I

Conflictos

AS dominicas de Santa Lucía, las clarisas de San Gregorio, las salesas de Nuestra Señora enviaban al señor obispo potes de ungüentos maravillosos y redomas de aceites y aguas de bendición para las llagas.

Juntos salían de Palacio los demandaderos, diciéndose el cansancio y mohína que se les esperaba en sus monasterios. Pero el más caviloso era siempre el de la Visitación. Había de resistir los filiales fervores de la comunidad por Su Ilustrísima, y singularmente de la madre y de sor María Fulgencia o la señorita Valcárcel. Nunca se saciaban de pedirle noticias. Querían saber si había visto al reverendo enfermo, o si pudo oír su voz y cómo la tenía; si le cuidaba en Palacio alguna religiosa de Oleza; quién le tomaba el recado; si supo algún alivio repentino; qué remedio tuvo más predilección, si el suyo, o los ofrecidos por las clarisas, o por las dominicas, o por las damas devotas; y, finalmente, cuando llegaba a la antecámara y decía: «De parte de la abadesa de la Visitación, y de toda la comunidad…». ¿Qué? Entraba, lo decía, ¿y qué?…

El donado movía resignadamente su esquilada cabeza de siervo, mirándose su gorra viejecita. No sabía nada. Entraba, lo decía, y nada. Un clérigo afilado les recogía a todos, de una vez, las pomadas, los bálsamos, los atadijos de hierbas y raíces. Se marchaba y volvía muy de prisa, repasando documentos, quitándose y poniéndose los anteojos, y de súbito se paraba:

—¡Ah! Oigan: el señor da las gracias a la comunidad de, de eso…, de…

—¿De las salesas? —le preguntaba muy encogido el recadero.

—Sí; de las salesas, de las salesas… Bueno. Y le pide que le encomiende en sus oraciones, y la bendice.

Se humillaba el abuelito para recibir esa bendición que había de llevar a las celestiales esposas, y se aguardaba. Los otros también.

El eclesiástico se ponía a leer en su bufetillo, mirándoles de reojo.

Ellos no se iban. Tañían horas los relojes de las salas. Y el fámulo de las dominicas osaba decir:

—Es que la priora quisiera saber si el agua santa del Jordán le probó a Su Ilustrísima.

—¿Agua del Jordán?… ¿Agua del Jordán? ¿Era un frasquito verde con una cruz en el lacre?

—¡Ay no, señor, que no era! ¡El mío tiene un San Juan Bautista en medio!

—El verde —mediaba el de las salesas—, el verde lo traje yo. Era de aceite de los olivos de Gethsemaní. Lo tenía sor María Fulgencia o la señorita Valcárcel, porque se lo regaló un señor beneficiado de Murcia que estuvo en Jerusalén, y dicen…

El de las dominicas se expansionaba:

—Mire: el agua santa no venía en ningún frasquito, sino en un tarro de color de pan moreno; un pote de la misma tierra del pozo de Santo Domingo de Guzmán; de la tierra que hacen rosarios, que es tan milagrosa.

Y añadía el de la Visitación:

—¡Si se lo preguntásemos al enfermero!…

Desaparecía el presbítero por la mampara de felpa amaranto, cuyo escudo prelaticio de sedas de oro iba nublándose de huellas de manos sudadas.

Quedábanse los fámulos en silencio, sin moverse de los manises que les correspondían a sus alpargatas cenicientas.

Subían capellanes de la curia, criados de casas ricas preguntando por el enfermo. Volvía el familiar con fojas, con libros. Atendía a los recién llegados, sin acordarse de los otros, y alguno tosía. De repente les miraba con un frío de anteojos.

—¡Ah! Me dicen que sí, que sí que le probaron a Su Ilustrísima: el agua y el aceite, el frasquito y el pote, los dos.

… Llevada de piadosos anhelos, la prelada de las salesas escribió a la madre Ana de San Francisco, de la residencia generalicia de la Alta Saboya, pidiéndole el ostensorio de la Casa, que había sanado muchos enfermos de males empedernidos de la piel. Era una delgada bujeta de forma de libro, y entre dos hojuelas de esmeraldas se guardaban cinco limaduras del hierro con que la santa fundadora, Juana Francisca Fremiot, baronesa de Chantal, se grabó en el costado el nombre de Jesús.

Consintió la casa-madre en dejarlo a la casa de Oleza; pero temía los peligros y la irreverencia de confiar la preciosa reliquia al servicio de Correos entre estampas inmundas, impresos, cartas de herejes y pliegos de valores declarados de la banca judía difundida por todo el mundo.

La comunidad de Nuestra Señora horrorizose imaginándolo. Durante algunos días vivieron consternadas las dulces religiosas.

Domingo de Quincuagésima, a punto de prosternarse María Fulgencia en la cratícula para comulgar, llegose a la prelada, palpitándole la cruz de su pecho y resplandeciéndole de un regocijo de gloria sus hermosos ojos aterciopelados.

—¡Ay, madre, madre, que Nuestro Señor me ilumina!

—¡Comulgue, hija, y después hablará!

