II
Miércoles y jueves
IÉRCOLES Santo, dos Hermanitas de los Pobres, dos hormiguitas trajineras, con sus tocas cabezudas, le llevaron a Paulina la «tabla» de los turnos para la mesa petitoria de la catedral. Ella sonrió, aceptándolo todo. No era menester que la leyese. Nada más había que conciliar sus compromisos y devociones: en el oratorio de las clarisas, a las seis; en la parroquia de Nuestro Padre, a las siete, y la vela del Santísimo, de dos a tres, en la catedral. Pero las hermanas, dulces y tercas, porfiaban que sí que era menester; y Paulina leyó la hoja, y en seguida volviose como si buscase aprobación y la temiese. Las monjitas se miraban, y ella salió del comedor, y luego vino Elvira y don Álvaro, que traía entre sus dedos el escrito.
—Aquí dice: «Santa Iglesia Catedral: De cuatro a cinco, condesa de Lóriz, señora de Galindo y doña Purita Canci». Y yo digo: ¿por qué juntaron ustedes estos nombres?
—Tres habían de ser, señor don Álvaro, y estos tres nos parecen de los más principales de Oleza —lo pronunció la hermana joven con acento gascón y un fino parpadeo de inocencia y perplejidad.
—¿Y por qué no podían ser la señora Monera, mi mujer y mi hermana doña Elvira?
—Bien podían haber sido —dijo entonces la monja más antigua—, si no viniésemos de hablar con los de Lóriz, generosos bienhechores de Casa; pero la condesa quiso que al lado de su nombre apuntásemos el de la señora Galindo y de doña Purita.
Otra vez se habían mirado las Hermanitas de los Pobres, y los hermanos de Gandía también, y entre ellos, Paulina estaba sola, inclinada, esperando. Don Álvaro se mordía el silencio que se le enredaba en su boca, el silencio como si únicamente fuese suyo, pesándole como una barba de bronce.
Plácida y lisa, la monja vieja exclamó:
—Además de las señoras, estará una de nosotras en la mesa.
—Precisamente —dijo la francesita sonriendo—, Dios mediante, será una servidora quien les haga compañía en la catedral.
Elvira también sonrió, mostrando sus encías.
—¿Será usted? ¡Miren cómo la guardan para lo mejor! ¡Por algo se murmura en Oleza que pronto la tendremos de Buena Madre!
La hermana puso toda su mirada de luz en los ojos enjutos de Elvira. En la monja asomaba la mujer virgen, y en la señorita de Gandía, la soltera.
—¡Oh, guardarme para lo mejor! ¡Quizá sea verdad! Pero, si fuese usted de nosotras, también podría ser la elegida.
—¿Y no siendo de ustedes, ya no puedo aspirar al rango de ese petitorio?
—No digo yo tanto. Fue la señora de Lóriz quien escogió los nombres.
—¡Pues no sabe esa señora las gracias que le doy porque no se acordara del mío!
—¿De veras? ¡Por Dios!
—¡Qué «de veras» y qué «por Dios»!
Y ya estallaba su brío de descaro; pero se redujo, muy humilde.
—No tengo ingenio para remilgos de sociedad; yo soy de pueblo, y mi sitio será la mesa de una hermana de Monera, la que está al servicio del señor penitenciario.
—¡Oh, es muy buena mujer!
Luego, la monjita volviose a don Álvaro, dejándole exactamente a él la clara interrogación de sus ojos:
—¿Entonces?…
Se entenebreció don Álvaro, sin contener el goce de mostrarse más rudo:
—Entonces, entonces… yo no me avengo a que esa señora condesa disponga de nosotros como de criados.
Se le movía la barba, se apretaba las manos y se aborrecía a sí mismo, viendo que las Hermanitas se despedían de Paulina mirándola como si la compadeciesen. Y las paró con su grito:
—¡Estoy harto de sentir mi voluntad empujada por la de todo este pueblo!
Ellas postraron sus frentes con aflicción.
—Mi mujer irá, pero yo también impongo y rechazo compañías.
La monjita buscó su lápiz entre los pliegues de la manga y esperó con un gracioso parpadeo.
Don Álvaro dictó:
—Señora de Lóriz, señora de Galindo y señora Monera.
—¿De modo que hay que quitar a doña Purita?
Y fue repitiendo y escribiendo con mansedumbre: «Se-ño-ra Mo-ne-ra…».
—¿Y usted admite la enmienda sin consultarla?
