III

Estampas y graja

me casaré con el primero que se me presente!».

El primero que se presentó, que le presentaron a la señorita Valcárcel, fue don Amancio Espuch.

—¡Quítese usted eso, esa barba, por Dios! —Y María Fulgencia se reía, cubriéndose la faz con su rebociño de tules.

El señor penitenciario intervino gravemente:

—He de advertirle, hija mía, que este caballero tiene bufete de jurista y academia de estudiantes de Facultad; escribe libros muy doctos, y en su periódico El Clamor de la Verdad encubre su nombre con el precioso seudónimo de Carolus Alba-Longa

—¡Sí; pero que se quite, que se rape todas esas barbas de cuero!

Alba-Longa se afeitó la barba, y sin ella parecía haberse fajado las secas mejillas con piel apócrifa.

La señorita Valcárcel se quedó pasmada y arrepentida, y tuvo que reírse otra vez. El señor Espuch la miraba con amargura.

—¡Ay, no se apure usted, que sí que nos casaremos!

Se casaron y se fueron a sus haciendas de Murcia. La novia, como un naranjo en flor; el marido, como un cayado de ébano. Boda muy escondida.

Por eso resonó tanto en las zarandas de los maldicientes. La tertulia de doña Corazón bramaba contra los casamenteros. Doña Purita juró que los novios habían hecho voto de vivir como hermanos, imitando a muchos matrimonios.

Don Magín dictó con suavidad:

—Como San Valeriano y Santa Cecilia, como San Galación y Santa Epistema, como San Paulino y Therasia…

La mayordoma invocaba:

—¡También los hubo casados y padres!

—Sí, señora, como San Marcelo, que tuvo doce hijos, y de ellos, siete, según dicen, se los dio su santa mujer de un solo parto.

… En la sala de las Catalanas desmenuzó Elvira la crónica nupcial. Todo lo tenía sabido y contado: desde las galas hasta los pensamientos categóricamente conyugales de la Monja. Las dos viejecitas de Mahón devoraban con susto el curioso anecdotario. Días de triunfo para la señorita Galindo en aquella casa. Pero, una tarde, suspiró la señora Monera:

—¡Dios mío, yo no estaba encinta!

Lo dijo con una sofocación tan dulce, que semejaba entonces estarlo.

Se adolecieron las Catalanas contemplándola. La Monera ya tenía un bondadoso descuido en su talle, un amplio regazo. Pudo estar encinta, y no lo estaba. No cabía más honestidad.

Y palideció la gloria de Elvira Galindo en aquella casa sin herederos.

… Pues en la de don Álvaro decía el canónigo don Cruz:

—Poco se me da de las murmuraciones en siendo feliz nuestro don Amancio, que ni por su felicidad de novio se olvida de sus deberes. Hoy escribe que le tarda el volver a su puesto. ¡Oleza está en peligro, en peligro aun con la victoria y todo de «Jesús»!

El padre Bellod rugía, subiéndose una calza de pliegues morenos:

—La gusanera del Recreo Benéfico se revuelve bajo nuestro pie. ¡Esa tropa jura que ha de celebrar desgarradamente la inauguración del ferrocarril!

Después salieron, y al lado del padre iba Pablo. Llegaron a los olmos del camino de Murcia para ver los edificios nuevos de la estación de Oleza, y de retorno por el puente de los Azudes, fueron al Círculo de Labradores. Dejó don Álvaro a su hijo en la sala de lectura, y él se sumió con sus amigos en el aposentillo mural, donde se juntaban los mejores eclesiásticos y seglares de la «causa». Casi siempre permanecían callados, y en el silencio ardían más sus propósitos.

Pablo pisoteó los esterones traspasados de la humedad de los ladrillos. Luego se sentó en la reja del patio, un patio hondo con cortezas de verdín. El ábside de la parroquia de Nuestro Padre cuajaba la sombra de una rinconada de ortigas.

Salía el conserje, vestido de negro, con botas de paño, a darle de comer a una graja manera.

Pablo alzó los ojos al óvalo del cielo como si lo mirase desde una cárcava. Se precipitaban torbellinos de vencejos. Vencejos libres, y no volaban en la anchura del «Olivar» ni encima del río ni en los jardines de familias de colegiales que tenían hermanas tan hermosas. Pero sí que volaban en el azul del «Olivar», del río y de los huertos, y como iban tan altos, los veía desde su brocal del patio del Círculo, y el encerrado y el oprimido era él.

Pasó delante de los nichos de los armarios, leyendo los títulos de los volúmenes como si fuesen lápidas: Teologías, Botánicas, Ordenanzas de Riegos, colecciones de El Año Cristiano, de El Clamor de la Verdad, de La Lectura Popular, del Mensajero del Sagrado Corazón.

La graja croaba tan erizada, que se le veía el pellejo roído de miseria. Y el padre Bellod, desde la puerta del patio, blandía un puño peludo, diciendo:

—¡Yo te apañaré!

