IV
F-O-C-E
L ferrocarril de Oleza-Costa-Enlace dejaba la emoción y la ilusión de que toda la ciudad viajase dos veces al día: en el correo y en el mixto; o de que toda España viese a Oleza dos veces al día. Oleza estaba cerca del mundo, participando abiertamente de sus maravillas.
La estación, de ladrillos encarnados y andenes de eucaliptos y acacias, era por las tardes sala de familias, horizonte diario de la mocedad, alivio de los afanados, solaz de canónigos y caballeros, feria de flores —en ramos, en haldadas y canastas— y de las sabrosas especialidades de masa y confitura: pasteles de gloria de las clarisas de San Gregorio, costradas de yema de la Visitación, hojaldres de las verónicas, limoncillos y arropes de las madres de San Jerónimo… Muchos sábados se voceaba también El Clamor de la Verdad, y los jueves La Antorcha —semanario liberal—. La Antorcha se complacía de esta abundancia de productos olecenses. Carolus Alba-Longa, no. Alba-Longa, desde sus fondos titulados «Alerta», daba el aviso de fraudes funestos para el merecido renombre del dulce de Oleza. No era posible que todo lo que se vendía y se facturaba en la estación saliese de los obradores de las comunidades. De seguro que lo apócrifo se mezclaba cautelosamente con lo legítimo. La Antorcha publicó su réplica: «¿Y qué?», epígrafe de arremangada impertinencia. Probó, a la fría luz de la estadística, que la cochura de pastas y compotas no había menguado en los hornos monásticos. Domingos y fiestas, las clarisas, las salesas, las jerónimas, las verónicas no podían satisfacer todos los pedidos. Al mismo tiempo doblaban sus tareas las confiterías seculares, tareas no clandestinas, porque las casas estampaban su marca, y ni en aprovecharse de las advocaciones de los dulces monjiles había engaño, sino uso lícito de una onomástica tradicionalmente ineludible. Si los viajeros del ferrocarril de Oleza-Costa-Enlace compraban hojaldres y bizcochos laicos, creyéndolos amasados en las artesillas «de las hacendosas abejas de los panales del cielo» —verdadera galantería liberal—, ¿qué culpa tenía el gremio de dulceros? ¿Que se confunden las castas de dulces? ¿Y qué? Si el dulce del siglo resultaba tan gustoso como el del claustro, ¿negaría Carolus Alba-Longa las eficacias del progreso, los beneficios públicos de la competencia?
De este pleito se apartaba el señor penitenciario, amargo de realidades diocesanas; el padre Bellod, de broncos sentidos, y el homeópata Monera, sin ninguna voluntad para los gustos de este mundo.
Pesábale al canónigo que Alba-Longa se disipara en naderías, necesitándose de tanto ahínco para otras difíciles empresas. Por ejemplo.
Cuando pronunció «por ejemplo» ocurriósele al homeópata decir:
—Sin don Álvaro, todos habíamos de confiar en don Amancio; don Amancio se tiene por el caudillo. ¡Se llama a sí mismo el Juan de la Causa!
—¿Juan? —preguntó el padre Bellod soltando su risa—. Juan ¿qué?
—Por ejemplo —insistió recremándose el señor penitenciario—: Siete meses está Oleza sin pastor, siete meses huérfana, y nadie parece sentir la expectación aflictiva de otros tiempos de sede vacante. ¡Cómo se encendía entonces don Amancio pidiendo nuestro remedio! Su generosa palabra no fue oída en Madrid, por fortuna para mis sienes…
El padre Bellod sonrió con boca marrullera, mirándoselas con su único ojo.
—¡Mis sienes, que no hubieran resistido la pesadumbre de la mitra! Y ahora…
Monera necesitó interrumpirle otra vez. Después del apartamiento de don Álvaro Galindo y del fracaso conyugal y tibieza política de don Amancio Espuch, Monera podía creerse el seglar eminente del corro. Y Monera dijo:
—Ahora no es entonces; ahora ya tiene Oleza candidato seguro, candidato de «Jesús» y de los liberales: monseñor Salom.
