III
«Las Catalanas»
RAN dos. Menorquinas —mahonesas— de nacimiento, y comerciantes de Barcelona. El padre trajo a Oleza su negocio de tejidos de la calle de Puerta Ferrisa. Murió del cólera, y se alejaron veloces los años encima del mercader. Casi nadie se acordaba de su gabán color de aceite, de su gorro de punto de estambre con una borla morada que le caía cansándole la sien. Se le olvidó de manera que las huérfanas semejaban no serlo, no haberlo sido nunca ni necesitar de madre: prolem sine matre creatam; como si fuesen hijas de sí mismas, hechas de sí mismas. Según estaban, debieron de ser desde su principio y serían para siempre, aun después de muertas y sepultadas. No se las podía imaginar sino en su presente: altas, flacas y esquinadas; los ojos gruesos de un mirar compasivo, el rostro muy largo, los labios eclesiásticos, la espalda de quilla y, sobre todas las cosas, vírgenes. Sus lutos —todavía de retales de la tienda— nadie los creería de viudez ni de maternidad rota. Solteras. Estatura, filo y pudor de doncellez perdurable. Para ser vírgenes nacieron. Las dos hermanas se horrorizaban lo mismo del pecado de la sensualidad que nunca habían cometido, y casi tanto temían el de la calumnia, prefiriendo que fuesen verdaderas las culpas que se contaban en su presencia. Por eso, había de referirse todo menudamente, hasta quedar persuadidas de que el prójimo recibía su merecido nada más.
Luego de comer paseaban entre los cuatro limoneros y las dos palmeras de su huerto, el huerto del almacén de Miseria; los árboles y las dos hermanas se reflejaban deformes en las bolas metálicas de jardín colgadas de los arcos de un cenador de geranios y pasiones. Se cansaban y tosían a la vez, y entraban a sentarse en las butacas de lienzo puestas junto a la reja de la sala. Les quedaba un poco de dejo catalán; se acordaban con regaño de la plaza del Pino, de la calle de Puerta Ferrisa, de la Canuda y de su único viaje a Madrid, en 1850, donde una de ellas pudo ser la enamorada del dueño de un comercio de ropas de la calle de Atocha, que después no resultó dueño. Suspiraban, alzándose el pañuelo que les bajaba por las mejillas. Lo traían de seda de pita dentro de casa, y para fuera, manto. Y a esperar. Todo limpio, todo guardado. Sabían lo que habrían de sentir, comer, rezar, vestir y pensar en fechas memorables. De modo que a esperar al lado de la vidriera; a esperar que alguien viniese y empujase las horas hasta la de las oraciones. Ese alguien era siempre la mujer del homeópata Monera, y Elvira. Oyéndolas, no tenían más remedio las Catalanas que sobresaltarse. Pero la virtud de casada de la Monera y el furor de los ojos y de la lengua de la señorita Galindo, les curaban los escrúpulos. Sus amigas lo escarbaban y lo probaban todo, gracias a Dios. Y ya las dos hermanas podían respirar compadeciéndose de este mundo.
… Vinieron las de siempre. No pasaron juntas porque una celadora de la Adoración retuvo en el portal a la Monera. Elvira precipitose en la sala y, sin besar a las dos viejas señoras, les refirió ella sola la depravación de los ingenieros.
Las Catalanas principiaron a toser y consternarse, diciendo que no era posible tanta inmundicia.
—Pero ¿desnuda? ¿Sin enaguas, sin pantalón de punto, sin medias? ¿Atada y colgando de dos naranjos? ¿Y ellos qué hacían, Dios mío?…
Entró la Monera. De sus ojos que le bailaban y del ansia de su resuello de mujer lardosa le salía el gozo de decir alguna noticia caliente. Pero Elvira no se dejaba vencer delante de aquellas solteronas sin herederos, y se olvidó de la Argelina para comentar el traslado de don Pío, vicario de «Nuestro Padre», a la parroquia de don Magín.
—¡Atiende, que Dios los cría y ellos se juntan! —la interrumpió, ahogándose, la del homeópata.
—¡Yo no sé si los criará Dios de ese modo; pero quién los junta me lo sé de sobra!
Aquí volvieron a su susto las Catalanas. ¿Es que don Pío no era un buen sacerdote?
Casi recién salido del seminario ingresó en la parroquial del padre Bellod. Descolorido, muy dulce, de tez de niña; resultó poeta. Ya en las veladas y concertaciones del Convictorio fue siempre el escogido para la oda o disertación de honor, ofreciendo, como encanto separado de las virtudes literarias, la elegancia de su figura, de sus ademanes, de su sotana y la delicada belleza de su voz y de su mirar de adolescente.
—¡Ahora habrá que oír y ver al curita poeta!
