I
Un último día
A ventana abierta del todo. Sol de las huertas silenciosas; sol de domingo de noviembre que pasaba desde la concavidad perfecta y azul. Daba el río un frescor de claridades. El río no semejaba correr por las espaldas remendadas de Oleza, sino por una ciudad de mármol y por tréboles tiernos.
Oleza callaba. Oleza debía de estar oyendo misa en monasterios y parroquias. Quietud y limpidez de otoño. Vuelos de palomos; crujidos de las ropas que lavaba una mujer en su piedra de la orilla; y los lienzos lavados en la calma del domingo parecían esparcir su olor de blancura nueva.
Pablo sentíase dichoso y bueno, y el sol entraba a dormirse dócilmente en sus brazos. La madre le acercó más el desayuno; y como él no acababa de soltarse de la pereza, le sumergía las rubias pastas en el tazón, hondo y fino como una magnolia, y luego se las ponía, emblandecidas de leche, en la boca.
—¡No eres como todas las mañanas!
Pablo, sonriendo, decía que no.
—No eres como todas las mañanas. ¡Te ríes y parece que te hayas olvidado de reír con tu risa de antes!…
El hijo parpadeó y se puso a beber con voracidad de niño. Paulina le fue contando las últimas pesadumbres por la santa causa. Pero cuando el príncipe viniese a sentarse en su reino, las mejores recompensas serían para los que le hubieren confesado en la desgracia. Todos se lo prometían. El «Olivar» había sido gravado, y la mitad de los dineros de la hipoteca se derramó en los Comités facciosos mortecinos, con beneficio para el semanario de Alba-Longa. Si algún sobresalto tuvo Paulina al poner su firma en la escritura, se lo quitó el ver a su esposo incorporarse de su cerrada torvedad.
—… ¡Y vosotros redimiréis las tierras y la casa del abuelo Daniel!
Nada dijo Pablo, como si en ese «vosotros» no se sintiese junto a su padre.
Siempre, en los trastornos, en las aflicciones, siempre buscaba Pablo a don Magín; y después, de las palabras que el hijo le traía, iba recogiendo la madre un calor de refugio, de guarda, de remedio de la distante amistad del párroco y de doña Corazón, de la brava ternura de Jimena y, más alta, la promesa del sostén ilustre del obispo. Ahora, Pablo la escuchaba como si ya no amase su «Olivar» y, no amándolo, tampoco temiese perderlo.
Paulina le habló del obispo. Y Pablo volvió sus ojos, ocultándose de sus remordimientos. En todas las iglesias de la diócesis se rezaba por el llagado. El Señor le había elegido para salvar a Oleza. Y Oleza ya se cansaba de decirlo y oírlo. Oleza recordaba que el anterior prelado, de una mundana actividad de agente de negocios espirituales, no necesitó sufrir para obtener los bienes de su apostolado. Pues el otro pobre obispo de Alepo siquiera padecía por su perfección de santidad y no por redimir a nadie. ¿Ni redimir a estas horas de qué? Los hombres rubios pecadores, los extranjeros del ferrocarril, ya no estaban; y para los pecados del lugar no era menester una víctima propiciatoria.
La víctima llevaba mucho tiempo escondida, sin audiencias, sin oficios ni galas; invisibles sus atributos, escasas las noticias de sus dolores. Y hasta los más consternados por la laceria de Palacio habían de esforzarse para imaginarla y agradecerla.
De los santos queda el culto, la liturgia, la estampa y la crónica de su martirio. Del obispo leproso no se tenía más que su ausencia, su ausencia sin moverse ya de lo profundo de la ciudad, y el silencio y esquivez de su casa entornada. Y al pasar por sus portales, las gentes los miraban muy de prisa.
—¡Cuántas veces, Pablo, te habrá bendecido sin que tú te volvieses a su reja ni a su huerto, ese huerto tan tuyo cuando eras chiquito!
Pablo hundió su sonrojo en la almohada.
Paulina recordó una lejana visita del prelado al «Olivar». Fue la tarde que don Álvaro la pidió por esposa. El penitenciario, don Amancio y Monera rodeaban a su padre, el abuelo Daniel, tan desvalido, tan frágil, en el ancho sofá de la sala. Don Álvaro, de pie, muy pálido, tenía en su mano un pomo de rosas, su junco y su sombrero; el sol de los parrales le circulaba por la frente. Apareció Su Ilustrísima, cuyos ojos escudriñaban los corazones. A ella y su padre les sonrió, dedicándoles las palabras del escudo del primer obispo de Oleza: «Llamad y se os abrirá».
Pablo preguntó la hora, y en seguida quiso vestirse.
Cuando salió sonaba muy alto, encendiéndose de azul, el cimbalillo de la catedral. Entró por el pórtico de la plaza, y fue pasando verjas de capillas húmedas, rinconadas de imágenes de nicho, las palmeras de piedra del ábside. Volvió por la Vía-sacra. En el pináculo de un facistol, la paloma de la Trinidad abría su vuelo de oro roído delante del trono enfundado; y en el altar mayor, el señor deán iba miniando su misa de diez con primorosa tardanza de calígrafo.
