I
La víspera
S difícil no toparse alguna vez con el éxito. Si no llega por el camino real, viene por el atajo. Si caminamos muy despacio, él nos esperará sentándose en una piedra. Bien puede suceder que nosotros corramos tanto que le pasemos, y, entonces, como no nos podemos parar, él no nos puede alcanzar.
Pero el homeópata Monera no salía de su andadura, y el éxito le puso campechanamente la mano en el hombro y le dio un vaso de buen vino. Sus aciertos clínicos crecían. El mismo penitenciario, aunque le tutease (una hermana del homeópata servía en casa del canónigo), celebraba la ascensión de Monera. Un día, Monera sanó a un loco. Enloqueció un seminarista del grado de teólogos, y dio en la manía de que cayendo en la tierra la lumbre del sol se quedaba el cielo a obscuras. Consideraba el caso de suma magnanimidad de Dios, y el consentirlo nosotros, de empedernida indiferencia. El teólogo veía la desgracia del firmamento y el desgaste del astro. Había sido dotado de ojos de águila. Podía mirar de hito en hito al sol. «Tengo los ojos de un águila, y soy de la provincia de Gerona». Vestido de negro, con alzacuello de reborde sudado, pasaba los días en su patio devolviendo a los cielos con un espejo la imagen de la redonda hoguera solar. Pero como eran sus ojos los que antes recibían la lumbrarada, principiaron a manarle como si se le hubieran podrido. Ni profesores, ni enfermeros, ni médicos viejos le remediaban. Llegó Monera, le limpió con colirios, le quebró el espejo, y además le dijo que no era ni águila ni de la provincia de Gerona, pues si lo fuese no pertenecería al seminario de Oleza. El loco, sin el espejo en sus manos y con la lógica de Monera a cuestas, sumergiose en su cama, donde murió reposadamente, pidiéndole a Dios que le diera en la otra vida la luz que en ésta le había él reexpedido con su ingenio.
El éxito lo confirman los demás, y quizá no consiste sino en los demás. Una tarde, la de la víspera de Corpus, el matrimonio Monera entró en la sala de las Catalanas, y la esposa, con un suave cansancio, suspiró:
—¡Dios mío! ¡Me parece que estoy encinta!
Las de Menorca se volvieron a Monera, que les ofreció una sonrisa desconocida, reciente. Acababa de saber que ya sonreía con firmeza. Nadie le aturdía ni le negaba su voluntad. «He debido sonreír y he sonreído, y se acabó…».
En otros días la proclamación del embarazo hubiese alborotado el pudor de algunas amistades. Y ahora, no.
Lo repitió la señora acariciándose su anillo nupcial; lo dijo con gracia juvenil. Prometió criarse al hijo, y ella y sus amigas contemplaban sus pechos, tanto tiempo cerrados, como los de algunas mujeres insignes que, después de muchos años de matrimonio enjuto, los sintieron hincharse de generosa vida. No fue la Monera como esas casadas que se las ve todavía novias y a poco palidecen, se marchitan, andan despacio, y todo el mundo les sonríe diciéndose: «¡Qué prisa tenía esa mujer!».
Las de Puerta Ferrisa la miraban toda. No se «le conocía» en nada, y le acercaban el asiento más bajo y mullido. Pero los Monera les advirtieron que convenía más la silla alta y dura. Entonces ellas se sofocaron abundantemente disculpándose. ¡No podían atinar siendo solteras! Y después, las dos, se pusieron cavilosas. «¡Qué diría Elvira cuando lo supiese!».
En aquel momento Monera sonrió, y las dos hermanas se tranquilizaron. Monera sonreía por otra noticia que les dijo. La vida de Oleza se emocionaba. Este Corpus no se quedarían sin pompa pontifical.
—¿Oficiará ya Su Ilustrísima?
Pero el obispo de Oleza no tenía salud para tanto. Ni salud ni humor con que resistir las solícitas bondades de su diócesis. Los muebles de su antecámara eran ya un curioso relicario, una farmacia y herboristería del cielo que daba un olor rancio de liturgia y de eternidad.
