III

El casamiento de doña Corazón y una conocida anécdota del marido

TODAVÍA muy joven doña Corazón, estuvo enamorada de don Daniel; pero le amó tan recatadamente que el hidalgo no lo supo, y la buscaba para decirle sus anhelos por la que fue su esposa. Logró su bien el distraído caballero, y sintiose obligado a mediar en los amores de ella, porque de seguro que su prima tenía alguna pena de amor. Eso sí que lo adivinaba el venturoso, y pomposamente se dijo: «Averigüemos ahora quién es el amado». Y se iba volviendo en torno de las amistades de la casa, y no le veía no viéndose a sí mismo.

Se lo preguntó a la resignada virgen.

Doña Corazón, muy blanca, con los ojos en tierra, le negaba sus dolores, y don Daniel estuvo a punto de creerlo, porque la pobre criatura no se había sonrojado, y el rubor era para su primo la callada confidencia de las mujeres.

Las pesquisas de don Daniel siguieron otros rumbos. «¿No está el galán entre los amigos familiares? Pues veamos si hay algún cortejador entre los extraños».

Y lo había: un capitán recién llegado de Manila, pendenciero, raído de deudas y vicios, que buscó el descanso y los ahorros de un tío suyo, canónigo de Oleza. Reparó en las tranquilas gracias de la doncella, en la mansedumbre, en los dineros y en la cerería de los padres de Corazón, y la quiso.

Lo supo don Daniel y sonrió, imaginándolo todo. Ese Motos —los Motos nunca fueron tan ecuánimes como los Egea—, sabedor de la rota juventud del capitán, impide los amores de la hija. Claro que cumple como buen padre; pero padres tan tercos acaban por malograr bodas felices; un arrepentimiento, y un arrepentimiento por enamorado, ha de ser para la novia la dicha de más fineza y el mérito del que con más dulzura puede vanagloriarse. Y don Daniel se incorporó toda la noble emoción de un arrepentido… Aquí encajaban los sutiles oficios de pariente autorizado y señor de mayorazgo. En seguida llamo al capitán pidiéndole promesa de enmendarse, y él se la dio jurándola por la cruz de su espada. Corrió el medianero a la cerería, donde tuvo un grave coloquio con sus dueños. Lloró la hija; resistieron los padres; porfió don Daniel. Vino el capitán y les fue ganando con su charla de aventurero. Acudió también el tío prebendado que expuso su doctrina —doctrina que más tarde ha de verter desde su estalo de deán y vicario capitular—, y que cifró de este modo: «Las cosas son según son. Aparte de que Oleza no es Manila, fondeando mi sobrino en el refugio de una cristiana familia, puede, sin dejar de ser lo que es, dejar de ser lo que fue».

Don Daniel aplaudió muy gozoso; y Corazón, medrosa de que se le desbordara su escondido infortunio, sometió su voluntad a la de su primo. Así creía dársele en servidumbre, ya que no podía rendírsele de otra manera honesta. Después el tiempo, la blandura y mocedad de la cuitada, y el encanto de las galas militares, tan resplandecientes entre las ropas lisas y obscuras de la varonía de Oleza, lograron lo demás. Lo demás fue que hubo casamiento, y, a poco, pidió el marido su retiro de soldado, y en el ocio y holgura reverdecían todos sus resabios y siniestros.

Ocultó la malmaridada su desdicha tan firmemente como su antiguo amor; y don Daniel, viéndola siempre mustia, se decía: «¡Hay mujeres que nada las contenta! Todo se les vuelve fantasmas y antojos. ¡Pues que el Señor no se canse y la castigue!».

Y le daba muchos consejos.

Pasaba el esposo los días en los figones y ventas con trajinantes y mozas del partido; y algunas tardes, porque se le viese entre gentes honradas, iba a la tertulia del Miseria, veterano faccioso, mercader de harinas, de cereales, de alcamonías y especias; ingenio de brujo, que con dos libras de azafrán de Novelda y de Villalgordo del Júcar, y lo demás de alazor teñido, henchía un saco arrobero. Eran fraudes muy celebrados de sus amistades, porque ese azafrán apócrifo lo mercaban los ingleses para revenderlo a los abominables cultos de la India.

En la tienda de Miseria fumaban y pellizcaban sus tabaqueras de hueso y de sándalo algunos hidalgos devotos de la «buena causa»; allí conversaban de don Carlos María Isidro, de las primeras jornadas y proezas del carlismo, y allí el ex capitán las calificaba como técnico y refería las suyas en el remoto archipiélago que le devoró casi toda su vida militar, mal pagada por el ruin Gobierno de la reina.

