II

Jesús y el hombre rico

ERANO de calinas y tolvaneras. Aletazos de poniente. Bochornos de humo. Tardes de nubes incendiadas, de nubes barrocas, desgajándose del azul del horizonte, glorificando los campanarios de Oleza.

Las mejores familias —menos la de don Álvaro— se fueron a sus haciendas y a las playas de Torrevieja, de Santa Pola y Guardamar. La ciudad se quedó como un patio de vecinos. El palacio de Lóriz semejaba ya mucho tiempo en el sueño de su soledad; el del obispo, en el ocio de los curiales, que fumaban paseando por la claustra; «Jesús» y el seminario, entornados en el frescor de las vacaciones. Las hospederías, los obradores, las tiendas callaban con la misma modorra de sus dueños sentados a la puerta, cabeceando entre moscardas. Los árboles de los jardines, de la Glorieta, de los monasterios, hacían un estruendo de vendaval de otoño, o se estampaban inmóviles en los cielos, bullendo de cigarras como si se rajasen al sol. El río iba somero, abriéndose en deltas y médanos de fango, de bardomas, de carrizos; y por las tardes, muy pronto, reventaba un croar de balsa. Se pararon muchos molinos de pimentón y harina; y entraban las diligencias, dejando un vaho de tierras calientes, un olor de piel y collerones sudados. Verano ruin. No daba gozo el rosario de la Aurora y tronaba el rosario del anochecido. Fanales de velas amarillas alumbrando el viejo tisú de la manga parroquial; hileras de hombres y mujeres colgándoles los rosarios de sus dedos de difunto; capellanes y celadores guiando la plegaria; un remanso en la contemplación de cada misterio, y otra vez se desanillaban las cofradías y las luces por los ambages de las plazas, por los cantones, por las callejas, por las cuestas. De trecho en trecho caía con retumbos dentro de las foscas entradas el «¡Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando, / mira que te has de morir, / mira que no sabes cuándo!». Y, según adelantaba el tránsito, se les venían más gentes a rezar.

Penetraba en casa de Pablo ese río de oración, más clamoroso que el Segral. A lo lejos, era de tonada de escolanía, de pueblo infantil que, no sabiendo qué hacer, conversaba afligido con el Señor. Y, ya de cerca, articulado concretamente el rezo en su portal, por cada boca, sentía Pablo un sabor de amargura, de amargura lívida. Alzaba los ojos al cielo de su calle. De tanto ansiar se reía de su desesperación; y palpaba su risa. Tocaba sus gestos como si tocase su alma desnuda. Vivía tirantemente. El júbilo de las vacaciones se le quedó seco y desaromado. Pasó los primeros días siempre en diálogo con su madre. Tía Elvira alababa la suerte de su cuñada por tener un hijo tan hija. No fuera tan enmadrado y enfaldado si trajese faldas de verdad. Y convidó al sobrino a sus tertulias de las Catalanas y de la Adoración. Después mudó de chanza, santiguándose y mirándole todo el cuerpo.

—¡Se te siente medrar! ¡Ni las sayas de tu madre ni las ropas de tu padre te aprovecharían! ¡Con esa cara de mujer guapeta y esa figura de ángel talludo, habrá que colgarte evangelios!

… En agosto todavía estaba la familia de don Álvaro en su casa de Oleza.

Ni ruegos de la esposa, ni enojos ni postraciones del hijo removieron la voluntad del padre. El cansancio, la molicie y el calor le solicitaban también a la holgura campesina y a olvidarse flojamente de la contienda de Oleza. Pero él resistiría; porque la contienda de la pobre Oleza significaba la del mundo. Desde su destierro, el príncipe les recordó palabras de un esclarecido purpurado: «Preferible es el impío al indiferente». En aquellos días, León XIII dijo a los hombres: «Cumplid vuestros deberes de ciudadano». Ahora la santa causa no peleaba con estrépito humeante de armas, sino con el fuego de la doctrina, con la espada de las intenciones, con el ejemplo de las virtudes. Como en el mundo, las dos mitades de Oleza, la honesta y la relajada, se acometían para trastornar la conciencia y la apariencia de la vida. «Jesús» esforzaba a los olecenses puros. Ya no se temía la discordia como un mal, sino que era un deber soltarla en lo íntimo de las amistades y de las familias. El Recreo Benéfico, con su mote masónico de caridad, iba pudriendo las limpias costumbres. Muñía bailes, jiras, cosos, tómbolas, comedias y verbenas, que «Jesús» condenaba implacable, repudiando a los luises que participaron de las abominaciones. Y Palacio se retrajo con el silencio de las tolerancias. Se dijo que, creyéndose menoscabado por las censuras de «Jesús», Su Ilustrísima le devolvió al rector la medalla de oro de presidente honorario de la Congregación de San Luis.