—¡Monseñor Salom! ¡Pobre monseñor Salom!
Y el penitenciario y el padre Bellod se reían de Monera.
(Es difícil escaparse del éxito. Pero el éxito se descabulle de todas las manos. Es arcaduz que ya sube colmado, ya baja vacío. Por la mañana, Monera no supo cómo aplacar a su mujer, que, poco más o menos, le gritó: «Tráeme tazas y picheles de las alfarerías de Nuestra Señora, barro bendito que vuelve fecundas a las estériles. ¡Venga un hijo, hija o hijo; yo lo que quiero es quedarme embarazada!». Y por la tarde, Monera no supo cómo resistir la burla y los ojos del penitenciario, y miró sin gana su reloj, gordo como una naranja de oro, lo mismo que hacía en sus poquedades de antaño).
Tenía razón el canónigo: Oleza no se desesperaba por su orfandad. Pasaba el tiempo, y pasaba el tren divirtiéndola de su luto.
Desde la Glorieta hasta la estación, el antiguo y arbolado camino de Murcia convirtiose en alameda con bancos, baldosas, faroles, podas y riegos municipales. Tránsito y rebullicio de mocitas y viejas del arrabal y de la huerta, vestidas de pendones y mugres, flacas y descalzas, pero sin faltarles en su moño la brasa de un clavel o la peina estrellada de diamelas. Llevaban pomos de rosas, manojos de clavelones y nardos, biznagas de jazmines, ramos de figura de jarrón, ramos de tres pisos de forma de ánfora con un leve temblor de nebulosas y estelarias; las asas, de hierbacinta; la boca de azucenas y de azahar o de magnolias abriéndose en el nido de follaje de laca de su árbol, y el mazo de los tallos zumosos atado sabiamente con tomiza fresca…
Los beneficios del ferrocarril para los floricultores y floristas no los negaría Alba-Longa. Los cosecheros de naranja, de pimentón, de aceite, de hortalizas y cáñamo; los terciopelistas, los aperadores, los alfareros exportaban ahora lo suyo en los trenes mixtos y mercancías; pero antes tampoco se les malparaban las cosechas y las industrias agrícolas, porque todo hallaba salida con los cosarios y arrieros que iban a los mercados de la provincia y de la Mancha y a los muelles de Alicante, de Torrevieja, de Cartagena y Águilas. Pero las flores, no; las flores renacían, se multiplicaban y se ahogaban dentro de Oleza. Oleza había sido un jardín cerrado y abandonado. Las flores se criaban entre las habas y las fresas, en los tablares de lechugas, en las lindes del panizo. Cuadros de coles con orillas de alhelíes, de rosales, de francesillas, de carraspiques y dalias; senderos de lirios, de margaritas, de hierbaluisa; cañar de alubias con espalderas de heliotropos y de celindas; rebordes de noria plantados de girasoles y geranios, arrimo y puerta de barraca a la sombra de un olmo y del árbol del Paraíso; blancas campánulas y galán de noche entre la higuera y la vid, y no había corral sin dondiegos y cidro, balcón sin claveles, azotea sin jazmín, leja ni cantarero sin albahaca, sin vaso de flores. Flores en los altares, en el mostrador, en la sala, en el burdel, en el corpiño y en los cabellos de la mujer de manteleta y de la andrajosa.
Si no se engorda con las flores, daban un jornal menos duro que menando soga o recogiendo estiércol del camino.
Fueron conocidos los ramos de Oleza, y subió la fama de sus dulcerías y tahonas.
