V

Ella y él

ABLO vio un zapato de María Fulgencia. Lo vio, lo tomó y lo tuvo. No lo había soltado el pico de un águila desde el cielo, como la sandalia de la «Bella de las mejillas de rosa» del cuento egipcio, sino que lo cogieron sus manos de la tierra. Tampoco era un zapato, sino un borceguí de tafilete. Y no vio un borceguí, sino el par. Se había quedado solo en el estudio haciendo una copia, y al salir asomose a la sala. La muñeca del sofá le llamó tendiéndole sus bracitos; y en la alfombra del estrado estaban las botinas de la Monja. ¡Qué altas y suaves! Muy juntas, un poco inclinadas por el gracioso risco del tacón. Sumergió su índice en la punta; allí había un tibio velloncillo. La señora necesitaba algodones para los dedos; y el suyo salió con un fino aroma de estuche de joyero. Pies infantiles; y arriba, la bota se ampliaba para ceñir la pierna de mujer. Se acercó el borceguí a los ojos, emocionándose de tenerlo como si la señora, toda la señora, vestida y calzada, descansase en sus manos. Y de repente se le cayó. La señora estaba a su lado, mirándole. Le había sorprendido como la primera mañana de lección. Para disculparse le mostró en su solapa una gota de tinta, y dijo que entró buscando agua y un paño…

—¿Tinta? ¡Y aquí también, en esa mano! Tráigame usted mismo un limón. No es menester que baje al huerto. Hay cuatro o cinco muy hermosos en los fruteros.

Fue Pablo al comedor y vino con un limón como un fragante ovillo de luz.

—¿Y para partirlo? No vaya. No vaya otra vez.

Y María Fulgencia hundió sus uñas en la corteza carnal. Saltó más fragancia.

—¡No puede usted!

—¿No puedo? ¡Sí que puedo!

Y mordía deliciosamente la pella amarilla.

Pablo se la quitó. Les parecía jugar en la frescura de todo el árbol.

—¡Tampoco puede usted!

La fruta juntaba sus manos y sus respiraciones. Recibían y transpiraban el mismo aroma, pulverizado en el aire húmedo y ácido de su risa. Y entre los dos rasgaron los gajos sucosos. María Fulgencia los exprimió encima de la mancha y de los dedos de Pablo. Pero tuvo que llevarle al tocador.

Allí él se aturdió más y quiso crecerse diciendo:

—¡Yo me lavaré; yo solo!

La señora le sonrió. ¡Claro que él se lavaría! Y no se lavaba. No se lavaba divertido en mirarlo todo: los grabados antiguos de fiestas de pastores, de ceremonias nupciales de los reyes de Francia; las muselinas de rosa pálido del balcón del huerto; los frágiles silloncitos dorados. Más hondo, el dormitorio: el suyo, pequeño, inocente y claro; su cama, camita de soltera, de novicia, con sus velos de lazada también de un rosa descolorido de flor de frutal. Su celda de sor y señorita Valcárcel. Y ella entornaba los ojos y le resplandecía su boca con el jugo de la cidra. En su belleza y en su acento se afirmaba un brío y tono de voluntad. Y a él le halagó mucho que entre las cejas de la señora se hiciese un gracioso fruncido.

¡Nos parecemos!

María Fulgencia escogió las toallas de mejor frisa, sus jabones, sus esencias.

Se lavó solo. Ella fue estregándole la tinta; pudo marchitarla y empalidecerla, pero la difundía más; y enojábase de su torpeza; y él creyó que le había prendido en la solapada un pomo de flores brotadas de sus dedos.

Aquella noche tía Elvira le dijo:

—¿Te han perfumado, sobrino? ¡Llevas perfume y tinta!

