V
Final de Corpus
ERVORINES. Tantum Ergo. Bendición y reserva. Solos del nuevo Himno Eucarístico del Padre Folguerol… Jornada gloriosa para don Roger. El señor Hugo le felicitó, cogiéndole atléticamente de las muñecas:
—¡Y ahora, un buen verano! —Y lo soltó con elegancia, como si lo dejara caer a la pista desde un trapecio.
El padre prefecto les aguardaba en la puerta del coro; y de sus manos recibieron las cesantías de sus cátedras.
—¿Cesantes? ¿Y en vacaciones y para siempre? —exhaló el solfista, con voz tenue por primera vez en su laringe.
—¡Quizá, sí!
—¡Pero padre prefecto!…
El padre prefecto suspiró un «¡Aaah!» pequeñito, y se les apartó rápidamente.
Don Roger y el señor Hugo, que entraban juntos en «Jesús» todos los días, a las diez y media, salieron también juntos esa tarde. En el pórtico se pararon, mirando la hornacina donde está el Señor con su cayada de caminante. ¡Qué hermosura fuera vivir como el Señor, sin más impedimenta que un cayado!
Campaneo de las parroquias, de los monasterios, de la catedral; música de la procesión; estampidos ardientes del «Sacre», el dragoncillo de San Ginés atorado de pólvora gorda; aliento de los jardines y de la vega de junio… Y al bajar los escalones creyeron descender a una ciudad torva y desconocida.
Lo primero que dijo el señor Hugo lo pronunció en su lengua natal. Plegó los brazos y se tocó los bíceps. ¡Para qué los quería en Oleza! Luego, como casi todas las criaturas, necesitó que alguien tuviese la culpa de su desgracia.
—¡Ha sido por doña Purita; por la amistad de doña Purita!
¿No bendecían los ancianos de Troya la belleza de Elena, aunque les trajese la ruina de sus hogares, el incendio y la muerte? Así, don Roger, que al lado de la queja y de la acusación del señor Hugo, puso el elogio a la beldad menospreciando las pesadumbres del mundo:
—¡Qué guapa estaba hoy! ¡Dios la bendiga!
Después, de su pecho de cantor, precisamente del suyo, tan apacible y no del arrogante gimnasta, salió la nota viril:
—¡Qué hacemos! ¡Es menester luchar!
—¿Luchar? ¡Muy bravo, cuando a los sesenta y tres años se tiene más voz que a los veintitrés!
Don Roger llevose sus dedos enguantados al garguero. Hasta en silencio se presentía y casi se palpaba la fortaleza de su órgano. Pero fue generoso, y fue justo, diciendo:
—¿Y yo, yo qué hago aquí con tanta voz cerrándome «Jesús» sus puertas?
—¿Nos ha perdido la amistad de doña Purita? ¡Vayamos a ella y luchemos!
Y el señor Hugo tendía bizarramente su mano en la cantonada de la calle de la Verónica.
El profesor de solfeo ensalzaba y bendecía a la hermosa mujer; pero escogía un itinerario de más prudencia: «Jesús». «Jesús» por la mediación de don Álvaro Galindo y de otras casas de grande valimiento.
Persuadiose Hugo, y bien avenidos llegaron a los dinteles del caballero de Gandía.
Se pasmó la vieja criada de ver dos hombres tan nuevos allí y de tan desemejante catadura: uno, rotundo y dulce; otro, de un verticalismo acrobático, aunque entrambos hiciesen una misma sonrisa junciosa y sometida.
No les recibió don Álvaro, sino su hermana, que, mirándoles mucho, les aconsejó que visitaran a los Lóriz, a don Magín y otras gentes parejas. ¡El mundo era muy ancho!
—¡Tan ancho —le respondió el señor Hugo—, y nos tropezamos siempre!
—¡Huy, no será conmigo!
Y la señorita de Gandía les llevó al portal y cerró duramente la cancela.
—¡Usted con toda su voz y yo con todos mis bríos, y usted se ha callado y yo no aplasté a la señorita contra el escritorio!
Y el señor Hugo arqueó con fiereza su pecho; hizo una flexión de brazos y apartose de su camarada.
Partían los caminos: él, al Palacio de Su Ilustrísima para pedirle misericordia; y don Roger, al palacio de los Lóriz.
Conmoviose halagadoramente el músico recibiendo el saludo de una gentil doncella. Se lo hubiera contado todo en el zaguán para que se lo transmitiese a la señora; y prendido de la graciosa sonrisa de la camarista pasó el patio de entrada, deslumbrante de blancura, y de aquí a un aposento entornado, que olía a magnolias. Se quedó solo y comenzó a decirse: «No veo, pero se adivinan las magnificencias. Las alfombras deben ser preciosas; las alfombras, porque de seguro que hay más de una y de dos para que el suelo resulte tan mullido. Me dormiría de pie. Casi es increíble que yo sea un pobre hombre sin acomodo sintiéndome tan ricamente en esta sala…». De súbito le asustó más saber que se hallaba esperando a los condes de Lóriz, que pensar en su desventura. «¡Dios mío, ya me sudan las manos! Los guantes se me van embebiendo de sudor angustioso. Parece que el único remedio de los sudores es olvidar que se suda. ¡Pues lo olvidaré! ¡Qué tibieza y olor de lujo! Todavía no se me olvida. Quizá no haya tanta suntuosidad como yo imagino. Es que no veo. ¿Tendré un síncope sin saberlo? ¡Me sudan las manos, la frente y las rodillas! Es que llego de ese patio de sol y de piedra, y esta obscuridad me venda los ojos con una cinta de seda perfumada. Es muy probable que tarden los señores en aparecérseme. Primero se presentará un criado con luces, encenderá la lámpara, no una lámpara, sino una o dos arañas de cristal. Arañas de Venecia, de ese color marino, de vislumbres de perla…». Pues ese lacayo no había de encontrarle inmóvil y encogido.
Y don Roger se animó y se puso a pasear con algún tonillo. De repente le reventó en la contera de sus zapatones un estrépito vibrante de esquilas de vidrio, un estallido Hidráulico. Se le cuajó la conciencia y la sangre. Únicamente dijo: «¡Estoy sudando!». El sudor le bañaba los pies y le salía y empapaba el tapiz como lluvia en un prado. Ladeose un poco, y todo el prado crujió. Creyó que se le caía el corazón a pedazos, y cada trozo le rebotaba en la alfombra golpeándole en los carcañales. Fue doblándose, doblándose, y entre sus manos enguantadas sintió rebullirle no un fragmento, sino todo el corazón, palpitante y glacial, y le saltó, dejando una rápida lumbre. Dentro de la blanda quietud del recinto se oía un brincar cansado, gelatinoso, un húmedo aleteo. Don Roger se arrancó un guante con los dientes; encendió una torcida de muchos fósforos.
—¡He roto algo! ¿Qué habré yo roto?
Había roto la pecera regalada al padre Rector de «Jesús».
Los peces del Nilo, del Jordán, del Vaticano agonizaban mirándole y estremeciéndose, sagrados y magníficos.
Don Roger, todo don Roger era una branquia que latía. Fue retrocediendo; alzó un cortinaje, salió al patio, abrió una verja, después un postigo, y escapose de la casa de Lóriz sin volver la cabeza.