¡Baje fuego y consuma esta Samaría! Y los legionarios del padre espiritual, en vez de subir los ojos imprecando el castigo, los volvían con recelo a Palacio. La mitra procuraba los edificios de «Jesús»; la mitra se los entregó a la Compañía, y la mitra tenía poder para confiarlos a otra comunidad religiosa.

La población escolar iba creciendo, a mayor gloria de Dios. El último censo había llegado a cifras consoladoras: 227 internos, 195 externos. ¿Se malograría una empresa tan fecunda en bienes espirituales? Y cundió el sobresalto entre los recoveros, zapateros, sastres y todos los abastecedores de casa.

En esa hora confusa, el dedo de Dios indicó el camino de la salud: la tierra de la tradición, el «Olivar de Nuestro Padre». De la antigüedad de sus olivos y de sus generosas oleadas recibe nombre Oleza; de una de las oliveras está labrada la imagen de Nuestro Padre San Daniel, y en la raíz del árbol cortado brota milagrosamente un lauredo. Tierra de veneraciones y prodigios. He aquí el solar pingüe y académico de la futura residencia de teólogos, de misioneros, de maestros, si la desgracia empujase a la Orden fuera de los recintos de «Jesús».

Y la legítima Oleza depositó todas sus inquietudes y todos los remedios en don Álvaro Galindo, dueño del «Olivar».

En llegando don Álvaro a «Jesús», le subían al aposento del rector sin espera en la sala de visitas. El rector dejaba su estudio, su recreo, su oración, acogiéndole con apenada sonrisa. Hundía la pinza del tabloncillo de su puerta en el epígrafe «Ocupado», y al regresar a la almohada de su sillón doblaba la frente delante del crucifijo para elevarla con súbita firmeza, ofreciéndose a todos los dolores. Porque no temía el dolor, sino el error.

—¡Quién adivinará el término de la jornada! ¡Amigo y dueño: nosotros llevamos siempre la cintura ceñida, y no traemos alforja ni muda!

Otra sonrisa, de prudencia y de renunciación, rubricaba su faz.

Callaba don Álvaro. Callaba siempre, con su ceño hundido y los ojos puestos en sus manos de estatua de sepultura.

El rector esperaba. Esperaba también siempre.

Y una tarde, el caballero de Gandía dijo:

—¡Si ese «Olivar» fuese mío, únicamente mío!

Para salir a la gran escalera habían de caminar el largo corredor de las tribunas del templo. Se detuvo el jesuita; abrió una de las puertas de roble tallado, y entre las celosías les llegó el silencio de los profundos ámbitos tan sensitivos. En el firmamento místico de los retablos lucían inmóviles y dulces las estrellas de los lamparines. Por la rosa de vidrios del coro pasaba el sol poniente, estampándose en el sepulcro del fundador Ochoa, y ardía la piedra encarnada y estremecida como un enorme corazón.

—¡Eternamente recogerá esa urna el último rayo de sol de la tarde!

—¡Si el «Olivar» fuese sólo mío!

—¡Sea suya la voluntad de hacer el bien!

La víspera, una carta del Provincial de Aragón le avisaba que no creía en las posibilidades de un fracaso del Colegio de Oleza. No creía; es decir, no quería… Se alejaron los pasos recios de don Álvaro y vinieron otros pasos chafados, viejecitos. ¡Ah, el padre Ferrando! Acabaría de dejar el calesín, el carro, el albardón de la cabalgadura que le volviese de salvar almas rurales. ¡Buena vida la del mínimo Padre confesor de Su Ilustrísima! Y el rector diose una palmadita en la curva sudada de su frontal. Se llevó al padre Ferrando y, sonriendo lo preciso, le encomendó el negocio de las paces con el difícil penitente.

Porque «se acabó el aceite y ardían las torcidas».

