El Patrono de Oleza
PERO la devoción a San Daniel sube en cultos y ofrendas. Confiérese a su templo jerarquía de parroquia. Las novias y paridas quieren ser allí desposadas y purificadas. El tesoro de Nuestro Padre exige ya una Junta y dos clavarios. No tienen tasa las colgaduras de damasco, de terciopelos y brocateles; los frontales del altar y frontalicos para las credencias de todos los colores litúrgicos; las capas, casullas, dalmáticas, tunicelas, gremiales, almohadas, paños de túmulo y de púlpito de rasos de flores, de estofas de tisús y espolines de oro, de brocados de tres altos.
Penden del tambor de la media naranja treinta y dos lámparas de plata; de ellas, diez y nueve con dote para arder perpetuamente. Constan en registro: veinte cálices —doce de filigrana y gemas—; cinco custodias; siete arquillas de arracadas, brazaletes, relojes, anillos, camafeos, rosarios, cadenas, sartales, leontinas, esmaltes, brinquiños y dijes. Cinco planchas de oro labradas a martillo para guarnecer el púlpito, y no se aplican porque falta una. Dos copas de Venecia que desbordan de aljófares, de ámbar, de turquesas y granates. Un San Gregorio de setenta kilos de plata y veintidós carbunclos. Un cuerpo de un mártir, donación de un noble pontificio que murió en la huerta de Murcia. Y no contaré los hacheros, candeleros, vinajeras, crismeras, portapaces, bandejas, aguamaniles, hostiarios, incensarios, relicarios, píxides, navecillas, palmatorias de metales preciosos, de lapislázuli y ágatas…
Tiene el santo una cabellera para dentro del templo, y otra más larga, rizada y rubia, para la procesión de su fiesta. Tiene una túnica de seis mil libras de seda de ocales. Las vestiduras cubren las ropas talladas, pero prueban el primoroso ingenio de los terciopelistas y bordadoras olecenses; la fimbria resplandece de cuernos de abundancia, de viñas y cabezas aladas de querubines, resaltando un pavo real, símbolo primitivo de la eternidad, con el cuello elegantemente erguido.
No muere patricio ni hacendado sin dejar sufragios y mandas a la parroquia de Nuestro Padre. Una devota agradecida le instituye heredero de todo su caudal. Quiere que se teja un paño y se tienda en medio de la capilla durante el Triduo del 19, 20 y 21 de julio; y que en estos días y en el del aniversario de su muerte se le añada algún realce de labor de brescadillo.
La piedad de la señora prende en muchos corazones el anhelo de imitarla, y el tapiz se va transmudando en lámina de pedrería y orificia. Es ya un mosaico fastuoso y prenda de fe que la imagen acoge propiciamente; y, en cambio, infunde con la encendida exactitud de una verdad revelada la de conceder uno de los tres beneficios que se le pidan de hinojos y tocando las orillas de la preciosa alfombra a la vez que resuenen las tres horas de la tarde del 20 de julio, víspera de la festividad del santo. La muchedumbre, que trae escogida la triple súplica, asalta la parroquia; se oprime, se desgarra, se maldice, se revuelca a la vera del recio paño. Gritan los sacerdotes por acallar el tumulto; gritan también los fieles; lloran las menudas criaturas; se buscan y se llaman los parientes —porque acuden enteras las familias y así puede la estirpe alcanzar el sitio de la gracia—; pero algunos desconocen la voz de la sangre, y se arrancan de la sagrada alcatifa, que reluce con magnífica frialdad de joyería. Viene de lo alto el latido de las entrañas caminantes del reloj. Recrece la disputa, el lloro, el ansia. La angustia del tiempo que va se cumple, el pasmo de la fe, el miedo a la memoria y a la lengua en el rápido trance de las imploraciones, traspasan y aturden a la multitud. Ropa y carne rezuman. Siéntese el resistero y olor de candelas ardientes, de exvotos, de piel, de cabellos sudados. Algunos delicados cuerpos se derriban desfallecidos, y los que están detrás se precipitan, los apartan y les ganan el lugar de las eficacias. ¡Las tres! Es decir, los cuartos de las tres. Clamor y silencio. La primera campanada, y del gemir de los arrodillados prorrumpe un «¡Que se salve!»