III

Viernes Santo

Por la mañana

A primera brigada de «Jesús» se internó, atropellándose un poco, en el ancho zaguán de casa Lóriz. En la calle se quedó la bulla de vendedores, de huertanos, de arrabaleros, entre humos crudos de sartenes de buñuelos y olores cansados de taberna que pringaban el aire fino de la madrugada.

El mayordomo, con su levita negra, maciza, como un tronco de carbón, inclinose heráldicamente, besando la mano del padre prefecto.

La segunda y tercera brigada —de alumnos «medianos» y «pequeños»— veían la procesión del amanecer desde los ventanales y azoteas del Ayuntamiento. Y la primera, la de los «mayores», la de los más ávidos y fáciles para los peligros del mundo, había de pararse en las calles, fermentadas por un trajín de feria y de bureo, oyéndolo y presenciándolo todo en el viernes de luto tan sagrado.

Siempre los obispos dieron ese día su Palacio a «Jesús». Domingo de Ramos, un familiar visitaba al rector del colegio, llevándole la invitación para las procesiones de Semana Santa. Y el de ahora dejó sus ventanas y balcones a la hierba rebrotada y a los vencejos y golondrinas que acababan de llegar a sus nidos de antaño. Sólo entre las rejas de las oficinas episcopales se apretaba el rebañito de las criaturas del Hospicio. Nadie comprendía la conducta de Su Ilustrísima. «Pero Dios —suspiraba la comunidad de “Jesús”—, Dios permite que hasta lo incomprensible suceda en Oleza, y que se olvide».

Lóriz les remedió de esa adversidad del Palacio cerrado, abriéndoles el suyo. Lo quiso su mujer, para gozo y vanagloria del hijo, que pertenecía a esa primera brigada. Y he aquí que el padre prefecto venía también, calificando con su presencia la gratitud de casa.

Lóriz y su cuñado Máximo les recibieron en la última meseta, y el conde les dio la bienvenida como si les diese las buenas noches para acostarse. Los colegiales iban subiendo los peldaños de losas con los brazos cruzados, como si fueran al estudio.

En la antesala, la condesa, sus primas y doña Purita, claras y fragantes, exhalaban un júbilo gracioso de aves y flores que dan tan íntima sensación de mujer. Besaron a su colegial, y los besos se abrían con una frescura de rosas. Los inspectores se erizaron.

El huerto interior, retoñado, transpiraba hasta lo más profundo sus esencias húmedas.

—¡Qué hermosa es la Semana Santa, padre prefecto! —suspiró la de Lóriz.

El jesuita sonrió con misericordia, y sus ojos quisieron ser como manos que recogiesen los pensamientos de los adolescentes.

Le apartó el conde, hablándole como si le susurrara una confidencia elegante. Le porfió mucho, dejándole un resplandor de sonrisas orificadas. En fin, el prefecto dio una blanda palmada.

¡Deo gratias!

Pero casi no resaltó la dispensa del silencio. Un criado, de frac doméstico, abrió las galerías, que ya principiaban a teñirse de los paisajes y cielos de las viejas vidrieras. Allí estaban paradas las mesas para un refrigerio escolar de natas, de fresas, de pasteles, de almíbares.

Este apuro lo resistieron severamente los reverendos padres. Antes de salir de casa estuvieron los colegiales en el refectorio; y ya bastaba.

—¡De modo que los pobres chicos han de ayunar como santos!

¡Ese ilustre pecador no tenía ni concepto del ayuno! Y el prefecto ladeaba su cabeza escuchando. Los relojes de las consolas, del comedor, del vestíbulo, todos tocaban sus campanitas de cristal, sus carillones infantiles, sus horas de órgano.

—¡Las cinco! ¡A las cinco, qué infernal tumulto habría en el Pretorio!

—¿Tan temprano? ¡Y nosotros, padre, cayéndonos de sueño en nuestro sofá! —Y Lóriz fue derrumbándose en los cojines de tisú. ¡No recordaba haber madrugado nunca!

El jesuita le amenazó con su índice blanco, prometiéndole un terrible castigo. Pero Lóriz se sentía perdonado.