Pablo volviose a los tejuelos: El Episcopologio Olecense, Anales de la diócesis de Oleza, las Actas de los Mártires, el Arte de pensar o Lógica admirable, por el doctor sorbónico don Antonio Arnaldo; la Respuesta fiscal sobre abolir la tasa y establecer el comercio de granos, por don Pedro Rodríguez Campomanes; la Historia de la Tercera Orden de San Francisco, por fray Juan Carrillo; Historia y estampas de los trajes de las Órdenes religiosas, del abate Tirón…

Brincó la graja por la fenestra, mondándose su pico pringoso de color de calabaza en la rajadura de un vidrio. De pronto le temblaron sus alones secos y escapó, dejando su gañido y una borra de pluma de buche.

—¡Yo te apañaré!

Pablo quitó la colanilla de la biblioteca; sacó los dos tomos de la «Obra dedicada al eminentísimo cardenal Lambruschini» y abrió en el atril del bufete de hule el libro de las láminas.

Religiosa de San Isidoro: muy jovencita, con sayal pardo, asomándole una guedeja rubia por el griñón; arrodillada en una grada de dibujo lineal, modelándosele los muslos y las piernas y saliéndole de los pliegues académicos un pie descalzo. Pablo se lo acarició.

Religiosa Armenia: ropas ornamentales, hinchadas por una brisa matinal, y en su mano un cesto de mimbres. Alta, colorada, ardiente y ceñuda; la boca gordezuela, los ojos muy castos, rechazando una tentación asidua. Pablo la hubiese besado de rabia.

Religiosa de la Anunciación: ¡qué pureza, qué cortedad, qué remilgos, y con pechos de casada, aunque se los aplastase el pecherín rígido y el corsé! Llevaba corsé y miriñaque bajo su jubón y la saboyana escarlata; las mangas eran azules, la capa blanca, la toca de almidón y el velo con pico en la frente. Sus manos tiernas tenían un libro muy lindo, sin estrenar. Pablo se hubiese dormido sintiendo la dulzura de esas manos en sus ojos. Ella humillaba los suyos; pero esos ojos serían de los que dijo, una tarde, doña Purita, de los que se abren y miran mucho cuando se aleja el que estuvo mirándolos.

La Religiosa de la Orden del Verbo Encarnado miraba con asombro, sin ver concretamente más que a sí misma. Capuz de lana, manto de ceremonia con cauda grande, bermeja como el escapulario, y en el seno la corona de espinas, el corazón, los clavos y la cifra de Jesús; el brazo en asa y la diestra en el talle, como una chula, y con la otra mano se pellizcaba la cola. Pablo ya la conocía. La vio en las salas del «Olivar» de su abuelo y en las de Lóriz, dentro de óvalos dorados, daguerreotipos y óleos de señoras austeras, de ojos negros y esquivos y cejas altas, que les ponen una tilde de pasmo y frialdad; reclinan el codo en un mueble, y siempre tienen una cajuela de marfiles, un cofrecillo de orificia que únicamente pueden abrir ellas cuando están solas.

Detrás de sus hombros le dijo el padre Bellod:

—Pasaste sin ver la estampa de San Basilio, y la del Penitente de Jesucristo, y la del Fuldense, y la del Hospitalario. No te paras más que en las de las monjas. ¿Ha vuelto la graja?

Luego se fue.

El último claror de la tarde se lo embebía el techo de vigas; un vaho de pozo salobre iba cayendo por la reja. Todo el casón semejaba desamparado. Pablo se acordó del conserje que se quedaba de noche en el sótano de la botillería, solo, con la graja dormida en un travesaño. Y angustiose del horror de ser él ese hombre de luto. Poco a poco le fue mirando una lucecita como la de los cuentos de los niños que se pierden por los campos. Pero los niños de los cuentos caminan bajo los bosques y los cielos, y él estaba inmóvil, entre vasares y muros. La lucecita venía de la parroquia, de la lámpara de Nuestro Padre San Daniel, la misma lámpara que palpitó sobre la frente de su madre la noche de su terror en la capilla del santo.

Y huyó Pablo por las soledades del Círculo, que olían a gentes que ya no estaban.

En el portal, el conserje miraba las losas con el ahínco que otros ojos miran las estrellas.

—Tu padre y los demás siguen allá dentro.

—¡Es que yo estaba a obscuras!

—Ellos también.

Pablo prefirió su encierro. En el patio, todo negro, temblaba el ruido leñoso de la graja. Sintió tan cerca la parroquia, que recibía en su piel el unto de la lámpara, el tacto de los exvotos, la sensación de las imágenes. Entre las cornisas, el aire se abría y se plegaba blandamente por el vuelo de los murciélagos.

Olor de sotana del padre Bellod. Fue acercándosele su fantasma, que rascó un fósforo en la estera y encendió el velón.

