II

La salvación y la felicidad

EVANTOSE Paulina de madrugada. Don Álvaro tenía los ojos abiertos, inmóviles en lo alto del muro.

Nunca se habían sentido tan cerca, sin haberse mirado. No se miraban para no verse en el fondo antiguo de sus ojos. Y él murmuró:

—¡Déjala!

Paulina le respondió:

—Es a él. Quiero ver a Pablo.

El hijo dormía entristecido y puro; pero se despertó bajo la ternura de la madre, como nos despierta la claridad en los párpados, y volviose su alma hacia el día que acababa de pasar. Por primera vez en la mañana recién abierta le pesaban los pensamientos viejos. Eso sería no ser ya niño: no principiar del todo las horas que siempre se le ofrecieron intactas; discos nuevos y resbaladizos de las horas entre sus dedos. Sol, árboles, olores matinales de la creación; mundo acabado siempre de nacer para los ojos y las manos que juegan descuidadamente con la virginidad del momento. Eso sería no ser ya niño: depender del pasado sentir, de su memoria, de sus acciones, de su conciencia, de los instantes desaparecidos; proseguir el camino, rosigar el pan de la víspera, acomodar la hora fina y tierna con la hora cansada: sol, árboles, azul, aire del día nuevo, todo ya con el regusto de nosotros según fuimos…

Pablo sintió en su carne el beso y el ardor desesperados de tía Elvira, y se compadeció con desdén, pero se compadeció de ella. Eso sería ser ya hombre: apiadarse y menospreciar; sentir por los demás y hacia los demás; resonarle humanamente el corazón.

Sentose su madre en la orilla de la cama; y él ya no temió sonreírle, y se lo fue contando todo; todo menos lo de tía Elvira. Eso sería ser ya hombre: verse desnudo; ver la desnudez de los otros.

… Y cuando acabó, le besó su madre, prometiéndole:

—¡Yo te salvaré!

—¿Que tú me salvarás? ¿A mí? ¿Y a María Fulgencia? —Buscó dentro de su alma peligros concretos que temer. Se había confesado con el obispo y con su madre. Ella y Dios lo sabían ya todo, y fue perdonado. Entonces, ¿qué faltaba para que aún fuese necesaria su salvación? Lo sabía su madre; lo sabía Dios. Pero es que, además de ellos, lo sabrían las gentes: el padre Bellod, Monera, el penitenciario, «Jesús», Oleza… ¡Y don Amancio, su maestro!

Y don Amancio, su maestro, era precisamente el dueño de María Fulgencia. ¿Consistiría la salvación en no ver y en no amar a María Fulgencia?

Su madre se le apartó repitiéndole:

—¡Yo te salvaré!

Pablo atravesó los corredores, el gabinete, la sala, y abrió el viejo balcón para mirar a su madre. Le pareció transfigurada. Muy pálida; pero no era por eso. No se puso mantilla, sino manto; pero tampoco era por eso. ¿Qué tenía su madre hoy, desde hoy, que nunca tuvo, que él no vio ni presintió? La miraba mucho. La llamó para que ella se volviese. Y de repente, lo supo: su madre tenía edad. Más joven que su padre, pero ya tenía edad esa vida de mujer que antes se hallaba fuera del tiempo de las otras mujeres; una edad suya que iría desgastándose como un oro, como un marfil; edad de madre siéndolo de un hijo que había cometido el mal, que hizo sentir el dolor y que sufría. Su deleite y su amor caían en el pecado desde que lo averiguaron y lo escarbaron los demás, desde que eran, desgracia para otros.