Pero las familias de rango no aceptaban otros manjares de postre de santos y fiestas que los modelados por dedos místicos. Cundía la preferencia entre muchos golosmeadores forasteros, con lo que creció tanto la demanda de las especialidades legítimas, que ni quebrantando el horario regular lograban las abejas del cielo abastecer la parroquia de este mundo, y tuvieron que valerse de labores profanas. Así fue perdiéndose la virtud de la emulación, cantada por La Antorcha. Y todos fueron unos. Aunque fuesen unos, don Magín siempre quiso los dulces monásticos; pero los ensalzaba todos. Proclamaba la importancia del dulce por lo que recuerda y sugiere y por su valor folklórico; afirmaba también que era un indicio del carácter, de las virtudes y de los pecados de toda una época. Y se dolía de no ser tan docto en disciplinas históricas como Alba-Longa, y más aún de no serlo como el tío de Alba-Longa: el difunto Espuch y Loriga; pues, siéndolo, juntaría papeles y estudios para escribir un comentario de la cocina y artesa de la antigua Corona de Aragón, desde los últimos confines de la diócesis de Urgel hasta los primeros términos del obispado de Cartagena-Murcia. En esta obra, con apéndices de parcelas filológicas, se vería que el horno y el amasador van medrando al abrigo de la liturgia y de la hagiografía, y que la Corona de Aragón comprendía las tierras más emocionadas de tradiciones y devociones; la más rica en artes populares, en variedad de culturas estéticas y agrarias y en condimentos, suculencias, conservas, masa de huevo, de manteca y aceite. Deduciéndose de todos los datos y doctrinas que una buena gollería, un buen saborete de abolengo responde siempre a un estado categórico civil y eclesiástico de la vida y del idioma.
Retozaban las risas, y todos decían:
—¡El don Magín de siempre!
—¡Si todo se muda, a todo se acomoda! ¡Tañe el esquilón y duermen los tordos al son!
—¡Y siempre tordos son! ¡Y don Magín siempre es don Magín!
Pero ¿de verdad era don Magín el mismo don Magín? Como siempre, seguía su itinerario mañanero por las calles de Oleza, ceñido un lado del manteo y el otro cayéndole a pliegues; el canalón, en la nuca, le dejaba la frente al sol; sus dedos, con la caricia de una hoja tierna, de un copo de gramínea. Se volvía hasta sin querer a todas las rejas donde floreciesen nardos, clavellinas, doncellas bordadoras, y descansaba en el portal de algunos obradores de chocolates para recoger el generoso vaho. Corredera de San Daniel, con trajín de recuas de molino; calle de los Caballeros, de casones blasonados; calle de la Aparecida, con umbría de tapias y frutales y ruido de acequias; plazuela de Gozálvez, con su álamo de aldea, cargas de encendajas para las tahonas, y, en medio, el farol de aceite, que le decían el Crisuelo.
—¡Ya viene don Magín!
—¡Atienda, don Magín!
—¡Eso no será sin don Magín!
Lo mismo que siempre. ¿Lo mismo? Ya no estaban los de Lóriz en su palacio, que tampoco era palacio, sino lonja de contrataciones de las industrias de sedas y cáñamos. Ni se asomaba don Magín al huerto y biblioteca del obispo; acabó su diálogo de amistad, amistad sin desencanto, sin llaneza de camaradas que se quedan en mangas de camisa y precipitadamente se ponen la muda de paño nuevo de domingo. Don Magín y el prelado nunca se desnudaron del señorío de sus calidades ni tuvieron que añadirse de pronto vuelo de almidón. Oleza se encogía de hombros al pasar por el Palacio episcopal, entornado y vacante. Desapareció la Monja. Se cerró la casa de don Álvaro… Todo se quebrantaba y aventaba en el ruejo y en la intemperie de los años.
Y don Magín seguía siendo don Magín. Capellán de cuerpo entero y bien entero. Afirmativo y consustanciado de la Oleza clásica; comunicado del aire y sal de humanidad de todos los tiempos. Se hablaba de él y se le sentía hasta por tradición, como el clima, las campanas, el edificio histórico de un lugar. Pero el clima de una tierra y de sus ánimas mejor lo siente el forastero que el lugareño; las campanas le suenan y retiñen al vecino cuanto más se aleja de su parroquia, y el edificio famoso quedó para eso: para fama, y no se ha de meditar en lo que de todas maneras ya tiene su concepto sellado. Así don Magín en Oleza.
