PRÓLOGO[1]

Voy a ensayar unas sencillas palabras sobre el sentido del tiempo en la obra de Gabriel Miró. Los títulos mismos de algunos libros ya resultan bien expresivos: «El Humo Dormido», «Años y Leguas», «El Abuelo del Rey», «Las Cerezas del Cementerio», Puede el escritor considerar el tiempo pasado, lejano, la Historia, con mirada telescópica, arqueológica, en un afán de estudio y ciencia revitalizadora. Puede también traspasarlo, tangenciarlo con mirada tierna, irónica. Porque toda verdadera ironía implica una vertiente de ternura. Esta es la manera favorita de «Sigüenza», la posición de Gabriel Miró frente al gran misterio del tiempo fugitivo. Pero no queda con esto agotada la sensibilidad del artista. Considerar, sentir el tiempo, si ha de ser profundamente, suponen vivirlo y entrañárselo dentro hasta la raíz. Es la vibración del presente la que nos da, con su doble condición paradójica de fuga y de éxtasis, la intuición total de esa otra doble esencia contradictoria que constituyen el tiempo y la eternidad. «Y Sigüenza se dice: Es que se sumerge en una quietud de eternidad; es el presentimiento velado de la eternidad; ¡es la eternidad!». Sí. Doña Elisa («Años y Leguas») es la eternidad. Está dicho con ironía, claro, pero ¿es que hay otra manera de pensarla?

Aquí tenemos a Sigüenza ante una lápida en el huerto de cruces («Años y Leguas»): «Tenía veintitrés años. Yo he doblado los cuarenta años. Salvadora nació en 1835; en la Navidad que viene cumpliría ochenta y siete años. ¡Veintitrés… ochenta y siete!… Ahora quizá habría muerto. Veintitrés… ochenta y siete. De modo que ella… De modo que yo…». El hombre es la medida de todas las cosas. Para comprender esas tremendas realidades (¿realidades?) de la muerte, del tiempo, de la eternidad, no hay otra medida que nosotros mismos, que nuestra propia limitada vida. Así domamos y domesticamos, así humanizamos y enternecemos tan espantables vestiglos. Todo el arte de Gabriel Miró, toda la emoción delicada que emana de sus páginas tan transidas de humanidad piadosa reside en esa autenticidad irónica de su mirada vivida, vivida, y, por lo tanto, en verdad eterna.

Si hay alguna forma de arte que le permanezca totalmente extraña es la del cinematógrafo, sobre todo, en su período mudo y vertiginoso. Miró nunca tiene prisa. Su palabra predilecta para definimos su arte es estampas. Ambición de eternidad para cada instante de su obra como de su vida. Que quede extático (quizá la x sea excesiva y más justo resulte decir estático), flotante en el humo dormido, donde podremos ir a buscarlo a placer cuando se nos antoje. «Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro: pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo». Todo en Miró son memorias, memorias de lo vivido y de lo soñado en el tiempo que pudo ser suyo, y que lo fué también en realidad de ironía.

Sí. El hombre es la medida de todas las cosas, medida temporal como espacial. En los tiempos bíblicos se medían las torres por codos. Los marinos cuentan por brazas. Tierra adentro por pies, palmos y pulgadas. El sistema métrico decimal —abstracción del número concreto de los dedos— aplicado a la medición del tiempo construye los siglos. El siglo es el metro de la Historia, pero la variable vida humana es la elástica vara de la biografía, de la historia del hombre y para el hombre. Y como la otra vara, no llega al metro ni sabemos siquiera cuánto se va a extender. «De modo que yo… De modo que ella…».