Se curvó para asomarse, y tocó la palma del último Domingo de Ramos, seca y atada entre los hierros. ¡Qué inmediato y leve aquel día de los «¡Hosanna, Hosanna!»!. La rama amarilla de palmera, tan fría y jugosa en sus manos. Su palma de un gentil latido en su punta. Su palma más recta que la de Aparici y Castro. (Aparici y Castro era de El Escorial, y decía azufaifas en vez de gínjoles. Aparici ya estaría estudiando para ingeniero agrónomo). Su palma más alta que la de Perceval y la de Lóriz. (Perceval se habría matriculado de Farmacia en Barcelona, y Lóriz se marchaba a un colegio de Inglaterra). ¿Por qué, Señor, había de recordarles en estos momentos? ¡Ni Aparici, ni Perceval, ni Lóriz necesitaban de salvación como él! Revolviose hacia la puerta del dormitorio de tía Elvira. ¡La pobre mujer! Y se avergonzó. ¿Pensarían ya todos de él lo mismo que él pensaba de la pobre mujer? ¡Eso, no! María Fulgencia, no. Hoy, a las doce y media, llevaría veinticuatro horas sin besarla. ¡Mañana, dos días; y después, más días y meses y meses!…

Su madre desapareció por la plazuela de la catedral, buscando la salvación…

Según se alejaba, se le perdían a Paulina los contornos de su propósito, como si esa salvación únicamente pudiera dársele al lado del hijo. Lo salvaría de los hombres, de su mismo dolor y del poder de María Fulgencia; y pronunciando este nombre le saltó de su pecho una dulzura de madre por ella.

Volviose para saber si la veían; llegó a su portal y tiró de la esquila de la verja.

Se abrió un ventanillo de la pared, y el jorobado, lívido en su blusón de hopa, estuvo mirándola mucho, con una sonrisa villana.

—¡Esto se acabó! ¡Colorín, colorado! ¡Ahora la mamá, y ayer el señoritingo del hijo toda la tarde de ronda como un gato!

Un codazo rechazó al chepudo, y presentose la Bigastra, que saludó con mucha crianza; y, relamiéndose y sonriendo, le dijo que don Amancio y la Monja se fueron a su casa de Murcia; que el penitenciario y el padre Bellod vinieron a despedirles; que ella iba muy blanca…

Paulina se refugió en el claustro de la catedral. El ciprés más afilado de Oleza, los viejos laureles, el pozo entre hierba quemada por las escorias de los incensarios, los lagartos soleándose en las baldosas. Altar de San Gregorio, con su cofre de basalto que guardaba las entrañas de un rey; y se paró, como su padre hacía todas las siestas del 28 de junio, leyendo los escomidos signos del epitafio. Altar de San Rafael y Tobías, con el único exvoto que le quedaba: un pie de cera morena.

Se hundió por un portalillo húmedo. La gran nave tibia y profunda. Fue rodeando el deambulatorio, escondiéndose de las viejecitas rezadoras que ya sabrían la culpa de su hijo. ¿Cómo le salvaría? Ella necesitaba decir: «Mi hijo engañó a su maestro, amigo de su padre. La casa del maestro fue la de su iniquidad. A estas horas las gentes de Oleza —Oleza que tanto nos amó—, esas gentes se ríen de nosotros. ¡Cómo le mirarán cuando él pase! Por ruin que haya sido el pecado, son más ruines los que con él se gozan. ¿Verdad, Señor? Se reirán también de don Amancio. A mí me da más lástima su mujer pecadora que él. “¡Yo te salvaré!”. Y mi hijo me pidió que la salvase a ella. Pablo es generoso, y es todavía puro. Pureza y dolor después de pecar. ¡Qué infancia ha tenido mi hijo con ellos! Entre ellos está su maestro escarnecido. ¡Yo me quejé de la risa de las gentes; y aún no pensaba en el furor de ese hombre y de Álvaro! Seré yo sola para amarle; yo y la que no debe quererle. Yo quiero a mi hijo más que antes; y me compadezco de Elvira como nunca me había compadecido de esa mujer, y no puedo imaginarla desdichada sin ver —lo veo realmente— lo que hizo con Pablo. ¡Señor: acuérdate de mi vida en mi casa viejecita del “Olivar”!… ¡Cómo se ha trastornado todo para que no sea yo feliz! “¡Yo te salvaré!”, le he prometido a mi hijo. Y no es posible salvarle sin salvar a María Fulgencia, sin salvar a Elvira, sin salvarnos todos. ¡Es que han sido ellos! ¿Serán ellos, Álvaro y el marido, los que tienen la culpa?…».

