II

Monseñor Salom y su familiar

ORPUS vino aquel año en la plenitud de junio, como una fruta tardana del árbol litúrgico, olorosa de frutas de verdad: cerezas, pomas, albaricoques… La ciudad, con sus cobertores, sus toldos, sus altares a la sombra de tabernáculos de follajes para la procesión eucarística, daba una respiración agraria, inocente y devota; pero además, arrabalera con la crecida de forasteros, con estruendo y bullanga de diligencias, tílburis, galeras, faetones y calesines; gritos de vendedoras de almendras verdes, de alábegas y rosas, de peroles de quesillos, de lerchas de ranas desolladas, de pastas de candeal y gollerías, plagios humildes de los dulces monásticos.

A veces, por un callizo, por una cantonada entraba la frescura de las arboledas del río, la lumbre de los campos segados con los ejidos llenos de garbas, la quietud de los olivares en las tierras rojas. Y la ciudad subía en el azul como una vieja custodia de piedra, de sol y de cosechas, estremecida de campanas y palomos.

Nunca pareció tan adusto y desolado el palacio de Su Ilustrísima, ni tan pobre y obscura la catedral con el trono del obispo dentro de su funda lisa color de violeta.

El culto, el júbilo, el atuendo, la felicidad se juntaban en el colegio de «Jesús». ¡Qué mezclas de hábitos, de galas, de olores, de cortesías y cordialidades en aquellos salones y jardines! Aristocracia de Madrid y de provincia, hacendados, mercaderes, órdenes religiosas, el cabildo, cuatro caballeros santiaguistas, el comandante de la Zona…

Y todos salieron a los claustros, y se tendió un silencio reverente como un paño precioso. En la puerta labrada del refectorio de los padres apareció monseñor Salom rodeado de la comunidad. Más que hombre era la imagen viva de un santo de los primitivos siglos de la Iglesia. Vestía un hábito negro con cíngulo bermejo como una cicatriz de toda su cintura; le colgaba por pectoral un rudo crucifijo con orla de toscos granates; era su sombrero redondo, duro, sin felpa; su piel, de breña, y sus barbas, de crin. Hambres, trabajos, vigilias, rigores de climas y de penitencias habían plasmado en piedra volcánica aquel cuerpo de justo. Se le vio en seguida la señal de su martirio: una mano mutilada bárbaramente. Le quedaban dos dedos: el pulgar y el índice; los otros se los cercenaría el hacha, el cepo, el brasero, las púas, los cordeles, el refinado ingenio de los suplicios en que tanto se complacen los pueblos idólatras. También le miraban los zapatones, que se pisaban y levantaban en gordos pliegues las baldas mostrándose sus suelas, moldes de tantas leguas de santidad. Y el apóstol de Oriente se volvía de una fila a otra del concurso y en sus órbitas parecía que se asomasen dos diminutos anacoretas en cuevas recremadas. A su lado, el rector y el prefecto, silenciosos y pulcros, con los ojos vaciados en la luz de sus gafas, iban dejando su sonrisa. Si ellos, los hijos de San Ignacio, admitiesen dignidades, sus prelados serían como éste, con las mismas virtudes de sacrificio; como éste, pero más limpios, más cuidadosos de su persona. Y erguían las corvas alabardas de sus bonetes. El cortejo, como todos los cortejos de este mundo, se sentía ya particionero de la gloria del elegido.

Los invitados, singularmente las mujeres de más elegancia y belleza, eran tan dichosos que se sobresaltaban de serlo, y no sabiendo qué hacer ni que pensar, daban gracias a Dios. ¡Nunca olvidarían este Corpus! Pórtico del verano, tan azul, tan esenciado de emociones. Todos reunidos como una familia en un huerto de abuelos señoriales. ¡Qué ligereza, qué ímpetu y qué dulzura en sus ojos y en su sangre! Hasta tenían un mártir para su adoración: un obispo mutilado, venido de Oriente. Podían abrirse todas las rosas de los pensamientos y de los deseos bajo la gracia emitida por este buen pastor, que perdonaba la felicidad perecedera que él no conocía. Estaba todo: el goce en ellos y el padecimiento en el fuerte.