—¡Aaah, quién sabe! ¡Sí, sí; quizá no!

Lejos sonaban pífanos, tambores, alaridos. Se apretaron los colegiales en los damascos de los balaustres. Doce alumnos en cada balcón; el último para los fámulos. De pronto se volvieron hacia los salones. Dos camareras jovencitas les presentaban en canastillas de mimbres una volcada abundancia de frutas escarchadas, un júbilo de rimeros de cajas de chocolates, de almendras, de yemas…

—¡Que acepten siquiera esto! —Y Lóriz se gozaba de la dolorida resignación de los padres.

Permitió el religioso el agasajo, pero recomendando, de grupo en grupo, que lo guardaran para no trocar la tristeza del viernes en una apariencia de convite de bautizo. Además, Oleza les miraba. Acababan de abrirse las celosías de casa de don Álvaro Galindo. Salió el matrimonio Monera, y después Paulina entre su esposo y Elvira. Detrás predominaba el cráneo liso del penitenciario. La vieja Oleza se quedó mirando a la Oleza de los Lóriz. Faltaban Carolus Alba-Longa y el padre Bellod. En ese día don Amancio se despojaba de su levita jurídica y pedagógica para ceñirse de lumbres de hierro de centurión, y el párroco de San Daniel empuñaba su maza de plata de maestre de la cofradía del Ecce Homo.

La condesa y Purita saludaron a Paulina con su sonrisa y sus manos perfumadas de confites. Y los alumnos de «Jesús» ya no pudieron resistir la tentación de las escarchas, de los chocolates, de las almendras, sintiéndose más cerca de las deliciosas mujeres, comunicados de los mismos sabores, dejando el mismo aliento que ellas en el tibio amanecer.

La disciplina de «Jesús» no alcanzaba al condesito. Máximo podía ir de balcón en balcón, bromeando con todos los camaradas; apartarse con sus predilectos y correr todo palacio. Les llevó al huerto, a las despensas, a las cocinas; se deslizaron por puertecitas recónditas, por escaleritas súbitas; brincaban por los desvanes despertando a los vampiros, los enormes murciélagos colgados de la uña o de un ala triangular y satánica de las vigas de troncos. Bajaron a las salas principales, se tendieron junto a la urna de los peces sagrados para verlos nadar. Salón de retratos, oratorio, comedor. El condesito era el guía de sus elegidos; dos madrileños rubios y zumbones, Pablo Galindo y un mozallón de Aspe, de casa labradora, que no hacía sino sonreír a los cortesanos, encogido entre las rancias suntuosidades. Confió el rural que Pablo, por ser lugareño, quedase también pasmado; pero el hijo de Paulina pronunciaba los nombres de las cosas de más estupenda rareza: ánfora, lis, vitrina, lacrimatorio; sabía los secretos de los bargueños, de los arcaces, de los relicarios de algunas tallas, y habló de los muebles de su casona del «Olivar de Nuestro Padre».

—¿Y en tu casa de ahí enfrente?

Pablo humilló sus pensamientos recordando los lienzos grietosos del señor Galindo, de la señora Serrallonga; el óvalo del panteón familiar de pelo de difuntos, la palmatoria de la perdiz embalsamada… El de Aspe se volvió con sobresalto al hijo de Lóriz, que se subía por los butacones de casullas haciendo vibrar las arandelas de las cornucopias, alcanzando los retablillos de ámbar y marfiles, las calabacillas de azabache de Compostela, los collares de amuletos, los vasos de aljófares…

—¿Y no te dicen nada?

Pasaba el mayordomo, corpulento y ritual, y le sonreía y no le decía nada. Pasaba el conde, y le sonreía y tampoco le decía nada, asomándose a todas las ventanas del jardín interior, el hortus conclusus, según el padre prefecto. Entre los romeros podados se alzaban las risas de doña Purita, que se apartó allí con las aristócratas, hartas ya de que las fisgonease la plebe.