—No es nuestro pobre obispo, sino monseñor Salom. Un santo mártir. Parece que fue salvado a medio martirizar, con mutilaciones horribles. ¡Lo que ese hombre ha padecido y lo que ha visto!
—¿Y está en Oleza?
—Llegará esta noche. Lo traen los Padres de «Jesús».
Quedó trastornada la gustosa plática, porque del huerto pasó una infantil algarabía. Y la señora Monera se impresionó mucho.
Su marido tuvo que decir:
—¡Todo la enternece!
Después de decirlo, otra hubiera ido sosegándose. La Monera, no.
—¿Tienen ustedes niñas en su jardín? ¡Yo nunca vi criaturas en esta casa!
Era una interrogación ávida y celosa. Seguramente sentía una inquietud de enferma, una irresistible crisis de su estado. Antes de que naciese su hijo, esas dos solitarias sin herederos se habían complacido en otros niños; los tenían en su huerto, y quizá pretendieron ocultarlo.
Las tenían en el huerto. Eran niñas de la vecindad. Todo lo adivinaban los exaltados sentidos de la señora a través de sus recelos y de sus lágrimas. Estaba llorando.
Siete niñas: tres vestidas de ángeles, con los trajecitos blancos de primera comunión, alas doradas, tules y corona; bandejas de flores y una esquila de plata; y tres, de labradorcitas del país; traían zagalejos rojos y verdes con franjas de verdugado, pañuelo de cotón de colores, corpiño negro bordado de lentejuelas y en sus brazos canastillas de espigas. Las seis muy empolvadas. Les habían puesto muchos polvos, polvos de tienda humilde. Así irían al día siguiente en la procesión, delante del carro magnífico de la custodia; y como las mahonesas después de misa ya no dejaban la clausura de su casa, ni siquiera por la procesión del Corpus, las familias de las zagalicas, vecinas de la calle, las engalanaron, la víspera, para que las dos señoras las viesen. ¡Bien sabían embelesarlas esas comadres! Las seis. Pero ¿y la otra, la séptima niña? La otra era más menuda, y toda de luto, y de luto pobre.
Se le enconó la congoja a la Monera.
—Es una huérfana —le dijeron—. Al padre lo mató un barreno, y la madre ha muerto tísica el último día de mayo. La recogió una viuda sin hijos, y nos la trae para que juegue en el huerto.
—¿Es huérfana?
Y la Monera quiso mirarla. Pero ya su marido se había apresurado a traérsela. Las tres ángeles y las tres labradorcitas les rodeaban.
La Monera se puso la huérfana en su regazo. Monera se estremeció; tendía sus manos ahuecadas para proteger el vientre precioso. Las Catalanas también se asustaron. Habían cometido la ligereza de tolerar críos en su casa viniendo visitas como la señora Monera.
Lágrimas y besos. Desesperación de lágrimas y besos. Monera, de pie, a su lado, luchaba con su dolor por los dolores de la señora, que decía:
—¡Ay, nena, nena! ¡Tú quisieras ir vestida como las otras!
La huérfana comenzó a balbucir, y la señora, para escucharla, le descansó encima de la boca su redondo carrillo.
—¿Qué dices? ¿Que irás a la procesión? ¡Pobre ángel de luto! ¡Sin pensar en nada!
—¡Ya pensará y ya llorará! —le prometió el marido, y quiso tomarle a la niña, pero su mujer la apretó con furor.
—¡Con tu lazo en la trenza y tu chambrita limpia! ¡No, no muy limpia! ¡Y aquí, en la nuca, debajo de los polvos, y en las orejitas tienes mugre!
La señora, desconsolándose, la desabrochaba, le abría el delantal, escudriñándole el filo de la espaldita, el pecho, el vientre, tan frágiles, y le buscó en los oídos y en el pelo sin parar de gemir:
—¿Te acuerdas de tu madre? ¿Dices que está lejos, pero que vendrá? ¿Que vendrá, dónde? ¿Para llevarte a la procesión? ¡Debieran raparla toda! Le he visto dos liendres. ¡Hija de mi alma! No vendrá tu madre. ¡Ya no la verás nunca!
