III
María Fulgencia y Pablo
ARÍA Fulgencia le escribió a Paulina:
«… Les han dicho que yo no estaba en mi casa de Murcia, sino en mi hacienda, y que sería inútil que pretendieran visitarme. Y sí que estaba. Yo sola. Les he visto desde que aparecieron por la esquina del aperador. Miraban ustedes mucho mis balcones. Les aguardé hasta sentirles en la escalera, y entonces corrí a esconderme en mi alcoba, la de mis padres, donde yo estuve muy enferma de tifus. En todos mis miedos me refugié aquí. Le vuelvo la espalda a todo el caserón porque me pongo en la ventana para mirar el huerto; todo lo miro muy bien; voy contando los limones que han salido en una rama, o las veces que acude la misma abeja al mismo albaricoque, o rompo papeles y los dejo ir para ver los trocitos que caen dentro de la acequia y se van a caminar por el agua, y yo me digo que estoy muy distraída, que al miedo me lo dejé perdido por la casa tan grande, y que no soy precisamente yo la preocupada y la temerosa. Eso quise hacer cuando ustedes iban subiendo. Me puse a la ventana para mirarlo todo, para contarlo todo, y nada me importó. Porque yo no quería volverme de espaldas a mí misma ni persuadirme de que no era yo quien huía de la sala donde usted y don Álvaro acabarían de llegar. Sí que era yo y eran ustedes, y entré hasta quedarme detrás de los cortinajes. Sentía la respiración de usted y la medía con mi latido. ¡Qué cerca estábamos; qué cerca yo de la madre de Pablo! Yo no le tenía miedo. Lo comprendí en seguida de mirarla. Nunca le había mirado tanto. ¡Si hubiese venido usted sola! Si usted hubiese venido sola, tampoco hubiera yo salido a besarla… Y yo les esperaba todos los días, desde que supe que quiso usted verme en Oleza. Y me dije: “Me escribirá o vendrá. Todos se imaginan que estoy recluida en el campo como una penitente. Pero ella me buscará y preguntará por mí en esta casa”. ¡Y huí de usted! Es que ustedes, por ser generosos, no podían venir sino a consolarme. Y yo no quiero que me consuelen. ¡Si nos hubiéramos tratado; si nos hubiésemos querido allí, en Oleza! ¡Si es que allí no se quiere nadie! El grupo de nuestros maridos no necesitaba que fuéramos amigas nosotras. Les bastaba con tener ellos asuntos. No es que me queje. No me quejo de nadie ni de mí misma. Como es mi vida, es mía y la quiero mía. Hace un instante acusé a nuestros maridos de su amistad sin nosotras. Pero, ¿tratarnos, vernos, querernos nosotras? ¿Cuándo pude yo ir a usted, si en seguida se me apareció Pablo? Tuve que pararme a lo lejos. Y ahora, todavía más. Usted es su carne, su sangre; las manos de él son como las suyas, y la boca, y los cabellos, y la ansiedad de los ojos. ¡Qué vida tan profunda de mujer debe sentirse siendo la madre de él! Al principio de verme aquí sola me aconsejaba a mí misma: “Ya no he de recordar nada, porque ya no hay remedio”. Pero, por eso, porque ya no hay remedio, no se me olvida nada. De veras le juro que no hay remedio; él no me verá nunca. Renuncio a lo más gustoso: a ser mirada por él; pero no renuncio a verle, verle sin que él lo sepa.
»Cuando me di cuenta de que Diego nos había sorprendido —perdóneme— aquella mañana en el jardín, adiviné que yo, como casi todas las mujeres comprometidas, podía valerme de habilidades para encubrir la verdad. Pude remediarlo con embustes, y hasta se me ocurrieron y todo, y no quise. Y no quise fingir porque “él y yo solos”, sin pensar en los demás, no caíamos en ninguna vergüenza; pero pensar en los otros hasta tener que engañarles era ya sentirse desnudos, como dicen que se vieron nuestros primeros padres en el Paraíso. Y anticipándoseme ese sonrojo, tuve el presentimiento de que mi paraíso estaba ya cerrado. Y si no había de entrar, ¿para qué entonces había de mentir? Cogí de la mano a su hijo y lo llevé hasta la puertecita de la ribera. Quise que me mirase mucho. Sabía que era la última vez que me miraba. Nada más nos mirábamos. Y cuando oí que me llamaban, entonces solté a Pablo, y rodeando las tapias me presenté a mi marido y dije la verdad, como si mi marido no fuese para mí sino un don Amancio Espuch. No es menester, ni debo contarle, nuestra pobre entrevista. Las gentes se han quedado sin drama ni comedia.