… Despertose muy de mañana; y acostado veía las viejas alamedas otoñales estremecidas dentro del río. «Ella» también miraría el agua, los árboles, el cielo, y diría: río, árbol, cielo. Cuando saliesen los palomos de su terrado a volar por las huertas, ella los vería y pronunciaría: palomos, aire, sol… Así se afanaba Pablo en pensar y regalarse con las palabras que María Fulgencia tuviera en sus labios, como si le tomase una miel con los suyos. Todas las que le escuchó adquirían forma reciente y sonido precioso; y, repitiéndolas, participaba de su pensamiento, de la acomodación de su lengua, de sus actitudes interiores, coincidiendo sus vidas.

Fue tan pronto al estudio, que tuvo que aguardar en el peldaño basta que una moza le abrió la cancela. Desde su pupitre se absorbía inhalándose del silencio profundo para recoger las leves pisadas, el habla, la brisa del roce del vestido de ella. Y el techo, los muros, todo el ámbito le cerraban en una bóveda sensitiva, palpitante del temblor de sus pulsos.

Luego de comer salió sin volverse a su madre, que, como todas las tardes, le despedía desde la solana.

Ya tocaba el esquilón del coro. Corrió mucho para pasar pronto de las tapias de Palacio. Y desde allí vio que Alba-Longa se hundía en la catedral, a su siesta de la banca del crucero.

Rodeando la casona asomose Pablo al postigo de la corraliza; y de la vid del lavadero brotó la algarabía de los alumnos y criadas.

El sobrino del amo se le humilló haciendo gentiles meneos y reverencias de juglar.

—¡Con tantos dengues y bien supiste arrejuntarte a nosotros!

—Yo vine para subir al estudio por el patio.

Diego se cogió los ijares con los pulpos azules de sus manos, moviéndose fachendoso:

—¡Por aquí no se sube, y el portón de la calle no lo abro hasta que no me salga de la chepa!

Y su sombra de camello retozaba en el sol de la balsa.

Pablo se fue a la margen del río y recostose en una olma. El giboso no le dejaba; le caracoleó contoneándose, y el espolón de su espalda se triangulizaba en el azul. Pablo tuvo que sonreír recomido de furia.

—¡Ya te ablandas, entecao! ¡Eres como mi tía, que así hace pucheretes como brinca de gusto!

—¿La señora?

—Señora y tía de este pobretico. Se está toda una tarde de rodillas, y si a mano viene deja los rezos para vestirse que da gloria, y no sale ni a la reja.

Diego se volvía riéndose, porque le silbaban desde el trascorral.

—Aquéllos me chiulan porque quieren que te diga lo de mañana.

Hizo recrujir las cabezotas de sus dedos y le dijo:

—¿Pero tú me atiendes u qué?

Pablo recibió en los ojos la lumbre lívida y untada de sus ojos.

—Mañana se van a Murcia tu padre y tu madre y mi tío. Ellos saben para qué, y yo también me lo supe. ¿Tú, no? Pues ellos se van, y aunque la Monja se quede, se irá a la Visitación o se encerrará en su alcoba y nosotros nos estaremos en el amasador con la Bigastra y la cocinera. La Bigastra quiere catarme… —Y Diego puso su belfo en el oído de Pablo, que al huirle dejó caer fuera lo que faltaba del secreto—: ¡Y ha de ser delante de vosotros! Cada uno vendrá con lo que robe de sus casas para el jollín. ¿Qué nos traerás tú?

Pablo, enrojecido, volviose al patio, y Diego le seguía resonándole su llavero en el anca.

—¡Aunque quiebres el aldabón no te abrirán! —Y a los estudiantes les guiñó de ojos conteniéndoles—: ¡Dejadme con él!

Se pararon en una vieja puerta clavonada.

—¡Si tú no abres, yo llamaré hasta que la señora salga!

—¿La señora? ¡Llévale ya los limones para la tinta de hoy!

A Pablo le ardieron las mejillas y le tembló la voz.

—¡Quiero recoger lo mío y marcharme de aquí!