La nena quiso desasirse. Toda arrugadita, la lazada deshecha, mojada de besos y lágrimas de compasión. Se afligió y le tuvo miedo. Entonces se sintió más aplastada contra aquel cuerpo rollizo, caliente y sudado. Ya no estaban las amiguitas. Tocaban las campanas de Oleza en el atardecer de la víspera del Corpus.
Adivinó Monera lo que estaba sufriendo su mujer. Lo adivinaba como esposo y médico. Y poderosamente le arrancó a la niña de los brazos, depositándola en el portal sin decirle nada, sin reprocharle nada, y volviose a la sala. Pero subió el llanto, y Monera tuvo que salir y tomarla de un bracito y llevársela más lejos. Allí, aquella criatura hizo lo que Monera no esperaba: arrojarse en el suelo, llorar a gritos, estremecerse del berrinche. Cuando acudieron algunas mujeres, y entre ellas la viuda que había prohijado a la niña, el homeópata se la entregó con algún enojo, diciéndole que malcriar a un huérfano era peor que desampararle.
Su mujer le recibió prendiéndose la mantilla. Necesitaba la tranquilidad de su casa. ¡Oh, lloraba esa nena con un brío que no parecía huérfana! Se colgó del brazo del esposo. Se miró sus brazaletes, su collar, su leontina de medallón rizado como una valva en cuyas hojuelas pronto llevaría la miniatura del hijo, y despidiose de sus amigas y les sonrió perdonándolas.
A poco de llegar, sosegada que estuvo la esposa, marchose el marido a la tertulia de don Álvaro.
… Detrás de las frondosas rejas del caballero de Gandía pasaban los mozos con sus costales de álamo, de chopo y de mirto para enramar la calle, y todo se llenaba de un olor de Corpus y de felicidad de verano.
Conversaban de lo mismo que en casi todas las casas de Oleza: de monseñor Salom. Ya sabía don Amancio que monseñor había celebrado quince veces en la iglesia del Santo Sepulcro; que guió a los peregrinos españoles, portugueses y franceses por la Vía Dolorosa; que se quedó una noche del Jueves Santo, toda en oración, bajo los olivos de plata y los cipreses de ruiseñores y de luna de Gethsemaní; y que aquel silencio, rasgado por los sollozos del Salvador, crepitó de risas y besos de un francés y una española, y el justo se precipitó como un ángel terrible, arrojándolos de la tierra regada por la divina sangre.
Provechoso acierto de la comunidad de «Jesús» fue pedirle a este santo que viniese a Oleza. Hijo de casa labradora, había envejecido en misiones que dieron gloria al martirologio español. Vino a Europa para tratar con los legados de algunos países y con el Sumo Pontífice de una difícil reforma de los vicariatos apostólicos; y no quería internarse, quizá para siempre, en los remotos confines de su diócesis de Alepo sin despedirse de su pueblo natal. Y los Padres de «Jesús» fueron a su retiro de Bigastro para traerle a casa. Al otro día oficiaría en su iglesia, exaltando jerárquicamente el Corpus y el reparto de premios y término de curso.
Lo repetían, lo comentaban en el despacho de don Álvaro. Elvira sentábase un momento para escuchar; salía y reaparecía, dejando un suspiro. Ni ella ni su hermano podían cuidarse de fiestas.
