IV
Tertulia de doña Corazón
A tienda de doña Corazón siempre tenía sueño y quietud de archivo, de archivo de sí misma. De tarde, dos potes de Manises goteaban rápidamente de sol. Después, todo parecía más interno y callado. En los vasares sudaban los tarros de astillas de canela, de libros y ovillos de cera, de estrellas viejecitas de anís, de gálbulos de ciprés y eucaliptos, de gomas de olor…
No latía el reloj de pesas, seco y embalsamado de silencio, con sus dos saetas plegadas entre las diez y las once, las dos juntas, sin medir ningún tiempo, como si nunca hubiesen podido caminar por el lendel de las horas. El calendario, liso, sin días, como una lápida de cartón de las fiestas desaparecidas. La estampa del Sagrado Corazón de Jesús se torcía casi descolgándose; y aunque el Señor tuviese entre los dedos su lis de llamas prometiendo «Reinaré», semejaba ofrecerlo y decirlo por divina costumbre, por infinita condescendencia con las casas de los hombres.
En el escritorio se volcaba un gato, y junto al cancel, una mujer enjuta, una viuda pobre, miraba quietecitamente el mismo rodal de hierba menuda de la calle de la Verónica, donde brincaban los gorriones. Anochecido se cerraba el portal; arriba, se hincaban unas pisadas de madera; todo crujía; y luego iba pasando un coloquio de mujeres.
De mañana, muy temprano, volvían a sentirse los tacones de zancas. La mujer vestida de viuda dejaba entornado el postigo. Venían mozas de la vecindad; no mercaban nada; preguntaban por doña Corazón.
Doña Corazón seguía lo mismo: engordando y cuajándose en su sillón de anea, tullida de dolores; muy limpia, muy peinada, haciendo labor con un aleteo de manos de niña que dejaban luces de anillos arcaicos y aroma de bergamoto. Puesta en el ancho asiento, ella misma, con el ímpetu recogido en sus brazos mollares, lo hacía caminar de pata en pata, cansadamente, como una vieja cabalgadura. No quiso que le pusieran ruedecitas al mueble, miedosa de creerse ya baldada sin remedio.
De su alcoba de velos blancos a la ventanita florida. Ya no tenía más jornadas su vida. Cuidábala Jimena, la antigua mayordoma del «Olivar de Nuestro Padre», maciza y colorada y el pelo como el lino.
Le daban compañía muchas amistades. Labradoras, artesanas, señoras humildes, señoras de rango acudían a compadecerla y dejarle los regustos del mundo.
El funerario de Oleza quiso arrendar el obrador de chocolates. No lo permitió la dueña; pero, desde entonces, sus amigas se creían entre coronas y ataúdes, y le pidieron que quitase ya los despojos del comercio, transformándolo en pulido zaguán. Lo contradijo don Magín. Los cedazos, las cóncavas piedras, los rodillos inmóviles, todavía olorosos de la pasta de cacao, tenían para él una belleza arqueológica. Arrancar esos testimonios del ayer sería pecado de desamor.
—Sin ellos, sin ese ambiente, yo, lo confieso, yo no vendría a esta casa con tanto agrado y frecuencia…
Y don Magín se puso a mirar la tarde entre los tiestos de ciclamas y albahacas y el estrépito de los pardillos, que le festejaban desde los trapecios y cunas de sus jaulones.
Mediaba marzo. Olor de naranjos de todos los hortales. Aire tibio, y dentro de su miel una punzada de humedad, un aletazo del invierno escondido en la revuelta de una calle. Nubes gruesas, rotas, blancas, veloces. Azul caliente entre las rasgaduras. Sol grande, sol de verano. Más nubes de espumas. Otra vez sol; el sol, cegándose; y la tarde se abría y se entornaba, ancha, apagada, encendida, fría…
Doña Corazón elevó su sonrisa a don Magín. Aunque nada quedara de sus tiempos, no le faltaría el palique de su capellán.
—¡Adivine lo que ahora pienso!