Fue asomándose Pablo al huerto episcopal. Todo lo recordaba por suyo, como si hubiese sido suyo. En otro tiempo corría entre las bardizas, saltaba las acequias, regaba, le gritaba a Ranca el hortelano; por todo rebullía y todo lo gozaba sin pensar que fuese suyo ni ajeno. Era dueño con los ímpetus de su antojo y con la complacencia del señor obispo que le miraba desde su estudio, y él no lo sabía. Ahora Pablo iba subiendo los ojos a todos los ventanales, siempre cerrados.

—¿Y Ranca?

Volviose un viejo que llenaba una espuerta de estiércol.

—Ranca ya no está.

—¿Y por qué no está ya Ranca?

—No está porque le dio la perniciosa y nos lo llevemos; y nos lo llevemos porque se murió.

¡Ranca había muerto, y el huerto se quedaba! Ranca se ponía a fumar su verónica encima de la gleba recién volcada, y él, a la aúpa de sus riñones hasta colgársele de los hombros, le mandaba que le llevase al salón del obispo. Ranca, sin mujer, sin familia, salió en el huerto como una hierba borde. Era todo vegetal, y vegetal de allí: de terrones, de cortezas, de raíces, de sol, y de olor y de aire. Viéndole por Oleza, se sentía todo el hortal en su pellejo arado, en sus uñas de mantillo, en su voz que sonaba como un calabazón del andaraje de la senia. Le dio la terciana, y se murió; y el huerto seguía…

—¿Y el obispo qué dice?

—¿El obispo? ¿Qué dice de qué?

—¡De Ranca!

—¿De Ranca? —y el hortelano vertió la espuerta en la almajara y se puso a escardar.

¿Es que el obispo ya no rezaba ni leía bajo su limonero? ¡Tanto tiempo estaba ya el hortal en ese abandono que hasta pasó la muerte muy callando entre los árboles! Pablo sintió el vuelo de los años encima de su corazón. Y todo lo que se quedó coordinado y dormido en su primera infancia, le resalía ahora con sensación de presencia.

Lejos y hondo, en lo último del huerto, detrás de los vidrios de Provisoría, comenzó a fraguarse el rostro llano de don Magín, como un recuerdo; un recuerdo que le miraba, que le llamaba, que se le apareció en el aire diáfano.

—¿Ya no te consienten que vengas a Palacio ni a mi casa? ¡Te han temblado los ojos, y por tu frente pasa también temblando la verdad con el sofoco de los que todavía son buenos!

Lo entró en las oficinas. Allí los capellanes fumaban con zumbas y albardanías de tertulias de archivo, y algunos se hablaban con grave sigilo de capítulo.

De la escalera les llegaba una quietud de casa de enfermo. Pablo le dijo:

—Fue mi madre la que quiso que viniese aquí en su busca. Anoche la cena acabó con gritos. Mi madre lloraba. Dicen que el «Olivar» de mi abuelo ha de ser colegio de «Jesús».

Un paje les avisó con muchos melindres las nuevas de arriba. ¡El padre Ferrando pedía ver a Su Ilustrísima desde las diez! Vino el padre Ferrando luego de celebrar su misa de la Virgen, la que rezan los sacerdotes de cansada edad y de ojos enfermos. Vino bajo la guardia de un hermano ávido en oír y ver con lisa apariencia.

—Está en la saleta. ¡Llegó a las diez; ya dieron las once, y nada! —Y escapó santiguándose.

Desde la jaula negra de su negociado un clérigo decía:

—¡Sí, sí!… ¡Sí, sí!… —Semejaba el cuco que sale al ventanillo del reloj.

Dos oficiales no pudieron contenerse; y recatándose por escalerillas y por pasadizos, se acercaron a la cámara. En aquel instante el padre Ferrando, muy apocado, imploraba:

—¡No soy yo, no es el padre Ferrando el que pide audiencia; es el confesor de Su Ilustrísima!

El lego transpiraba un helor azul. Y el doméstico resignose a llevar el recado, y al volver, sus anteojos eran de ráfagas de lumbres.

—¡Su Ilustrísima tampoco puede recibir a su confesor!