—¡Si no puedo, madre; si no puedo de la prisa de decirlo!

—¿Pero tuvo alguna visión reveladora de impedimento?

—¡Yo no sé; yo no sé!… —balbució la sor apasionándose.

Todas comulgaron. Mirábala la madre sintiendo el apuro de su responsabilidad. Era un trance desconocido. En quince años de abadiato, la vida de claustro deslizose siempre sosegada, sin trastornos ni sequedades de tentación, sin convulsiones ni arrobamientos místicos. ¡Y esa criatura de Murcia traía inesperadamente las alarmas de la santidad! Pues ¿qué haría ella con una santa en casa, una santa bajo su obediencia, una santa jovencita, con tránsitos ciegos, incomprensibles del gozo a las lágrimas, de las melancolías a los enfados pueriles? ¡Las santas, las santas no debieran manifestarse sino después de muertas, quietecitas en los altares! ¡Señor, arrobos, no! ¡Tan bien como se podía vivir siendo todas dóciles! —¡la clavaria, la clavaria!—, ¡todas dóciles, todas buenas, muy buenas, y nada más!

Todavía insistió sor María Fulgencia:

—¿No me oye, madre?

Estremeciose la madre.

—¿Me oye? ¡Es el relicario, es el relicario que viene, que puede venir sin peligro!

Presintió la abadesa que iba a florecer la gracia de lo maravilloso.

—Pues ofrezcamos la comunión por tanta dicha. ¡Recójase, ande!

Acabado el oficio y rezo, y después de refectorio, juntose la comunidad en la sala de costura. No quiso la prelada el coro ni la sala de Capítulo ni otro lugar de ceremonia, temerosa de los efectos extáticos. ¡Señor, arrobos, no! Un aposento apacible y claro, donde se habla con sencillez y honestísimos júbilos, no había de invitar a demasiados prodigios. Por humilde olvidaba la madre que el recinto de milagro es la simplicidad de los corazones. Llamado San Goar por su obispo, acude a Palacio; pasa la antecámara; no ve percha ni mueble donde dejar su capa, y la cuelga de un rayo de sol. De una devanadera podía temer la madre que se quedaran prendidos como flores los anhelos de sor María Fulgencia. La miraron todas, y ella se puso colorada, y estaba más hermosa.

Palideció la madre. ¿Exhalaría esa criatura la rara y celestial fragancia que dejan los cuerpos de los bienaventurados? ¡Ese dulce sofoco de su piel tan fina, ese temblor de su pecho!…

—Ya puede, ya puede decir… —le autorizó, suspirando.

Y la señorita Valcárcel dijo:

—Mi primo Mauricio está de agregado militar en la Embajada de Viena…

Se produjo una brisa de tocas, un oleaje de hábitos, de pecherines y lenzuelos.

La clavaria gritó:

—¡María Santísima! ¡En el comulgatorio; en presencia de Nuestro Señor Jesucristo fue cuando pensó en el mundo!

Mostrose también la superiora con enojo de constitución, aunque sintiese un escondido alivio viendo remontarse el vuelo de lo extraordinario.

—¡Ay! ¡Que siga!…

—Que siga su caridad… —pidieron muchas voces.

Revolviose la clavaria murmurando que era demasiada impertinencia. Pero la madre permitió que hablara la sor. De sus palabras podía originarse un bien para el amado enfermo.

—Mi primo Mauricio está de agregado militar…

—¡Ya lo sabemos! —le interrumpió la austera religiosa.

—… En la Embajada de Viena, y ahora llegará a Murcia con permiso.

—¿Y cómo lo averiguó su caridad? —se le interpuso de nuevo la clavaria.

—Yo nada averigüé. Me lo ha escrito tío Eusebio y tía Ivonne-Catherine…

—¿Cómo se llama esa señora?

—Ivonne-Catherine; pero tío Eusebio la llama Ivette, o Kate, o Gothon.

—¡María Santísima!

—Me lo han escrito tío Eusebio y tía Ivonne-Catherine, que pasarán la Cuaresma y Semana Santa en sus haciendas de Murcia. La reverenda madre leyó la carta. Mauricio ha de detenerse en la Alta Saboya, mandado por su ministro. En Pascua llegará a Murcia, y trae licencia hasta la Asunción. Y yo me he dicho, sin duda movida por Nuestra Señora, que por qué no se le encomienda el venerando ostensorio. Su reverencia podría escribirle a la madre Ana de San Francisco y esta pecadora a él…

Menos la clavaria, todas bendijeron el inspirado designio de la vía diplomática. Y quedó aprobado.

Camino de su celda, la madre tuvo que soportar los buidos conceptos de su ministra.

—¿No se habrá cometido ya un daño irremediable permitiendo que la sor dijese su parecer?

La madre pudo valerse de San Pablo:

—El apóstol de las gentes ha escrito «que si alguno de los reunidos recibe una revelación, callará el que estuviere hablando».

—¿Y fue revelación verdadera lo de la señorita Valcárcel? ¿No será sor María un peligro para la vida de suavidades de esta casa?

Humilló la abadesa su frente calva, como aceptando los males que pudiesen venir.