—¡Si el Señor le ha dado gracia para eso! —dijo, compungida, una de las Catalanas en nombre de las dos.
—¿Gracia para qué? ¿Para que en sus versos celebrando a las santas que se sabe que fueron muy lindas y de familia ilustre, y a las que pecaron a su gusto antes de la santidad, se sientan requebradas señoritas y señoras de este pueblo que no son para tanto?
Enrojeció la Monera en su amor olecense. Añadió Elvira que el padre Bellod ya tenía rebajados los vuelos de su vicario, y, un domingo, en el ofertorio de la misa conventual, se desmayó don Pío. Subieron en su socorro las Hijas de María. Quiso el padre Bellod adobar al dulce pichón. Pero Su Ilustrísima lo puso al lado de don Magín.
—¡Pues, atiende, que muchas lloran su marcha! —Y la Monera se relamió su boca gruesa de comadre.
—No se apure, que ya van en su busca, y el banquillo de su confesonario de San Bartolomé amanece como un tocador de novia, todo de flores, y entre las flores, cartas de pena, sin firma; allí se arrodillan las señoritingas y se las oye confesarse sollozando.
—¿Y no será calumnia? Es mucho. ¡Ya verá!…
En seguida, la de Gandía fue sosegándolas. Su lengua iba descubriendo todas las intimidades de la ciudad, como si soltara los vendajes de un cuerpo llagado; y en cada revelación probada, ponía el ungüento de una protesta de ternura, porque no podía esconder que amaba ya este pueblo como suyo, y lo mismo les sucedería a sus amigas.
—¡Lo mismo, lo mismo! ¡Ya verán! ¡Por eso nos duele lo que dicen!
Toda la Monera se removía en un tumulto de despecho, mientras agradecía y alababa tanto amor.
Elvira le sonrió con impertinencia. Ella bien sabía que en todos los tiempos hubo males y escándalos en Oleza. Lo sabía por don Amancio. ¡Qué saber de hombre! Desde que se dejaba la barba parecía más mozo: una barba lisa hasta el pecho, una barba preciosa de color de azafrán… Pero, en otros tiempos, no contaba Oleza con partidos como el que representaba su hermano don Álvaro, y más atrás, ni siquiera hubo obispo en Oleza. Ahora, en cambio, parecía no haberlo. Porque con un obispo enfermo, y un enfermo como ése, iba pudriéndose la diócesis.
Aquí Elvira les avisó de las últimas fugas del seminario: tres del curso de «teólogos», cinco del grado de «canonistas», un fámulo de refectorio… A otros se les oía llorar en sus aposentos; mordían la beca; se volcaban desnudos crujiendo en su márfega de forraje de panoja, sin poder contener sus deseos impuros. Si se refugiaban en la meditación de la castidad de algunos santos y santas, en seguida huían del remedio para no incorporar las imágenes inmaculadas a las imágenes de pecado. Dos «menoristas» pidieron a gritos convulsos que les abriesen la puerta para salir a la perdición del mundo. Vino don Magín, lector de Moral y Patrología, y los empujó contra una balsa, gritándoles: «¡Dejaos de perdición! No vale la pena. ¡Resistid vosotros los apasionados, no nos quedemos con los que no sirven ni para las tentaciones!».
Las señoras de Puerta Ferrisa sintieron generosas alarmas:
—¡Ay, si todo esto lo supieran los enemigos de la Fe!
Se espantaban en vano, porque en Oleza no había ni un enemigo de la Fe. No lo eran los arrabaleros de San Ginés, que en su vivir andrajoso de muladar se respetaban sus machos, sus hembras y sus corralizas y cumplían con los preceptos de la Iglesia bajo la voz de don Magín. Tampoco lo eran los del Nuevo Casino, por muy audaces y aburridos que se creyesen. No faltaban a las conferencias cuaresmales, sintiéndose halagados cuando el predicador, casi siempre de Madrid o de Valencia, proclamaba encendidamente, al despedirse, que nunca había visto un espectáculo de piedad tan grande como el que Oleza ofrecía a los ojos de Dios y de los hombres. Íntegros y liberales, eran de la cofradía de «Jesús atado», y en la procesión matinal del Viernes Santo rodeaban el Prendimiento, vestidos de legionarios, sumisos al centurión don Amancio Espuch…
No; no había en Oleza enemigos de la Fe. Lo dijo soflamándose la del homeópata.
—¡No los habrá —arremetió Elvira—; pero este bendito pueblo permite que se agravie a Dios y a la decencia!
—¡Y ahora! ¡No diga eso!