La dulce señora se asustó sin querer.
Don Magín había cruzado sus brazos, dejándose una mano alzada donde descansar el medallón de su rostro como en una ménsula; y desde allí, mirándola, decía:
—Todos, todos en este mundo, hasta los que tienen entrañas puras, entrañas de azucenas como usted…
—¡Ay, no lo diga!
—¡Todos cometemos ingratitudes!
Se alarmó más la señora. Sus azucenas se doblaban dentro de la grosura de su cuerpo tullido bajo un poniente de memorias, que siempre había de ser don Magín quien lo trajera.
—¿Piensa usted, don Magín, que voy olvidándome del pobre don Daniel? ¡Desde estas jamugas de mi borriquito —y tocaba su asiento con sus manos primorosas— miro yo a lo lejos los años de su desgracia y de la mía!…
—En cambio, ¿se acuerda usted de don Vicente Grifol? ¿Lo ha recordado usted hoy?
¿Hoy? ¡Precisamente hoy, no! Sin decirlo, lo confesaba compungiéndose.
Don Magín era como la conciencia de la apacible señora.
—Pues hoy, precisamente hoy, se cumple el año de su muerte, tan silenciosa como su vida. Todos, usted, usted y yo también, fuimos crueles de desapegados con aquel hombre, que hasta para dar un golpezuelo de bastón en una losa miraba que no hubiese ni una hormiga que dañar. De todos nosotros, la única buen alma que le acompañó en su agonía fue doña Purita. Le veo morir en su butaca sin perder su sonrisa. Purita le tomó los quevedos; les puso su respiración de frutas; se los limpió con sus guantes, y el enfermo le pedía: «Guárdemelos en mi bolsillo del pecho para no dejármelos en este mundo». Cuando yo fui a reconciliarle, no quiso. «He de morir riéndome de los cuentos de Purita; y si allí me lo quieren cobrar por irreverente, enhorabuena pase yo algo por esta criatura». De madrugada volví para ungirle, y ella seguía a su lado sonriéndole y enjugándole los sudores.
—¡Y aquí me tienen ustedes! —y entró, riéndose, la mujer ensalzada que esparcía el júbilo y la claridad de su vida.
Don Magín se sofocó de que le hubiese sorprendido elogiándola.
—¡Si usted no pasa de párroco a obispo, ni yo de solterona, yo seré quien le cuide y le bizme, si lo necesita, en la vejez!
—¡Usted, hija mía, me cuidará y me bizmará! ¡Porque usted y yo haremos todo lo posible para no pasar de lo que somos!
—¿De modo que no me casaré, no me casaré nunca? —Y Purita lo dijo mirándose, desde su virginidad, sus pechos, sus brazos, sus caderas de diosa, de diosa casada; se los miraba dulcemente, como si fuesen de una hermana suya; y así murmuró:
—¡Ya no están los ingenieros rubios!
—¡Todavía han de volver algunos!
—¡Qué se me da que vengan, don Magín, si para lo que ellos quisieran, por ser libres como extranjeros, yo soy decente, y para esposa, yo soy, según dicen, demasiado libre y ellos demasiado de Oleza! —Y lo que pudo acabar en un gemido, se abrió en un alboroto de risa.
Era secretaria de muchas Juntas y de la Cofradía de la Samaritana. Su plenitud de treinta años le trajo el doña, sin quitarle el diminutivo de su nombre, avenido con su soltería, con sus gracias y ligereza. «Eva deseando escaparse del Paraíso, todo un paraíso de manzanos, sin un primer hombre siquiera», según don Magín.
A don Magín se volvió, pidiéndole que se apartara porque tenía que hacer confesión de un pecado mortal.
—Aquí estoy para escucharla.
—No, señor; que para los pecados peores busco siempre la más grande inocencia, y vengo de confesarme con don Jeromillo.
—¿Y qué dijo don Jeromillo?