—Todas amamos a sor. Las educandas tienen un gozo de escogidas desde que ella vino a nuestro lado.

—¡Es alegría y amor del mundo!

—En estas casas siempre hay una monja que trae la alegría. Ya lo dijo una santa: «El Señor dotará de gracias a una hermana para que sea nuestra recreación». Aquí es sor María Fulgencia, que todavía no es sor, aunque se lo digamos.

—Es que sus gracias pertenecen al siglo. ¿En qué probó quererlo renunciar?

—¡Lo renunciará porque ha sufrido mucho!

—¿En qué sufrió? ¿Qué dejará en el siglo si se deja el siglo? Nuestra santa fundadora se arrancó de sus padres y de sus hijos: dos hijas casadas y un hijo de quince años, y este hijo, recuérdelo su reverencia, este hijo se tendió en el umbral de la casa para que la madre retrocediera. La santa le miró, y pasó por encima del hijo, para bien de nosotras, sus hijas verdaderas.

—¡No todos podemos ni debemos aspirar a la santidad!

Y oprimiéndose con dulzura los dedos, uno a uno, como si se los contase, recogiose en su celda. Allí elevó sus manos, y en seguida las descansó en un libro de cuentas, entre cuyas páginas dejara sus gafas desnudas. No se toleraba a sí misma ademanes de excelsitud y desesperación para no atraerse lo extraordinario. ¿No estaban bien todas? ¡Todas, no! La clavaria, no. ¿Y por qué no? ¿Por qué tan rígida señora había escogido esta orden, que no fue creada para duras penitencias? Todas las intenciones y palabras del sabio definidor, obispo y príncipe de Ginebra, San Francisco de Sales, fueron apacibles y misericordiosas. Así quiso ser ella, acogiéndose al que dijo: «¡Bienaventurados los corazones blandos, porque nunca se quiebran!».

Alcanzó de un vasar de yeso el Directorio de Religiosas.

En la huerta retallecida, bajo un envigado de rosales en flor, giraba un ruedo de hermanas jovencitas que cantaban, mirando la ventana de sor María Fulgencia:

Mari-ábreme la puer…

Mari-ábreme la puer…

¡Que vengo muy mal-herí!…

¡Que ven-go muy mal herí!…

Crujió una vidriera, y salió una tonadilla de párvula respondiendo:

No llaméis con tanto gri…

no llaméis con tanto gri…

que nos oye la clavá…

que nos o-ye la clavá…

Y la madre volvía las hojas rosigadas del libro, hasta que se detuvo, porque tropezó en el capítulo que dice: «¿Qué es vivir conforme al espíritu?».

«… Si una hermana es dulce, agradable, y yo la amo con ternura, y ella también me ama, y hay amor recíproco, ¿quién no ve que la amo conforme a la carne, sangre y sentidos?».

Se quedó mirando la rueda graciosa de educandas. Asomó muy tímida la señorita Valcárcel, presentándole la carta para su primo, y luego saliose.

La madre siguió leyendo:

«… Si la otra tiene la condición seca y áspera, y con todo eso, no por el gusto que tengo, mas sólo por amor de Dios, la amo, la sirvo, la acudo, ése sí que es amor conforme al espíritu, porque no tiene en él parte la carne…».

Y sin querer, la abadesa pensó; «¡Siempre ha de salir gananciosa la clavaria!». Conforme al espíritu, la resistía y la amaba. ¡Y en cuanto a la señorita y sor, no era profesa, sino una avecita que se les entró asustada en este palomar de Nuestra Señora! ¡No, no se le quebraba el corazón!

Se puso a escribir, y apenas trazada la cruz de la cabecera, surgió la clavaria.

La madre le dijo:

—¡Mire qué linda carta de sor! ¡Parece que un ángel le haya llevado la pluma sobre el pliego!

—¡Nunca fue la sor tan pulida en la letra como ahora!

Reparó más la prelada en la escritura con algún sobresalto. ¡Oh, Dios, y qué sufrir!

Y la monja se le apartó, acariciándose el cíngulo. Siempre decía muy sutiles advertimientos, y en seguida se retiraba, dejando a la madre en la tribulación de la incertidumbre. ¡Pero en aquel difícil y piadoso negocio de la salud de Su Ilustrísima, tardar sería pecar! Y alentose, escribió su misiva, bajó al locutorio, y avisó a don Jeromillo.

Todo se lo fue refiriendo, y cuando llegó al acomodo para traer al relicario brincó el capellán, gritando:

—¡Leñe! ¡Y qué ingenio de moza!

—¡Ay, don Jeromillo, no diga eso! ¡Toda la vida estamos pidiéndoselo!

Luego le entregó las cartas.

—Que no se aparten de usted hasta que usted mismo las lleve a la diligencia, y mire que la diligencia sale a las cuatro del parador.

Abriose el hábito don Jeromillo y se las puso en el seno.

La madre entornó los ojos, porque la urdimbre del velo visitandino no impedía que se viese el rojo breñal de aquella carne de varón. ¡Ay, don Jeromillo era tan velludo como Esaú! ¡Quién lo pensara!