III

Monseñor, su cortejo y despedidas

E acabó la disciplina. Sala de visitas y canceles abiertos y joviales. Patio de la lección silencioso, aulas desamparadas. Algunas señoras se asomaban, y se sentaron y todo en las cátedras, contemplando el obrador de la sabiduría de sus hijos; los padres se vanagloriaban de aquellos ámbitos, como de una herencia de familia.

Elegancias, risas y galanías en los jardines. Las madres, las hermanas de los alumnos cortaban un heliotropo, un azahar, un clavel, y después de acariciarlo, se lo prendían en el pecho.

El hermano portero balanceaba con lástima su cráneo redondo, con lástima de las flores. Sus ojos y su pensamiento buscaban el refugio de San Alonso Rodríguez, arca de su piedad y consuelo, y depósito de recados, de avisos, del bolsón de cuentas y de agallones para ensartar rosarios.

Los colegiales, al salir, le disparaban por la cerbatana de su diploma:

¡Deo gratias, Deo gratias!

El hermano abría despacito, queriendo retardar el instante de abrirles las puertas de la perdición.

—¡Acuérdense del «Bendita sea tu pureza»!

—¡No se apure, hermano!

Le sonreían como a un santo de escaso poder; y el santo les veía alejarse con un celoso furor. Los grandes peligros de las vacaciones anidaban dentro de las familias: vestidos, olores, risas. Para todas era menester un internado perpetuo.

—¡Qué solitos se van quedando ustedes!

Y el padre rector, el padre prefecto, el padre ministro inclinaban la cabeza con exquisito apenamiento, enviando su gravedad de estirpe a las corvas almenas de sus bonetes, mientras se sometían a los menudos cuidados de recibir y devolver parabienes, de dar consejos para la holganza veraniega, de referir un viaje —¡hacía ya mucho tiempo!— a la misma comarca de la familia que estaba despidiéndose —una anécdota, un episodio de aquel viaje que sobresaltaba a todos—. Pero venían más grupos; y el rector, o el prefecto, o el ministro, abrían sus brazos, encogían sus hombros, elevaban los ojos significando que no se pertenecían; y después de unos pasitos hacia atrás, destocándose brevemente, se apartaban muy súbitos. Las señoras adivinaban que el padre rector, o el padre ministro, o el padre prefecto se marchó tan rápido porque ya no podía contener su emoción, y se volvían a mirarle, diciéndose que al fin ellos eran también criaturas humanas.

El padre rector, el padre prefecto, el padre ministro quedaban en seguida rodeados, haciendo los mismos ademanes, las mismas exclamaciones, el mismo sorbo de risa, retirándose con los mismos melindres que antes, porque se emocionaban otra vez; y así iban pasando de despedida en despedida.

Doncellitas, damiselas y mamás jóvenes se secreteaban, celebrando un donaire del rector, o sofocándose, besándose, ciñéndose la cintura, dejándose su mano como una paloma en la cadera de una amiga. Atravesaban legos y fámulos atrajinados, y desde un cantón de la claustra, desde una revuelta se paraban mirándolas.

Entre los follajes y vides de la huerta de Casa aparecían y se ocultaban monseñor y su séquito: el padre Neira, de Física; el padre Martí, de Matemáticas; el padre Bo, de Filosofía, y a lo último, el familiar.

En sus penosas jornadas de vicario apostólico, monseñor había llegado a penetrar los secretos de los bosques, las alucinaciones de los desiertos y de las soledades talladas en las rocas, los vapores de las marismas, los alaridos de los vientos y de las bestias, la intención de los ojos y de los recónditos idiomas de los infieles; y ahora se quedaba sin entender al padre Neira, al padre Martí, al padre Bo. ¡Qué agonías por alcanzar un poco de las sutilezas de la plática en ese paseo académico al amor de los árboles!; paseo y gay-parlar que duraría hasta que se fuesen los colegiales; y después, a refectorio, al festín en su honor, con sexteto y discursos.

El catedrático de Matemáticas le hablaba bellamente de Euclides.

—¡Ah, monseñor! ¡He tenido la gloria de sentir en mis manos la edición princeps!

—¿Princeps? ¡Muy bien, muy bien!

—La de Ratdolt. En casa está la romana con los Elementos, la Specularia y Perspectiva. Se nos han perdido los Fenómenos.

—¡Es una lástima! Los libros… Claro es que nosotros, allá en Oriente, ¿verdad? —Y volvíase a su doméstico y apretaba la imagen de Nuestra Señora.

El padre Neira dijo:

—También tenemos, monseñor, las Vulgares: la de José Zaragoza, 1673, y la inglesa de Roberto Simson, en cuarto, 1756…

Y añadió el padre Martí:

—No hemos podido encontrar las Ópticas, traducción de Pedro Ambrosio Ondériz, con gráficos, de 1585. Pero poseemos, en manuscrito, el Tratado de algunas dificultades de las definiciones de Euclides, de Omar Ibn Ibrahim El Khayyâm.

