II

El Padre Bellod y don Amancio

ORDENADO de Epístola, tuvo viruelas el padre Bellod, y un grano de mal le llagó un ojo, precisamente el del canon de la misa. Alcanzó la dispensa: Quoties missam celebraverit, tabellam canonis in medio altaris debet habere. De carne áspera y espíritu rígido y vigilante, mereció pronto el gobierno de una parroquia, y le encomendaron la de San Bartolomé, iglesia románica, tenebrosa como una catacumba, con suelo de costras de lápidas de enterramientos.

Entre la clerecía de la diócesis era este párroco cumbre y cátedra de religiosos austeros. Tanta virtud movería a llamarle padre Bellod, como si perteneciese al claustro. Su confesonario hacía estremecer los más limpios corazones femeninos. Siempre contaba el júbilo de arcángel que sintió San Antonio cuando supo que su hermana y las cuatrocientas mujeres que la seguían conservaron la virginidad venciendo grandes peligros y tentaciones. Recordaba también que, en los primeros siglos del cristianismo, las vírgenes consagradas al Señor constituyen la aristocracia de la comunidad de los fieles. Se las menciona especialmente en las plegarias. Tienen asiento privado en las basílicas. Todos las reverencian, y las austeras matronas no salen del recinto sin besarlas. Los epitafios de sus sepulcros proclaman con elogio el título de su doncellez. Y de seguro que en los cielos resplandecen con deliciosas luces de hermosura… Y el padre Bellod veíase en las gradas celestiales rodeado de sus hijas de confesión, todas vírgenes, todas de blanco como un jardín de lirios.

Ellas no osaban rebelarse, pero tampoco se avenían a prometerle la gloria de sus ansias. ¡El rayo de la cólera verbal de Tertuliano se encendía en la lengua del indomable justo pensando en las «indignidades del matrimonio», y viendo que sus criaturas no se amaban a sí mismas hasta el propósito de la continencia! De la abrasada Mauritania respondieron las vírgenes más principales al llamamiento del santo obispo de Milán pidiéndole el velo de esposas del Señor. ¡Y en Oleza, en Oleza!… ¡Y, después de todo, qué convites de galanía les deparaba Oleza si casi toda la juventud iba afeitada, y con alzacuello y pecherín negro de seminarista!

Era verdad; Oleza criaba capellanes, como Altea marinos, y Jijona turroneros.

Celebraba el padre Bellod la misa de alba. Desde su aposento rectoral pasaba al vestuario, alumbrándose con un libro de cerilla. Delante le corrían las sombras horrendas de imágenes y argadillos arrumbados, de ciriales, de atriles, de mangas, de cruces, del monstruo del aguamanil, de un bonete roto colgado del añalejo. Por las tarimas, por los esterones, entre las losas de las tumbas huían las ratas húmedas, velludas. El cojín de los bancos del presbiterio, un fuelle del armónium del altar de Santa Cecilia, y el tirso de azucenas de San Luis Gonzaga estaban casi devorados por las inmundas bestezuelas que, según dictamen del arquitecto diocesano, emigraban de los albañales de la residencia de los Franciscos.

El párroco porfió con la Comunidad. Llegó a odiarla. Toda la vetusta iglesia le parecía roída por las ratas más que por los siglos; en cambio, aquellos religiosos no recibían ningún daño; lo confesaban humildemente como un don inmerecido. El padre Bellod puso ratoneras en las hornacinas, en las sepulturas, en los antipendios, en la escalera del órgano y de la torre. Y todas las mañanas el sacristán, los vicarios, los monacillos, las viejecitas madrugadoras le sorprendían tendido, contemplando las ratas que brincaban mordiendo los alambres de sus cepos. El padre Bellod descogía un buen trozo del libro de candela, y con certero pulso iba torrándoles el vello, el hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último porque le divertía su mirada de lumbrecillas lívidas. La sagrada quietud parecía rajarse de estridores y chillidos agudos. El padre Bellod concedía a las presas un breve reposo; entonces se oía el fatigado resuello del párroco. Pero comenzaba a gemir la cancela; venía más gente; ya no era posible esperar; y con las tenazas de los incensarios aplastaba las cabezas de sus enemigos, y, si se rebullían y le cansaban mucho, tenía que reventarlos por el vientre. Se horrorizaba de pensar que tan ruines animales, verdaderas representaciones del pecado, pudiesen alimentarse de las reliquias de las aras, de ornamentos, de recortes del pan eucarístico.