»Aquella mañana, cuando Diego nos sorprendió, yo sentí un alivio muy grande, imponiéndome la renunciación. Acepté mi sacrificio con un poco de gracia de generosidad; lo acepté para no acatarlo algún día con malas actitudes. ¡Se acabó —como suele decir el señor deán—, se acabó el Ángel! Fue la promesa de mi felicidad. Yo lo buscaba, yo lo adoraba; quise ser su velada o su santera. Nunca me propuse que las cosas fuesen mías, sino yo de ellas. Por eso parezco tan antojadiza. Me rodeaba de estampas y de recuerdos de mi Ángel, y el Ángel fue la promesa de Pablo.
»Principian a tocar las campanas del Sábado Santo. Tocan lo mismo que antes de marcharme a la Visitación. ¡Antes de ir a Oleza, cuánto había de sucederme! ¡Tocan las mismas campanas, y ya está todo!
»Ya no voy a ver el Ángel. Ahora todos los días me asomo a mi terrado para mirar el tren de Oleza, el que sale de Murcia a Oleza. Tan lejos se quedó mi Oleza, que ya tiene tren, y con las mulas de mi labranza y un faetón de mis abuelos fui de este casón a la felicidad. Si su hijo también subiese a la ventanita más alta para ver el otro tren, el que viene a Murcia, no se enfade usted ni me aborrezca. Ya no pasará nada. Se lo juro, porque ahora ni su hijo podría volverme a la felicidad de antes».
Buena sonaja de los molinos; olor de harinas y salvados; olor de almazaras; olor de higueras, de naranjos, de maíces y cáñamos; los bancales de cáñamos donde pudo guarecerse toda la facción de Lozano en los tiempos heroicos. Llegaba de la vega el aliento del Segral, allí río crecido, del todo agrícola y caminante.
Casas de hacenderías. Casalicio de los señores. Porches y pilares con cuelgas de mazorcas. Estufas de capullos de la seda. Cañizos de almijar. En los zafariches se enjugaban los trigos, las ñoras, las cebadas. Al sol de las eras secaban sus meollos los calabazones de odre, las calabacillas bocales, las calabazas rotundas de cortezas de callo.
Viejos cipreses de aguja húmeda de cielo; su sombra, aceitada de antigüedad, y en el cerrado follaje el ruiseñor de todas las primaveras.
Romeros, jazmines, laureles; el aljibe con toldo de rosales. Jabardillos de palomas y golondrinas que vuelan redondamente y algunas descansan en las mismas socarreñas, en las mismas gárgolas de las palomas y golondrinas de antaño.
Calma de los insignes olivares. Sembradío, almendros y viñar que suben los oteros y bajan los barrancos; y en las lindes, los setos de granados agrios; de aromos con su leña de púas y sus cabezuelas de pelusa fragante; las pitas, con sus espadones dentellados y sus candelabros de tortas en flor; las chumberas, retorciendo sus codos de rebanadas verdes que dan en el borde los erizos de los higos.
De mañana y de tarde, a la misma hora, venía por el azul el silbo del tren de Oleza, y en seguida el estrépito del puente de hierro. Aquel ámbito de jácenas y tirantes roblonados parecía estrujarse, vaciándose de un temblor encendido que se descalfaba en las aguas dulces del Segral; y después, el silencio tan liso, tan desnudo en todo el campo.