Máximo y sus amigos corrían, dejándose al chico de Aspe, que gritaba llamándoles, con susto de tanto lujo solitario. Encima de las mesitas de taraceas, de los cofrecillos estofados, de las cornisas de las librerías, de las ménsulas, de las veloneras, había braseritos, vidrios catalanes, cuencos y platos de Alcora, llenos de rosas deshojadas. Pablo y Máximo sumergían sus manos en la frescura viejecita y sacaban entre sus dedos un olor muerto de jardines desaparecidos.

—¿Hojas secas? —exclamaba el mozo de Aspe—. Hojas de rosas secas. ¿Y para qué?

Pablo dijo que en el «Olivar» había también copas y fruteros de alabastro con hojas de rosas y flores de espliegos. Su madre, siempre que pasaba, hundía la punta de sus dedos como en una pila sagrada; y sus vestidos y el aire se llenaban de un olor antiguo de huerto y de colina.

—¿Y para qué?

—¡Para nada! —le gritó Pablo—. ¡Para todo! ¡Porque sí!

Persiguiéndose llegaron a la salita de la condesa. Rodearon el pilar de la diosa de mármol, mirándole los pechos desnudos, los brazos redondos.

—¡Así los tendrá doña Purita!

Todos se volvieron a Pablo.

—¿La viste tú así? —le preguntó Máximo.

Y el de Aspe se acercó a la escultura hasta sentir su aliento encima de los muslos de piedra. Y, de repente, estallaron las risas de los madrileños.

A su lado, inmóvil y negro, esperaba que acabase la contemplación un hermano inspector.

—Yo estaba mirando, yo estaba…

—¡Usted estaba mirando, señor Perceval! ¿Pero a quién? —Y se le arrojó, paralizándole y chafándole los ojos con los suyos, desglobados por los quevedos de miope—. ¿A quién, señor Perceval?

—¡A doña Purita!

—¿A doña Purita? —repitió estremecido el hermano—. Y con la rapidez que tienen algunos justos para descubrir y sospesar el pecado, adivinó que aquella carne aldeana no lo cometía acercándose a las formas de una diosa, sino representándose en ellas las de una mujer, y de una mujer como doña Purita. Y bronco y ardiente de pureza (un Santo Padre ha dicho que el hábito de la castidad endurece las entrañas), gritó, tendiendo su brazo como una espada negra:

—¡Es usted un depravado y un monstruo! ¡Váyase al balcón de los fámulos; el último, y en silencio!

Entonces, Pablo se arrebató y se puso delante, diciendo:

—¡La hemos mirado todos; y Lóriz y yo más que él!

Perceval le oía sin entenderle. Un celeste furor hizo crujir los huesos del hermano. Y en este difícil momento presentose el mayordomo, avisándoles que ya estaba cerca la procesión.

Los huéspedes, la familia, los servidores de Lóriz acudieron a los colgados barandales.

Venían los timbaleros con sus capuces verdes, los tañedores de pífano con sus vestas moradas, los gonfalones y cruces de las parroquias, las lanzas de una Decuria, los sables y tricornios de la Guardia Civil… Y todavía pasaban gentes de Oleza, gentes forasteras y labradoras, grupos de señorío en busca de silla, de reja o de portal, y se dejaban los ojos en los balcones de Lóriz y singularmente donde estaba Purita. Era uno de sus días de plenitud de gracias y malicias, de los días proclamados por don Magín. No se olvidaba de prender su rehilete, su aguijón, su acento a los jóvenes olecenses que iban y venían, algunos ya maridos humildes y malhumorados. Casi todos fueron cortejadores suyos, y si se detenían mirándola, ella les pagaba con su risa de chiquilla y un mohín delicioso de su lengua, que, traducido al romance, al romance de amor y bodas, equivalía claramente al «¡No sabes tú lo que te has perdido!».

Llegó el «paso» de la Samaritana. Una viña de luces, un pozo de brocal de oro, de rosas y lirios. Jesús sentado en una piedra de madera, desbordándole la túnica de brescadillo, con la cabeza hacia atrás, en medio de un sol de plata, dobla sus dedos pulidos, señalándose la fuente de aguas vivas que salta de su corazón. La mujer de Sickem le sonríe, mostrándole el cántaro que tiene en la dulce curva de su cadera. Sus vestiduras pesan tres mil libras de capullo-almendra, del que se hila la seda joyante, escaldada por devotos terciopelistas de la comarca que trabajan cantando: «¡Oh, María, Madre mía; oh, consuelo celestial!…».