Como ya se sabía que don Magín era don Magín, no se sabía de él ni su pecado, su pecado concreto, lo más conocido de todos los clérigos y seglares. Por su brío y sensualidad podría cometer los peores con la misma elegancia que llevaba su manteo y su paraguas de Génova.
Las flaquezas de los demás serían en don Magín robusteces. Finalmente, no se le perdonaba la paradoja de que, siendo según era, fuese puro.
Meditaciones primarias de don Magín: «No aspires, alma mía y alma de mi prójimo, a demasiada perfección; no grandes sacrificios, no fuera que lo costoso de estos actos te disculpe de cumplirlos. Acepta las humildes bondades, que el gusto y la ternura que les siguen nos convidan a otras mejores. El Kempis dice: “Tentación es la vida del hombre sobre la tierra. El fuego prueba al hierro y la tentación al justo”. Yo te digo: toda la vida del hombre es un sacrificio, y se asusta cuando se le impone estrictamente alguno. Después de todo, el sacrificio es una virtud resolutoria. ¿Que no puedes poseer lo que apeteces? Sacrifícate a no tenerlo. Luego ¿deberá aceptarse el sacrificio más a sabiendas y pronto para que sus provechos se ocasionen antes? Dejemos a los sacrificios con sus desabrimientos y dolores, y así, y por lo menos, serán sacrificios, y el hombre tendrá que agradecerse algo y que ofrecer a Dios, ya que nunca se le ofrecen los goces. Y si los sacrificios no fueren soluciones, que sean siquiera un sufrimiento, y serán algo, aunque no sean afirmativamente nada».
Algunos decían que en don Magín se daba el difícil primor de esconder lo mismo sus pecados que sus virtudes. Y para eso hubiera tenido que vivir siempre cerrado, con luz artificial y bajando el resuello. Y él no renunciaba al grito ni a la holgura, y así pudo responderle a doña Purita, que le quiso picar y recelar por desaparecer de las amistades:
—¡Yo, hija de mi alma, lavo, tuerzo y tiendo mi vida al sol!
—¡No será al de la ventana de doña Corazón, donde ya no se le ve ni por lástima de aquella impedida!
Al separarse, no pensaba don Magín: «¡Cómo está hoy esa mujer!», sino: «¡Qué tendrá esa criatura!». En la mirada de la gentil doncellona había una quietud de lejanía.
Y aquella tarde apareciose en la sala de la tullida señora. A la Jimena se le reverdeció y alborotó el enfado de la ausencia del capellán con tan súbita presencia.
Con ellas estaba una celadora del Santísimo, y nadie más. Poco fue lo que se devanó: que una de las Catalanas —la mayor o la menor— había muerto, y los bienes quedaron para la otra, de la que pasarían —según testamento de entrambas— a dotar tres capellanías en Barcelona, menos su casa y tierras de Oleza, legadas a Nuestro Padre San Daniel, y mil reales a una niña huérfana de su vecindad. Que don Roger y el señor Hugo, después de mirar un día con tristeza a doña Purita, dejaron ya de mirarla, y se volvieron, dóciles y arrepentidos, a «Jesús», y «Jesús» los aceptó misericordiosamente.
… Y doña Purita no venía, y doña Nieves tampoco.
Agotado el hilo, recordose la Jimena de la beata de Gandía y de don Álvaro. Llegó a decir que había sido de justicia aborrecerles tanto y que en fuerza de ser tan justos con ellos iban aborreciéndoles menos.
En el regazo de dona Corazón y entre sus manos pulidas y perfumadas de sebillo de bergamota se dormían los años viejos de Oleza, y a la vez rodaban las mudanzas de los tiempos.
—¡Ay, todo pasa, todo pasa volando, don Magín!
