I

Casa de don Daniel Egea

DON Amancio Espuch, sobrino del curioso cronista señor Espuch y Loriga, y heredero de sus virtudes y manuscritos, se pregunta muchas veces: «¿Cuándo principió a decírsele “Olivar de Nuestro Padre” a la heredad de don Daniel Egea?».

Don Amancio lo sabe, pero le agrada sumirse bajo las selvas de su erudición para después salir cogido de su misma mano a la vertiente de una consecuencia: «La heredad tomaría tan devoto título al mismo tiempo que el Profeta del Olivo fuera trocándose en Nuestro Padre. Es una conmovedora derivación toponímica; originándose el nombre de Oleza del antiguo olivar, recae definitivamente en el olivar la sal y la gracia del bautismo de uno de sus árboles».

Su dueño se enternecía escuchándolo, y se llamaba Daniel.

Bendecidas estaban sus tierras. No sosegaban los molinos de grano y de oliva. Don Amancio y don Cruz, canónigo penitenciario, que solían participar de la hidalga mesa, nunca dejaban de asomarse a las almazaras, y contemplándolas, y dando palmaditas en los dóciles hombros de su amigo, le decían con el Deuteronomio: «¡Bendito Aser entre todos; sea agradable a sus hermanos y bañe en aceite su planta!».

En aceite y en el río se bañaba la hacienda. La traspasaba el Segral, de aguas gordas y rojas, elevadas por azudas y recogidas por azarbes para regar las gradas de legumbres, morenas del mantillo, y las tierras calientes de los maizales, de los naranjos y cáñamos, tan espesos que escondieron la llegada de la facción de Lozano. En lo más hondo de la vera holgaban las vacas paridas. Se sumergían hasta la cuerna en la delicia del herbazal, azotándolo pausadamente con sus colas empastadas de estiércol. Huían los terneros revolviéndose de un brinco para arrancarse de la rabadilla el ascua de los tábanos. Los cerdos, que hozaban en la ciénaga, tenían que escapar volcándose y pisándose los pliegues de su vientre. Las polladas, las ocas, los pavos, se apretaban en los muladares y al sol de las aceñas, alargando despavoridamente los cuellos, quebrando el fino cristal del silencio con un descombro de cacareos y aletazos. Entonces, la vaca madre alzaba el hocico, verde de suco de pastura, y sonaba el aviso de prudencia de los cencerros; pero ya las crías se entraban en el agua; lo miraban todo graciosas y atónitas, y mordían la corriente con los labios, tendiendo una hebra de lumbre de baba, de leche y de río.

El secano, de viña, de cereal, de almendros y de los gloriosos olivares, era de un amplio término. Subía de margen en margen hasta las fitas de Los Serafines —heredamiento de la parroquia de San Daniel—, cogía a la redonda los tozales y barrancas de margas, y, bajando frente al cementerio, acababa con un seto de cactos y aromos en las afueras de Oleza, arrabal de la Judería, de tierras valladas, donde se expansionan los obradores de carros, de fraguas, de norias.

Dos pilares con cadena cerraban el tránsito del camino propio, un camino íntimo de olmos que iba dejando una vereda en cada bancal. A lo último se abría una plaza agrícola con cipreses de santuario, rinconadas foscas de mirtos, de leña y de malvas; allí estaban los aljibes, los abrevaderos resplandecientes de cal azulada entre un frescor de vides y calabaceras; las rubias bóvedas de los fenedales, y el casalicio de cantones tostados y rotos, de porches, accesorias, pasadizos y cercas de los establos, almazaras y bodegas, silos de almendra y de naranja, secaderos de higos y de ñoras, estufas de gusanos de la seda, viviendas de labradores, el horno, la troje y los lagares. El casal de los dueños quedó enclaustrado por los edificios de labor. Quedaban libres la solana de arcos lisos coronados de cuelgas de maíz, un balcón de balaustre eminente con bolas de cobre, y dos grandes rejas labradas como verjas de altar, con poyos de losas en los muros. Casi no se pasaba a ningún aposento sin gradilla o peldaño. Había muchas escaleras privadas por las que nadie subía ni bajaba; y todavía don Daniel quiso otra desde su escritorio a un ropero de arcones, donde se guardaban los rodillos de lienzo moreno, hilado por las mozas de sus abuelas, noventa y seis varas de damasco de la «granada», zafras, orzas, moldes de cuajar confituras, libros viejos y el casaquín de brigadier de los ejércitos carlistas de un hermano del padre, muy valido de don Carlos María Isidro.