—¡Qué memoria tienen ustedes! Claro es que nosotros allí, tan escondidos… Las costumbres de nuestros diocesanos… ¡Oriente, Oriente!

El matemático exclamó:

—Oriente, monseñor, Oriente nos traza una profunda proyección en nuestra disciplina. Damasco fue también un camino de luz científica para nosotros. He pensado que Oriente realzó las imaginaciones geométricas de nuestro sabio. Damasco guardó en sus blancuras la infancia de Euclides, prestándole la claridad de sus demostraciones.

Monseñor quedose gratamente sorprendido.

—A un ingenio de Damasco se le debe un descubrimiento de nuevas proposiciones euclidianas…

—¡Es muy meritorio!

—Y una completa traducción…

—¿Y cómo se llama?

—¡Otomán, monseñor!

—¿Otomán? —Y se lo repitió a su lego—: ¿Otomán, Otomán?

—Se le cree del siglo X —apuntó el padre Neira.

Y el padre Martí, remedando los desafíos académicos de sus alumnos, se le precipitó:

—¡Corrige, corrige! Del siglo XI.

—¡Ah Santísimo Dios, del siglo diez y aunque fuese del once! —suspiraba monseñor Salom.

De la huerta pasaron al jardín de Lourdes; y cuando se internaban en la gruta, se levantó del banco del estanque un grupo de invitados a la comida de honor: el juez de Oleza, flaco y teñido, el comandante de la Zona, don Magín, el Padre Francisco de Agullent, guardián de los capuchinos de Oleza y docto botánico, corpulento, de barba bellida.

Sentose monseñor, respirando con delicia el frescor de roca y agua, y dio su permiso para fumar.

Los tres jesuitas se grifaron ante esa condescendencia de santo de Oriente y decaído; los tres se irguieron, sintiéndose apartados con la pureza helada del agua de la gruta.

Menos ellos, todos encendieron los cigarros que les dio don Magín. El familiar se frotaba las manos como un jornalero, y decía:

—¡Tuviese yo ahora mi narguile, monseñor!

El padre Francisco de Agullent recordó con júbilo de mocedad sus horas en el Sinaí, secando y coleccionando plantas olorosas. De trece hierbas aglutinaba combustible para su pipa hasta que la caravana de San Juan de Acre le abastecía de tabaco confitado.

El padre Neira odiaba esas sensuales memorias, y murmuró con voz muy delgada:

—Repare, monseñor, en el padre Francisco de Agullent: tiene la barba roja, como Judas.

El capuchino tocó suavemente sus vellones bermejos, y dijo con simplicidad:

—¿De veras, de veras que resulta comprobado que Judas fuese rojo? ¡Quién sabe, Dios mío! No hallé ningún texto que lo afirme. Ni si era flaco, ni menudo, ni orondo: ¡nada! Lo único cierto es que Judas perteneció a la compañía de Jesús.

El padre Martí, el padre Neira, el padre Bo se levantaron llevándose a monseñor, que distraído y dulce repetía:

—¡Muy gratas personas, muy gratas personas!

En el patio enlosado, donde estaba el gimnasio y las mosteleras, los zapatones de monseñor retumbaban multiplicadamente.

Le convidaron a recogerse en la biblioteca, en el oratorio, en algún aposento, cátedra o sala donde preparar su discurso de gracias.

—¿Mi discurso? ¡Un discurso! —Y de pronto anheló volver a la obscuridad de su vicariato; y colgó su mano cerrada en un hombro de su doméstico, preguntándole:

—¿No tiene ya remedio lo del carruaje?

—¡Señor, no tiene remedio!

—Un prelado —intervino el padre Neira—, cuando levanta su báculo para caminar, ve sometidas todas las voluntades y todas las sendas. Pero los caminos de monseñor se reúnen ahora en «Jesús» y en la diócesis olecense.

Llegó la Junta de los Luises con su caudillo, el padre espiritual, pidiéndole a monseñor que no les desamparase. Plegose el frontal de monseñor. Un congregante dijo:

—¡Monseñor: no tenemos prudencia, la prudencia necesaria para las lides del mundo; pero tenemos caridad!

Y el padre espiritual adelantose como si se ofreciese al sacrificio:

—No la caridad inspirada por las tinieblas de las Logias, condenada en encíclicas y pastorales, sino la caridad contenida en el vaso ardiente de la fe.

Monseñor asentía y se maravillaba mucho.

—No tenemos prudencia, ha confesado uno de mis congregantes más dilectos. Y yo digo —y el índice del padre parecía llegar al cielo—. Y yo digo: no quiero ser prudente, sino ciego y arrojado. Es la hora evangélica de decir al Maestro: ¡Baje fuego y consuma Samaria! Oleza es Samaria. Que os lo diga, monseñor, el padre Bellod, el señor penitenciario, el caballero Galindo. Yo pido que baje fuego. Que mis superiores, si conviene, impongan el comedimiento, que me contengan y me someteré. —Y habiéndolo dicho, bajó su dedo y lo tendió a los suyos, dándoles la vez para que fuesen refiriendo las abominaciones.