—¿Marcharte? ¡Yo te abro! ¡Pasa; pero yo también, porque no te suelto! —Y lo empujó por el pasadizo del amasador y del horno de la colada que acababa dentro de la cancela. Pablo comenzó a subir, y el ímpetu de su sangre orgullosa y pura se cohibía por el helor de la risa del jorobado que le recordaba su fisga: «¡Llévale los limones!…». Y sintió miedo de niño y miedo de amor por la señora tan desvalida en aquella casa, bajo el acecho de ruines.

El estudio le dio ahogo. No tenía más claridad que la ensangrentada por la piel de los nudos de los maderos. Aspiraba el olor de legajos, de obleas, de pasta de los gropos; le crujía el calzado en los manises ásperos de arenillas de salvaderas, y en la quietud se soltaba el vaho de todas las gentes que pasaron por el escritorio, de sus documentos, de sus ropas, de su intimidad. ¡Se marchaba para siempre! Y se sentó en su pupitre, y no se decía: «¡Aquí estoy!», sino: «¡Aquí estuve!».

Diego desdobló los grandes postigos estruendosos de decrepitud. Apareció el gato por la zalea de la tarima; rodeó a Pablo, pasándole y hopeándole, y él se lo puso en las rodillas y se le incorporó un ronquido caliente y recóndito. Se complacía en todas las humildades y repugnancias de la servidumbre escolar por voluptuosidad ascética, pensando en la belleza de la señora. ¡Y él se iba! Le rebajaban y le desesperaban los estudiantes, el chepudo, el maestro. ¡Se iba para siempre! Y ella se quedaba para siempre. Y repitió: «¡Siempre, siempre, siempre!».

Encima del bufete del licenciado se balanceó la cabeza y la joroba de Diego.

—¿No viste en el patio a Ballester, que le decimos Calavera por su cara de muerto? Pues a Calavera lo despachó mi tío; y ya vuelve. Cogiste al gato por antojo. ¡Eso no vale! Lo cogerás cuando te lo grite el viejo. Calavera se hartó, como ya se harta Tonda, y fue y le traspasó una pata con plumas que se le endeñaron.

Pablo se quedó mirando a Epsilón. Gato del giboso y de don Amancio. Tenía la querencia a los pies del maestro, sin comunicarse nunca del primor de la señora. Y se arrancó a Epsilón y alzose juntando sus libros.

—¡Te piensas que te vas! ¡Qué te has de ir! ¿Qué le contarías a tu padre?

—¡Me marcharé a mi «Olivar», o lejos!

—¡A tu «Olivar»! ¡A tu «Olivar», o lejos! ¡Si pareces un Lóriz! ¿A que si te apuro, lloras? —El chepudo le hincó su mirada, sacó su brazo y se tocó la giba con un gesto de burdel—. ¡Yo la llevo y no me la siento, y a ti te va saliendo otra con tu «Olivar» que ya sentiréis! Pregúntaselo a tu madre. ¡Señoritingo del «Olivar», y que te lave la Monja! —Y escapó con un corcovo.

Principiaron a subir los alumnos y detrás el licenciado.

Fue muy poca la lección. Cuando los muros de la catedral se inflamaron de sol poniente y la sala recibía una llama dolorosa, don Amancio puso el rosario entre los dedos de Pablo.

Rebulleron las mujeres de la casa en un aposentito empanado. Todos se persignaron.

Pablo vacilaba en el rezo, escuchándose como si mirase su voz que había de llegar a María Fulgencia.

Antes del anochecer soltó don Amancio a los chicos, y en la cantonada del tapial alcanzó Diego a Pablo y le pasó las sogas de sus brazos por los hombros, hablándole muy lagotero:

—El viejo se calló su viaje para no dejarnos respiro; pero yo le avisé la tartana. ¡Tú agarra lo que puedas de tu casa!

Pablo corrió, y creía escaparse de su niñez. Nunca había sentido tan triste y tan frágil su intimidad de criatura.