Detrás iba el Padre Ferrando, el confesor de Su Ilustrísima; detrás y solo, como el caudatario que llevase la cola de la magnificencia de la comitiva; el último, el más viejecito, de faz gruesa, morena y blanda de madre labradora, olvidada en la fiesta de suntuosidades. Pero, acaso se le dejaba respetuosamente el último. He aquí el hombre que veía en su desnudez la más alta conciencia de la diócesis y con sus manos rollizas atraía el perdón sobre la frente humillada del obispo enfermo. Y como iba el postrero, pudo pararse y hablar con el comandante de la Zona sin entorpecer el tránsito. En seguida tomó carrera y se juntó con el séquito.

Refirió el comandante las maravillas que acababa de oír. Monseñor Salom no había sido mártir de los infieles, sino de sí mismo, y lo sería hasta su muerte. Estaban cabales sus manos; pero desde que ingresó en el sacerdocio hizo voto de llevar dentro de la diestra una imagen de bronce de Nuestra Señora. Había envejecido con su mano devotamente crispada. Oficiando, comiendo, predicando, durmiendo, bendiciendo; en camino, en oración, en peligro, en reposo, siempre, siempre, siempre con sus dedos encogidos trenzando la figurita de la Virgen que iba penetrándole en la carne, comunicándose de ella, y le criaba una llaga callosa y verde en la palma.

Se conmovió la multitud. Algunas mujeres exquisitas llegaron a creer suya la penitencia del santo, y se amaron más a sí mismas. Era un estado de inocencia, de ardor, de beatitud, de voluptuosidad.

Inflamado el padre Bellod, se puso los puños en los riñones, y así gritaba:

—¡Viva monseñor!

Y un hidalgo corpulento, de paño gordo, de botas de ternera, sombrilla verde y un palillo en su boca, se hincó de rodillas, sollozando:

—¡Viva Corpus Christi!

Era el padre del colegial de Aspe y contratista de obras públicas. Don Roger, que llegaba con su cañuto de solfa, y un fámulo de la ropería, tuvieron que sosegarle. En aquel momento se abría el De Profundis o paraninfo. La multitud, con docilidad canónica, se acomodó según la pragmática de los espectáculos de «Jesús»: las señoras, a la izquierda, y los caballeros, a la derecha del estrado. Estrado con fondo de banderas bordadas, con friso de epigrafías de oro, candelabros de tulipas, mesa de terciopelo para los dos secretarios, jovencitos y pálidos, detrás de las grandes escribanías de plata, de las que no habían de servirse, y de bandejas de medallas, de cintas, de bandas, de mazos de diplomas…

Bajo, se abrían las gradas de alumnos. Un torzal rojo y ondulante separaba los internos de los externos. Enfrente, el dosel del obispo de Alepo; y de allí descendía un anfiteatro alfombrado, consistorial, de sillones Imperio, Luis XVI, Enrique II, de bancas de felpa y asientos de rejilla. Todo se pobló de sayales, de manteos, de mucetas, de levitas; y se afirmaron las cornisas de solideos de borla, de bonetes, de calvas, de cerquillos de tonsuras; y en lo último, el tupé lírico del señor Hugo y el cráneo recto y gris del comandante de la Zona.

Una voz atenorada, de evangelista y anagnostes, iba recitando la memoria académica, que todos los años comenzaba con tono y dejos de anales de Roma: «… Quod felix faustumque sit rei litterariae omnisbusque nostri gymnasi alumnis proemia sequenti ordine consequnti sunt»; y en el cierre o en la curva de un párrafo, en una demostración sinóptica, los padres sonreían y levantaban sus gafas y su frente a la bóveda, reprimiendo su emoción de maestros.