«Años y Leguas». El horizonte es la experiencia visible, la familia. Hacia atrás hasta los abuelos, hacia adelante hasta los nietos. Rara vez más… En los siglos pasados sólo se puede penetrar con las llaves de la ciencia o de la imaginación. Miró gusta de alejarse por ellos, pero no perdiendo jamás el contacto con la vida de hoy. Una vez solo, pertrechado de una minuciosa preparación arqueológica tan documentada como la de un historiador, nos invita a contemplar las «Figuras de la Pasión» en la Palestina del Señor. Pero el artista no renuncia a su sensibilidad, a su idioma anacrónicos de diecinueve siglos. Miró es más moderno, más de nuestro tiempo que nunca en esas páginas arriesgadas. Sin contar la vitalización del paisaje mediterráneo, fuera del tiempo, y la ocurrencia irrestañable de una imaginación suntuosa. Es quizá la única vez que el autor no se desdobla de su obra. En ella está tan seriamente inserto, tan taraceado entre sus propias palabras que no hay posibilidad de ironía, ni a la grandeza del tema convendría tampoco que la hubiera. Sin embargo, como acabamos de ver y gracias a la insobornable sinceridad del artista, el desdoble se produce en la pantalla del lector, y si éste es cristiano creyente, se llega al triple plano. El de la tragedia de la Divinidad hecha Hombre, intersección con lo eterno y ante la que no cabe otra actitud que la ahinojada adoración. El del ambiente histórico en figuras y paisajes que el autor se esfuerza por corporeizar con la máxima y exacta plasticidad. El de las milagrosas calidades poéticas del texto, en sí mismo considerado.

En las restantes ocasiones, Miró ejercita de truchimán visible, y saca o esconde la cabeza para trasportarnos en continuo vaivén del tiempo histórico al actual. Veamos «El Obispo Leproso», la novela más contemporánea del autor. No porque su acción se desarrolle en un tiempo más reciente que otras, sino por su propósito y su técnica. Aquí hay también una ironía. El tiempo de la acción es el fin de siglo, época naturalista. Y la técnica, de una agilidad incomparable y modernísima en el primor y la poesía del detalle, se mantiene irónicamente fiel a los postulados del costumbrismo realista y naturalista, si bien en la construcción total se acoge a la comodidad y fluidez del libre impresionismo. Por lo demás, no falta ni la insinuante sátira de los contrastes sociales y psicológicos ni el desacuerda entre la tradición y el progreso, pero sátira y desacuerdo resueltos no en docente o política admonición como en Galdós o Pereda, sino en liberadora contemplación lírica. Pues bien, aparte de esa esencial ironía por la superposición 1890-1925, o sea, reducida a la vida del autor, niñez-madurez, el novelista, ya que no tan personalmente como otras veces, abre brechas profundas en el tiempo, apelando para ello a la colaboración de sus eruditos capellanes. Inolvidable «Don Magín». No hay en nuestra novela contemporánea criatura de arte que pueda comparársele. Oídle hablar con la Madre del convento, en la mano un bohordo de azucenas: «A quel ungüento se hacía del nardo indio y siriano; así lo llama Diascórides, según se criara la planta en la vertiente del monte que se inclina a la India o en la que se vuelve a la Siria. ¿Piensa usted que ya no hubo más especies de nardos? Pues, sí, señora; pero la legítima era el nardum montanum, nardum sincerum. El aceite más fino y fragante lo hacían en Tarsis, aprovechando las espigas, las hojas y las raices». Y todo lo que sigue. La rápida escapada a Plinio, al Oriente, al Evangelio con un guiño a la realidad de hoy, a la Madre, a Don Jeromillo, al P. Bellod. Este último y Pablo, en el capítulo «Estampas y Graja», sirven al autor para una nueva evasión por el tiempo. Con un pie aquí y el otro en el entonces que nos acercan los tejuelos de la biblioteca y las estampas de las Religiosas. En cuanto a Don Magín, ya sabíamos por «Nuestro Padre San Daniel» cuánto le gustaba confundir a las almas sencillas con sus eruditas arqueologías: «¡Grecia, Deucalión, Pirra, piedras humanadas, Egipto, sangre por agua, Xisuthrus, Hasisadra, George Smith, 1873, Daily Telegraph, Cronos, Noé, Moisés, el Señor, nombres de asiríalogos, singularmente el de Lenormant; y todo dicho entre bromas y veras!». Pero «Don Jeromillo no se fiaba de don Magín. Por muchos estudios que tuviese don Magín, Noé era Noé, y no hubo más que un Noé: Noé. Como por mucho que se dijera de las revelaciones del profeta Daniel, de los sueños de Nabucodonosor, del festín de Baltasar y del lago de los leones, Nuestro Padre San Daniel no era de Betheron, de la tribu de Judá, sino de Oleza y de olivo». Nueva ironía al cotejar las dos posiciones histórica y antihistórica de ambos deliciosos capellanes.