Los de la curia corrieron a las oficinas para referirlo. Y el capellán enjaulado movía fajos procesales diciendo:

—¡Sí, sí!…

En la tarima del escritorio que fue del difunto mosén Orduña, un eclesiástico rubio se soltó el collarín y presagió, frotándose las manos:

—¡El estallido!

Le rodearon algunos escribas, sobándose también las suyas como si se las lavasen en el sol. ¡Que viniese ya el estallido! Ése era el concepto que estaba mudo en su conciencia, y acababa de revelar el archivero. Sentían por delegación el denuedo suficiente para que estallasen los dos poderes: la mitra y «Jesús». Ellos pertenecían a la mitra, y desde sus asientos de delantera iban a presenciarlo todo. El archivero Orduña, en sus éxtasis históricos, no se habría dado cuenta de la actualidad. El de ahora, con sus claros sentidos, tentaba lo porvenir, aunque, por su oficio, se mantuviese de ejemplos de las crónicas episcopales:

—En mil seiscientos veinticinco, el mayordomo del obispo va de casa en casa pesquisando si los olecenses comen carne en la Cuaresma. Impone multas y otras penas de más aflicción. El Justicia quiere impedírselo. Excomulga el obispo al Justicia. El Justicia, en venganza, manda pregonar: que puesto que los clérigos, con excusa de ir de noche a sus iglesias, promueven escándalos, ninguno salga, desde el toque de oraciones, sin llevar luces. Se suceden los encarcelamientos, las contiendas, los tumultos. Un criado del Justicia golpea a un fámulo del mayordomo, que huye, y apostándose bajo los pilares de la catedral, aguardó al otro y, al pasar, le arremete, lo acuchilla y se acoge al asilo sagrado. El Justicia lo arranca de los brazos de los canónigos y lo cuelga del cancel. El obispo fulmina excomunión contra toda la ciudad, y no se celebran oficios divinos ni sacramentos.

En mil setecientos quince, un prelado junta caudales para construir otra catedral, que ha de ser gloria de Oleza. Los planos y estudios se hacen en su palacio. Trae los mejores canteros, alarifes, fusteros, artífices. Pero el cabildo entorpece sus designios de magnificencias. Le oprime, le cansa, le desespera. Y el obispo consume todos los dineros de la catedral en un cuartel de Caballería, más tarde lonja y después convento.

En mil setecientos noven…

—¡Sí, sí… Sí, sí! ¡Se quedarán ustedes sin el estallido de ahora!

Le dejaron todos para ver al confesor, que bajaba.

Bajaba llorando. Le llovían las lágrimas por sus carrillos de labradora, empañándole las gafas. Se estrujaba el manteo y lo soltaba para cogerse al barandal. Su hipo de sollozos resonó en la cupulilla de la escalera. Y a su lado, el hermano agobiaba los hombros como si recibiese la cruz de los agravios para llevarla íntegra a «Jesús». Pero, en la claustra, quiso que, antes de salir, redujese el padre su congoja; lo apartó, lo arrimó al balaustre de un arco, frente al terebinto que trajo de Palestina una piadosa familia romera. Y el padre Ferrando, sin querer, leyó tres veces la lápida: «¡Tendí mis ramas como el terebinto, y mis ramas lo son de honor y gracia!». Y se precipitó más su lloro. El viejo confesor hacía como esas criaturas que aflojan su berrinche y de súbito aprietan y se encorajinan más. Lo tomó el hermano entre sus brazos enjutos de constitución. Así desfalleció más el afligido. Acudieron capellanes y fámulos. Fue socarrándose el lego de ver que el trance se derramaba y atraía la compasión de las gentes antes que en casa. ¡Y eso sí que no!

Gritó el secretario llamando al jesuita, porque Su Ilustrísima venía en su busca. Llegó hasta la segunda meseta, descansándose en el brazo de don Magín y en el hombro de Pablo. Los oficiales de la curia le veían después de mucho tiempo. Creyéronle roído por el mal, torciéndose encima de su podre, como Job; y se les apareció con un cansancio y delgadez de convaleciente, sin otros indicios de la enfermedad recelada que las vendas de sus manos y de su cuello. Abrazó al padre Ferrando con dulzura filial, pero jerárquica. Subieron juntos, y el obispo se paraba porque su confesor había de enjugarse y sonarse, y doblar y guardarse su gordo pañuelo azul de ropería S. J.