Enfrente, Elvira Galindo acechó a la imagen como a una mujer viva.

—Mira al Salvador lo mismo que miraría a sus amantes. —Y volviose a su cuñada y a los Monera para decir—: En este pueblo las damas que parecen más decentes se complacen en ataviar de pecadoras las imágenes de las arrepentidas, como si amaran en esas santas las deshonestidades que ellas no pueden cometer. ¡En cambio, la cofradía de la Dolorosa tiene cada perdida!

Le imploraba la Monera que callase, sin poder ni querer reprimir el júbilo que le encendía sus carrillos, mirando con inocencia a Paulina, que era de la Junta de «La Samaritana».

Y vino un rumor penoso de correas, de maderos, de yugo que crujía, de pies que se hincaban como el arado, de resollar de cuerpos tirantes… Y se paró el «trono» de la «Cena». Lo llevaban veinte huertanos de ropón bermejo, con la cola torcida a los riñones y la falda cazcarrienta de aplastársela con las esparteñas enfangadas; una mano de pezuña agarrándose al muñón de badana de las andas, que les partía los hombros, y la otra en la horquilla para los descansos.

Los doce apóstoles, en sillas Luis XV, y el Señor, más alto. Los discípulos, con barbas viejas asirias, menos San Juan, siempre juvenil y rubio. Todos mirándose, unánimemente pasmados, sin coincidir sus miradas, como los ojos de los ciegos. Judas, de codos, siniestro, rufo y sin nimbo, y debajo de la sandalia le salía la cabecita de una serpiente. Floreros, candelabros, picheles, manteles, peces, pollos, un cordero asado, frutas y verduras, y en la tarima, la jofaina y el jarro de la lustración; todo retemblando en su inmovilidad.

Monera sonrió.

—¡Hasta lechugas, lechugas de nuestra huerta! Todos los años me lo digo: ¿Es que entonces había lechugas? ¡Y cómo se nos reirán los de Madrid!

El penitenciario le puso encima los ojos glaciales, y el homeópata, no sabiendo qué hacer, sacó su reloj de oro y apartose para que se asomara más el penitenciario.

El mayoral de los «nazarenos» golpeó tres veces con su forca, previniendo el arranque. Bramaron los veinte huertanos aupando la carga, y pasó la «Cena», arremolinada como un navío, en una ráfaga de ropas, de brazos, de lumbres.

Máximo y Pablo aparecieron entre las primas de Lóriz y doña Purita.

Pablo sintió una delicia primaveral, como si floreciese de felicidad todo su cuerpo. Estaba mirándole Purita. No pudo él apartar sus ojos, y ella se los tomó en el regazo de los suyos, meciéndolos, llevándoselos. Tan poseída fue la mirada, que les pareció durar muchas horas. La Juno virgen, sonrosada pálidamente por la mañana de abril, se puerilizaba, ceñida toda por una caricia gloriosa y perversa, que fue quemándose hasta quedar en una claridad interior de aceites purísimos. Caricia de inocencia y de mortificación. Recordaba sus aflicciones y desamparos padecidos; y se hubiera ofrecido apasionadamente otra vez a todos sus dolores por acercarse a Pablo, renaciendo le una gracia de niña. Pero, mirándola el hijo de Lóriz, precoz y decrépito, regresaba a su esplendor sensual desconfiado.

Acababa de pararse el «Prendimiento». Jesús, atado con cordeles de seda morada que terminan en bellotas de oro. Dos sayones alumbran la noche con hachos de llamas esculpidas. Todavía tiene Pedro la espada desnuda. Malko está derribado en el tronco de un olivo de Gethsemaní, colgándole la oreja rebanada, lívida y dura. Rodeaban las andas los yelmos y picas de los legionarios. Delante, el señor Hugo, el insignia, alzando el «águila», estallándole su gallardía de circo, y después, jerárquicamente solo, el centurión: es decir, don Amancio, más don Amancio que nunca, más Carolus Alba-Longa que en sus paseos por la Glorieta, que en sus tertulias del Círculo de Labradores. Sus arreos y sus armas adquirieron transparencia para todos los ojos. Se le veía la calvicie de curial bajo el crestón de su casco de azófar; las rodilleras de los pantalones saliéndole de las grebas, la blanda americana estrujada por la cota, la esclavina de su carrik entre los aleteos de la clámide y su paraguas engordándole la espada.