Paulina, la única hija de don Daniel, y Jimena, la brava mayordoma, rechazaron el intento de otra escalera de servicio que tampoco serviría para nada. Les bastaba el entresuelo, y aun era tan grande que les llegaban ráfagas de miedo de arriba, de las salas altas cerradas, de los desnudos dormitorios en cuyos lechos de dosel agonizaron los caballeros enlutados, las damas de senos de albayalde, los niños descoloridos que miraban las soledades desde los óvalos grietosos, desde los marfiles de las miniaturas; arriba estaba el miedo del crepitar de las consolas y cómodas, anchas y tristes como túmulos, de los espejos helados, de las urnas con imágenes lívidas; el miedo de la sensación del propio suspirar, y el miedo pavoroso al miedo…

Encima de los últimos sobrados, levantó el brigadier Egea su estudio de astrólogo dejando a la sombra el cuadrante de sol. Del observatorio quedaba un trípode, un atril y un sillón de velludo, donde el apacible faccioso esperaba dormido el tránsito de las celestiales maravillas.

Sospechaba Paulina que toda la astronomía de su tío no fuese sino el prurito hereditario de otra escalera interior retorcida como un pilar salomónico. Reprendíala el padre por tanta irreverencia; pero seguía contando del remoto horizonte de su casa para que la hija lo fuese poblando con su voz. Llegó a pasmarse de haber podido vivir en aquel tiempo sin ella, cuando ahora dejaba el coloquio de sus amistades, la recreación de su herbario, todo, hasta sus oraciones, para buscar a esta criatura y verla y oírla como necesitado de una sensación de presencia y de realidad de hija.

Don Cruz le advirtió que amándola de ese modo se forjaba un padecer y casi se tentaba a Dios.

Espantose el padre. Tuvo que confesar que casi no lo hacía a sabiendas. Muchas veces no sabemos que sentimos sed hasta que estamos bebiendo el agua riquísima. Pues ni más ni menos le pasaba con su ansiedad de hija.

—… Sin ella me hubiese ya muerto, porque, francamente, no me hacía falta vivir ni a mí mismo. ¿Qué haría yo? No haría nada. ¡Un viudo a secas! Pues, si estoy mucho tiempo solo, hay alguien que me lo dice, y me asusto de sentirlo.

Pero es que, además, la hija perpetuaba a la madre muerta.

Era una palpitación de generosidades. Su risa, su palabra, la gracia de su paso, toda vibraba en un latido. Así fue la madre: siempre animadora, exaltada por la felicidad de lo sencillo, como si cada día se le ofreciesen las cosas en una pureza de recién nacidas; y murió de sufrimiento. Había sufrido por todos. El esposo la trajo a la quietud de su amor y de su abundancia, y ella se extinguió dando en vómitos la sangre de su pecho, la sangre de su casa desaparecida.

Don Daniel renovó y selló la estirpe con su salud de hombre venturoso y sin pecado; sin pecado y sin fuerza para resistir a solas ningún pesar ni júbilo. Había de menester otra vida para verse mitigadamente en ella. Antes fue la de la esposa; después, se trasubstanciaron sus emociones en el espíritu y en la carne de la hija. En cambio, por una rara óptica interior miraba como suyos los ajenos ímpetus y bizarrías. Fácil al asombro por todo lo que creía extraordinario, se lo incorporaba hasta revivirlo episódicamente.

—¡He aquí otro riesgo de usted! —le avisaba el canónigo—. Apártese y conténgase en sí mismo, y le sobra. ¡Con el nombre que usted lleva! ¡Cuánta gloria y enseñanza puede depararle! ¡Nunca olvide que se llama usted Daniel!

—¡Qué he de olvidarme, don Cruz!

—¡Daniel, el que participó de las excelsitudes de los príncipes y pasó victoriosamente sobre todas las adversidades; el que alumbró los más escondidos misterios de los sueños y visiones de Nabucodonosor y reveló el terrible sentido de la escritura aparecida a Baltasar, porque era diez veces más sabio que los adivinos caldeos!…

—¿Diez veces?

—Sí, señor; diez veces. ¡Por algo evitan algunas conciencias los ojos de la santísima imagen! ¡Daniel, el que midió el tiempo en que habían de cumplirse las profecías; de modo que fue el profeta de los profetas!…

—¡Pero, entonces, mi Santo es uno de los más importantes!…

Don Cruz le perdonaba.

—¡Daniel: mi valedor es Dios. Recuerde cuando lo arrojaron al foso de los leones hambrientos, y los leones se le humillaron lamiéndole!

—¡Es que es verdad! ¡Daniel! ¡Se llamaba como yo, Dios mío! —y el señor Egea cruzaba valerosamente sus brazos, viéndose rodeado de feroces leones, enflaquecidos de hambre, que se le postraban y le lamían desde las rodilleras hasta sus zapatillas de terciopelo malva, bordadas por doña Corazón Motos, prima del hidalgo, y dueña de un obrador de chocolates y cirios de la calle de la Verónica.