Un abuelo desdentado le contó la muerte del conde de España: él le puso su pie encima del pecho, y recordaba que se le salía el dedo gordal de la alpargata, mientras Baltá y el bachiller Masiá le estrangularon con una cuerda de cáñamo, y Solana y Morera le golpeaban con varas desde la nuca hasta la frente.

Todo lo iba explicando con vocecita resbaladiza y blanda, y a veces había de pararse como si se hubiese engullido la lengua.

—¿Tardaría en morir el señor conde? —le preguntó el especiero, que tuvo siempre mucha crianza para mentar la nobleza.

—De tardar, sí que tardó. Vivo aún le quité las dos reliquias que llevaba en el seno. ¡Y este dedo gordo sintió cómo se le iba parando el corazón, pero que del reconcomio se le encalabrinaba hasta lo último, y yo se lo hinqué cuanto pude! A luego derribamos el cadáver por los puentes del Segre.

Todos le contemplaban el pie, adivinándole el dedo heroico bajo la alpargata lugareña.

Acertó a oírle el médico don Vicente Grifol, que salía de curar una postema a la mujer del Miseria. Era un solterón chiquitín, pulcro, rasurado. Todas las tardes pasaba por la calle de la Verónica; quedábase mirando el taller de los Motos, y daba un suspiro y un golpecito de bastón en la misma piedra.

Aguardó Grifol que el antiguo faccioso se sorbiese otra vez la lengua, y entonces le dijo:

—Hay quien le mira con asombro ese dedo del pie que pisó el último latido de una agonía. Ya sé: la agonía de un hombre inicuo que bailaba delante de los ajusticiados inocentes. No importa. Yo suelo mirarme las manos cuando recogen las angustias de un corazón moribundo, y siempre, siempre me parecen mis manos torpes y duras.

Y advirtiendo una mueca de fisga en el ex capitán, le preguntó un poco perplejo:

—Vamos a ver: ¿de qué se burla el gran capitán?

Alborotose el de Manila, gritándole con toda su jactancia de bravo de burdel:

—¡Me burlo de sus manos, y no le pongo las mías encima por no sentir esa angustia que usted dice, pero del corazón de un cobarde!

Cundió el espanto; alzaron todos su voz queriendo avenirles. Y don Vicente saliose con mucho sosiego, acariciando el puño de marfil de su bastoncito. Desde el portal seguía injuriándole la risa villanesca del soldado. Miseria y los amigos acudieron a reprimir su bulla, y elogiaron la prudencia del ofendido, que desapareció en la «Botica de San Daniel». Creyéronle enfermo del sofoco; pero vieron que volvía con su bastoncito debajo del brazo y mirándose el hueco de las manos.

Nadie intentó contener al buen hombre, no entendiendo su vuelta y su calma. Y el médico entró y se puso delante del ex capitán, diciéndole:

—Vamos a ver: usted me ha llamado cobarde…

Mediaron los demás, dándolo todo a la chanza. ¡Quién pensaba ya en eso! Don Vicente les fue apartando.

—Lo piensan ustedes, y lo pienso yo. Aguárdense. Usted me llamó cobarde: ¿no es verdad? Pues dicen que no hay miedo como el de la muerte. Vamos a ver: aquí traigo la muerte; aquí la tenemos, muy quietecita, dentro de estas dos píldoras; es decir: dentro de una de estas dos píldoras que parecen iguales. Iguales, pero la una mata, y la otra no. Escoja usted; y la que se deje, me la tragaré yo. ¡Vamos a ver!

—¡Ahora salimos con esas antiguallas! —y el rufo escupió al lado de don Vicente, que, impasible, le repitió el mandato:

—¡No hay sino tragarse una píldora, la que usted quiera, o el cobarde es usted!

Todos los gritos de afrenta de truhan y fullero, los restalló el héroe de Manila sobre la faz pulida del señor Grifol.

Les apartaban los contertulios, azorados y compungidos. Y Miseria pudo llevarse al médico junto a la balanza de las Harinas. Allí le pidió llorando que se aplacara; se lo pedía por Dios, por la justicia, por el respeto a su mismo nombre, por los más preciados sentimientos de humanidad.

Dejose implorar don Vicente, y después le contestó riendo:

—Esto que hago es una antigualla; yo lo sé. Claro que no inventé yo el lance. Me valgo de la anécdota. La anécdota tiene una naturaleza parasitaria; se acomoda a vivir donde se la aplica; pero suele ser de mucho provecho; no es parásita a la manera de este granujilla. ¡Con que vamos a ver! —Y se volvía al enemigo, subiendo las manos, y con el índice y el pulgar de entrambas le mostraba, desde lejos, delicadamente cogidas, las dos píldoras, tan pavorosas las dos, porque sólo en una se escondía la muerte.