—¡Es tan pobre cosa para esta vida!
Y se marcharon las dos hormiguitas del Señor.
Jueves Santo. La tarde se quedó inmóvil. Se oían los gorriones de toda la ciudad como en un huerto. El grito de una golondrina, las alas de un palomo rasgaban la seda del silencio. Arriba tableteaba huesuda y áspera la carraca de la catedral, y el clamor del río parecía del agua de la noria cansada de la torre. Sol y blancura de acacias en flor, de tapiales encalados. Todos los campos tiernos, acercándose a Oleza para ver al Señor, al Señor caminando por las cuestas de Jerusalén. Pero el Señor estaba tendido y desnudo delante del Monumento, entre los reclinatorios de la vela del Santísimo. Paulina le miraba los filos de hueso que le salían por la gasa morada: la nariz, las rodillas, los dedos alzados de los pies. Le buscó las uñas, las uñas azules del cadáver del Señor… Y llevose a la boca su pañolito, que tenía manchas de sangre seca. Veía a su hijo, muy pequeño, con ella y don Álvaro. Don Álvaro, todo de negro, rígido y aciago. Se acercaban al Monumento. Fue en esta hora tan buena del principio de la tarde. Los únicos pasos, los suyos en las losas de la catedral. El niño tuvo miedo y buscó el arrimo de la madre. Sintiose caer un lagrimón de cirio en una arandela. Crujió la falda de Paulina entre los dedos del hijo. Se arrodilló don Álvaro, encorvándose para besar los pies llagados de la imagen, y en seguida su mano empujó a Pablo: «Bésalos», y Pablo cayó encima de las uñas del muerto. Ella lo recogió, enjugándole la boca con un lenzuelo de encajes, el mismo pañolito que todos los años traía en la vela del Jueves Santo. Lo aspiraba reverenciando aquella sangre viejecita como si fuese de las heridas de los pies de Jesús… De tiempo en tiempo entraba el plañir de los mendigos del portal: «¡Por la memoria de la Pasión y Muerte!», «¡Por las espadas de Nuestra Señora!». Gemían los muelles y la roldana del cancel forrado de cuero. Pisadas claras, exactas en la soledad. Lo mismo que entonces.
El Monumento esplendía sereno y profundo, como una constelación en la noche litúrgica. Terciopelos rojos y marchitos, oro viejo de los querubines del sagrario, oro de miel de las luces paradas, un crepitar de cera roída, un balbuceo de oraciones, un suspiro de congregantes, macizos de palmas blancas del domingo, floreros de rosas y espigas y los mayos de trigos pálidos con sus cintas de cabelleras de niñas alborozando de simplicidad aldeana el túmulo augusto y triste; olor ahogado, y la sensación del día azul rodeando los muros, la sensación de Jerusalén, blanca y tibia en el aire glorioso de Oriente.
Paulina sentía una felicidad estremecida en la quietud religiosa del Jueves grande: todo el día inmenso allí recogido como un aroma precioso en un vaso. Las luces la miraban como las estrellas miran dentro de los ojos y del corazón en las noches de los veranos felices de la infancia.
Alrededor del Monumento rezaban señoras humildes, esperando su guardia del Santísimo a esas horas quietas en que nadie puede ver sus vestidos mustios, nadie más que ellas mismas y el Señor desde la hostia rota de la urna radiante.