Don Magín penetró en la segunda morada de su conciencia:
«¡Era verdad; todo pasaba volando después de haber pasado! Pero ¿y antes de pasar? En las delicias y en las adversidades pocos escapan de decirse: ¡Eso no lo pude gozar! ¡Esto no lo podré resistir! Pues aguardemos, y dentro de algunos años: diez, quince, veinte años, todo se habrá derretido. Escondida tentación de mujer: ¿Es aquélla? ¿Es esta mujer? —¿Pensaría entonces don Magín en doña Purita?—. Ella tiene treinta años y yo cincuenta. ¡Dentro de veinte más! Todo pasa, inclusive lo que no pasó».
Pues que vemos lo presente que en un punto se es ido y acabado, si juzgamos sabiamente daremos lo no venido por pasado. |
¿También lo no pasado lo daremos por pasado? Todo pasa. ¿Todo? Pero ¿qué es lo que única y precisamente pasará sino lo que fuimos, lo que hubiéramos gozado y alcanzado? Y si no pudimos ser ni saciar lo apetecido, entonces ¿qué es lo que habrá pasado? ¿No habrá pasado la posibilidad desaprovechada, la capacidad recluida? ¿Y nuestro dolor? También nuestro dolor. ¿Y no quedará de algún modo lo que no fuimos ni pudimos, y habremos pasado nosotros sin pasar? Dolorosa consolación la de tener que decir: ¡Todo pasa, si morimos con la duda de que no haya pasado todo: la pasión no cumplida, la afición mortificada!…
Sin doña Purita se desganaba la charla, quedándose en porciones. Verdaderamente habían pasado también los tiempos de la tertulia de doña Corazón.
Y el capellán levantose y se fue a su banco de la alameda, frente a los huertos; allí fumaba y tragaba el aire del atardecer, que venía embebido de olor de campo tierno; desde allí recogía el silbo y estrépito del tren, que le dejaba la promesa de distancias, más claras y grandes en las losas de su banco predilecto que en los andenes ferroviarios donde se ve con exactitud al maquinista y el número de la máquina; y después, en su aposento rectoral, dentro de la corona de luz de su velón de aceite, se abrían los horizontes de su mundo y se apretaba su soledad, tan yerma sin el obispo leproso.
… Estruendo y polvo de un coche amarillo, con muestra verde de la «Fonda de Europa»; antiguo parador de Nuestro Padre.
Mandaderos, mozas, anacalos y aprendices con bandejas, cuévanos y tablas de hornos y pastelerías.
Trallazos, colleras, herrajes y tumbos del coche del «Mesón de San Daniel».
Familias de Oleza, menestralas de las sederías, arrabaleros de San Ginés, viajeros rurales, frailes, socios del Casino…
Mujeres con ramos de flores, de cidras y naranjos. Una vendedora, toda vibrante y dura como un cobre, le dio a oler a don Magín su esportilla de magnolias húmedas. Y el capellán entró todo su rostro en las carnales blancuras suspirando: «¡Ay, sensualidad, y cómo nos traspasas de anhelos de infinito!».
Alameda callada; don Magín solitario; y comenzó a sentirse el tren que venía de Murcia. Entonces, bajo el toldo de los árboles, surgió, al galope de botes de mula, una tartana de alquiler con cestos, atadijos, y a la zaguera un cofre. Volviose don Magín para mirarla, y vio entre los equipajes un bulto repulgado y una graciosa silueta que le envió un adiós cohibido.
Don Magín olvidose de su edad, de su hábito, de su sosiego, y se atolondró y corrió como un don Jeromillo.
La visera de cinc de la marquesina y el lomo del tren cerraban la tarde; y dentro hervía la folla de viajeros, de ociosos, de mendigos, de ferieros…
La vieja ciudad episcopal palpitaba en las orillas del universo. Desde las portezuelas, comisionistas de azafrán y cáñamo, técnicos ingleses de las minas de Cartagena, viajantes catalanes, mercaderes valencianos de sedas, familias castellanas de alumnos de «Jesús», cogían en brazos las flores, los manojos de limas, de naranjas, de ponciles… Tanto se condensaban los aromas que don Magín tuvo angustia. Los vagones le parecían capillas de vela de difunto y altares de novia. Olor nupcial. Olor de muerte. No paraba la barbulla de huertanas ofreciendo ramos a peseta, a seis reales, a nueve reales… Y al segundo toque de la esquila ferroviaria, vino la baja de los precios del mercado floral. ¡A seis, a nueve y doce perros jordos!