A los madrileños y al menudo Lóriz les saltó la risa encima de Pablo.

—¡El amigo de tu padre! ¡El amigo de tu padre! —Y rebotaron dos almendras de Alcoy en la coraza del centurión.

Apresurose un hermano a condenar la burla.

—¡Piensen en la divinidad ultrajada! ¡Vean que no escarnios, sino elogios merece el piadoso entusiasmo de ese patricio!

Y prorrumpió la voz de colegiala de doña Purita:

—¡Tía Elvira y el centurión no paran de mirarse! ¡Ay, qué ricos!

—¡A mi tía Elvira no la quiere ni don Amancio!

Viose doña Purita en tía Elvira, y se compadeció de todas las Puritas y las tías Elviras de este mundo. Pero las primas de la condesa dejaron libre su alborozo, y la magnífica doncellona se olvidó de sí misma para reír también.

Los penitentes, los anderos, los romanos, los vecinos se volvieron con agravio hacia la noble casa. El Salvador parecía quejarse con sus ojos cristalizados, y Pedro blandía vengadoramente su espada vieja.

Las gozosas mujeres se retiraron sofocadas, llevándose a Pablo a un túmulo de almohadones. Acudió el hermano, les arrancó al culpable y lo puso entre los fámulos y el chico de Aspe. Desde allí las miraba el castigado. Las odiaba y se detenía, recogiendo con un dulce ahogo los perfumes que le habían dejado sus manos, sus mejillas y sus ropas. Y de repente les volvió la espalda con desdén porque ellas pedían su perdón al prefecto.

… Cuando salió, el último, detrás de los fámulos, del portal de Lóriz, vio toda su casa silenciosa y cerrada. Y Pablo se replegó en una sombría indiferencia.

La brigada subió lentamente la calle de Palacio; cruzó la plazuela de la catedral…

En otro tiempo, después de la procesión, los colegiales esperaban allí al señor obispo, que pasaba con sus pajes y canónigos, dejando sonrisas y bendiciones, camino de su basílica para ofrecerse a la extenuación de la tremenda liturgia: las grandes plegarias, la adoración de la cruz, la misa de presantificados… Ahora, Su Ilustrísima se sepultaba en su biblioteca y en su dormitorio, y los oficios de la sede iban quedándose descoloridos y pobres.

Por fortuna para Oleza, la iglesia de «Jesús» y la parroquia de Nuestro Padre San Daniel mantenían las excelsitudes de las pompas sagradas.

Por la tarde

Acabado el Ejercicio de las Siete Palabras, había recreo, en silencio, a la sombra tenue de los olmos y de los parrales retoñados. Los balones y los zapatos de los colegiales retumbaban desoladamente.

Pablo no quiso jugar. Los inspectores aceptaban, esa tarde, como místicas mortificaciones, los apartamientos, tan reprobados siempre como indicios de melancolías peligrosas. Pablo reanimaba en su memoria el retablo de la agonía del Señor: la iglesia del colegio transformada en Calvario; peñas rojas y plomizas con tojos y retamares; veredas esclarecidas por quinqués ocultos; fondo de firmamento de paño de funeral; las tres cruces gigantes; los dos ladrones retorcidos, desriñonándose convulsos, aplastados por las ligaduras, y el de la derecha inclinándose ya un poco a Jesús, que colgaba liso, blanco, velazqueño; y bajo el divino horizonte de sus manos clavadas, la Madre y el discípulo: María, con manto azul y toca blanca bullonada; Juan, con sayal color de vino y cíngulo negro, ladeaba su cabeza de adolescente hacia el mundo redimido. Ardían estopas en lámparas romanas de escayola, y sus llamas amarillas acostaban las sombras de los peñones de arpillera hasta el reclinatorio de Pablo.