Paulina había llegado a incomprensibles arrebatos. Revolvió roperos y cofres; encargó vestidos estivales, buscó en su escriño escogiendo las alhajas más hermosas para su adorno y una sortija de purísimos diamantes para Pablo. Quería solemnizar y premiar el principio de la nueva vida del hijo: vendría ya bachiller y a punto de cumplir los dieciséis años. Luego de unas semanas de descanso, en las que ella y el hijo pasearan su felicidad por Oleza, irían al «Olivar». Abrirían todos los armarios y arcas, se asomarían al pasado de todos los muebles, de todas las puertecitas; se mirarían en los mismos espejos de los abuelos, y esas lunas antiguas irían deshelándose al dar sus imágenes. Más de ocho años sin ese perfume y goce de su hacienda. Era menester reparar el abandono de aquellas salas, del comedor, del oratorio, de la panera. Las habitaciones de su padre, para el hijo. Y un sábado que vinieron los labradores, Paulina les encareció todos sus mandatos: avisar carpinteros, cristaleros, albañiles, colchoneros. Enjalbegar los corrales, desenfundar el comedor, vestir las alcobas, apartar las tres mejores cabras, embotellar todo lo que quedase del tonel de mistela que tenía su nombre esculpido a punta de navaja. Su hijo necesitaba cuidados primorosos. Para los postres de leche y de conserva repasaría el recetario de Jimena. ¿Y las tablas de fresas, y los perales espalderos, y los bergamotos, y los melocotoneros? ¡Por Dios, que no entrasen gusanos en sus frutales!
Cuando los labradores se marcharon y Paulina volvió a sus ropas y joyas, don Álvaro y Elvira la siguieron, mirándola en silencio; y como ella les pidiese su parecer y aguardase la confirmación de sus deseos, Elvira se le inclinó disminuyéndose:
—¡Tú eres el ama de todo!
Don Álvaro, apenadamente, le dijo su miedo a esos ímpetus y apasionamientos que la consumían hasta enfermar. Ella exclamó:
—… ¡Seremos los padres más guapos de la fiesta de «Jesús»!
Su cuñada se les apartó sintiéndose excluida de toda porción de belleza, de toda fórmula de intimidad; y desde lejos miraba resignadamente a su hermano.
Y a medida que se acercaba el día prometido, iba todo sucediendo según la voluntad y la palabra de don Álvaro.
Elvira entornaba más los postigos y persianas; hablaba despacio, y si Paulina, afanada en los preparativos de sus adornos, no acudía puntualmente a la hora del rosario, la disculpaba siempre y pedía que se dispensase a la enferma de las devociones en familia. El canónigo y el padre Bellod toleraron que no saliese ni a la misa de precepto. Paulina principió a desfallecer de miedo a los augurios de los demás. Espió sus entusiasmos para contenerlos, y desconfió y guardose de sí misma.
Llegó una carta del «príncipe» que desde su destierro volvía los ojos a sus viejos caudillos. Don Álvaro, tanto tiempo desganado de empresas políticas, revivió sus horas de tumulto juvenil, de furor de cruzado, leyendo en la tertulia la carta-circular ungida por la firma del rey. Una luz atravesaba la tierra para caer en su frente como una bendición. Y ese momento de júbilo no era recogido ni comprendido por su mujer. Cuando la llamó para leerle las magníficas palabras, ella se le precipitó con una sonrisa de sollozos.
—¡Faltan cinco días nada más! ¡Yo no estoy enferma, yo no quiero estar enferma y no lo estaré! ¡Mírame, Álvaro!
El faccioso estrujó el documento en su bolsillo. Su hermana le alzó la frente pálida y dura.
Y el señor penitenciario presentaba sus manos tirantes, muy flacas. No era posible negar que sus amigos sufrían. Recordó la tarde que le había llevado al «Olivar» de don Daniel, la misma tarde que se iluminó su alma con la idea de un matrimonio de venturosas eficacias.
—¡Yo, amigo mío —acabó con grande emoción—, yo creí y anhelé llevarles a la felicidad!
Lo pronunciaba como un ruego contrito de que volviesen la mirada a sus fallidas intenciones.
Elvira quiso esconder sus lágrimas y no pudo.
—¡Es usted un ángel!
Y ella, retraída y humilde, subió al otro piso, previniéndolo todo, cerrándolo todo; encendió las mariposas de los Dolores, y se comió una yema de las que tenía escondidas en el segundo cajón de su cómoda.
