IV
Mauricio
AS oraciones y cartas de las vírgenes de la Visitación alcanzaron la gracia deseada. Y un día glorioso de mayo presentose en el convento de Nuestra Señora don Mauricio Valcárcel, capitán de húsares y agregado militar de la Embajada de España en Viena, portador del ostensorio de las Salesas de Annecy.
Le acompañaba el comandante de infantería, jefe de la Zona, que se calzó espuelas de rodajas oxidadas. Luego vino resollando el señor deán.
La prelada recibió por el torno el venerable atadijo, cuyas cintas se habían impregnado del fino olor de las maletas del húsar diplomático.
Toda la comunidad acudió al locutorio. A través de la jerga de sus cendales, las místicas palomas contemplaban las galas del mancebo. Su gallardía no era de este mundo. Hasta la clavaria creyose en presencia de un enviado del cielo, de un arcángel resplandeciente. Iba el arcángel muy bizarro, todo de azul. Sus piernas, modeladas por los negros espejos del charol de las botas de montar; su sable, cuajado de centellas; sus hombros, torrenciales de purísima plata, y culminando su figura, una cabeza de color de maíz, un leve bigote retorcido, los carrillos redondos, descansando en el bordado cuello, y la mirada y la boca con un asomo de sonrisa benévola y jerárquica, de alma placida de la simplicidad que le rodea sin perder el saboreo de sus magnificencias.
Rostro, jarcia, porte, brillos, armas, risa eran de militar; pero advertíase también en su continente un sutil misterio, un frío empaque, una elegancia de salones internacionales. Capitán y diplomático, con él habían entrado en la Visitación las milicias y las cancillerías de casi toda Europa. Y la abadesa y sus hijas le miraban, pareciéndoles recién venido de la Jerusalén celeste.
La prenda más clara de su distinción tal vez la ofreciese doblando el codo. Se lo notó el jefe de la Zona que, aunque de grado superior, estaba encogido, apoyándose en una pierna rígida y dejando la otra doblada, blanda, madura de rodilleras. Buen hombre, de piel bronca, de cráneo largo, vertical; pelo corto y gris, con el surco del ros, un ros enorme y duro, arrimado a su pecho en acritud de ordenanza.
De tiempo en tiempo, las dulces religiosas le dedicaban algunas palabras solícitas.
—¿Usted ya le conocía?
—¿Salió usted a recibirle en Murcia?
—¿Sirve usted en su mismo escuadrón?
La más parladora era la señorita Valcárcel, pidiendo nuevas de cominerías deliciosas, que le velaban melancólicamente su vocecita rápida, aniñada; voz que al principio tuvo un tono piadoso y tímido de regla y después un gorjeo cálido de mujer entre nardos y claveles de una reja murciana.
—¿Te has confesado en Viena y en París, Mauricio?
—¡Agravian las preguntas de su caridad! —le reconvino la clavaria—. ¡El señor Mauricio es cristiano, y basta!
—Y en la Embajada, ¿coméis con las señoras?
—¡Perdónela, señor Mauricio! —dijo la madre.
El diplomático exhaló, entre el humo de su cigarrillo turco:
—¡Oh!
—¿Qué tienes en tu habitación? ¿Te llevaste la estampita calada que yo te regalé?
—¡Hija, no me acuerdo!
—¿No te acuerdas? ¡Si no es posible! Una del Arcángel San Miguel que hunde su espada en un dragón peludo. El animalito me miraba todas las noches cuando yo me desnudaba…
—¡Su caridad! ¡Su caridad! Piense que ese animalito es Lucifer.
Mauricio les concedió su sonrisa de marfiles y oro.
Bajo las veladas cabezas de las hermanas jóvenes pasaba un fragante oreo de los jardines del siglo.
Sor María deslizose junto a la hornacina en que reposaba el doble calabacín de vidrio del reloj de arena, que mide el cuarto de hora de locutorio, y lo volvió para que principiase otra vez a contar el tiempo. Pero ya la clavaria susurraba en el oído de la priora. Sonoreó una esquila. Rebulleron los sayales y alas del palomarcillo. Sor María quedose postrera.
—¡Gracias al santo relicario te veo!
—¡Yo ni por el relicario! Álzate ese velo del todo, ahora que la monja vieja habla con los curas. Tú no hiciste profesión, y te vales del velo como de un abanico.
Su prima, sin querer entenderle, le preguntó:
—¿No has visto desde la diligencia las tapias de nuestra huerta y nuestras ventanitas? ¿Que no? ¡Pero si yo os veía muy bien! ¿Verdad que cojeaba el caballo de delante? Subiéndose en un poyo de la carretera, al lado del muro del río, se verá mi ventana. Una ventanita con una crucecita de palma… La quinta ventanita. Arriba tiene un nido y una teja rota; se rompió la tarde del Lunes Santo. Una ventanita…
—¡Sí, sí! Una ventanita como todas las ventanitas…
Sor María balbució con dejo monjil:
—¡Nuestro Señor te ha colmado de la santa virtud de la indiferencia!