Contó doña Purita que, al principio, salió una mano del capellán estremeciéndose en el borde del confesonario; ella suspiró, y se doblaron dos dedos; pero el cordal, el índice y el pulgar porfiaban erguidos. La penitente se contuvo en la delicia de la contrición; toda la mano colgó madura. Y en acabando el «yo me acuso de que digan que me han visto desnuda del todo», don Jeromillo rebotó, golpeándose en la jaula, diciendo: «¡Leñe, qué ocurrencia!».
La dulce tullida parpadeó mucho, a punto de llorar. Don Magín quedose rojo, y la Jimena, ronca y espantada, le gritó:
—¡Doña Purita, Madre mía Santísima, Reina Soberana!
Doña Purita tomó las manos de doña Corazón; estuvo jugando con los viejos anillos de la señora, y en esta actitud de nena distraída, exclamó:
—Han de saber que esa «ocurrencia» la tenían picoteada en la tertulia de las Catalanas. La Monera y Elvira, la beata de Gandía, juraron que yo me quedé desnuda en mi reja para que el de Lóriz me viese… Todo me lo cuenta después la misma Monera, con celos de la otra.
Por el corpiño de doña Corazón subió un oleaje de pena y de ira que se le deshizo en un sollozo. La mayordoma se revolvía, prometiendo rebanar y pisar todas las lenguas de víboras.
Doña Purita la contuvo:
—¡Es que hay verdad en lo que dicen! ¡Un poco de verdad!
Doña Corazón ya no tuvo más remedio que llorar, mientras don Magín no tuvo más remedio que reír.
—Yo me resigné a que esa «ocurrencia» fuese pecado porque las gentes lo decían, pero yo no pequé. Yo estaba acostada, sin sueño. (Lo de acostarme sin sueño vendrá de mi niñez de sobrina protegida). A mi lado hay un espejo, lo único que heredé de mi casa, un espejo grande, donde me miro y me veo del todo; pero un espejo decente. Y me vi esa noche. Había luna llena, esta luna de marzo, la de la víspera de la luna de Semana Santa, cuando yo soy más feliz sintiéndome una María Magdalena virgen.
—¿No tiene usted en su reja un rosal?
—Sí, don Magín de mi alma, un rosal, ahora ya tierno, que da gozo. Pues me dio la gana de ver la noche entre mi rosal. Abrí los postigos, y entonces me aparecí en el espejo. Yo estaba sola, y me daba tanta luna, que quise verme como en un baño. ¡Ay, don Magín, nunca me he creído tan buena ni tan dichosa! Nos mirábamos la luna y yo en mi desnudez y en silencio. ¡Qué silencio de luz!… Dicen que me vieron. Yo cerré la ventana apenas me llegó ruido, y me oculté y me cubrí, porque ya con sospecha de alguien no sentía yo la misma delicia. Ustedes me escuchan sonriendo y aceptándome. Yo no sé por qué las flacas, las feas, las de piel verdosa y ardiente como las Elviras…
—¡Purita, por María Santísima!
—Doña Elvira sabe que yo la llamo verde, flaca y ardiente, y lo es. ¿Verdad, don Magín, que lo que yo digo es el Evangelio?
—¡No será precisamente el Evangelio, pero lo creo lo mismo!
—Pues yo no sé por qué las Elviras se enfurecen tanto de que las que no lo somos nos guste vernos, a la luna, blancas y hermosas. Sí, señor: blancas y hermosas, aunque me arrepienta en seguida de decirlo. Solas, desnudas, mirándonos. Yo, sola, mirándome y complaciéndome como si yo no fuese yo ni otra.
—¿Pero la vieron a usted, la vio desnuda el de Lóriz? —le preguntó la Jimena con ansiedad.
Doña Purita se reía con exquisito pudor.
Y desde afuera vino una vocecita frágil, diciendo:
—Si a ella le agradara que la viese desnuda el de Lóriz, no sería por la ventana abierta, sino con la ventana cerradita, mis hijas.