… «¡Que yo…!». «¡Mi llaga!». «¡Que no se sepa!…». «¡Que no sea pecado lo de…!». La segunda campanada: alaridos de los que tropezaron en el primer ruego; pendencias de los que se engañan y repiten la voluntad ajena. La última campana: voces y plañidos, y el júbilo y el trueno de la muchedumbre que se empuja por salir. Los ojos de Nuestro Padre escrutan su casa, nublada por el vaho de la emigración de sus ovejas. Los ojos de Nuestro Padre, ojos duros, profundos, de afilado mirar, que atraviesan las distancias de los tiempos y el sigilo de los corazones, sobrecogen y rinden a los olecenses. Cuando rodean el altar, la mirada de Daniel se va volviendo, y les sigue y les busca. Ningún lugareño osaría acercársele de noche. De algunos que con audacia sacrílega apostaron resistir, después de las oraciones, la mirada santa, se refiere que cegaron o murieron súbitamente; a otros, de menos culpa, les quedó un perpetuo rehílo de toda su carne, como azogados de terrores. Son los ojos que leyeron la ira del Señor contra los príncipes abominables. Y si descubrieron la castidad de Susana, bien pueden escudriñar las flaquezas femeninas; y no falta gente baldía que matricule las casadas y doncellas, conocidas por algunas deliciosas fragilidades, que nunca se arrodillan en las gradas del santo. Se sabe de maridos que recibieron anónimos reveladores instándoles a someter sus mujeres al juicio de la tremenda mirada, y no las sometieron. Es padecida y sedienta la boca de Nuestro Padre el Ahogao. Dicen que, acercándosele mucho, se le siente el aliento.
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En tanto que la parroquia de San Daniel se exalta con celestial poderío y arrogancia varonil, la Visitación se recoge apacible, femenina, en una quietud de dulzura mariana, de plegaria monástica.
Hasta la misma topografía semeja decidirlo: está San Daniel dentro de lo más poblado, junto al puente de los Azudes. Su torre plateresca se glorifica en los crepúsculos; el sol se va acostando detrás del pecho de la cúpula; algunos romeros olecenses recuerdan la de San Pedro de Roma. La Visitación duerme toda pulcra en el verdor de los huertos. Cuando tocan los esquilones de sus espadañas, se esparce una alegría inocente de rebaño y de aleteos de palomar.
Hay una «Pastelería de las Salesas», un «Horno de la Visitación», una «Fábrica de Jabones de las Madres», un «Obrador de Sedas de Nuestra Señora», dos «Alfarerías del Convento».
Pero hay «Chocolates del Santo»; «Mesón de San Daniel»; «Parador de Nuestro Padre»; «San Daniel: Granos, Moyuelos y Harinas»; «El Profeta: Hilados y Alpargatas»; «Carros y Aperos del Santo Olivo», y escuelas, aceites, vinos, abacerías, carnicerías, cordelerías, confiterías y tahonas con rótulos, leyendas, marcas y especialidades bajo la advocación de San Daniel.
Hay una calle de la Visitación, otra de la Aparecida y un pasadizo de Nuestra Señora del Molinar.
Tiene San Daniel tres calles tituladas variadamente, y una plaza, una rampa, un acequión y un vado.
En la iglesia de las Salesas está la cripta del fundador del monasterio y la sepultura de un arcediano de Murcia.
En la parroquia de Nuestro Padre están los pendones y enterramientos de la más rancia nobleza olecense; y sarcófagos con arcosolios para el busto del difunto, como el de don fray Gabriel de Lucientes, de la Orden de Predicadores, primer obispo de Oleza; y el de don Luis García Caballero, que convocó el segundo Sínodo diocesano. Finalmente, en una urna, en forma de tabernáculo, se guarda el corazón y la lengua de otro prelado: de don Andrés Villalonga, que murió en Orense.
Un decreto de Urbano VIII, de 23 de marzo de 1630, dispone que «en adelante sea cada pueblo quien escoja su patrono».
Oleza lo ha escogido.