Venía la hora de vigilancia y requisa. Desde abajo, Paulina siguió las pisadas en los techos, el quejido de las puertas. La casa iba penetrando en una sombra de encierro, sin el olor fresco de la tarde expulsada de todos los recintos como una mujer pecadora.
Una noche Paulina se dijo:
—Lunes: faltan tres días, y estoy enferma. Tenían ellos razón. Estoy enferma…
Y se le reanudó el sufrimiento de su desnuda sensibilidad, sufrimiento de mujer que deja en todo lo que miran sus ojos y tocan sus manos una caricia de belleza, todavía intacta, la gracia única en cada instante sencillo: en un vaso con flores, en el doblez de un paño, en el adorno de un frutero, en un manjar, en un perfume, en un mueble; el rango, el modo estricto de fineza escondidos en cada cosa que esperaban sus dedos que lo revelasen, y que se perdían o se ocultaban en los decaimientos de ella; y entonces predominaban los cuidados tiesos, administrativos, la obscuridad de ceniza, el silencio de voz apretada, el sahumerio dormido en los rincones, y surgía la cabeza de Elvira entre los cortinajes, mirándola.
—¡Estoy mejor; estoy casi bien!
Elvira le subía más las ropas y le cerraba más los maderos.
Así llegó la víspera del Corpus. Paulina madrugó. Se levantó en seguida que don Álvaro salió a misa de Nuestro Padre. Cuando la hermana asomose templándole el alimento, Paulina se peinaba delante de su espejo con las ventanas de par en par.
—¿Lo sabe Álvaro?
—¡Qué ha de saberlo! Es mi sorpresa. Para mí misma ha sido un milagro de salud. Desayunaremos juntas en la mesita del huerto. Hasta del río viene un olor y una canción de Corpus, de víspera de Corpus. Pablo no me ha visto en «Jesús» hace tres domingos. Imagina su alegría de mañana; ¡yo ya la siento y palpito toda!
Su cuñada le dejó la taza de enferma y alejose de puntillas; y a las criadas y a los mandaderos y cuantos venían les hablaba oprimiendo la voz, mitigando todos los rumores como si en lo profundo alguien sufriese.
El hermano decidiría. Pero don Álvaro comió reservadamente con el padre Bellod y el penitenciario para tratar de la ejemplaridad de ir ellos también a Bigastro.
Recelando las murmuraciones de su viaje, no fueron; y al atardecer se juntaron para tratar de la fiesta, en el escritorio de don Álvaro. Se asomaba la hermana dolorida, hasta que ya no pudo contenerse.
—¡No acaban, no acaban Paulina y las costureras! Tu mujer se extenúa. Es una fiebre que se contagia. Hemos comido también en el huerto. Quiso levantarse…
Y bajó los párpados arrepentida de la condescendencia, de la lenidad de su custodia.
Alba-Longa profirió:
—¡La maternidad! ¡Santa fuerza de la maternidad!
Se llenó el cielo de campanas, y él tendía su mano señalando hacia la gloria de las torres.
—¡Corpus! ¡El hijo, el goce del hijo; las vacaciones!
El señor canónigo abrió con holgura sus brazos para recoger y disciplinar este instante.
—¡Santa fuerza de la maternidad, goce del hijo, ha dicho inspiradamente nuestro don Amancio; pero también pasión, y la pasión que se obedece siempre llega a ser costumbre, y la costumbre que no se resiste se trueca en necesidad!… Son palabras de San Agustín. Y lo veo en nuestra naturaleza. No nos negamos nunca. ¡Por eso veo siempre en Paulina a su pobre padre!
Se volvió a don Álvaro para recibir su aprobación. Don Álvaro sentía un desaliento que le secaba la boca y una brusca conciencia de su cansancio de aquella gente.
Llegó Monera.
—¡Ya le tenemos! —murmuró el canónigo.
Y Monera sonrió. Se le aguardaba; y a punto de sacar su reloj de oro para mirarlo sin gana, contuvo ese ademán de su pasada incertidumbre.
De nuevo pasó tímidamente Elvira. Se habían ya marchado las costureras, y Paulina llevaba las galas que le habían traído.