Pasó doña Nieves la Santera, con su altarín de San Josefico, haciendo a todos sus comedimientos; y sentose arrebujada en su manto, como si estuviese en las Cuarenta Horas. En doña Nieves se daban tres cualidades, por lo menos, de su nombre: blanca, fina y fría. El tono de su habla quebradiza semejaba de niña enferma y con regaño. Sus ojos, de un azul pálido y quieto, presenciaban impasibles los dolores y desventuras de casi todas las familias de Oleza. Asistía a los agónicos; amortajaba y velaba los difuntos sin admitir salario ni limosna, dejando los dineros para la que acudiese por oficio. Vio morir a sus padres, a sus hermanos; quedó sola en su casa, y nunca se le empañó su mirar. Para lavar a los muertos, les tomaba de los brazos, tan rígidos, de las piernas, tan grandes y duras; los zarandeaba con suavidad, con pocos crujidos, como si volviese muñecas primorosas, las muñecas con que jugaba aquella niña enferma que residía dentro de su vocecita.
Doña Purita la recibió aplaudiendo de júbilo:
—¡Doña Nieves! ¡Doña Nieves ha de valerme! Doña Nieves ha de ser la prueba de mi negocio. Vean a doña Nieves: ella jamás habló a nadie, ni a nosotros, de su vida. Ella sale de su casa, cierra y se guarda la llave. Vuelve; abre, entra, cierra y se queda dentro sola. Nadie la ve; nadie la visita. ¿Quién pisó su alcoba? ¿Quién se asomó a su arca? Parece que doña Nieves no sea de bulto, sino lisa, estampada. ¿No es verdad? Ni ama ni odia, ni llora ni teme. Mírenla reír sin rebullirle los labios. Doña Nieves penetra en nuestras intenciones más que los ojos de Nuestro Padre. Ella sí que nos ve a todos desnudos, como si fuésemos cadáveres. Pero nosotros no pasamos de su ropa, como si detrás no hubiese más que el reverso de la tela. Doña Nieves es un misterio; debiera ser un misterio, y no lo es. En el Círculo de Labradores, en el Nuevo Casino, en San Ginés, en todas partes de Oleza se dice que doña Nieves, cuando se recoge, de noche, en su dormitorio, saca cuatro cirios amarillos, cuatro candeleros de madera, y se viste su mortaja de sayal de agustina; se la pone para dormir, como yo me pongo mi camisona; pero ella se añade la toca, las calzas de algodón, las alpargatillas, todo con una crucecita morada entre sus iniciales. ¿Es verdad, doña Nieves? Usted no lo ha contado, y lo sabemos. Ni usted tuvo la vanagloria de decirlo ni de mostrarse amortajada para dormir, ni yo de que me viesen desnuda. Y nos ven. Oleza tiene ojos de gato y de demonio que traspasan las paredes.
Doña Nieves había depositado en la consola su capilla. Hizo una genuflexión y, suspirando, abrió las hojuelas. Apareció San Josefico, muy lindo, con pelo de mujer, el tirso jovial de flores y las ropas ingenuamente bordadas, como si lo hubiesen vestido las niñas de Costura. Tenía a los lados floreros de cipreses con rosas de oro; el fondo, de bovedilla azul con avecitas, lúnulas, querubines, signos del zodíaco, atributos de labores artesanas y agrarias, y delante de sus sandalias miniadas, el vaso de la mariposa que cada familia llenaba del mejor aceite. Veinticuatro horas lo dejaba en su poder para que le rezasen y le pidiesen gracias y le alumbrasen, y al recogerlo, le daban socorro. Con él y sus recados ganaba su pan: recados de venta y trueque de joyas, telas, encajes, abanicos, bujería y olores. Corredora, medianera, consejera y amiga pobre, sin perder entono y señorío, de las principales casas de Oleza, cuyos hijos y criados la trataban siempre de doña, y ella tuteaba a todos, y sentábase a su mesa, comedida y ganadora de la confianza. En fin, su altarillo era su refugio, su alacena, su escudo y su llave para llegar a lo recóndito de todos los corazones y viviendas, y al lado de cada aflicción ajena sabía poner el dulce resumen de un suspiro.