Pablo se veía caminar de la mano de su madre por las afueras calientes de Jerusalén. Jerusalén, tostadita de sol como su Oleza. Un aire de follajes de huertos le ceñía como un vestido oloroso que crujía entre las cruces ensangrentadas. Después de la séptima palabra: «¡Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu!», don Roger iba soltando el Miserere, tan apretado, tan espeso, que parecía negro.

Las tres en todos los relojes de Jerusalén. Las campanadas finas de los cuartos; las campanadas anchas de las horas, que sonaban lo mismo que las de aquel tiempo —se decía Pablo— quizá no hubiera relojes ni campanarios; pero estas horas apócrifas que tocaban el hermano Canalda, el hermano Giner y Córdoba el sereno, con martillos en hojas de sierra, le emocionaban más que los lloros de las mujeres revolcadas de contrición y lástima en las tinieblas de las capillas, más que los gritos, ya roncos, del predicador, más que el terremoto bíblico. Los sollozos de mujer pudieron oírse en aquella tarde; los gritos imploradores pudo exhalarlos un discípulo afligido; y el terremoto era verdad evangélica, y ninguna de las posibilidades le angustiaba el corazón; en cambio, esos relojes falsos le precipitaban sus latidos en la dulce congoja de una verdad de belleza. Y subía sus ojos a la cruz del Señor.

Las fauces del Señor se hinchaban y se vaciaban de ahogo; le caían, cegándole, los cabellos, cuajados de sudores, de moscardas y de polvo podrido; se oía el golpear desesperado de su cabeza contra los maderos, y de pronto se le caía contra el pecho, crujiéndole la nuca, y se quedaba inmóvil, largo, resbaladizo, húmedo del helor de la agonía…

Muerto ya Jesús, Pablo iba perdiendo la emocionada ilusión de la Semana Santa. Otra vez el colegio de la Oleza contemporánea: oficio parvo, pláticas, examen de conciencia, liturgia menuda, desaromada; liturgia de diario. Para esta criatura, como para los más doctos Padres de la Iglesia, el origen y la cúspide del año litúrgico residía en las conmemoraciones de la Semana Santa.

Le llamó el hermano portero para llevarle al salón de visitas. Este lego tan viejecito, tan calvo y tan dotado de la gracia de la humildad, tenía esa tarde un gesto desdeñoso. Los santos más desasidos, más ingenuos, más humildes, llegan algunas veces a conocer el valor de la insignificancia; y, entonces, un hermano portero de la Compañía de Jesús, que ha consumido su vida imitando las obscuras virtudes de un San Alonso Rodríguez, también hermano portero, se acuerda de que San Alonso ya no está ensartando rosarios en su jaula de una cancela de colegio, ni abriendo y cerrando el postigo, sino en su altar, un altar con azucenas y fanales de oro, un altar en cada iglesia de la Compañía, y la imagen tiene en sus manos el atributo de las llaves como la del príncipe de los apóstoles. A esa costosa cumbre únicamente puede subirse por los caminos de la humildad, de la renunciación de todos los afectos. ¡Pues cuán lejos de esa bienaventuranza las pobres gentes que ni siquiera en Viernes Santo hacían el sacrificio de los apetitos y amores terrenales! Y cada vez que repicaba el esquilón de la portería —un esquilón como una quijada loca que se riese sacándole la lengua del badajillo—, el hermano botaba de pesadumbre. ¡No podían vivir sin quererse, sin besarse, sin tocarse! ¡Oh qué engaños y peligros tenían los alumnos en sus familias; y singularmente en la madre, en la madre y en las hermanas!…

Llamaron. Abrió el ventanillo para mirar.

La señora Galindo. ¡La señora Galindo, tan piadosa y residiendo en Oleza! Acaso mereciese disculpa el celo de las familias forasteras; pero las otras, las de Oleza que, gozando de locutorio todos los jueves y domingos, apartaban a los colegiales del recogimiento del Viernes Santo, las de Oleza…

—Seremos muy pocos, ¿verdad?

—¡De Oleza, nadie, por respeto al día!

—¡Han castigado a Pablo, y yo quería verle y consolarle!

—¿Y quién consoló a Jesucristo en esta tarde?