—Bueno, Fulgencilla o Fulgencica, como dicen en este país…
—¡En este país hemos nacido tú y yo!
—Ya lo sé. ¡Pero quítate esa nube de abuela! Y, oye, ¿cómo te pones esa toca con tanto primor, sin espejo?
La señorita Valcárcel soltó su risa de rapaza.
—¡Sí, sí que tenemos espejo! Hasta la clavaria lo tiene. Y después de vestirnos, lo cubrimos con una estampa, por modestia, para no mirarnos más en todo el día. Mi estampa es la del «Ángel». ¿No sabes, Mauricio? ¡Me crecieron las trenzas!
Mauricio sonrió con un poco de cansancio. En sus viajes y molicies había pensado en esta linda mujer, como si la viese y la sintiese en una presencia casi dolorosa de deseo. Y ahora, a su lado, la veía y la sentía con una desgana como si se hallase ausente.
La madre puso término al coloquio. La comunidad había de hacer oración, con el relicario de manifiesto, antes que el señor Mauricio lo llevara a Palacio. Ya estaba prevenido Su Ilustrísima, que las autorizó para que pudiesen agasajar en casa al esclarecido viajero.
Y sor María y la prelada dijeron devotamente: «Ave María Purísima»; y las cortinas de azul nazareno cegaron la red.
Luego, en la fresca umbría de la iglesia monástica, corrió una fontanilla de plegarias. A veces se paraba en la revuelta de un salmo. Después, una monjita recitaba el canon de la súplica:
Per intercessionem Sanctae Joanna Francisca Fremiot, concedat Reverendissimo Episcopo salutem et pacemp.
Cuando el jefe de la Zona levantó su cabeza de la almohadilla del reclinatorio, don Jeromillo hacía una genuflexión en el presbiterio y mataba las últimas abejitas de luz de los cirios.
—¡De seguro que fue un acierto —iba diciéndose el señor deán—, un piadoso acierto, confiar la señorita Valcárcel al refugio de la Visitación!
Pero esta criatura, ¿no principiaba a complicar el acierto?
Soflamado y sudando llegó, entre el comandante y el húsar, a las grandes puertas entornadas de Palacio.
El sol, sol de siesta de pueblo, regolfaba en la baldosa. Ardían los viejos llumasos, las bisagras y los aldabones; se golpeaban las moscas, zumbando por los calientes sillares. Era un portal de granja.
El recogido patio y la honda escalera repitieron mucho tiempo, como no creyéndolo, un ruido de espuelas vibradoras.
Asomose un presbítero al barandal. Un fámulo de blusón negro agarró una enorme alcuza que goteaba en el desportillo de un peldaño, y escondiose en la mayordomía para mirar más desde allí la visita.
Mauricio dio su tarjeta. El comandante se limpió la frente corta y huesuda; el surco del ros parecía de labranza. El deán se derribó en la butaca del secretario.
Subían claros, exactos, los rumores de la abezara de la vega. La cortina, colgada sobre el huerto episcopal, se movía blandamente por una respiración perezosa de paisaje de verano.
Su Ilustrísima estaba comiendo. Lo dijo un familiar, buscándose con su lengua los sabores interrumpidos, exprimiéndolos de los recodos de sus quijales. Vestía una sotanilla lisa y leve, sin alzacuello. Taconeaba en la poma dorada de un mismo manís, y se daba golpecitos en las uñas con la elegante cartulina de Mauricio.
Dobló el húsar su codo izquierdo; adelantó la diestra, como si prorrumpiese del manto de la diplomacia, y fue refiriendo su misión con tan bellas palabras que el señor deán las veía pronunciadas con letra redondilla.
Quizá se distrajo el eclesiástico doméstico, porque, mirándole con un destellar de anteojos que enfriaba el de las insignias y charreteras, le interrumpió:
—¿Y pertenecen ustedes a esta guarnición?
Temblaron las espuelas del agregado de Embajada; se pasó los dedos entre su enrojecido pestorejo y el recamado del uniforme, y no dijo nada.
El comandante, doliéndose de la ignorancia del presbítero, le advirtió, como si leyese una orden de plaza:
—En Oleza no hay guarnición, sino Guardia Civil: diez números de infantería, un sargento y dos oficiales, y siete de caballería del 15 tercio. Y en la Zona: un comandante, yo; un capitán, un sargento y dos cabos, y falta un teniente, que no sé yo… Porque si es que me dicen a mí que la plantilla de oficinas…, yo les podría decir…
No lo pudo decir, porque le interrumpió una voz apocada.
