IV
Pablo, Elvira, don Álvaro
AS ventanas del salón de estudio, de par en par. Azul de mediodía estremecido y madurado de azul; anchura cortada por la rotonda de la enfermería; la torrecilla y las dos setas de cobre del reloj con sus mazuelos, que cada cuarto de hora se apartan tirantemente y tocan lo mismo que en los días angostos, lo mismo que siempre. Un trozo de monte plantado de viña; los naranjos, los olmos, la noria y las tapias de Casa; la llanada de las huertas de Oleza, una curva del río; sierras finas, de color caliente… Todo eso fue para Pablo la promesa de una felicidad, la lejanía, el principio de un mundo de cuento; y ahora, por haber terminado el curso y seguir delante de su pupitre, todo aquello era lo de todos los días, era paisaje escolar, la renovada conciencia del año de clausura.
Quedaban en el salón nueve colegiales. En la tarima, un hermano con gafas negras, las gafas del disimulo de todo el año, repasaba una Lectura Popular. ¡La Lectura Popular, con su olor de imprenta húmeda; el periódico que les repartía el cuestor de estudios a la hora en que comenzaban a subir del patio los olores de cocina! Y dentro del ruido de aquellas fojas entre los dedos del hermano se les perdía la sensación del Corpus. Se recodaban en sus pupitres sin asignaturas, mirándose su uniforme de paño recio y de oro escomido, con un cansancio de jornada ya cumplida. Todo eso, todo eso era lo mismo que si se sentaran en un banco de andén de estación para esperar después de llegar. Y se volvían de pronto a la puerta de la sala. Saludos de los que se iban; jovialidad de reverendos padres; y esos reverendos padres, si se asomaban, recuperaban la cautela y el canon de la plena observancia.
Pablo se precipitó en el pasillo. Tía Elvira le llamaba desde el fondo moviendo un mitón vacío.
—¡No te canses mirando a lo lejos, que no viene nadie más por ti!
—¿Y mi madre?
—¡La pobre no puede soportar mis trajines! Pero, anda, hijo, y despídete y vámonos, que estoy sola para todo.
La obedeció Pablo; y luego vino arrancándose las insignias y medallas y estrujando su gloria dentro del bolsillo de su casaquín. Sus labios se apretaban en una curva de sollozo y de ímpetu contenidos.
Cuando salieron a la escalera apareció en el quicio de la sala de recreación de la comunidad un grupo de sacerdotes y de seglares eminentes. Empujó tía Elvira al sobrino, y Pablo inclinose y besó la mano de su padre.
Tierra, calles, sol de Oleza. Oleza ya suya del todo, sin que la viese ni la sintiese desde «Jesús» ni en los paseos en ternas. Oleza, olorosa de ramajes para la procesión; vaho de pastelerías y de frutas de Corpus; aleteo de cobertores, aire de verano; goce de lo suyo, de lo suyo verdaderamente poseído, con perfume de los primeros jazmines, de canela y de ponciles. Todo el pueblo, todos los árboles, todas las gentes parecía que perteneciesen a la heredad de Nuestro Padre; todo le acogía como si él volviese de profundas distancias.
Y entró en su portal llamando a su madre. Gritaba para remover el viejo silencio de su casa entornada; y gritaba para oír su grito, grito único, sin el plural del griterío de los patios escolares. Quiso tía Elvira impedir tanto alboroto, y el bachiller se le escapó al dormitorio de su madre. Abrió los maderos y celosías y subiose al lecho de la enferma. Las blancas paredes y cortinas se encendieron de día grande, y en las almohadas se volcó un trigal de trenzas y de sol. El humo azul del braserillo de espliegos se apretaba en los rincones de la alcoba.
—¡Levántate para comer conmigo!
—¡Conmigo y con tu padre también!
—¿Mi padre? ¡Mi padre come hoy con monseñor y todos ésos!
—¡Ay, hijo, y qué bien aprendiste la graciosa crianza del niño de Lóriz! —Y tía Elvira les apartó, porque se sonrojaba de verlos abrazados y tendidos bajo los velos de la cama de su hermano.
Paulina pidió sus ropas, y el hijo se levantó brincando y aplaudiendo.
—¡Así quieres a tu madre! —clamó tía Elvira—. ¿Y tú, te vestirás sin saberlo Álvaro? ¿Te vestirás delante de tu hijo?
La enferma se recostó sumisa y, sonriendo, le dijo a Pablo que abriese las vidrieras del comedor para verle y tenerle cerca mientras comían. Se resignó él, y sentose vestido de uniforme.
Tía Elvira le trajo una blusa de colegio.
—¿Ésa?
Había de ser su madre quien le diese y le vistiese las ropas suyas, las de hijo; porque para enfundarse con delantal de internado, bien estaba con su levita, su fajín y hasta con gorra. Prefería creerse del todo en «Jesús» y que aun hubiera de venir el júbilo de la primera comida de vacaciones. Y no comer con tía Elvira nada más. ¡Sopa de puchero de enfermo, y casi a oscuras! ¡Más claridad había en el refectorio!
—¿Ropas tuyas, preparadas por tu madre para ti? ¡No tengo su primor; pero tú tienes blusa que ponerte porque yo me cuidé de aviártela!
—¿Ésa? ¿La vieja, con volantes de añadidos? ¡Por ella se me rieron en clase, y yo lloré, y el padre Neira, comiéndose su risa, nos recordaba: «los que lloran serán consolados; los que se humillan serán ensalzados!». En recreo me llamó el hermano Buades; estuvo tocando los remiendos, y decía: «¡Blusa crecedera! ¡Tira nueva en lienzo viejo, hasta en los Evangelios se prohíbe!». ¡Entonces yo me la desgarré!