Y Paulina corrió porque todo lo estaba diciendo en la capilla del Señor del Sepulcro, el Señor que se adoraba el Jueves Santo, tendido en la alfombra del Monumento, y en cuyos pies desollados y duros sangró la boca inocente de Pablo. Y no podía decírselo a esa imagen ni acudir a la de Nuestro Padre San Daniel, que se parecía a don Álvaro; ni al padre Bellod, de tan horrenda castidad; ni al penitenciario…

Se llenó de sol en el pórtico. ¿Dónde buscaría la salvación? Estaba delante de la casa del justo, que padecía también por el daño que Pablo cometió, y en las vetustas puertas se le aparecieron las palabras de misericordia: «Llamad y se os abrirá». He aquí la hora de llamar y pedir su consejo. Y pasó rápida y sobrecogida.

El cansancio del último día y la mañana de afán le pesaban según iba subiendo los escalones de losas. Soledad de casa de enfermo sin cuidados de mujer.

En un quicio de la saleta colgaba un rótulo: «Suspendidas todas las audiencias», descolorido y viejo, como si ya no tuviese validez. La antecámara, tan honda, de armarios barrocos, de bancos y bufetes de velludo, tan fría y rigorosa con la figura del familiar de los anteojos de nieve, estaba únicamente habitada por una avispa que rodeó todo el torcido cordón de la lámpara. Salió por el abierto ventanal a los follajes de los naranjos, y en seguida vino y palpó el racimo de una talla. Ella contemplaba los rumbos de la avispa, que de un gracioso vaivén se coló por la sala de recepciones, y en seguida volvió a las claridades de la secretaría. Pero Paulina, no; Paulina se quedó bajo el reproche de un grupo de ensotanados; los unos con la faja colorada de los pajes, los otros con su lisura pobre y negra de los fámulos, y el familiar con su esclavina como las telas flojas de un paraguas, todos junto a la puertecita del dormitorio del obispo, como si aguardasen el mandato de precipitarse dentro. Se llegaron a Paulina para contenerla. Le hablaron con un susurro, con un asombro y ademanes de gentes enfaldadas. El señor había tenido un ataque y acababan de acostarlo. ¡Ya no podía más! Abriose la alcoba y apareció don Magín. Paulina se le cogió de las manos. Pero el enfermo se removía quejándose, y don Magín entró y le alzó la cabeza, que le colgaba por el borde del lecho para mirar entre el ahogo del vendaje.

El olor de los bálsamos, de los aceites, de los inhaladores de hierbas, olor de otero, de anchura, de salud, era, allí, aliento de enfermedad.

Tuvo que esperarse, porque el llagado hablaba saliéndole un soplo de su laringe podrida.

Nadie le entendió.

… Cuando Paulina traspuso los umbrales de Palacio, tampoco llevaba la salvación del hijo.

Y en su casa, al descansar sus manos, tan pálidas, tan pueriles, en los hombros de don Álvaro, recogieron el temblor íntimo de su hueso; y comenzó a presentirla.

Elvira ya no estaba. La dejó su hermano en la diligencia de Novelda, y de allí seguiría en tren hasta Gandía.

Don Álvaro inclinó la frente para decir:

—¡Y nosotros nos encerraremos en el «Olivar»!

Tenía la mirada húmeda, los pómulos azules, su barba comenzaba a envejecer.

Su mujer sonrió a la promesa de felicidad. Miraba los viejos muebles de los padres de Elvira y de don Álvaro, y los muebles también la miraban. ¿La felicidad? Pero ¿y ellos, y lo que fueron criando y dejando con su presencia? ¿Qué haría en este mundo la perdiz embalsamada si ya no se hacía de aborrecer por ser de Elvira? Sus ojos redondos, embusteros, de botones de vidrio, que contemplaron las muecas íntimas, la soledad, las horas de vigilia de la beata y hasta sus horas de nobleza y de dolor de no haber sido nunca dichosa ni en trueque de la desgracia de los otros, ¿presenciarían los tiempos de la felicidad venidera? Y Nuestra Señora de los Dolores, con su terciopelo tirante y ajado, sus lágrimas heladas, su corazón transido de siete puñales de plata, esa Virgen que no consoló a Paulina, Virgen de la especial devoción de una casa tan remota y ajena de su pasado, ¿podría convertirse en una Nuestra Señora quietecita y suya, que acoge todos los años el dulce septenario de familia?