—¿Ya te escondes de la graja? ¡Está endemoniada, y te aborrecerá! ¡Guárdate de hacerle mal, aunque te aoje! ¡Te chafaría su amo! Ahora nos estará guipando ella desde las ortigas. Si te aburres, yo te daré un libro.

Escogió un volumen de las Actas de los Mártires, y dijo:

—Aquí tienes el cyfonismo. Fíjate.

Arrimó una silla, se puso de hinojos y torciose para mirar con su ojo entero. Iba señalando el asunto con el dedo cordal, y lo explicaba como si dictase la receta de una confitura:

—Se toma al mártir y se le encaja entre dos artesas o esquifes. ¿Sabes lo que son esquifes? ¿Y artesas?… Pues dos artesas bien clavadas, pero dejándoles huecos para sacar las piernas y los brazos; como una tortuga al revés. Arriba hay una trampilla que se abre encima de la boca, y por allí se le embute leche y miel, y se le deja al sol. Más leche y miel, y al sol; más leche y miel, y al sol. Se le paran las moscas, las avispas. Y leche y miel, y sol. El mártir se corrompe. Pero dura mucho tiempo. Siente que le bulle la carne, deshecha en una crema. Dicen que el cyfonismo está tomado del escafismo de los persas, que son muy ingeniosos.

Iba cayendo sobre Pablo el resuello del ayo; sus ojos seguían obedientes los itinerarios y las insistencias del dedo trémulo, de uña roblada; su nuca había de doblarse agarrotada por la horquilla de la otra mano del capellán.

—¿Qué dice ahí, en el margen de la estampa?

—Está escrito con tinta.

—Con tinta; ¿pero qué dice?

Pablo leyó: «Puede verse lo mismo en el tomo III, cap. IV, de los Viajes de Antenor por Grecia y Roma».— E. L.

—Eso lo anotaría el señor Espuch y Loriga, tío de don Amancio; y no nos importa.

Estuvo volviendo páginas con su pulgar; buscaba precipitándose encima del folio, y su ojo abierto relucía de delirio algolágnico.

—¡Aquí es! Aquí tienes los tormentos inventados por los hugonotes. Tampoco están mal. Tienden al católico, lo abren, le ladean con cuidado las entrañas para hacer sitio; se lo llenan de avena o de cebada y ofrecen este pesebre a sus jumentos.

La inminencia del verbo en tiempo presente encrudecía la óptica de los martirios.

—Están también los ultrajes y suplicios de muchas vírgenes cristianas, que de ningún modo debes ver. Y vámonos, que acabó la junta.

Durante la cena, el silencio de don Álvaro refluía en el silencio de la familia. El trueno del Segral se enroscaba por los muros. Pablo se acostó.

A las diez le llegó la jaculatoria de tía Elvira:

«Señor, a dormir voy.

Confesión pido;

Óleo Santo.

perdón

del Espíritu Santo».

… Y a la otra tarde buscó las estampas prohibidas. Se contuvo mirándose sus dedos, que se le estremecían como los del padre Bellod. Vio santas empaladas, trucidadas, enrodadas, rotas a martillo. En el tormento de la virgen Engracia leyó con avidez los versos de Prudencio:

«Tú sola vences la muerte;

vives palpando el hueco

de tu arrancada carne.

Una mano inmunda

desgarró tu costado;

rebanados los pechos,

se vio tu corazón desnudo.

La gangrena roía tus médulas;

agudos garfios arrebataron

tus entrañas a pedazos».

Venía un gañido tan ansioso, que Pablo dejó su lectura; y vio que se escapaba del patio el padre Bellod; y él aguardose un poco y salió. Estaba la graja apiolada con una atadera roñosa de media; tenía los alones desgoznados; se le hinchaba y vaciaba el buche como un fuelle; y un clavo le desencajaba las dos mitades del pico. Como si se hubiera pregonado su agonía, acudieron moscas bobas, hormigas chiquitinas y hormigas cabezudas de buenas tenazas, gusarapillos y lombrices del arbollón. Se le subían al pardal impedido, corriéndole por el borde y el telo de los ojos, por las boqueras, por el paladar; se le entraban y salían; algunos se quedaban cogidos en las calientes crispaciones de la substancia. Toda la graja se retorció por el feroz prurito del insaciable tránsito de las sabandijas.

Pablo se inclinó y le arrancó a la víctima la cuña del martirio. Entonces alzose un alarido de grajo descomunal. Y las manos y las botas del conserje lo rechazaron contra los muros del ábside.

Vinieron asustados los capellanes y devotos de la junta. La graja se doblaba de sacudidas; se tendió y fue quedándose inmóvil.

Todos rodearon a Pablo; y don Álvaro se lo llevó. Se miraron, y el padre se dijo:

«No ha sido él y ni siquiera se disculpa. ¡No le importa tener razón!».

En la calle recibieron la delicia del aire de octubre, dulce de cosechas.