—¡Pero si esto no es posible, si esto no es de cristianos! —gemían los hidalgos. Y el tendero arrodillose a los pies de Grifol, clamándole que no fuese su ruina.

Grifol le previno:

—No te apures, Miseria, que no habrá cadáver en tu casa. Yo cuidé del amasijo del veneno, y te juro que el envenenado tardará en morir; de modo que tendrás tiempo de cerrar tus puertas.

Aquietose ya Miseria, y las cerró para impedir corros de muchachos y compadres. Escapó el abuelo que había pisado el corazón del señor conde de España.

El capitán, lívido y ronco, llamaba mujereta y castrado a don Vicente. Quería que les dieran dos pistolas o que los dejasen solos, que sin armas, con los puños y a mordiscos quedaría el pobre Grifol tan tieso como una gallina muerta.

—¡Ni pistolas, ni puños, ni bocados! ¡Píldoras, píldoras! —porfiaba don Vicente—. Yo no quiero ser majo ni bestia. Yo sólo digo que el cobarde y todo eso que usted me grita, todo lo será usted, si no se come una píldora. ¡Con que vamos a ver!

Ya el capitán le miraba enloquecido y alucinado, viendo en esa figurita pulcra, frágil y sarcástica a la misma Muerte implacable, la Muerte con bastoncito, que hacía son de cascado, en vez de guadaña.

Los buenos hombres rodeaban al médico, le abrazaban, bañándole del sudor de su angustia. Le juraban que jamás el ruin participaría de la amistad de ellos. Lo consintieron a su lado por ser sobrino de quien era, y porque creyeron mejorarle. Todo se lo decían con balbuceos y quejumbres, mientras el bravo silbaba una temblorosa tonadilla de taberna. Se le rompió el silbo, porque la Muerte se le llegaba. Le tocó en un hombro con la contera de su dalle, y dijo:

—¡Bueno: yo me engulliré las dos! —Y las terribles píldoras, las dos, desaparecieron graciosamente en su garganta.

Enmudeció consternada toda la tertulia; brincó el adversario; revolcose Miseria entre sus costales, como si fuese el emponzoñado, y don Vicente, acomodándose el sombrero, se fue con paso tranquilo y menudito al portal, entreabrió el postigo, y exclamó:

—¡Bueno: he de advertirles que estas píldoras, las dos, eran de regaliz compuesta nada más!

Y su tos de risa perdiose poco a poco en la paz de la tarde.

Escondido entre los sacos asistió a la contienda el hijo del mercader, un redrojo pajizo, de manos heladas y pupilas ardientes, que siempre escuchaba las gestas facciosas con la encendida ansia de imitarlas en que se abrasó Teseo oyendo las empresas de Alcides. Se hizo desde entonces escucha del derrotado capitán, y luego buscaba a don Vicente para decirle las venganzas que aquél se prometía, y murió sin cumplirlas. Murió devorado por las bubas de sus vicios. Murieron después los Motos, dejando a la hija heredera del obrador de cirios y chocolates.

Era una tienda florida, y cuidada por doña Corazón como si adornase un altar del Mes de María. Vendía también canelas, azúcar, mariposas de lucernas, bulas, rosarios, devocionarios, estampas, dijes, estrellas de anís, panes y libros de hostia, potes de miel y confitura…

La visitaban capellanes y principales caballeros; platicaban y leían El Clamor de la Verdad y el Boletín Eclesiástico. Cortejaban, paternalmente, a la señora, llamándola abeja maestra de aquella celdilla, porque de las manos primorosas y gordezuelas y de los labios bermejos de doña Corazón, que se iba embarneciendo y lozaneando en su viudez, semejaba producirse la generosidad de la cera y de las mieles de sus alacenas y vasares.

Del huerto albardillado, fresco y monjil, entraba olor de naranjos, de higueras, de heliotropos, de jazmines. Arriba, desde la ventana de su dormitorio veía la señora las espadañas de la Visitación; un paisaje ancho y verde de río, molinos, barracas de cal con techos de leña, sendas entre cáñamos y, a lo último, dos oteros azules. Todo lo veía, todo menos a don Vicente Grifol, que seguía pasando a la misma hora, y daba su toquecillo con el bastón en la misma losa, y hacía su mesura y su saludo maquinalmente, ya sin mirar siquiera los dulces portales.