No estaba María Fulgencia.
Pablo empujó el cancel del Sacramento. El arco del pasadizo episcopal le apagó el día. Asomose a Palacio —Quizá María Fulgencia le esperaba ya en su huerto, como todos los domingos—. Y aquí, en este patio, árboles, pilares, sol y cielo cerrados, todo para los gorriones que brincaban por las cornisas y se espulgaban en la rama cimera del terebinto; y de pronto, estrujaron el silencio con sus alas rapadas. No se asustaban de los curiales y fámulos, y huían de él, que venía a tientas, conteniéndose, lo mismo que la mañana que quiso robar y no robó.
Pisó una losa rajada que le salían hormigas. La losa del hormiguero que miró y tocó cuando llegaba de la mano de don Magín. Nueve años sin acordarse de ella. Pero de la mano de don Magín pasó por esta claustra el día que lloraba el confesor del obispo. ¡Después de todo, no hacía tanto tiempo! Se lo dijo para que callase su pensamiento que le propuso: «¡Si no te contentases con mirar las oficinas!» —Estaban abiertas siendo domingo—. «¡Si fueses al lado del enfermo!…». Olor viejo de escritorios; sol en un rodal de estera, en una bisagra de armario. «¡Si no te impacientases por salir al huerto y buscar la puertecita del río!…».
Se impregnó de la respiración tranquila y madura condensada entre tapias blancas —Cuando María Fulgencia le besara bajo su limonero, él podría decirse: «Pero yo estuve en casa del que sufre, y sufrí»—. ¡Pobre huerto, sin el goce de la balsa llena de agua clara y azul; sin el frescor de los cósioles de geranios, de malvarrosas, de alábegas! Ahora se hinchaba la cuaja verde del fondo… Y al revolverse del borde de yeso, se le apareció don Magín, rezando en su breviario, y con el índice tendido le mostraba a Su Ilustrísima, reclinado en un almohadón, al pie del limonero de sus antiguos recreos y oraciones.
El niño de antes aleteó en Pablo, y le pudo. Se dejaba llevar de aquella interior criatura mientras su frente se le endureció pensando: «¡Si yo no hubiese venido!». Y tuvo que inclinarse para pasar la bóveda olorosa. Le daban en las mejillas y en los hombros los follajes doblados del peso de los limones —Dormitorio de María Fulgencia, de candidez de virgen y de flor de limón. Fruta que acercó sus manos, su risa, su boca… La espalda, el pecho, la garganta de ella siempre con fragancia de su limonero—. Y en el aire parado de este árbol, como el suyo, se derretían y se volatilizaban los aceites balsámicos de la carne padecida, carne del hombre puro que le miraba.
Le miraba esperándole:
—¡No me tengas miedo! ¿Te acuerdas, Pablo? Así te hablé la primera vez que, corriendo y jugando por todo Palacio, te asomaste a mi aposento. Te miraba jugar desde mi ventana. Aquella tarde sentí que venías, y ni me moví de mi sillón. Ahora también me estuve muy quieto para que tampoco me tuvieses miedo.
La misma voz de entonces, pero más afligida. ¿No era como la voz del Señor cuando reconviene al que se aparta de su gracia? Todo niño se postró Pablo en la tierra del tronco como antaño en la alfombra de la biblioteca. Un piar filial descendía de los árboles envolviendo de inocencia el balbucir de sus secretos; y, según los confesaba, iba sumergiéndose su corazón en el azul del domingo de otoño.
—¡Tú quisiste robar, tú lo quisiste, y por otro pecado contra tu pureza!
—¡Pero yo no robé! —Y el orgullo de Pablo se deshizo en congoja, una congoja tan dulce de ser todavía infantil cuando ya se quedaba sin infancia.
Subió el obispo sus manos para perfumárselas en las hojas tiernas del limón; y las vio llagadas, y no quiso tocar la hermosura del árbol; y después, sin acercarlas, puso su bendición sobre la frente del hijo de la mujer en quien pensaba, tantos años, sin sonrojarse de ninguno de sus pensamientos.
Pablo se lo confesó todo al obispo; y creció su gracia y su fortaleza. Felicidad nueva. Todo rodeándole para que él lo poseyese. Así contemplaría el primer hombre la creación intacta delante de sus ojos y de sus rodillas. Y se compadeció de María Fulgencia, que estaba sola, sin el goce suyo.
Corrió a su huerto, y le recibieron sus brazos y sus labios. Temblaba encendida y se le alzaba el pecho anhelante y glorioso.
—¡Tú tardabas, y llegas contento, y yo me moría de no verte! —Y no se pudo contener en su amor, como siempre hizo hasta el retiro del ancho limonero, sino que, en medio de un vial de jazmines, lo abrazó besándole, besándole; y luego se lo apartaba para mirarle, y lo besaba más, como los niños que miran la fruta después de morderla.