—¡No la rasgarías como yo! —Y tía Elvira se la arrebató; sus dedos crujieron como un cardizal, y sus lágrimas gotearon el mantel.
Pablo pidió los fruteros, y desbordándole las manos de cerezas, volviose al dormitorio.
—¡Aunque sea pecado jurar, yo te juro que no cometeré nunca la simpleza de llorar delante de ti!
La congoja rompía las palabras de tía Elvira.
Pablo acostose al lado de su madre. Desde allí miraba los álamos y salgueros del río, la planicie hortelana con las coordinaciones de los verdes jugosos; los campos de siega en un vaho azul traspasado por una palmera, por un ciprés, y en la cerámica rosada de una colina florecía el lirio de un santuario.
—Ya tengo tu olor —gritaba Pablo jugando con las trenzas de su madre—. Los demás huelen a vestidos, a gente y a olores. ¡Tú sola, tú nada más, hueles a ti!
Ella se lo atrajo más; le puso la cabeza en su brazo desnudo y le sonrió.
—Siendo como eres, ¿por qué has de hacer sufrir? ¡Tía Elvira ha llorado!
—Quiero más a don Amancio que a ella.
—¡Quiérela por tu padre!
—¿Por mi padre? Y además, es que no te quiere; no nos quiere a nadie. ¡En «Jesús», todos los días, menos los jueves, cocido! ¡Pues hoy, jueves, Corpus, primera comida de vacaciones, cocido también en mi casa!
—¡Desde mañana yo seré tu cocinera, y tú me darás de salario el ser dulce para todos, y habrá siempre alegría en esta casa!
—¿Alegría en esta casa, que si no fuera por ti, yo…?
—Por mí y por tu padre, Pablo, por tu padre…
—¿Mi padre?…
—¡Tu padre, tu padre! —Y Paulina incorporose angustiada y miraba con ansiedad la frente ceñuda y pálida y los ojos magníficos y adustos de su hijo.
Poco a poco se le suavizó la faz. En el silencio semejaba verse el clamor del río enrollándose frescamente en la alcoba como un viejo mastín de la casa.
—Esta noche lo sentiré desde mi cuarto, lo mismo que cuando le tenía miedo. ¿Tú no te acuerdas? Tú hablabas del río como de un abuelo que cantaba para que todos los niños se durmiesen temprano; y yo me dormía viéndole y queriéndole…
Tronó una puerta al cerrarse por el vendaval de un codazo de la señorita de Gandía. Pablo se crispó de rabia.
—¡He sentido el golpe en las sienes!… Pues yo se lo dije una noche a ella, a tía Elvira, y me dijo que lo tuyo era todo embuste; que el río retumbaba tanto de noche porque salían a las orillas las ánimas en pena. ¡Yo no podía dormirme; me persignaba y lloraba, y las ánimas me tocaban, gordas y mojadas como sapos!
Paulina le abrazó. La madre y el hijo se fueron quedando dormidos bajo la evocación de aquellos años, en una quietud profunda y clara como una bóveda de firmamento; y la tarde de junio les envolvía de suavidad; la tarde, allí tan parada encima de la vega, tenía la pureza y la fragilidad de un vidrio sagrado, y a veces, se rompía de aleteos de campanas y músicas del Corpus. Y en la tarde tan ancha se traslucía otra tarde muy remota, ciega de nieblas que iban creciendo del río. Campanas de Todos Santos. Paulina y su hijo caminaban abriendo el humo de la lluvia; y al pasar por el huerto de Palacio se arrodillaron para recibir la piedad de una mano que les bendecía y de unos ojos tristes que les acompañaron desde lejos.
De pronto, Paulina se revolvió sobresaltada, y sus latidos le resonaron en todo el dormitorio.
Venía la voz del esposo:
—¡Pablo, Pablo!
El hijo se le apretó más, mirando a lo profundo de la casa, ya obscura.
—¡Pablo!
Apareció el padre, y detrás la silueta de su hermana.
—¡Pídele perdón a tía Elvira!
Obedeció Pablo, humillándose sin mirarles.
—¡Pablo, bésala!
Tía Elvira puso un pómulo grietoso en la boca de Pablo.
Y él acercose, y no la besó.
—¡Bésala! —Y temblaba de imperio la cabeza de don Álvaro.
Los labios de Pablo palpitaban por el ímpetu de un sollozo mordido; y el padre agarró la nuca del hijo, y lo empujó apretándolo en la mejilla de su hermana.
Pablo sintió el hueso ardiente de tía Elvira. Y no la besó.
Los ojos de don Álvaro daban el parpadeo de las ascuas. Y esos ojos le acechaban como la tarde del Jueves Santo, en que la boca del hijo sangró hendida por los pies morados del Señor. Paulina dio un grito de locura. ¡Sangre por el Señor, la ofrecía como martirio suyo; pero sangre de herida abierta por el hueso de aquella mujer la llagaría y marcaría siempre su vida! Y saltó desnuda del lecho, amparando al hijo. Pablo levantó su frente entre los brazos de la madre, y gimió desesperado:
—¡No puedo, y no la beso!
Paulina le mojaba con su boca en medio de los ojos, queriendo derretirle el pliegue de dureza, el mismo surco de la frente de piedra de don Álvaro.
Y como si estuviese muy remota, muy honda, percibiose la voz del padre:
—¡No puede! —Y se estrujó su barba entre sus manos pálidas de santo.