¿Y ésos, el señor Galindo, la señora Serrallonga, que miraban a la nuera y al nieto sin amarles, les miraban rápidamente y se aprovechaban de esa fugacidad para saber que tampoco les habían amado a ellos? ¿Y el óvalo del panteón de pelo de muerto, y los butacones, y el brasero de los sahumerios?

Pero Paulina no había de recelar de ese menaje que volvería para siempre a la casa originaria de los Galindo.

En el «Olivar» les esperaban los muebles suyos: las cómodas de olivo, los armarios de ciprés, los lechos de columnas de caoba, los candelabros de roca, los espejos románticos, las consolas, los relojes, los alabastros… Y según iba recordando sus contornos, sus calidades, y pronunciándolo, adquirían configuraciones y semblante de vacilación. Todo aquello y los muros y envigados de los ámbitos de la casona y los árboles, la tierra y el aire y el silencio, todo pertenecía a su legítimo pasado, a su sangre y, por tanto, a su hijo; todo estuvo aguardando la felicidad de la heredera desde antes que ella naciese. Y todo quedó en un olvido de repudio por la voluntad de don Álvaro, el amo nuevo. El «Olivar» se desaromó de su recogimiento; se cerró el casalicio, fraguándose el ambiente del desamparo, conformándose en la desgracia. ¿Se despertaría jubiloso ahora, uniéndose a una súbita felicidad que no era de allí?

Paulina se asomó al balcón para ver Oleza, verlo todo sin la vigilancia de Elvira.

Palacio de Lóriz, la catedral, los campanarios, las azoteas, los palomares, Oleza, también toda Oleza, se quedó mirándola con asombro: «¿De veras que ya está decidida vuestra felicidad? ¿No tiene eso remedio? ¿Entonces no servirá de nada lo pasado, lo padecido, lo deshecho? ¿Qué servirá para la plenitud de vuestro goce? No sabemos. Todavía no sois sino lo que fuisteis, y la prueba te la da tu memoria ofreciéndote como un perdido bien aquel “Olivar” de tu infancia y aquella felicidad que te prometías bajo los rosales. ¿Te bastará la improvisada felicidad de rebañaduras? Resultasteis desgraciados; una lástima, pero así era. ¿Vais ahora a dejar de ser lo que sois? ¿Y nosotros, y todos?».

Pero Paulina no había de atender sino a su vida. La felicidad no era un propósito de la juventud. Y se internó en sí misma, escuchándose transverberada por los ojos, por las palabras, por el silencio de su esposo y de su hijo. En aquellos días, ¡qué pasmo, qué corazón asustado delante de la felicidad! ¡Cómo sería esa felicidad, una felicidad que, para serlo, había de desvertebrarse de la felicidad que cada uno se había prometido!

Y una tarde paró en el portal la vieja galera, la misma galera en que vino don Daniel todos los 28 de junio para comer con su prima doña Corazón y asistir a las horas canónicas de la vigilia de San Pedro y San Pablo, la misma galera que trajo a Paulina para su boda en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz. También era de noviembre aquella tarde. Se cerró la cancela y la puerta. Y en los ladillos de badana del carruaje se acomodaron Paulina, don Álvaro y su hijo. Casi a la vez se soltaron tres toques de la espadaña de Palacio. Se puso a retumbar un campanón obscuro, siempre dormido en su alcándara de la catedral; luego se removió todo el campanario, y a poco cabeceaban las campanas de las parroquias, de la Visitación, de Santa Lucía, de San Gregorio, de «Jesús», de los Calzados, del Seminario, de los Franciscos… Y el campaneo se volcaba roto en las calles, en las rinconadas, en las azoteas, en los huertos, en el río… Todas las campanas doblaban por el obispo, que acababa de morir.

Paulina, don Álvaro y su hijo se persignaron, y siguieron silenciosos, sin mirarse, camino de la felicidad.