… Arrinconado en el comedor, iba mirando los aparadores y alacenas por el mandato que se le quedó de las palabras del giboso. Y después, mientras cenaba, sentía en sus párpados la mirada de la madre. No pudo resistirla, y levantó su frente, y entonces le buscaron los ojos del padre. Hubiese preferido que le gritasen, que le conturbasen. La quietud, la suavidad y el silencio le avergonzaban, dejándole a solas con el desabor de la tarde.

Todos se recogieron. Y desde su alcoba vio a tía Elvira encender su vela en las luces de los Dolores. Las manos pajizas de la beata se llevaron la claridad al rostro, y la sombra del candelero de la perdiz embalsamada apeonó en el yeso de la pared, enorme como un buitre vivo rajado por la candela. Las odió tanto, que le repugnó menos la tentación del chepudo.

Ya casi dormido, pareciole que la imagen de la Dolorosa se dulcificaba perteneciéndole y que venía a su cabecera mirándole. Empezó a gotear el susurro cada vez más tenue de su madre. Se le prendían algunas palabras: Murcia, hipoteca, «Olivar»…, todo dentro de una niebla tibia; y todo, hasta su amor, se iba quedando a distancias viejas y azules; y él sumido en una Oleza sin río; porque no se sentía el río y, en cambio, sonaba la vocecita de la imagen como una fuente diminuta, y encima de todo el techo del mundo volaba un cirio que salía de la carcasa de una perdiz.

… Despertose con sobresalto, encerrado en la caracola del Segral clamoroso, que ardía de sol.

Se habían ido sus padres, y tía Elvira estaba en sus devociones de la parroquia.

En seguida que salió de su dormitorio le miraron oblicuamente los retratos de sus abuelos: el señor Galindo, la señora Serrallonga; y desde su fanal también le miró Nuestra Señora de los Dolores, mostrándole el erizo de espadas de su corazón de plata. Huyó de la sala, y sin querer volviose hacia el aposento de tía Elvira; en el fondo le esperaban las pupilas de vidrio de la perdiz, preguntándole: «¿Vas a robar?». Pablo la derribó, y rebotando por la estera, seguía diciéndole: «¿Vas a robar?».

Pablo se descalzó; las pisadas de sus pies desnudos resonaban en todo el ámbito y las repetía cada ladrillo y cada viga, y al entrar en el escritorio de su padre, le golpearon sus pasos debajo de toda su piel, como si su sangre fuese un pie muy grande de bronce que le hollaba todo su cuerpo. Se apretó el costado y las sienes, porque sus latidos hacían temblar las vidrieras.

Todos los muebles estaban cerrados. Se precipitó en el gabinete de su madre. Perfume leve y bueno de sus ropas; el olor que buscaba en el colegio besando sus hombros, su mantilla, sus cabellos, sus manos; olor antiguo de pureza, y pareciole que regresaba desde tiempos muy hondos protegiéndose a sí mismo, pequeñito y débil. Y se acercó al tocador de caoba. Le salió su palidez en un espejo de libro; allí dentro estaban sus ojos con la mirada materna, y entre los ojos el ceño duro de los Galindo. De una frutilla de marfil del mueble pendía el collar de seda de las llavecitas de la madre, y las tocó y se le fue comunicando su frío. Tan menudas, tan infantiles, y le abrían todos sus pensamientos. ¡Pero vio los cajoncillos confiadamente entornados, y se sonrojó, y tuvo miedo, y refugiose en su cuarto!

En aquella soledad de paredes blancas el tiempo corría con el ímpetu de sus palpitaciones. Habría comenzado ya el regocijo encanallado de los alumnos con las mozas; y arriba, María Fulgencia se afligiría rezando y engalanándose cautiva y gloriosa.

Tornó a salir, y todavía pisaba sin ruido. El señor Galindo y la señora Serrallonga le dijeron desde las cortezas de óleo de sus lienzos: «Puedes andar sin esconderte, porque no has robado. No has robado nada. Las llaves eran de tu madre… ¡Si hubiesen sido de tu padre!…».