Apretado encima de su boca, pudo decirle Pablo:
—Vengo tarde y vengo contento porque se lo dije todo al obispo. ¡Acabo de ser perdonado, y yo te comunico mi alegría!
—¡Tu alegría la recibo así! —Y se besaron delirantemente, y ella quiso la caricia más suya: desnudarle el pecho y contemplarlo para atinar con su boca en la punta de su corazón. Pero se quedó muy blanca y ciñó a Pablo, amparándole.
—¡Nos ha visto Diego! ¡Nos está mirando! —Y dio un brinco de pájaro y le besó en las pestañas.
Bajo los frutales pasó la risa del giboso como un alarido.
María Fulgencia volviose hacia lo profundo del jardín, y oprimiendo con dulzura los hombros de Pablo, fue llevándoselo hasta la puertecita. Miraba las rosas, los jazmines que se abrían a su lado, y parecía mirar a lo lejos.
—¡Se ha ido! ¡Pero se ha ido en busca de su tío, que estará con tu padre!
En el tapial, ella se lo separó.
—¡No te acerques más, pero mírame mucho!
De pronto le tomó de una mano, le sonrió y le despidió diciéndole:
—¡Bendito seas!
Entró Pablo, recatándose, por el postigo del hortal. Su casa seguía en el buen silencio del domingo. La mesa, ya parada; y en el mantel, en las vajillas y frutas brincaba con regocijo el sol. Ni siquiera se sentían las pisadas de tía Elvira. ¡Qué lástima que se trastornase esa quietud, tan gustosa hoy!
Apareció su madre; y supo que había venido Diego buscando atropelladamente a don Amancio, y como no estaba, se fue, y tía Elvira se le juntó en la calle.
—… ¿Es algo tuyo, Pablo? ¿Es algo de allí?
¿Por qué diría ese «allí» que empujaba tan lejos la casa de María Fulgencia?
Quiso Pablo aquietarla con su sonrisa, y no pudo, recordando que ya no sonreía como antes.
Tantos años lisos de infancia entre paredes; tantos años para ir subiendo a la faz oreada de su júbilo, y en unas horas se le escombró la vida…
Se acercaban tía Elvira y su padre. Y volviose rápidamente a todo. Le dio vergüenza de lo que iba a suceder; le dio miedo ya de hombre, el miedo que después se vuelve miedo de niño. Tía Elvira le quemaba con los ojos.
—¿Tienes hambre, sobrino? ¡Pues a comer…, por si acaso!…
No había revelado nada; y así era la fuerte, la poderosa entre ellos.
Pablo mordía el pan, y lo dejaba. Tomó su copa, y el agua le amargó la lengua. Tía Elvira ya no se fijaba en él, sino en todo lo que tocaban sus manos.
«¿Y María Fulgencia?… ¿Y María Fulgencia?…». Se lo preguntó muchas veces a sí mismo, y su culpa de grande hinchaba hasta desencajarle su recóndita sensibilidad infantil.
—¿Qué tiene esa criatura que no atina ni a comer ni a mirarnos?
—¿Yo? —Tan breve esta palabra, y tropezó pronunciándola.
Su madre le tocó la frente y se la descansó en la suya.
Pablo quiso desasirse, y la buscaba más, cegándose en el dulce refugio, porque tía Elvira dijo con desgarro:
—¡Déjalo, que se ahoga de pena! ¡Déjalo, mujer, que principia a llorar como los viejos pecadores!
Se levantó pálido y feroz.
—¿Verdad, azucena, que me estrangularías? —Y tía Elvira precipitose y pudo alcanzarle en el vestíbulo.
Pablo la rechazó a puntapiés y puñadas como a una perra, y tía Elvira se le agarró de la cintura, torciéndose a sus brazos y a sus muslos, crepitando como el sarmiento en la lumbre, sonriendo bajo su respiración de odio, dándole la suya rota y caliente.
—¡No te arrancarás así de la Monja cuando ella se te embista!
Apasionado de rencor, centelleándole magníficos los ojos, Pablo le aplastó en la frente una palabra inmunda, y ella le miró con locura, y casi derribada por la rodilla del sobrino, pudo apretarle de los riñones, se lo volcó encima, onduló acostada, y le besó en la garganta buscándole la boca.
Resonó un grito desconocido de don Álvaro, y Elvira escapose de su condenación.
Paulina vio en su hijo y en su esposo un acento de estupor y de tristeza que les unía con una semejanza que nunca tuvieron; como si Pablo fuese viejo, como si don Álvaro fuese niño. Y adivinó que acababa de partirse la jornada inmutable de su hogar; y se encendió de piedad por todos.
Buscó a Elvira, y no pudo abrir la puerta de su alcoba. La llamó, y de la cerradura, cegada con un paño, salía silencio, y del silencio un gemir mordido. Quiso acogerse al lado de ellos. Bajó, y ya no estaban. Le afligía toda la casa. En el comedor vio la mesa abandonada. Subió, y estuvo esperando en el dormitorio de Pablo.
Así fue anocheciendo aquel domingo de otoño, como un último día de una época suya toda de sed por la misma cuesta…