Luego de misa volvía a la casa rectoral, sacaba de su desnudo pupitre una vieja navaja de barbero y se rasuraba sin espejo ni jabón. Muchas veces le pidieron los coadjutores que siquiera se bañase la piel, bronca como de peña volcánica, y el siervo de Dios sonreía enjugándose con el pulgar las gotas de sangre que le caían por el duro collarín. Acabado su aliño, tomaba de un arca seis panes, y con la misma navaja los iba rebanando para socorrer a sus mendigos.

No fumaba; no tenía olfato, y el mejor manjar y gollería para su gusto eran los salazones, principalmente el cecial y cecial de melva.

En las comidas comentaba el martirio de algún santo, casi siempre de santa doncella; y dado gracias, salía con la familia eclesiástica al huerto parroquial, huerto rudo, de higueras, de malvas, de geranios y sol, con andas viejas, hacheros, tarimas de túmulos y escalinatas del monumento junto a los vallados, y gatos flacos dormidos en la balsa de una noria inmóvil.

Allí jugaban al marro y a pelota los clérigos de San Bartolomé, produciendo un estrépito de alpargatas, que era para el padre Bellod una evocación de la simplicidad y pobreza de los primitivos cristianos.

Las tardes de fiesta los sacaba a la masía de Los Serafines, heredada por la iglesia de San Daniel, cuyo párroco, más amigo de tertulias de estrado que de solaces agrestes —y ahora ya enfermo y recogido en la molicie de su sala—, dejaba generosamente que la hacienda de Nuestro Padre fuese lugar de recreación y de jiras de toda la clerecía olecense.

Vanagloriábase el padre Bellod de establecer un paralelismo entre la disciplina de sus vicarios y la crianza guerrera de Roma. El oficio de las legiones era el de luchar y triunfar. Para cumplirlo, Roma impone a sus soldados una vida esforzada. Les obliga a marchas rápidas y penosas, a caminar veinticuatro millas en cinco horas soportando armas de doble peso y fardeles de equipaje que no han de menester. Con ellos saltan fosos, escalan setos y muros, bregan y hacen ejercicios de espada, de arco, de jabalina y pica, y después se bañan en el Tíber. En la guerra contra Mitrídates los legionarios piden el combate como una gracia que les libre de la faena del campamento.

En las barbecheras de Los Serafines corrían los de San Bartolomé y se arrojaban terrones hasta quedar trasijados. El padre Bellod, arregazándose el hábito con una soga, y antecogiendo un destral o un legón, partía leña del yermo o mondaba las acequias. Sus vicarios tenían que imitarle. El padre Bellod se bañaba en el río, y ellos también. Merendaban pan de cebada, y por companaje queso duro de oveja o naranjas de las caídas en los alcorques. Finalmente habían de cargar sobre sus hombros los costalillos de breñal cortado, y si se mostraban quejosos, revolvíase el padre Bellod con textos patrísticos y no paraba de decir de los que ahorran fuerzas para el pecado o de los que ya no las tienen porque se las devoró el pecado. El oficio de las legiones de Cristo no era otro que el de triunfar de la tentación. Y los coadjutores de San Bartolomé llegaban a desear la muerte que les redimiese de la disciplina de su párroco. En las afueras les salían los mendigos y les tomaban la leña, y junta la de muchas tardes la traían a los hornos, y con los dineros que les daban tenían para un pichel de aloque.

