IV

La Monja

CTUBRE trajo el buen tiempo. Pasó el ahogo de los nublos y calinas que apretaban la ciudad. El verano desgreñado de vendavales, de cielos de remiendos, de mala color arrabalera, se trocó en un otoño alto, fino, miniado. Y entonces se cerró más la vida de Pablo. Sentíase retenido en la vigilancia de tía Elvira como en el centro de una lente que le precisaba cada uno de sus pensamientos para entregárselos al padre.

Los ojos de don Álvaro relucían de un dolorido rencor.

La madre, de una blancura lunar, de una tristeza sin lágrimas, le pidió al hijo que no la buscase tanto, que no la quisiese más que al padre.

—¿Te lo ha dicho «él»?

Y su mirada la reprochó de blanda y medrosa.

Ella la soportaba renunciando a sus abandonos y goces pueriles de madre, para que Pablo creciese labrado por su voluntad y la del esposo. Lo quería hijo cabal, de las dos sangres. Hijo únicamente de su complacencia, sería reducirlo y menoscabarse a sí misma en los términos de su amor. Por eso alzose su corazón cuando se rebeló Pablo con firmeza de Galindo diciéndole a él:

—¡Yo no iré más allí!

Don Álvaro le miró dentro de los ojos.

Muchas veces le sorprendió Paulina acechándole.

Y una noche le avisó que al otro día, muy temprano, fuese a la academia de don Amancio.

—Todos los días, por la mañana, por la tarde. ¡Todos los días!

Y esforzaba su mandato mirándoles densamente. Ni su hijo ni su mujer se quejaban. ¡Ojalá se le arrebatasen y se le interpusiesen para tener razón de aborrecerlos! Ese «tener razón» que desperdiciaba su hijo.

Estuvo esperando la hora exacta de la salida de Pablo. Se incorporaba para ver el reloj de oro descolorido de su mujer; quiso que la hora puntual y disciplinaria la señalase el reloj de la madre. Y cuando llegó, como Pablo no se despertaba, don Álvaro precipitose en su dormitorio y le arrancó las ropas. Se le hinchaba de furor la garganta. Y el hijo levantose con graciosa ligereza, diciendo:

—¡Ya es otra vida!

Y se vistió y se marchó cantando.

Olor de nardos recién abiertos; la ribera transparentaba lejanías con promesas de felicidad; los árboles del río incendiaban el azul con sus follajes de oro. La misma limpidez y fragancia del aire tenían los pensamientos de Pablo cuando pisó el umbral de don Amancio.

Portalón enlosado y húmedo, con cancela de hierro. Una moza quitaba los cerrojos para que saliese otra con cesta de mercado apoyada en el albardoncillo de la cadera.

—¡Éste es nuevo, atiende!

Pablo, sonrojándose, les dijo que venía a la lección.

—Arriba está el chepudo.

Le salió un jorobado, con blusa larga y alpargatas grises, mordiendo un cañote de pluma de palomo.

Por la reja del vestíbulo aparecía una corona de cielo en las sienes viejecitas de la catedral. Aleteó el címbalo anunciando que alzaban a Dios.

Pablo imaginó anchura de campos, países desconocidos, barcos de vela en mares de Oriente, lo mismo, lo mismo que en su pupitre de los Estudios de «Jesús» cuando tocaban estas campanitas matinales.

El mozo de escaleras se le puso de través.

—Don Amancio y los discípulos no vienen hasta que acabe la misa mayor.

—Me manda mi padre…

—¿Y quién es tu padre?

En seguida que lo supo el giboso, descolgose su reloj de hierro, se quedó calculando la espera y le convidó a pasar. Le dejó en una sala de sillería de lienzo rizado, con estampas agronómicas y devotas. Un velador de Manila y encima una bandeja de prendas íntimas de mujer y camisas de marido, recién planchadas, sin lustre. En un cojín del sofá se recostaba una linda muñeca con briales de labradora. Daba la ventana al huerto. Sol en los naranjos, en las celindas, en los heliotropos y rosas. Un ruido fresco de alberca; un gozoso estrépito de palomar.

Pablo cogió la muñeca en sus brazos; le compuso el vestido, le cerró las rodillitas, la asomó al huerto; y cuando quiso volverla a su almohada, aturdiose porque una señora, con mantilla y devocionario, estaba mirándole.

La creyó una visita de consulta y encogiose junto a la vidriera.

Pero la señora se le acercó más, y siempre mirándole mucho le preguntó rápidamente:

—¿Es usted de Murcia? ¿Ha visto usted el «Ángel»? ¿Es que busca usted a mi marido?

Pablo le sonrió con sencillez. Según iba desprendiéndose la mantilla quedábase tan jovencita que se la hubiese llevado de la mano a jugar con la muñeca, entre los rosales.

—Yo no sé quién es su marido.

—¿No sabe quién es y viene usted aquí?

—¿Entonces usted será la…?

—Puede decirlo del todo: la Monja. En la Visitación yo era la señorita Valcárcel, y en el siglo me llaman eso, la Monja. De modo que sí que soy la mujer de don Amancio.

—¡La mujer de don Amancio!… ¡Si es usted como yo! ¡Y yo tengo diecisiete años!

Ella, por ocultarse a sí misma su confusión, subía sus manos acariciándose los cabellos; y sobresaltose más porque el Ángel la miraba en la boca, en el pecho, en la dulce angustia de su vida. Toda la mirada se le fue quedando encima de sus ojos… ¡Ahora, Señor, ahora se le aparecía de verdad su «Ángel»!… «¡Es usted casi como yo, y yo tengo diecisiete años!». Y repitiéndoselo volvió a mirarle confiada. El aparecido lo había pronunciado con alegría infantil. Era de una adolescencia pálida y hermosa; tenía frente de orgullo, y los labios y los ojos de pureza, de placer y de infortunio.