Paulina recordó las tardes del Jueves Santo, caminando desde el «Olivar» por las veredas de las mieses ya granadas, para visitar los sagrarios al lado de su padre y de Jimena. La mayordoma la contemplaba como criatura suya. Enmendaba un azabache de su ropa, le prendía mejor la mantilla, le vigilaba los broches de las joyas arcaicas que iban dejándole el viejo perfume de los Jueves Santos de la madre ya muerta…
… Levantose de su reclinatorio extenuada y dulce. Llegábale ya el turno de la mesa de pedir de las Hermanitas. Pasó delante de capillas húmedas, desoladas y ciegas bajo el velo morado de Pasión, con las sacras y los candeleros caídos en el ara desnuda. Nada ni nadie en el altar. Los cielos de la piedad se habían despoblado y toda la liturgia se apretaba junto a los últimos momentos de la humanidad de Jesús. Principió a lucir el triángulo de cirios del tenebrario, y en su tronco labrado se quebraban dos grandes medallas de sol rural que caían desde el follaje negro de piedra de la bóveda. Del continuo tránsito repicaba el cancel como la cítola de un molino. Destilaban las voces de fuera, voces que iban cerrándose de las gentes que entraban, voces que se abrían a la lumbre de los pórticos. Familias artesanas y labradoras; juntas de cofradías; guardias civiles de zancas de algodón blanco; la oficialidad y los ordenanzas de la zona de reclutamiento; niños de un colegio pobre, esquilados, con botas gordas y trajecitos de huérfanos sin luto; mercedarios, carmelitas, franciscos, soltando un ruido de sandalias viejas, el mismo ruido de los pies de los discípulos cuando viniesen desde Bethania para comer la pascua en el cenáculo; parejas de jesuitas, con el manteo tendido y el sombrero reclinado en el pecho; su doble genuflexión estricta, medida, como si oficiaran, postrándose, persignándose y alzándose a la vez, y en seguida, a otra visita de Monumentos, con su andar de viajeros de jornada piadosa, para volver pronto al oficio de Tinieblas de casa, el mejor de la diócesis…
La monja jovencita recibió a Paulina junto a la mesa de damascos de los Lóriz. También eran del palacio de Lóriz las bandejas y los candelabros de plata cincelada. En medio resplandecía una menuda imagen del Nazareno, imagen de fanal de consola, con cabellera de verdad, la túnica de lentejuelas y la cruz de filigranas. Llegó la Monera, redonda, sudada y el pecho repolludo de terciopelos, de azabaches, de blondas, de collares y cadenillas de joyeles. Se ahogaba del cansancio de traer sus galas por las iglesias, pero le reventaba el gozo. Subía sus manos para pulir su tocado, y se le enzarzaban los dijes con el rosario de nácar, con el abanico de concha, con el redículo lleno, con los broches de la «Semana Santa» de peluche, y jadeaba más.
Se retrajo la Hermanita para seguir las oraciones de su eucologio, y ya la Monera pudo hablar con holgura:
—¡Atiende! ¿No se sienta usted en medio? Pues yo sí, a lo menos hasta que se nos venga la de Lóriz. ¿Y no se tratan ustedes siendo vecinas? ¡Claro que tampoco nos tratamos nosotras como debiéramos teniéndose tanta amistad nuestros maridos! ¿Y ha sido ella, la condesa, quien nos escogió para este turno? ¿Usted lo esperaba? Yo, no; pero no se me encoge nada por eso. Bien han de morderse algunas cuando nos vean, y entre todas doña Purita. ¿Es verdad que ha venido familia forastera de los Lóriz? ¡Las vizcondesitas de no sé qué! ¿Pues cómo no las trajo? ¿Dejamos ya nuestra limosna porque no digan… o aguardaremos que llegue la señora condesa?
Paulina entornaba sus párpados, ya que no se cerraban los labios de aquella mujer.
«Tiene más orgullo que una noble sin serlo; un orgullo como si fuera feliz». Y, en tanto que la Monera lo pensaba, sonreía para seguir su comadreo:
—Dicen que el de Lóriz es un pillastre. Todas le encalabrinan, desde las mocosas de costura hasta los refajos de las huertanas y las piernas de pringue de las de San Ginés. Lleva dos dientes de oro. Una boca podrida de vicio. ¡Qué diferencia entre Lóriz y don Álvaro y el pobre del mío! ¿Y no ha venido también el hermano de la condesa?
Paulina se internaba dentro de su corazón. «Pasaré una hora de esta tarde, tan mía desde que era niña, al lado de la de Lóriz, la hermana de él».
Y se precipitó a mirar los canceles.
Prorrumpió la masa de los seminaristas, con estruendo de haldas y zapatones. «Filósofos» y «teólogos»; la granada juventud de Oleza, con sus lobas o sotanillas azules, recias, sin mangas, la beca encarnada que se tuerce en forma de corazón sobre el pecho, colgando las puntas por las espaldas con dos rollos de tafetán blanco. Se arrodillaron duros y polvorientos entre un vaho de camino. Se torcían los puños; hundían sus frentes de aldeanos. En los ojos de los sacerdotes inspectores había un trastorno que les secaba la oración.
Salieron despavoridos; y entonces surgió Elvira crispada, rápida, con los pómulos de cal, las sienes recalentadas, y entre las vedijas de crepé aparecían los calveros de la edad. Sus ropas, retorcidas a sus huesos como una piel; arrebatada y tirante, con un brillo húmedo en sus ojos ávidos, se puso a rezar, sin quitarlos de su cuñada, de la belleza de su cuñada. De pronto fue a la mesa, y Paulina se levantó.