Grandes batallas debieron de librar en el alma, en la vocación de Gabriel Miró el gusto por la historia y la adhesión a la novedad de cada día. Batallas que comenzaron sin duda en plena niñez. Recordemos entre el humo dormido: «Abrimos la memoria de Mauro por las páginas de lo que aquello significaba», «aquello» que precisamente no equivalía a lo que pasó, sino a después que pasó. La voz de Mauro iba proyectando la memorable jornada que originó esta ermita. «Acometieron los árabes con increíble arrojo…». «Un obispo con la cota ceñida sobre sus hábitos…». «El estandarte verde de la media luna…», «La bandera blanca de Almanzor…». Veloces, indomables, resplandecientes pasaban las escuadras, los pendones, los caudillos… Y en seguida resalía en nosotros la conciencia y el encanto de la quietud del recinto viejecito: las banderas, inmóviles; el sol, tendido en el ara desnuda; un vaho de sacristía húmeda… En la ventana se paró un pájaro creyendo que estaba la Historia sin nadie; pero nos vio y rasgóse el azul con el trémulo alboroto de la huida.

El gusto por la exactitud no le abandona nunca. Pero no a la manera estadística de la historia de los pueblos de «Azorín». La precisión de Miró es más bien óptica y presente que retrospectiva. Cuando se hace histórica prefiere dejar hablar a los textos mismos, poniéndolos en un dulce aprieto de inacomodación irónica. A veces, es el propio «Sigüenza» y no otro personaje de su invención o su recuerdo quien lee primero las viejas crónicas, cierra los ojos, medita y vuelve a abrirlos para reposarlos en la contemplación de la vida. Por ejemplo, en el arranque de «Ochocentistas», «Lectura y Corro». Aquí juegan las épocas: el ochocientos, el siglo XX y al fondo las cartas documentales de 1637. Al ochocientos se llega dejándose resbalar por la vertiente de la infancia y hundiéndose más abajo en las confidencias de los viejos. El tiempo es todavía humano, Pero a 1637, échele usted un galgo, el de la ironía. A no ser que superpuestas las imágenes, coincidan. Tal sucede en «La Tarde» de «Agustina y Tabalef», toda ella inmóvil y límpida de eternidad. «Asiste Sigüenza a una pura emoción de eternidad del campo. Como esta tarde pudo ser otra tarde de siglos lejanos. Sigüenza se cree retrocedido en el tiempo, se cree prolongado en esta naturaleza de piedras y de rosas pálidas y moradas, de mar descolorida, de aire inmóvil. Lo mismo, lo mismo esta tarde que una tarde de septiembre de 1800, de 1700, de 1600». Y «Sigüenza» siente su antigüedad con la raíz de su tierra. Es el dilema; o la vara de nuestra propia vida o la eternidad estática. En cuanto a nuestra vida, la obsesión aritmética. «Ser Sigüenza del todo y hasta sin querer. ¿Pero acaso lo es en verdad? ¿No irá siendo la suma de sí mismo? Nos valdremos de la cronología: ¿Es ya verdaderamente Sigüenza?». Y va contando veinte, veinticinco años, treinta, treinta y cinco. Cuarenta, cuarenta y tantos… Y de pronto se le disparan los años por la culata, nada menos que hasta los anales de un Rey asirio. («Agua de Pueblo» en «Años y Leguas»). Reveladora, maravillosa fuga irónica ante la inminencia del tiempo cumplido.

Y Sir Henry Rawlinson se da la mano con el maestro de párvulos don Francisco Alemany en un solo y superado paraíso terrenal, gracias a los buenos oficios de «Sigüenza», estudiante en las bibliotecas bíblicas de Cataluña. Habría que copiar toda la asombrosa página del «Árbol del Paraíso», con su exquisita pedantería digna de «Don Magín», su irónica ilusión infantil («Y de la caracola de toda la escuela prorrumpía: ¡Aaaaah!») y su final reducción a la conciencia temporal y eterna del hombre Gabriel Miró pensando en un aroma soñado desde su amanecer de Aitana. «Y así, la sensación era más pura, tanto, que quedó poseído de un presentimiento de felicidad, y más hondo el de su límite, el de la muerte, rodeado de la permanencia impasible de Aitana». Y llegados al límite, ¿qué hacer sino recogernos y callar?

GERARDO DIEGO.