—De parte de la madre priora de Santa Lucía y de toda la casa, que cómo sigue Su Ilustrísima y que…
Sin volverse, repuso el secretario:
—Son horas privadas del señor. ¡También estos militares aguardan!
Mauricio le miró con aborrecimiento, y el donado de Santa Lucía quedose muy complacido de la evangélica igualdad que en el seno de Palacio había para los clarísimos varones y para los pobretes.
Un paje anunció que el señor obispo, no queriendo retardar la especial audiencia, recibiría a los señores en el comedor.
—¿En el comedor?
Y Mauricio sonrió compasivo.
El comedor de Palacio era una pieza profunda, artesonada, de menaje barroco.
Pendía una gran lámpara de bronce, espejándose en una mesa redonda y desnuda. Un humo de años nublaba las pinturas de las paredes; llegaban hasta las orlas los sillones de cuero, de consistorio abacial; pero todo esto no pertenecía a nadie; nadie lo habitaba ni usaba; era como un rancio tapiz olvidado, y en su punta había renacido un fondo, un ambiente de sencillez.
Junto al ventanal, en un butacón de anea con almohadas blancas, de enfermo, delante de una mesita, el señor obispo se servía azúcar en su taza de infusión de hierbas.
Dos fámulos acercaron una banca que tenía un exprimido cojín atado al asiento.
Volviose Su Ilustrísima, destacándose su busto en la lumbre gozosa. Su rostro quedó tan obscuro como los cuadros murales.
—¡Sigue usted engordando, mi querido deán!
El deán, no sabiendo qué decir, se precipitó a besar otra vez el anillo prelaticio.
Su Ilustrísima retrajo sus manos, gordas de hilas y de vendas moradas.
Y el húsar habló al principio, con el ardor, cifra y pompa de sus títulos. Si aludía a los afanes y preeminencias de la diplomacia, decía: nosotros; si a la Embajada: en casa. Después fue desjugándose y entibiándose.
El señor obispo le tomó la cajita del ostensorio. Estuvo sospesándola y mirándola. La dejó reclinada en el azucarero, y el familiar se la llevó.
En su respuesta no se cuidó de pagarle ninguno de los elogios protocolarios. Descansaba para beber su tisana olorosa. Recordó sobriamente que en su última visita ad limina conoció en Roma al nuncio de Austria. Hizo una pausa, mirando cómo se le caían los párpados al comandante.
—Monseñor era un numismático y paleógrafo insigne.
Mauricio, por deber de su carrera, tuvo que decir:
—Nuestro embajador también es muy listo. Todo un gentleman. ¡Sabe francés, portugués y no sé qué más!
… Cuando salieron a la antecámara, el mayordomo, desde una gradilla, encolaba un tejuelo al atadijo, y mientras lo acomodaba en el vasar de un armario, iba dictándole al paje de secretaría:
—Número 78. Tabla III. Envío de las madres de la Visitación.
Y desde la puerta porfió el recadero de Santa Lucía:
—De parte de la madre priora y de…
… El señor deán y el jefe de la Zona se despidieron del agregado en el cancel del monasterio.
Ya estaba parada la mesa en el locutorio, limpia, primorosa, con un búcaro de azucenas y hierbaluisa.
Mauricio esperaba el convite en una sala colgada de damascos. Pero guardose todo el rigor de la clausura. Comería él solo. Y detrás de la tupida reja aleteaban, blancas y cautivas, las manos de las esposas del Señor.
Le servía el donado. Hubo un instante de violencia, porque Mauricio sentose sin hacer, al menos, la señal de la cruz. La madre musitó el Benedicite, y la comunidad contestó en coro de dulzuras.
Comprendió el húsar su olvido, y alzose con un temeroso estruendo de sable y espuelas.
—¡Perdónenme, señoras! ¡Llevo recibidas tantas emociones!
Oyose la vocecita cálida y apasionada de sor María:
—¿Y se arrodilló Su Ilustrísima para coger el santo relicario?
—¡Pues claro, hija! —exclamó la madre.
—¿Y tú, Mauricio, tú se lo colgaste? ¿Tú mismo?
Mauricio sorbía la primera cucharada de un caldo de oro.
—¡Lleva gallina y pichón; un pichón tan blanco, tan hermoso; un pichón tan rico!…
Algunas novicias se sofocaron. Sor María Fulgencia pronunciaba pichón blanco, pichón rico con una caricia tan fresca y encendida de su lengua, que la dulce ave parecía palpitar entre sus pechos, escapada del carro de Afrodita…