—No descansará si tú no la ves, Álvaro. ¡Nunca me ha parecido tan hermosa! ¡Mañana se la comerán todos con los ojos!
Don Álvaro se arrojó en su alcoba.
¡Tan hermosa! Se paró delante de ella mirándola. La claridad de la tarde la esculpía en las sedas negras y ligeras que le palpitaban por la brisa del río y se le ceñían a su cuerpo; palidez dorada de sol de junio que le glorificaba los cabellos; los ojos con el goce de sí misma; se embebía de luz su boca de flores húmedas y sensuales en su castidad. Toda hermosa, pero de una hermosura apasionada y nueva; un principio de plenitud de mujer que se afirmaría y existiría muchos años más, cuando él fuese alejándose por los resecos caminos de la senectud. Nunca había poseído ese cuerpo de mujer en su mujer. Y la miraba con rencor amándola como si Paulina perteneciese a otro hombre. Se inclinaba todo él a la caricia desconocida y brava. Y otro don Álvaro huesudo y lívido le sacudió con su grito llamando al médico.
Vio que Monera la miraba extrañamente. La encontraba mejor de lo que podía esperarse. ¡Únicamente ese pulso, ese pulso que no tenía medida!
Don Álvaro clamó delirante:
—¡No tiene medida! ¡Es eso! ¡No tiene medida, no tiene medida! ¡Acuéstate, desnúdate, acuéstate!
Se le torcía la boca con un temblor de poseído. Y agarró los cristales de la ventana del huerto y los cerró con un ímpetu espantoso. Después, cuando se pasó las manos por su frente, se dejó una frialdad húmeda de difunto.
Monera y Elvira habían desaparecido.
Paulina principió a desnudarse; y en el aire cerrado iba esparciéndose una blanca suavidad de ropas íntimas, un fino perfume de cuerpo de mujer. Por el aturdimiento de su obediencia bajo la furia del esposo, se desnudaba sin recatarse, de pie, inclinándose, curvándose, alzándose para descalzarse, y prorrumpían sus formas desceñidas, la cadera opulenta y firme, los pechos trémulos y perfectos, la espalda, los muslos… Así se contemplaría ella a sí misma todas las noches, todas las mañanas. Así la vería y la desearía un amante, otro marido; y se le obstinó el pensamiento celoso de ella por ella; ella mirándose, sabiéndose hermosa, pensando en ella y en quien la poseyese en todo su temperamento, todos los días, todas las noches; y él por única vez. Le sobrecogió una acometida de sensualismo abyecto que le brincaba flameándole por toda la piel, golpeándole las sienes, el cuello y el costado. ¡Si hubiera podido hablar con su voz, la suya, para decir su nombre y amarla como ahora; pero llamarla hubiera sido desconocerse a sí mismo y espantarla a ella; a ella —otra vez, Señor—, ella que se complacería en su solitaria belleza con unas calidades de sensibilidad de las que don Álvaro no fue dotado!
Acababa de tenderse en la cama, y le miraba con ojos anchos y atónitos. Estaba ya vestida por la castidad de su desnudo entre lienzos blancos.
Fue abriéndose la puerta del dormitorio, y apareció Elvira.
—¿Ya está? —y les sonrió.
Ya estaba todo irreparablemente como antes, como siempre.
—Se han ido sin querer llamarte. Os reuniréis en el vestuario de «Jesús» para la ceremonia de monseñor. Y no os apuréis por Pablo ni por nada. ¡Dios mío! ¿No me tenéis, no soy de vosotros? Pues servios de mí. ¡Yo os traeré a vuestro hijo!
En seguida abrió el armario que dejaba su esencia de cedro; buscó las mejores ropas del hermano: su levita, su chaleco de orillas. Pasó los topacios de don Daniel por los ojales bordados de la camisa finísima.
—Has de ir muy galán, por ti, por todos y porque la gente no murmure de tu abandono como si fueses un viudo, ¿verdad?
Don Álvaro se paseaba por la sala, ya del todo él, pálido, compacto y desgraciado.