Iban espesándose las esencias sutiles de ropas de mujer; los abanicos aventaban los perfumes de los tocados, de las mejillas, de los pechos entre olores de verano tierno, de maderas y lacas. En los altos ventanales, las cortinas carmesí con el monograma de Jesús se combaban en un vuelo redondo; caía la lumbre y el aliento de las huertas verdes con sol. Era el paisaje como un ave infinita que de cuando en cuando moviese sus alas de cultivos. Los alumnos miraban ya indómitos a sus familias; las señoras y los caballeros se inclinaban enviándose parabienes; salía un temblor de cuerda de violín, una nota de armónium; otra vez las cortinas colgaban sin brisa, y pasaba la calma del mediodía; todo alrededor del eje de la palabra latina del secretario, tronco de elocuencia en que florecían los títulos y leyendas de laurel: «Quod in studiis optime profecerit; honoris causa; Dominus…»; y brotaban los nombres, también en latín, de los laureados: «Vicencius, Josephus, Emmanuel, Ludovicus…». Y dentro de esta onomástica de príncipes, de pontífices, de santos, se sentían glorificadas muchas familias, y paladeaban las mieles de la crianza en «Jesús».

«Pietate, Modestia, Diligentia…: Dominus, Victorinus Messeguer et Corbellá»; un interno robusto y sordo al que tuvieron que avisar a codazos. Y antes de que pudiese postrarse en la alfombra de la presidencia, le ganó el doméstico de monseñor, arremolinado de esclavina y faldas, cetrino y peludo, con retumbos de botas viejas. Se puso a conversar con su dueño, rascándose la quijada tupida, volviendo los ojos de relumbres minerales a la ceremonia. Monseñor le atendía desalentado. Una gota de sol se quebraba en su frontal recocido. Después quedose inmóvil, como si acabara de subirse definitivamente al cojín de piedra de un pórtico románico.

Messeguer y Corbellá les miraba aguardando el premio y la bendición. Y en los bancos de los alumnos y en las sillas del público pasó un leve rebullicio; y cuando el familiar bajaba del trono, una voz fisgona le llamó con el nombre latino del sordo: ¡Victorinus, Victorinus!

Atravesó el lego la sala y los claustros, y salió de «Jesús» a seguir su jornada bajo el sol de Corpus de Oleza. Monseñor necesitaba un coche de alquiler que le llevase a Murcia, a poco precio. Y él corría, de nuevo, hostales y paradores. ¡Qué ánimo tan encogido para la tierra tenían algunos santos tan valerosos para el cielo! Nada más que monseñor hubiese dicho: «Tráiganme un carruaje», le hubiesen llevado los mejores de la comarca. Pero el apóstol nada pedía, y los reverendos padres de «Jesús», que tan afanosos le buscaron, ya no se cuidaban sino de sus solemnidades y vacaciones.

Y entró el lego en el mesón de San Daniel. Criados, recaderos, mayorales, banastas de aves y frutas, atadijos, cofres de internos, colchones forrados de lona con el escudo del colegio. Carros cosarios, ruedos de caminantes, de huertanos, de mozos que gritaban, que se pasaban las calabazas de vino, las rebanadas de pan, las escudillas y ollas humeantes de condumio; y en el suelo de cortezas se arrufaban los perros, retozaban los gatos devorando mondaduras, aleteaban las gallinas picando entre los costales y a veces salían las palomas de lo profundo de las cuadras. El familiar preguntó a los cuadreros. Los caballos y mulas le miraban compendiándole en sus ojos húmedos; les crujía el pienso roto entre sus quijales, y, al volverse, el viento de sus morros levantaba el pajuz del pesebre. Coches y acémilas estaban ya comprometidos para familias de alumnos.

Se marchó el lego con sus zapatones gordos de estiércol y la cara hilada de colgajos de arañas. ¡Y monseñor se estaría en su baldaquino, con la ilustre comunidad que tenía jardines, salas artesonadas, huertas, refectorio, claustros, aposentos, sin importarle los alquileres de mulos ni galeras, sin cuidarse de nada, gracias a su voto de pobreza que les libraba de padecerla! En cambio, él y monseñor viajaban con la conciencia de su escasez. «¡Qué bien se vivirá en el palacio de Oleza, monseñor!», le había dicho, por la mañana, mientras le entraba las calzas y le abrochaba los hebillones de los zapatos. Monseñor le sonrió. «Hay que marcharse pronto, y ahorra lo que puedas, que hemos de atravesar el mundo, y un mundo costoso, antes de llegar a nuestros pobres conventos». «¡Si se muriese ese obispo llagado y nombraran a monseñor!». Pero el apóstol cerró los párpados, quemados por la luz y los relentes de Siria, y apretó más la imagen de bronce en su mano encogida.