—¿Que no lo diga? ¡Si yo lo he visto! Hace un instante, don Magín no podía contener la bulla oyendo el escándalo de la Argelina, y con la boca llena como de un mal bocado, me saludó dejándome la baldosa para que yo sintiese aquella indignidad, que a buena crianza no hay quien le gane. En su casa, casa-rectoral, se regodean los ingenieros. No se santigüen, porque, después de todo, Palacio fue quien nos trajo esas cuadrillas de trueno, pidiendo, con las prisas de la salvación, que se hiciese el ramalico del ferrocarril. ¡Para qué querrá Su Ilustrísima el tren teniendo que pasar los años escondido arrancándose postemas! Palacio, sí, señoras; es decir, los dos palacios: ése y el de Lóriz, porque no hay quien me niegue que Lóriz puso dinero de la condesa en las obras, el poco que les va quedando; y a eso vino: a vigilarlas y, de paso, dejar interno en «Jesús» a su cría canija; hijo de vicioso, que le pegará sus resabios a los hijos de casas decentes. En la ropería del colegio no caben los cofres del ajuar del niño. Ni el de un novio. Lo sé. Cada presentación de la criatura es un alboroto. Recuerden las ayas, las nodrizas y aquel lujo del parto a todo pregón…
—¡Lujo de parto… —balbució una de las Catalanas, mientras la otra elevaba con beatitud sus ojos—, lujo de parto el de la reina, el año cincuenta, cuando nosotras estuvimos en la corte!
—¡La única vez que fuimos a Madrid!
—La única. ¡Éramos muy jovencitas!
Elvira y la señora Monera sonrieron delgadamente.
—En el Palacio Real se prepararon alcobas completas, con sus lavabos y armarios y todo, para los grandes de España y los ministros. Y arriba, en las terrazas, había guardias —nosotras los vimos— con banderas y fanales de colores para avisar de día o de noche si venía al mundo príncipe o princesa. Cañones, músicas, tropas; todo el pueblo en la calle para contar los cañonazos… ¡Lo estoy diciendo, y mírenme la piel cómo se me eriza!
La hermana también mostró su piel erizada. Elvira gritó:
—¿De modo que forasteros, madrileños, soldados, todos sabían lo de la reina?
—¡Oh! ¡Ya verá: es la reina! —convinieron las Catalanas, casi arrepentidas de sus predilectas memorias—. ¡Las reinas tienen que consentirlo!…
—¡No lo sería yo por nada del mundo, y menos preñada! ¡Jesús!
Nunca se le quitaría de sus oídos el grito de Paulina cuando parió. De no acudir la Monera, lo hubiese presenciado todo siendo soltera. Después estuvo lamiéndose la espumilla de sus labios, y preguntó:
—¿Y qué hicieron esos palacianos, tanta gente y tanto cañón cuando nació la criatura?
Las Catalanas, confundiéndose más, dijeron:
—No sabemos… ¡La señora reina malparió!
—¡Menos mal! A mí se me raya el hígado de ver esa vanagloria del vientre y ese embuste de disimularlo entre sedas y galas, estando todos en el secreto del disimulo; porque yo no puedo remediarlo: ¡yo me lo imagino todo!
Era verdad: Elvira se lo imaginaba todo con un ímpetu candente.
Las viejas señoritas de Mahón la miraban rendidas, tosían menudamente, sin cuidarse de la Monera, que no se resignaba al tono menor de segundona de la amistad en aquella casa. Y comenzó a decir:
—Ya no nos acordábamos de hablar del último escándalo. No lo adivinarán. ¡En cueros, como una perdida, y adrede!
—Lo conté yo cuando vine. Tuve que tirar la noticia de mi boca porque me quemaba.
—¡Si usted, Elvira, tampoco lo sabe! Me lo dijo, cuando llegábamos, una celadora de la Adoración. ¡Una afrenta de mujer!
Las Catalanas se dejaron a Elvira, volviéndose con ansiedad a la Monera.
—¿Y la conocemos nosotras? ¿Entra en esta casa?
—La conocemos; pero no viene a esta casa ni a la mía…
—¿Y de este pueblo? —suspiró Elvira—. ¡Es no acabar!
—¡Purita!
—¿Purita? ¿Doña Purita?
—Purita, o doña Purita, ha salido desnuda a su reja, cuando le daba toda la luna, para que el de Lóriz la viese desde la calle… ¡Lo puedo jurar!
Las Catalanas levantaron las manos y los ojos.
—¡Si no es posible, Jesús! ¡Y delante del cielo! ¿Es que esa infeliz no pensaba en Dios, que todo lo ve? —Las dos señoras enrojecían mirándose su cuerpo tan virginal, tan guardado bajo sus ropas de lutos—. ¿Pero el de Lóriz la vio desnuda del todo? ¿Y qué hizo ese desdichado?
Y, afligiéndose más, suspiraron:
—¡Esos padres, esos padres, qué cuenta han de dar a Dios!