¡Qué ancha y qué íntima la mañana en la ribera! Abría con sus pies la margen tierna y aparecía un agua fina, nuevecita, que empapaba la seroja de los álamos; tocaba los troncos húmedos y recogía el sentido de la circulación. El Segral se llenó de una nube blanca como una vestidura fresca, y él estuvo contemplándola hasta que la corriente se quedó en la intacta desnudez del cielo…

Le arrancaron de su gozo los muchachos de la academia. Diego no traía blusón de fámulo. Era todo sobrino, con botas hinchadas y luto viejo del tío.

Lleváronse a Pablo, revolviéndole, estrujándole para que diese su escote. Y bajo el cobertizo del lavadero exprimió sus bolsillos; y entre los menudos, relumbraron algunas monedas de plata.

—¿Las robaste?

Pablo se inflamó de vergüenza y de ira.

—¡Yo no robé! ¡Es mío, de mi ahorro, de lo que me sobra de los domingos!

No le atendían los demás, arremolinados con las criadas. La Bigastra gimió de dolor furioso mordida por Tonda en las calientes axilas. Calavera se lo descuajó zamarreándole; encima de todos orzaba la corcova de Diego, y con un tumulto de faldas y carnes retrenzadas que crujían se revolcaron por las losas del amasador.

—¡Ay, señorito Pablo, venga, usted que es bueno y decente! —Y se desgarró una risa de retozo de brama.

Acudió Pablo mirándoles con avidez torturada de verlo todo y de escaparse del vaho del refocilo que le quemaba las mejillas. Se vio y se sintió a sí mismo en instantes de sensualidad primorosa. (Mañana del último Viernes Santo. Palacio de Lóriz. Huerto florecido en la madrugada de la Pasión del Señor. Rosales, azucenas, cipreses, naranjos, el árbol del Paraíso goteando la miel del relente. Hilos de agua entre carne de lirios. Y, dentro, salones antiguos que parecían guardados bajo un fanal de silencio; la estatua de doña Purita en un amanecer de tisús de retablo; mujeres que sólo al respirar besaban. Y por la noche, la procesión del Entierro; temblor de oro de luces; rosas deshojadas; la urna del Sepulcro como una escarcha de riquezas abriendo el aire primaveral, y él reclinado en suavidades: damascos, sedas, terciopelos; ambiente de magnificencias, aromas de mujer y de jardines; tristeza selecta de su felicidad; la luna mirándole, luna redonda, blanca, como un pecho que le mantenía sus contenidos deseos con delicia de acacias. Y viose más remoto, más chiquito delante de una estampa de la mesa de estudio del prelado enfermo: la estampa de un niño cuya frente, de pureza eucarística, resiste el pico anheloso de un avestruz, y ese niño, ya hombre, atormentado por voraces tentaciones, murió virgen y puro). La frente de Pablo ardía desgarrada por pensamientos inmundos. Era menester un prodigio que le subiese a la gracia de su complacencia sin el tránsito penoso de los arrepentidos. Acogiose al recuerdo de lecturas y cuadros de apariciones de ángeles que refrescan con sus alas las frentes elegidas; de vírgenes coronadas de estrellas que mecen sobre sus rodillas, en el vuelo azul de su manto, las almas rescatadas…

Pablo pidió el milagro de su salvación. Y el milagro le fue concedido; y llegó por una vereda celeste de resplandores como todos los bellos milagros. La franja de sol otoñal se hizo carne y forma. Una voz, que parecía emitida de la luz y exhalar luz, pronunció el nombre de Pablo.

¡La señora!

Pablo se apartó de los réprobos, y siguió las claridades y fragancias de la aparecida.

Traspuso el portalillo del jardín, y allí, en una soledad de limoneros en flor, María Fulgencia, sin gloria ni fortaleza de santa, sino toda de lágrimas y de dulzuras de mujer, gemía:

—¡Pablo, Pablo: usted entre ellos; usted, que era el «Ángel» mío que tiene la mano tendida hacia el cielo!

Pablo se acongojó de pena y de rabia. Ella también lloró, y llorando se besaban en los ojos y en la boca…