Murió el atildado rector de Nuestro Padre, y la husma del precioso cargo removió los apetitos de la diócesis. Hubo en palacio rebullicio de sayas y mantos, de levitas y gabanes que dejaban un rancio olor. Todo Oleza venía a pedir el nombramiento de sus favoritos, y ningún pretendiente lo alcanzaba. La gracia fue en busca del padre Bellod, que estaba enjalbegando las paredes de su corral. Suele repetirse este episodio del hombre a quien sorprende la gloria en el momento de andar afanado en humildes servicios, y casi siempre —nos dice la Historia— estas exaltaciones, más que al ungido, halagan y regocijan a sus deudos y familiares. Así se cumplió en los clérigos, sacristanes, fámulos y chicos misarios de San Bartolomé que, sabiendo la mejorada salida de su párroco, se olvidaron de su yugo y brincaban y gritaban muy gozosos mientras él les hincaba su pupila fosfórica, la pupila que traspasó la agonía de las ratas de su iglesia.

La ciudad comentaba pasmadamente el ascenso del padre Bellod. No atinaba los motivos. El Círculo de Labradores, verdadero casal de juntas del carlismo, enramó su puerta y colgó las ventanas. Su secretario, don Amancio Espuch, había dicho que el «señor» seguía ganando batallas desde el destierro. Consultose la frase reveladora a don Cruz, y el canónigo no pudo desmentirla.

Era indudable que el obispo favorecía la «buena causa». Y una comisión del Círculo y de feligreses de Nuestro Padre llevó a Palacio la gratitud de todos.

Apacentaba entonces el rebaño olecense un varón cordobés de magnífica presencia y de genio comunicativo. Visitaba a las familias acomodadas, presentándose con dulleta y bastón de concha, de puño de filigrana y piedras finas. Entraba en los monasterios gritando: «¡Ah de mis monjas! ¡Ah de mis monjas!». Y todas acudían, estremecidas de confusión, bendiciendo las muchas maneras de santidad que puede haber en este mundo. Salía a caballo por los huertos y olivares con la majeza de un prócer andaluz por sus cortijos, hasta que el señor arzobispo lo supo y le aconsejó que no siendo abrupta la diócesis, como no lo era, podía ir en coche, y coche de mulas; y ya el prelado tuvo que servirse de un faetón enorme y negro, de hechura de arca con estribo de empanadilla. Pero tanto ahogo le daba, que mejor quiso engordar en la quietud de su casona. Trasladaba galanamente al romance idilios y églogas de los bucólicos latinos, y los leía a las doncellas olecenses que iban a pasar la tarde y el rosario con la hermana y las sobrinas de Su Ilustrísima. Rezado el Ángelus se apagaban las salas, y el buen Ipandro de Oleza quedábase conciliando, como algunos grandes santos, los autores gentiles con las Escrituras y la Teología.

Cuando supo que le esperaban los enviados de la parroquial de San Daniel, y que era visita de gracias por el nombramiento del padre Bellod, se regocijó mucho. La temió de pesadumbre y de rebeldía contra los rigores y tosquedad del nuevo párroco. Lo había escogido para reprimir las relajaciones de los de San Daniel, y si esto no fuere posible —pensó el señor obispo—, al menos que los de San Bartolomé descansen de ese hombre… ¡Y he aquí que acertaba para bien de todos! ¡Pues gloria a Dios!… Sentose en su butaca de felpa roja y fue rodeándole la comisión de feligreses, presidida por don Amancio Espuch.

Estuvo conversando de humanidades con don Amancio, recién licenciado en ambos Derechos y director propietario de El Clamor de la Verdad, que se publicaba casi todos los domingos, y donde envolvía su nombre con el manto del pseudónimo de Carolus Alba-Longa. Era el señor Espuch casi joven, y estaba ya calvo, seco y rendido de hombros; era célibe, y parecía viudo.

Después de un curioso diálogo, Alba-Longa comenzó la lectura del mensaje de gratitud, de una elegancia verdaderamente latina.

Escuchábale el prelado haciendo un leve cabeceo, y de repente se torció todo convulso, le crujieron las vértebras y exhaló un ronquido…

La perlesía había dejado huérfana a la diócesis olecense.

Atribúyese también la muerte de Su Ilustrísima a las grasas que se le pararon en el corazón.

El Clamor de la Verdad publicó, con orla de luto, todo el documento de don Amancio.