—¡No te asustes, hija! —y se arremolinó con la Monera—. ¿Los habéis visto? ¡Un bochorno que da grima y ganas de llorar! Ésos, los seminaristas. A estas horas, los únicos que no lo sabéis sois tú y el señor obispo, tía Corazón y, claro, esa Hermana.
—¡Ni yo tampoco! —rompió ahogándose la Monera.
—¡Al lado de ésta, lo comprendo!
—¡Nos están mirando todos! —suspiró Paulina.
—¡Que nos mire Dios con agrado, que los demás no me importan!
Luego soltó el lance escandaloso. Los seminaristas, por un podrido deseo de sus guías, atravesaron el callejón de la Balsa, el lupanar de Oleza.
—¿Callejón de la Balsa? —y la señora Monera estrujaba los corcovos de espanto de su pecho.
—Corrieron los inspectores, y ya no tuvo remedio la indecencia. Desde los portales y ventanillos les llamaban las malas mujeres remangándose. Yo venía de Nuestro Padre, de ver el Lavatorio. Daba compasión el padre Bellod, tan viejo y tan sufrido, arrodillándose delante de aquellos pies, lavándolos, enjugándolos y besándolos. ¡Doce veces! Le reventaba la frente, le crujían los riñones ceñidos por la toalla. Eso se ahorra Su Ilustrísima…
No pudo seguir. Apareció la familia de Lóriz. La condesa y sus primas forasteras. Dejaban claridad, gracia, frescor y aroma de frutales finos en flor. Luz y goce de naturaleza. Sencillez de damiselas que fuesen a cultos humildes; cabelleras rubias replegadas levemente bajo la vieja suntuosidad de las blondas. Ritmos y contoneos de puerilidad, de ligereza. Delicias de carne recién comunicada de la tarde de abril. Aristócratas en el descuido selecto de una temporada de cortijo. Sin joyas; hasta los guantes blancos tenían una blancura de marfiles, los de la última comunión en Madrid o de misa temprana. Únicamente la condesa llevaba en medio del pecho un jazmín de diamantes antiguos. Ella y sus primas, de sedas negras, y parecían vestidas de blanco. Las miraban pasmadamente las damas y vírgenes de Oleza, obligadas a un esfuerzo y pesadumbre de vestidos brochados, de cuelgas de alhajas, de rigideces de lienzos interiores, de cinturas retorcidas y pechos retrocedidos entre el cañaveral de las ballenas. En cambio, de las forasteras se exhalaba la alegría de sus cuerpos con tanta gloria que casi se creía que fueran a brotar desnudas como de un baño.
—¡Atiende! ¡Vienen de trapillo, pensándose que aquí no se viste!
Y la Monera se precipitó erizada de terciopelo a su silla, recelosa de que se la quitaran las de Lóriz. Detrás, Elvira lo acechaba todo. Parecía más flaca y su piel más verde entre las grietas de su yeso de arroz.
Paulina se había levantado acogiéndolas con una graciosa timidez. Sentíase muy infantil rodeada de esas gentes tan felices. Y de pronto se vio dentro de la mirada del hermano de la de Lóriz, siempre con traje de viajero. Semejante a la hermana, con los ojos más azules y amargos. Ya tenía hebras blancas en las sienes y en el oro de la barba.
—¡Hace dieciocho años, Paulina, que no nos hablábamos! Era usted soltera. He visto a su hijo en el colegio. Lo he llamado para verle y besarle.
Por los mismos conceptos que decía: «verle y besarle» le miraba ella los ojos y después la boca. Se le apartó con suavidad, y bajó los párpados con un honrado temblor; y encima seguía descansándole la contemplación de aquel hombre. Como prueba de que no le pesaba, de que no había de huir ni de sonrojarse, volvió a subir su mirada y a recoger limpiamente la suya. Todo muy rápido como una luz. La misma fugacidad tuvo su pensamiento, el pensamiento que la traspasó y que estampaba distancias y tiempos: «Pude haber sido la mujer de ese hombre». Acababa de verse, toda virgen, tan blanca, en el viejo reposo del «Olivar de Nuestro Padre». Pudo ser su mujer. Pudo ser de ese hombre que descansaba en el silencio de la casa de Oleza como si se tendiese al amor de un árbol familiar, y aparecía por las aradas y huertas de don Daniel con su caja de pintor. Don Daniel no vio el elegido para Paulina como lo vio en don Álvaro. Cuando Máximo se despidió para seguir su camino, ella se dijo (se alzaban claramente los años, para ver la pronunciación de sus palabras), ella se dijo: «Si nos quisiéramos, nos marcharíamos después de nuestra boda y recorreríamos el mundo». Y ahora, mirándose, reanudaba su pensamiento: «Ya llevaríamos diecisiete años casados desde entonces; diecisiete años…».