En el estribo de un segunda, un buen hombre, todo inflamado, devoraba una pella de San Gregorio, torcida la gorra, saliéndosele los puños postizos de porcelana; y se reía y ahogaba de manjar defendiéndose de las floristas.
Se le embistió una rapaza con dos espigas de nardos y dos magnolias entornadas, las dos más altas y frías del árbol. ¡Todo por siete perricas!
—¡Quiere decir!
—¡Cinco!
—¡Obsolutamente! (Era de Granollers).
Se apartó para que bajase una viejecita de manto.
—¡Doña Nieves!
Vio la santera de San Josefico a don Magín, y santiguose diciendo:
—¡Estaba de Dios! ¡Aquí lo tienes, mi hija!
Y apareció doña Purita. ¡Se marchaba de Oleza escondiéndose, como si huyese!
—¿Hasta cuándo?
—¡No lo sé, don Magín!
Y rápidamente le contó que su hermana casada en Valencia la llamaba. Medraron los asuntos del marido; crecía la casa. A nadie más que a doña Nieves se lo dijo. De nadie más quiso despedirse. Doña Nieves lo presenciaba y resistía todo sin una lágrima.
El último toque. Estrépito de portezuelas.
—¡A cuatro perricas!
Don Magín tomó los nardos, las magnolias. Y subieron los valores.
—¡A peseta, don Magín!
Le rodearon las vendedoras; y él les arrebataba rosas ardientes, rosas pálidas, capullos de naranjo, broches de jazmines, y todo lo volcó en el asiento y en el regazo de la viajera.
Ella le besó la mano, y cortó un nardo y también lo besó y se lo dio diciéndole:
—Cuando yo iba de corto, usted me dijo que me parecía a un nardo. ¡Tómeme chiquitina!
Descubriose don Magín, y se inclinó en silencio.
Silbó la máquina, retumbó todo y comenzó a salir el correo de Oleza.
—¡Adiós, don Magín; adiós, doña Nieves! ¡Ya no me quedo para vestir imágenes; voy a vestir y lavar y besar sobrinos que dan gloria!
… Vientecillo fino, crujidor, que le alborotaba los rizos y el velo. Anchura de campo. Purita se asomó más. En la primera acacia de la estación permanecía don Magín con la cabeza desnuda, plateada; una mano caída y la otra elevando la flor besada. Don Magín, de lejos —de lejos para siempre—, parecía envejecido y más solo que ella. Y a su lado, muy quietecita y disminuida, doña Nieves, con el pañolito en los ojos impasibles.
El tren arremolinaba la hojarasca de las cunetas. De cada cruce de vereda, de cada barraca se alzaba un vocerío en seguida remoto. Un rugido de agua. Calma y silencio. Carretas de bueyes. Senderos entre maizales. Humos de ribazos. Pozas y agramaderas de cáñamo. El paso a nivel de la carretera con sus olmos corpulentos. Dos jesuitas que miraban el correo y después siguieron su vuelta a «Jesús». Ruedas de menadores en un camino hondo de tapias. Más silencio. Más pequeña Oleza, recortándose toda en las ascuas de poniente. Racimos de campanarios, de cúpulas, de espadañas —ruecas y husos de piedra— en medio de lienzos verdes, de barbechos tostados, de hazas encarnadas, de cuadros de sembradura. Palmeras. Olivar. Todo giraba y retrocedía bajo la comba del azul descolorido. Cipreses y cruces entre paredones. El Segral solitario. Lo último de Oleza: la torre de Nuestro Padre; el cerro de San Ginés… Se adelantó un monte con las faldas ensangrentadas de pimentón. Nieblas y cañares. Y se quedó sola en el campo una colina húmeda con una ermita infantil. Encima temblaba la gota de un lucero…