitación?

—Y ese trenzadico, o como se llame, de los pasteles, ¿lo hace usted con los dedos nada más?

—¿Dice usted el repulgo, don Jeromillo?

—¿El repulgo? Bueno; sí, señora; el repulgo será.

—¡Pues cómo había de hacerlo, sino con los dedos nada más! —Y la señora tendía sus manos mostrándole los graciosos hacedores del repulgo, y sonreía como una santa que sabe la blancura de sus dientes.

Y el capellán le miraba los dedos aspirando su aromosa limpieza, olor de bergamoto, pero bergamoto hecho ya carne y palidez delicada de la viuda.