Sintiéronse pisadas humildes por los desnudos corredores, como el tránsito de colegiales por la claustra de «Jesús».

Desapareció la mujer de Alba-Longa. Y una mano grande y flaca tocó los hombros de Pablo.

—¿Qué hacías?

—¡Yo! Yo no lo sé. Me dijo el jorobado que aguardase.

—El jorobado se llama Diego, y es mi sobrino. Ven al escritorio.

Sala de paredes de yeso azul con friso de manises; mesas negras, mapas y quinqués; un vasar de rollos de causas y carpetones de documentos; el bufete de don Amancio, y detrás un retrato suyo, de toga, con fondo de cortinón de grana. Dos balcones con reparos de maderos contra las lluvias. Luz amarilla reflejada por los sillares de la catedral. Siete alumnos que hacían de amanuenses; y del folgo de piel de borrega que desbordaba por el escañuelo del maestro, salió cojeando un gato cebrado.

—¡Tonda!

Tonda era bizco y gordo.

—¿Me oyes, Tonda? Enfrente de ti se sentará Pablo Galindo.

Vino Diego con un alcuza y llenó de tinta morada las ampolletas de vidrio, antiguos bebederos de jaulas de gafarrones. Se persignaron; y Alba-Longa repartió pliegos procesales.

—¡Tonda! Tonda: Epsilón te pide que lo subas a la mesa.

Agarró el bisojo al gato del pellejo, y el animal se ovilló entre las escrituras.

A poco sonó en los ladrillos un golpe de carroña.

—¡Tonda, tienes entrañas de hiena!

Al chico se le quedaron los ojos blancos y en su boca le asomaba la bulla.

—¡Yo estaba escribiendo!

—¡Tú estabas escribiendo, y con el codo le diste hasta derribarlo!

Epsilón se lamía la pata lisiada, y las centellas verdes de sus ojos se le enconaban de mirar al bizco.

Volteaba el cencerrete del cancel. Subían curiales, recaderos, escribanos, labradores, mujeres. Si alguna moza principiaba a gemir su desgracia, el licenciado la recogía en lo último de la sala, por sigilo de honestidad; y de amanuense iba Tonda, cuya catadura le fiaba de peligrosas tentaciones. Entonces le dictaba tratándole de usted.

—Tonda, escriba usted sin fijarse.

No se sentían las plumas ni el resuello de los demás, que se atirantaban escuchando. Y don Amancio se inflamaba de virtud y de odio.

A mediodía, bajo el campaneo de todas las torres de Oleza, rezaron el Ángelus y salieron los estudiantes, menos Pablo, que se quedó convidado.

—Aquí tienes, María Fulgencia, al hijo de don Álvaro Galindo y Serrallonga.

Ella y Pablo se contemplaban en silencio; y como se les pasó el instante de decir que ya se habían visto en la salita de la muñeca, se miraron más y les pareció que, sin querer, consentían en un secreto.

Sentados a la mesa, comentó don Amancio sus métodos de enseñanza. Por la mañana, las prácticas de procedimientos. Por la tarde, la teórica y lección de elocuencia, de historia, de humanidades y otras disciplinas de Facultad mayor. Puede que alguien le malsinara creyendo que se aprovechaba de sus alumnos como de aprendices que le hacían los traslados de balde. ¿Y es que en cambio de esa faena no les guardaba? ¿No les servía la ciencia del mundo que habían de vivir, formándoles hombres expertos y cristianos?

Don Amancio disertaba y hacía platos. María Fulgencia prevenía lo más primoroso; enmendaba un leve descuido del servicio, dejaba su caricia en las flores del centro. Pablo reparó en el ajuar del comedor, tan mezclado de muebles de domicilio de célibe y de familia de abolengo, de objetos canijos y suntuarios, de vejez y de gracia. Manifestábase allí el marido y la mujer, juntos y distantes, las dos casas, las dos edades, las dos vidas.

Se le paraban encima las gafas azules de Alba-Longa, y él inclinaba sus ojos, y no sabiendo qué hacer, iba trazando rasgos con el marfil de su cuchillo en la labrada blancura de los manteles adamascados, de realces de pavones y cuernos de abundancia.

—¡Este mantel se parece a los que tiene mi madre en los roperos del «Olivar»!

Y la señora dijo con un hilo de su vocecita:

—Es de mi casa de Murcia.

Su contorno se cincelaba en la gloria del ventanal. Y mirando Pablo a María Fulgencia recordó el pie desnudo de la «Religiosa de San Isidoro», la boca encendida de la «Religiosa Armenia», el pecho de la «Religiosa de la Anunciación», el exquisito recato de la «Religiosa del Verbo Encarnado».

El maestro se llevó al alumno. Ya tañía el esquilón de la catedral llamando a coro.

En el azafate del pan quedaba casi todo el que María Fulgencia cortó para Pablo. Y estuvo tocando los trozos. Y al retirar sus copas, también casi intactas, vio los signos del mantel. Eran letras… Eran nombres. Fue leyéndolos, y fue temblándole sonoramente el corazón… «María Fulgencia…», «María Fulgencia…», «María Fulgencia…», «María Fulgencia y Pablo…».

La señora recogió de prisa las ropas de mesa.

Sonaba el cimbalillo de los canónigos. En el sol de la plazuela iba saliendo poco a poco la sombra y después todo el señor deán muy reposado. Antes de llegar al pórtico se paró; volviose a los viejos balcones de don Amancio Espuch, y suspiró complacido:

—¡En fin, ya está María Fulgencia encaminada! Ahora sí que acertamos; y se acabó. ¡Ni más ni menos!