Calle del Olmo, calle de la Corredera, plazuela de Gozálvez… Todo lleno, todo enramado. Sensación de los campos dentro de la ciudad vieja. Y desde el día siguiente hasta el otoño, Oleza se quedaría callada, quietecita; toda la ciudad en vacaciones, toda cerrada, respetando el sosiego de los señores de «Jesús». ¡Qué deleitoso verano en esta sede dormida al amor de las alamedas del Segral, fresca y olorosa de naranjos y cidros, como la antigua Jaffa! Y el doméstico se hundió en la Posada Nueva. Le rodearon los arrieros, los mozos, los compadres y galloferos que beben de fiado y viven de la bulla de los que pasan. ¿Un coche con regateo y en día de ganancia? Le miraban a lo socarrón. Un mayoral tuerto que picaba verónica con su faca consintió en alquilarles, en setenta reales, una diligencia arrumbada que le decían la mascota por su semejanza con el carro de lonas negras que recogía los cadáveres del último cólera. Salió una oveja preñada, llevándose delante gallinas y pavos, que se subieron con alboroto por las galgas de una carreta. La hostelera amasaba un lebrillo de patatas y maíz para sus cerdos. La pocilga estalló de guañidos candentes que se retorcían. Un pollastre se plantó encima de una corambre. Pompa blanca de manto de santiaguista y cresta de boina: aleteó con bizarría, mirando de reojo al misionero, y soltó su clarín de metal magnífico. Balaba la cordera; zumbaban avispas y moscardas de pesebre. Un labrador forastero disputaba con el mayoral muy en sigilo. Por fin, el tuerto se arrimó al fraile, y sin dejar su risa humilde, pidiole perdón y le negó la mascota. Aquel hombre le daba siete duros por otro viaje. El cántico del gallo fastuoso le taladraba sus sienes. Y marchose de allí tan desesperado, que las gentes se le reían compadecidas. A botes y zancadas se precipitó en «Jesús», y cuando llegaba al Paraninfo, el lector entonaba su invocación postrera, grito de júbilo y de aliento, últimas palabras que todos los alumnos se sabían y las iban silabeando a la vez: «Macti, o iuvenes, hodie dignis proemia diribentur quos vero spes fefellerit animum ne despondeant, sumant vires, audeant aliquid dignum patria in annum proximum». Y alzose el rector para cerrar la ceremonia con su discurso de gracias, mientras la comunidad se quitaba los negros torreones de sus bonetes.

—Reverendísimo prelado y misionero insigne…

—¡Victorinus, Victorinus vuelve! —Y saltó la zumba de banco en banco. Los inspectores se atirantaban mirando a los que ya no podían contener en esas últimas horas escolares, y sus ojos de ascuas santísimas retaban al público, como si quisieran ponerlo de rodillas, con los brazos en cruz.

El doméstico escaló la tribuna estrujando el tapiz, dejándole las huellas de los establos, y se hincó de codos en los tisús de la mesa.

El padre rector subía la frente, y su boca se plegaba con resignación. La comunidad esperaba compungida. Algunos profesores se volvieron hacia ese diálogo, tan poco afortunado, del que caían nombres de hostales, precios de alquiler, tres duros y medio, siete duros, mayoral tuerto…

Con la dulzura de las apariciones, presentose un hermano descolorido junto al trono de monseñor; hizo una mesura de rúbrica litúrgica, y se llevó al doméstico hasta la fila del señor Hugo, y allí, sonriéndole, lo empujó con buen puño por los hombros, sentándole a su lado. Entonces derramose otra vez, clara y pulida, la palabra del padre rector.

—Reverendísimo prelado y misionero insigne…