Sentose monseñor en un banco del claustro; delante, se doblaban los racimos de flores de las acacias, y a su vera le decían:

«… La tolerancia de los de arriba trajo el dolor de los fuertes, la vacilación de los tibios, la vanagloria de los flacos». (Frases del señor penitenciario).

Crónica de Alba-Longa:

Se había fundado el «Recreo Benéfico», que celebraba veladas, comedias, tómbolas, coros, jiras… Algunos sacerdotes apadrinaban los fines de la fundación: remediar a los perjudicados en las riadas, llevar la enseñanza y la salud a los críos del arrabal de San Ginés, socorrer a los enfermos y desvalidos… Todo a costa de júbilos y licencias, de perdición y de lágrimas. De lágrimas, porque había maridos liberales que obligaban a sus mujeres a participar de esas fiestas nefandas, prohibidas por su confesor de «Jesús»; y había hermanas y novias, vírgenes locas, aborrecidas y repudiadas por sus hermanos y prometidos.

«La sensualidad, los rencores, las discordias desanillaban sus sierpes en las familias de Oleza». (De un luis).

Todos se volvían a monseñor. Volaban los palomos por el huerto claustral; bullían los gorriones en los follajes y cornisas. Y él recordaba sus viajes por la escondida sede; su descanso en el monasterio de San Sabas; la verja erizada de cráneos amarillos de mártires; los monjes esparciendo grano en las terrazas donde acuden las palomas descendientes de las primeras palomas domésticas que trajo Herodes al «país del Señor»; encima de los muros suben las rocas verticales, esponjas ardientes de sol que maduran precozmente los higos; la palmera del fundador, la que lleva dátiles sin hueso, de carne rugosa de azúcar; la cueva donde meditaba Sabas y a su lado jadeaba un viejo león que le seguía por el huerto y por los caminos, meneando la cola, lamiéndole sus manos como un lebrel… Y fueron entornándose los ojos del obispo, y la imagencita de la Virgen rodó sonoramente por las losas.

Muchas manos quisieron recogerla, pero a todas pudo el hidalgo de Aspe, que se la entregó de rodillas. De hinojos se puso también su mujer, mujer garrida con hermoso jubón, sayas muy anchas, pañuelo de cachemira, arracadas de almendrillas, el cabello negro trenzado en la nuca, y con raya luciente partiendo la crencha tirante.

El apóstol les bendijo. En aquel momento se detuvo la familia de Lóriz, acompañada por el padre rector. El de Aspe le besó dos o tres veces la diestra.

—¡Todo muy bien, padre rector, diga que sí, todo muy bien! ¿Pero quiere que le hable con franqueza?

Su reverencia volviose hacia los Lóriz, elevando la mirada, encogiendo sus hombros y mirándole como si dijese: «¡Hábleme con franqueza, si no hay otro remedio; pero me da lo mismo!».

—Pues nos ha faltado nuestro prelado. ¡Qué lástima!

—¡Felices vacaciones! —le interrumpió el jesuita, y llevose dos dedos al bonete, reduciendo la cortesía.

Iba delante Máximo con doña Purita. Parecía increíble que esta mujer no se sintiese rechazada por todos los corazones de «Jesús». Era la primera en asistir a las fiestas y comedias benéficas, y en un reciente ensayo no bajó de las tablas por la gradilla, sino de los brazos del galán y le soltó su risa en medio de la boca, como si lo rociase de besos. Se sabía en «Jesús». Y el rector doliose con los condes de la perniciosa generosidad en las amistades, y Purita le atendía, brillándole en la mirada una lucecita de insolencia.

—Quiera Dios que acertemos en nuestro designio. Pero, es verdad: ¡qué lástima! —según dijo el buen señor de Aspe—. Yo me pregunto si por mi sangre aragonesa no seré demasiado súbito. Nos faltó el prelado… ¡Siento la herida en medio de mi alma, y en mi herida deben sentirse todos heridos!

Lóriz hizo una grave mesura que afirmaba la solidaria herida en nombre de toda una raza; pero no le inquietaban las palabras del padre rector, y casi no las entendía ni las atendía. Ligero y adobado, se complacía en el contorno de doña Purita. Esta bella doncellona de pueblo le inquietaba ya como una endiablada mujer del gran mundo.

Infantil y graciosa, prometió la condesa, en nombre del bachiller su hijo, regalar al colegio el magnífico acuarium de peces del Vaticano, del Nilo y del Jordán. Lo aceptó el rector para el gabinete de Historia Natural. Pero la condenación que disparaban los arcos de sus gafas deshizo la gratitud. Purita se reía deliciosamente con don Roger y el señor Hugo. Don Roger la miraba embelesado. El señor Hugo caracoleaba con todas sus viejas bizarrías de circo.

El padre prefecto los veía desde la sombra del séptimo pilar del claustro. Y ya no fue menester que el padre rector les viese.

También lo vio todo la señorita Elvira Galindo que pasaba, y tuvo bascas de pureza.