Muchos días, de mañana y de tarde, vio Paulina a su hijo en la ventana cimera del desván contemplando ese tren, y no lo miraba cuando partía de Oleza para entrar en la comarca de Murcia, donde la mujer que le amó vivía retirada y sola; miraba el tren que de Oleza iba dejando la vega por los saladares, el que llegaba al mar y a las estaciones de enlace, principio de las líneas poderosas de ferrocarriles, los fuertes brazos que abrían las puertas del mundo lejano.
En el atardecer se desprendía el olor de los jazmines, de los naranjos, de los cipreses, que principiaban a enfriarse dentro del olor ancho y humedecido del horizonte.
Los jazmines, las rosas, los naranjos; los campos, el aire, la atmósfera de los tiempos de las viejas promesas; olor de felicidad no realizada; felicidad que Paulina sintió tan suya y que permanecía intacta en los jazmines, en el rosal, en los cipreses, en los frutales; la misma fragancia, la misma promesa que ahora recogía el hijo. El cielo se combaba glorioso sobre sus tierras, sobre los olivares extáticos. Un cántico balbuciente de agua que pasaba como entonces. Una nube blanca, pomposa, que dejaba un acento de alegría en la heredad.
La huerta, la labor, lo yermo, toda la heredad iba mirando don Álvaro, toda la corría en su ocio de caballero confinado, sin empresa ni designio que sentir ni consentirse. Se asomaba a los molinos, a las trojes, a los patios y alhorines. Buscaba su casa, hundiéndose por las salas, por los dormitorios, por las escalerillas de servicio. Llegaba a los sobrados, prenderías del tiempo: cribas, orzas, libros, cofres; la espada, las botas de espuelas y el casaquín de brigadier carlista de un tío de Paulina, y en lo alto, el estudio de astronomía del buen faccioso, con su butacón de terciopelo, el atril y la esfera de meridianos de arañas.
De la luz ancha de los desvanes a la clausura de los salones, al escritorio, al herbario, y de nuevo pasaba por las vides de su puerta, caminando sin goce, porque de todo lugar, de todas las cosas en que hubiese querido complacerse: del rosal del aljibe, que coronó a Paulina novia, cuando ella le esperaba sonriéndole de amor; de la noche, aquí tan íntima, tan nupcial; de todo motivo de ternura y delicia, y de sus recuerdos y de su cansancio; de donde quisiera reclinar el corazón le salía una voz, la voz de sí mismo, empujándole con el «Anda, anda, anda» del maldecido.
Don Álvaro se recostaría en los más grandes dolores sin una queja. ¿No repudió a la hermana? ¿No se apartó de su único camino: del ardor de la causa, del odio y de la amistad y del mundo suyo? Sería capaz del mal y del bien, de todo menos de entregarse a la exaltación y a la postración de la dulzura de sentirse. No se rompía su dureza de piedra, su inflexibilidad mineralizada en su sangre. Siempre con el horror del pecado.
A veces quiso leer. Abría viejos documentos y volúmenes de los abuelos de Paulina. Una noche leyó en las Ordenanzas de Castilla la ley XXI, donde se manda «que todas las barraganas de los clérigos de todas las ciudades, lugares y villas traigan por señal un prendedero bermejo, tan ancho como tres dedos, encima de las tocas, pública y continuamente…». Recordó el beso delirante de Elvira a Pablo. La que besó de esa manera ¿no pudo traer la faja de ignominia?
En la Crónica de Oleza encontró un pregón del Justicia que decía: «que se hiciese requisa en las casas de los capellanes, llevando a la mancebía las mujeres que tuvieran amagadas…».
¿Se hubieran llevado también a su hermana? Y se avergonzó de su pensamiento.
Horror del pecado. Horror de la desgracia que podía suceder.
Otra noche quiso un libro. Lo abrió por el capítulo XV. Y leyó:
«No hay nadie que tema más el infortunio que aquellos cuya mísera vida les habría de dejar a salvo del miedo y que debieran decir como Andrómaca: ¡Pluguiera a los dioses que yo temiese! Hay en Nápoles cincuenta mil hombres que se alimentan de hierba, que se cubren con harapos, y estas gentes se horrorizan a la más leve humareda del Vesubio. Tienen la simplicidad de temer que puedan llegar a ser desgraciados».