—Yo me marcharé pronto, pero tráigame a Pablo.

Lo trajo. Y Paulina y su hijo se quedaron en la claustra.

—¿No viene nadie contigo? ¡Tú sola, sin tía Elvira! —Y la besaba y la miraba más.

—¡Te han castigado, y tu padre ha sufrido mucho!

—¡Me han castigado por ellas! Se han reído porque se ríen de todo… ¡Siempre están contentas! Y esa tía Elvira…

—¡Hasta nombrándola se siente tu desvío!

—¡No la puedo ver! ¡No la quiere nadie!

—¡Pero es hermana de tu padre!

—¡De mi padre! ¡Tuya, no!

Se habían recostado en un pilar. Por las piedras calientes y tiernas de primavera subían los rosales. Entre los cipreses inmóviles se volcaban las golondrinas. Y en lo alto, dos vencejos coronaban la cruz de una cúpula fresca de aristas azules.

Caían hormigas y gusarapillos. Pablo los tomaba para verlos correr despavoridos en la mano de su madre; después se paraban y se ponían a tentar con el palpo, con las antenas, como si catasen las escondidas mieles de rosas de que estaban amasados los dedos de Paulina.

—… Y esa tía Elvira no se ríe como ellas. No puede. ¡Pero me miraba riéndose cuando me castigaron!

La madre le pasó los dedos por los párpados para fundirle con su caricia la sequedad de sus ojos.

—¡Se ha de sentir lástima por los que no tienen quien les quiera!

—¡Que nos quieran también ellos!

—Tía Elvira te quiere.

—¡Pues yo, no!

—¡Tu abuelo quiso a todos, Pablo; sé como él!

—¿Y por qué yo no me llamo Daniel, como mi abuelo?… ¡Yo quisiera que el Señor hubiese muerto en Oleza!… Y cuando vinimos, me llevaron al aposento del padre prefecto. Me dio tanta rabia oírle, que yo acusé de todo a las de Lóriz y a doña Purita, y entonces el padre prefecto me perdonó. Ahora me pesa. ¡Pero yo esta noche, en la procesión, no he de parar de reírme hasta que me castiguen otra vez!

Paulina le besaba. Y el hermano portero les separó diciendo:

—¡En esta tarde, Nuestra Señora no pudo besar a su Hijo sino después de muerto!

Por la noche

Toda la vida de Paulina se arrodillaba en esta noche del entierro del Señor. La luna de esta noche, la misma luna tan grande, que iba enfriándole de luz, su vestido, sus cabellos, su palidez, su vieja casa de Oleza, mojó de claridad el manto y la demacración de María y la roca de la sepultura del Señor. Como su hijo, ella también se sentía penetrada de las distancias de los tiempos. Evidencia de una pena, de un amor, de una felicidad que se hubiera ya tenido en el instante que se produjo y en que nosotros no vivíamos. Sentirse en otro tiempo y ahora. La plenitud de lo actual mantenida de un lejano principio. Iluminada emoción de los días profundos de nuestra conciencia, los días que nos dejan los mismos días antepasados y conformados y que han de seguir después de nuestra muerte.

Y para ser del todo ella en aquel tiempo y siempre, había ya de acogerse al hijo; ella por hipóstasis del hijo, anegándose en él y conteniéndolo en su sangre. Ni podía recordarse niña ni sentirse hija sin él. Así llegaba hasta todos los horizontes; pero también en todos se tendía la sombra del esposo, acatado con obstinación como un dogma. Y amándolo en lo más obscuro de su voluntad le parecía haber llegado a madre siendo siempre virgen en su deseo y en la promesa de su vida.

… Y al volverse, le dio en los ojos la vieja relumbre de las vestiduras de San Josefico, que la miraba esperándola, bajo los óleos de los padres de don Álvaro: el señor Galindo, la señora Serrallonga.

La diminuta imagen, y los atributos y ornamentos pueriles del altarín, todo tenía un brillo dulce y turbio de pupilas socarronas que le pedían que fuese a recibir la emanación de su secreto poder. Anochecido lo dejó doña Nieves, más blanca y macerada, casi de celuloide, con su ajado vestido de Viernes Santo.