Pasaron al oratorio. El sol de septiembre recalentaba el oro viejo del altar, la lámpara de cobre, las paredes desnudas, los floreros de paño, todo de un júbilo ingenuo y solitario de ermita de aldea. Su Ilustrísima se postró en una vieja almohada; el padre Ferrando, desde su butaca, le puso la cinta de la Congregación de San Luis. Y un familiar juntó la puerta.

Se sentían los relojes de las salas, los ruidos agrarios del huerto episcopal. Y el hermano trenzó sus dedos como si cogiese un estandarte de gloria para llevarlo íntegro a «Jesús».

… A mediodía llegó Pablo a su casa gritando:

—¡Ya no se pierde, ya no se vende el «Olivar» del abuelo!

Su madre le besó cohibida bajo la mirada del esposo.

Todos callaban; y levantose como una llama roja la voz de don Álvaro:

—¡Irás siempre conmigo! ¡Siempre! —y se mordió su labio convulso.

¿Por qué chillaría su padre con ese odio entre tanto silencio y sumisión? Y acabada la comida, se apartó a la solana y estuvo mucho tiempo mirando los follajes del río. ¿Por qué le gritó su padre, y por qué volvió él tan contento y ya no lo estaba? Había visto llorar a un jesuita como si no fuese jesuita; al obispo arrodillado delante del confesor, lo mismo que él se arrodillaba. Todos los hombres se sometían a las medidas de los niños.

Se cansó de la ribera; y desde la sala, de un ambiente de recinto ajeno, contempló el cerrado palacio de Lóriz. Jardín de claustro; caricia de los sofás, de los aromas, de las sedas; las risas de las primas de Lóriz…, todo iba recordándolo como prendas suyas desaparecidas que no supo tener. Y ahora venía el agobio del invierno en su casa; y el palacio de Lóriz sin nadie.

Gimieron las bisagras de su postigo. De la sombra morada de la calle subían los pasos duros de su padre. Asomose y le miró la espalda robusta, el bastón de espino negro con puño de oro entre sus dedos pálidos, las botas, el contorno de toda su figura…

Iba don Álvaro recogido en sus cavilaciones.

Ya no se vendía el «Olivar». ¡Qué gozo tuvieron su mujer y su hijo! Hasta ellos lograban ser enteramente ellos según eran, sin el padecimiento confinado y obscuro de serlo. Se les encendía la luz de su voluntad. «¡Ya no se vende, ya no se pierde el Olivar!». Es decir, ya no sufrían ellos, ni a él le dejaban padecer. Capacitado para el dolor, como otros nacen dotados para las delicias, se le empujaba y se le apartaba siempre de su camino. Le estaban negadas todas las complacencias, basta la de sacrificarse…

… Anochecido llegó don Álvaro a la portería de «Jesús». Le dejaron en una silla de Vitoria del salón de visitas; y tuvo que esperar. Tardó el rector, disculpándose con sus afanes del comienzo del curso académico. Prosperaba el número de internos, muchos, muchos de familias ilustres. Y como don Álvaro insinuara el asunto del «Olivar», el rector sorprendiose delicadamente. Don Álvaro pronunció la palabra sacrificio…

Y el jesuita le sonrió con indulgencia:

—¡Oh, a veces Dios no lo permite y envía sus ángeles para impedirlo! Un ángel detuvo el brazo de Abraham cuando ya su cuchillo tocaba la garganta de Isaac. ¿No nos habrá enviado Dios al padre Ferrando? Otras veces, cuán costosas son las decisiones que pueden trastornar las regaladas costumbres; quizá sea más difícil para el cristiano la renuncia de su bienestar que el acometer las más arriesgadas empresas. ¡Quizá, sí! Nos lo dice San Marcos en aquel conmovedor episodio de su evangelio: Un hombre rico le pregunta al Salvador: «Maestro, ¿qué haré para conseguir la vida eterna?». El Señor le responde: «Cumple los mandamientos». Y él añade: «Los he guardado desde mi juventud». Y Jesús puso en él los ojos (así los ponemos nosotros). Y le mostró agrado —dilexit eum— (también como nosotros hacemos), y le dijo: «¡Una cosa te falta: vende cuanto tienes y entrégalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme!». Pero el hombre rico afligiose y se apartó de Jesús… ¡Qué lástima!