Y todo esto voló dentro de su frente, por el horizonte del «Olivar» de aquellos días deshojados, sin sobresaltos de casada perfecta. No se había complacido en otro amor, sino en otro matrimonio, otro matrimonio que le parecía referido a distinta mujer. Todo tan breve y tan ajeno que no dejó de oír ni de mirar a las aristócratas forasteras y de pagarles su sonrisa con la suya vigilada por la hermana de su esposo.
La de Lóriz la sentó a su lado con gentil llaneza; y volviéndose aturdida le dijo:
—¡Cómo! ¿No es Purita nuestra compañera?
—¡No, señora; no, señora, que soy yo! —respondió embistiéndose la del homeópata.
La de Lóriz se distrajo para confirmarle a Paulina que fue ella misma quien indicó este turno por verla y tenerla muy cerca. Su hijo siempre les hablaba de la mamá de Pablo, la mamá más hermosa del colegio. Ninguna sonreía y miraba como ella…
De un tarjetero de filigranas fragante y diminuto sacó una monedita de oro. Paulina, también. La Monera extrajo de su gorda faltriquera de mallas un escudo chapado, diez viejos reales, y pareciéndole escasa la limosna en presencia de tanto señorío de Madrid, desató de su pañuelo un rollo de menudos que se le reventó entre sus dedos enguantados, y los dineros botaron en las losas con el plebeyo ruido de la calderilla.
Se agobió buscándolos y estalló su rotunda cintura de agramanes.
Llegaba entonces la primera brigada de colegiales de «Jesús» con sus levitas ceñidas por el fajín de torzal azul, guante blanco, insignias y franjas de oro. En las últimas ternas iban juntos el hijo de Paulina y el de Lóriz, que se miraron avisándose. Máximo Lóriz, descolorido y frágil, la frente lisa, los ojos precoces, ya con elegancia y decrepitud de club. Pablo Galindo, alto, de una adolescencia dorada, pero con la infancia todavía en su sangre; la mirada de suavidad de la madre, y entre sus cejas, el fruncido adusto de don Álvaro.
Lejos, en los terciopelos descoloridos del sagrario, se reclinaba la cabeza fina y pálida del hermano de la de Lóriz. Desde allí contemplaba a Paulina pasando sus ojos sobre la frente del hijo. Y otra vez se remontó para ella el vuelo de los años hacia el horizonte de su virginidad. Otra vez la imagen súbita de sus bodas con aquel hombre. Pero en medio se alzaba el hijo. El hijo no sería según era trocando su origen. Se le perdía la profunda posesión de Pablo, sintiendo en él otro hijo, es decir, otro padre. Este hombre, con quien podía haber sido dichosa, era él, en sí mismo, menos él que don Álvaro, tan densamente don Álvaro.
Ya salía la brigada de «Jesús». Los inspectores adivinaron el peligro para la devoción que emanaba de aquella mesa y del grupo femenino, más de festín de belleza y de ternura que de limosna de piedad; y se pusieron delante.
Quedó la iglesia en una quietud de aposento de enfermo. En el cancel surgió el tribunal enlutado de don Álvaro, Alba-Longa y Monera.
Paulina elevó su frente a la escintilación del Monumento. La de Lóriz y sus primas secreteaban con risas deliciosas. La Hermanita de los pobres rezaba; la Monera se ahuecó entre las señoritas nobles que seguían de pie, y volviose a su marido significándole con una mueca que ella no era como él; ella no cedía su asiento, ella no se levantaba por nadie… A lo último, Elvira, inmóvil, olvidada, sacrificada, recibía el saludo de su hermano, que dobló su cabeza de piedra.
Paulina tembló. Junto a su oído, los labios de Máximo el pintor, que acababa de aparecérsele, le decían:
—¡Qué tarde tan inmensa, Paulina! ¡Dios mío, la felicidad se pierde como la lluvia que cae en las aguas!… ¡Por qué lloverá sobre el mar!
Fuera, en el azul, rodaba de nuevo, áspera y vieja, la carraca de la catedral.