Asomose don Magín a la hornacina, y desde allí decía:
—Este San Josefico, tan aldeano y tan guapo, me impone más que la tremenda imagen de Nuestro Padre San Daniel. A Nuestro Padre se lo cuentan todo a voces; es santo de multitud. San Josefico se pasa una noche y un día en la intimidad de cada casa y se apodera hasta del olor de los ajuares. Lágrimas, murmuraciones, gritos, sonrisas y silencios se van quedando en esta cajuela. No se le puede mirar sin sentir como el pulso de algún recuerdo o confidencia de otro devoto. Aquí dentro está Oleza.
Doña Corazón le escuchaba mirando la menuda imagen. San Josefico presenció la olvidada agonía de don Vicente Grifol. A la otra tarde, doña Nieves le trajo el santo. Y hoy, que se cumplía el aniversario de la muerte, volvía San Josefico a pedir posada de piedad en su alcoba. San Josefico movía la rueda emocional de los tiempos y de los hogares. La imagen hablaba por la boca marchita de doña Nieves. Ella siempre advertía de dónde acababa de venir, y el diminuto huésped dejaba las encomiendas, las sensaciones y el vaho de la otra familia.
—¡Ahora lo traigo del lado de Paulina!
Y doña Nieves suspiró y dejó que su San Josefico emanase la emoción de la ausente.
Todos callaron mirándolo; hasta que don Magín volviose a la bizarra doña Purita:
—Ni ojos de gato ni de demonio, como usted dijo; sólo San Josefico tiene poder para traspasar las paredes y averiguar el secreto de la casa de don Álvaro.
—¡Yo también lo sé! —prorrumpió, encrespándose, la Jimena—. ¡A mí no me engañó esa gente! ¡Por algo mientras casaban a Paulina le pedí yo a Dios que me diera coraje y maldad para defenderla de todos!
Y don Magín sonrió.
—¡Pero no siempre atiende Dios los ruegos de sus criaturas!
—Al pasar por aquella casa —gritó doña Purita— se tropieza una con el silencio y la obscuridad. Si veo cerrados sus balcones, me pregunto: ¿qué ocurrirá?, y si están abiertos, me digo: ¿qué habrá sucedido? Porque parecen balcones y rejas de salas, de dormitorios donde hubo un difunto, un difunto que nunca acaban de sacar. Y lo más horrible es que nunca pasa nada.
Entonces la vocecita endeble de dona Nieves exhaló como desde el pecho de San Josefico:
—Mis hijas; bien avisado iba don Magín: mi santo pequeño debe de saber más de Paulina que Nuestro Padre San Daniel. Mujer que no resista la mirada de Nuestro Padre, es mujer pecadora. Nuestro Padre no sabe sino que le llevan a Paulina bajo sus ojos. Pero San Josefico sabe más: sabe que Paulina puede resistir la prueba resistiendo cada noche los ojos de don Álvaro.
Alzose Purita, y mientras se componía su tocado en el espejo de doña Corazón no paraba de hablar:
—¡La frente de don Álvaro está rota por un pliegue como una herida abierta desde su alma! ¡Qué será ese hombre, que el hijo tutea a la madre y a él le habla de usted! ¡Hombre puro, que siempre tiene a Dios en su boca! ¡Dios de don Álvaro, Dios de doña Elvira!
—Ya es viejo el dicho —se interpuso el capellán— de que si los triángulos imaginasen a Dios, le darían tres lados. Pero por mucho que los hombres se afanen, y entre todos don Álvaro, en invocar a un Dios que se les parezca, Dios siempre es mejor que ellos, por fortuna para los bienaventurados.
—¿Mejor? —revolviose la Jimena santiguándose—. ¡Más puro y rígido el Dios de don Álvaro que el mismo don Álvaro! ¡Ay, don Magín, y qué Dios tan terrible! ¡Dios nos libre de ése!