—Viene mi arquilla de la noble casa de Lóriz. No sabían aquellos señores ni aquellos criados en qué rincón obscuro ponerla. Y luego que les referí lo que mi San Josefico ve y oye y dice, y que desde allí había de traértelo, se lo llevó a su dormitorio el señor don Máximo, el caballero pintor. ¡A su lado pasó la noche; míralo, mi hija!

Paulina no pudo mirarlo. Los ojos infantiles de San Josefico eran más pavorosos que los ojos adivinos de Nuestro Padre San Daniel; y la llamaban como si quisieran que recogiese una culpable intimidad. San Josefico se parecía esa noche a doña Nieves…

… Se reclinó en su ventana para ver el Entierro, y tembló dentro de la llama negra de los ojos de don Álvaro, y ella refugió los suyos en el hijo. Lo tenían los de Lóriz en su balcón, complaciéndose en él, prefiriéndolo entre todos los colegiales. La delicada figura de Pablo, recortándose en el fondo de sedas antiguas, de arañas de cristal, de lámparas de cobre, era la de un príncipe dueño de todas las magnificencias de aquel palacio.

El esposo se apartaba lentamente alumbrando detrás de las andas de San Juan Evangelista. Y Paulina asomó más su cuerpo para seguir mirándole con obediencia, y sintió que la traspasaba como una luz la mirada de Máximo el pintor, que sonreía a Pablo con ternura. Recordó asustada, sin entenderla, la queja de ese hombre: «¡Por qué lloverá sobre el mar!». Entonces se miraron los dos, y ella se vio delante de todos, sola, iluminada calientemente, como si toda la procesión del Entierro de Cristo le hubiese acercado las velas para sorprenderle los pensamientos.

La calle recibía un tostado color de panal. Filas calladas de devotos con cirios ardientes. Un silencio de cielos campesinos que venían a tenderse encima de Oleza. Un pisar sumiso, y el plañir de los limosneros: «¡Por los que están en pecado mortal!…». Vibraban las monedas en las bandejas de hierro. Y de lo profundo salían más imploraciones: «¡Por la preciosa sangre de Cristo!… ¡Para Nuestro Padre San Daniel!…».

Pasó la Soledad, hueca y rígida de terciopelo negro; la faz de cera goteada de lágrimas; las manos de difunta sosteniendo un enorme corazón de plata erizado de puñales que se estremecían. Por antiguo privilegio, llevaban las andas, desnudas y ligeras, cuatro viejos militares, de uniforme, un uniforme de pliegues de cómoda, de categoría de mortaja. Y continuaban las hileras temblorosas de luces amarillas. Cirios y luto. A lo último, el resplandor helado del sepulcro de cristal, y bajo el sudario fosforescente de riquezas, el Señor muerto, el Señor, que se volvió para mirar a Paulina, lo mismo que la noche que le tuvo miedo a Nuestro Padre San Daniel…

De todos los balcones descendía una lluvia silenciosa de flores.

Se quedaba la luna sola en la calle, y más lejos iban abriéndose otros cauces quemados de velas y ondulados de silencio de oraciones del Entierro de Cristo.

De los campanarios caían las horas glaciales y largas.

A las diez se recogió Paulina, cumpliendo su turno de meditación de la Hora Santa para hacerle compañía a la Madre del Señor.

La noche inmensa se apoderaba de su vida, tocándola en el corazón como una mano de suavidad. Y se sonrojó de la delicia de sus lágrimas. A veces se descansaba en la ventana. Rodaba el río por las soledades tiernas de luna. Nadie en Oleza ni en los caminos. Luna y olor de felicidad de jardines abandonados.

«¡Por qué llovería sobre el mar!». ¡Aguas dulces y finas de las sierras descendiendo en las aguas amargas y desamparadas! Y sollozó, pidiéndole a Jesús muerto que lloviese en su vida el agua dulce y buena.

A su espalda se abrió la voz del esposo:

—¡No parece que llores por la muerte de Cristo, sino por ti misma!

Y don Álvaro estuvo mirándola en su frente y en su boca, y salió dejándole un vaho de cera de la procesión del Entierro.