II

Antorchas de pecado

LEGÓ una multitud. Había catalanes, andaluces, extremeños, valencianos y «gabachos». Ingenieros y sobrestantes franceses, grandes y rubios. Listeros, capataces, furrieles. Un ejército de invasión, con sus carros y toldos; y, como a todos los ejércitos, le seguía una nube de galloferos, de mercaderes y abastecedores de sensualidades. De Andalucía y de Orán venían mozas galanas, como la Argelina de tan curiosos afeites, olores y ringorrangos, que las pobres mujeres pecadoras del país se paraban y se volvían mirándola con ojos de mujeres honradas.

Cualquier bracero del ferrocarril comía y bebía con más rumbo que toda una familia hidalga. Algunas cosas, entre ellas los dulces monásticos, encarecieron un poco. Se instalaron figones y botillerías, con tablado para cante; y de noche volcaban en Oleza el vaho de los ajenjos y frituras, el trueno del fandango, la brama de los refocilos.

Oraciones, labor de aguja, tertulias recogidas se contenían por oír los huracanes de la abominación. Y en el silencio se desgarraba una risa de mujer. Las señoras, entre ellas las Catalanas, que tuvieron tienda de tejidos, no se explicaban que esas infelices pudieran estar solas con tantos hombres.

Al amanecer, los ingenieros se bañaban desnudos en el río. Después, salían todos al trabajo; y Oleza se quedaba inocente y tímida bajo las campanas y esquilones de sus conventos y parroquias.

Don Cruz, don Amancio, el padre Bellod, lo miraban todo con amargura. ¡Se habían cumplido sus profecías!

Don Magín y el síndico Cortina les dijeron muy socarrones:

—¡Todo pasa, y esas gentes también pasarán!

El padre Bellod, el mastín del rebaño blanco de las vírgenes de Oleza, redobló la furia de su castidad.

—¡Ya lo creo que se han de ir; pero cómo dejarán este pueblo!

De sus justas alarmas se comunicó el Círculo de Labradores y el colegio de «Jesús». Algunos corazones pusieron su confianza en Palacio.

Palacio callaba. Demasiada indiferencia habiendo contribuido a la venida de esas gentes. Ellas traerían el ferrocarril, un acierto, una mejora para algunas concupiscencias. Que a cambio de esas ganancias no se perdieran otros bienes: era el parecer de los amigos del penitenciario.

Por algo lo decían. Porque hubo familias que acogían ya en sus casas a los extranjeros, y les agasajaban. Algunas doncellas recatadas les miraban, les sonreían y acabaron por comparar esos hombres robustos y generosos con los reconcentrados de la Juventud Católica. Muchos viejos recordaban que, en otro tiempo, las mujeres de Oleza, tan tímidas y devotas, se habían montado a la grupa de los caballos de los facciosos, bendiciendo y besando a sus jinetes, colgándoles escapularios y reliquias, dándoles a beber en sus manos y ofreciéndoles frutas rajadas con su boca encendida.

Ese contraste del arrebatado fervor, de la pasión de la hembra olecense con su hurañía, su cortedad, su fácil sonrojo y la tristeza de su vida de clausura, lo atribuía también don Amancio Espuch a una irresistible herencia iberomusulmana.

Los más alborozados con los invasores fueron los del «Nuevo Casino», que para escarnio de las conciencias puras se fundó en la acera del puente de los Azudes, es decir, en recinto de la parroquia de Nuestro Padre San Daniel. En los ruedos de mecedoras y en torno de las mesas de billar se celebraba cada noticia de las jácaras y libertades de los bárbaros. El síndico Cortina elevó los brazos y se torció desperezándose. Como él era todo Oleza: un bostezo. El anterior obispo, andaluz y jinete, debió morir de murria. No había más pasatiempos que los aprobados por la comunidad de «Jesús» y por la comunidad del penitenciario. Procesiones de Semana Santa; juntas de las cofradías; coloquios de señoras con señoras, de hombres con hombres; tertulias de archivos; comedias de Navidad en el De Profundis de «Jesús». Allí, el público, de familias de alumnos, había de sentarse con separación de sexos, como en las primitivas basílicas, y bajo la vigilancia de un hermano, que se deslizaba por el pasillo central como el inspector de una brigada extraordinaria. Entre los socios del Casino había antiguos colegiales que representaron El martirio de San Hermenegildo y La vida es sueño, con loas al colegio y sin «papeles de mujer».

El único solaz en sala cerrada y con mezcla de juventudes —Hijas de María y luises, esclavas y caballeros de la Orden Tercera, camareras del Santísimo y seminaristas— lo traía Navidad, con el Nacimiento en los almacenes de «Chocolates y Azúcares de Nuestro Padre», de Gil Rebollo, proveedor del colegio; un Belén mecánico de lumbres y nieves, de molinos que rodaban y aguas que corrían por céspedes impermeables y torrentes de corcho.

En casa de Gil Rebollo podían sentirse cerca varones y hembras. Fuera de aquí, no; como no fuese en vísperas de boda o en la obscura soledad del pecado. Pero aun en la farsa sagrada de Gil Rebollo estaban presididos por padres de la Compañía; y sin su presencia no comenzaban a moverse los pastores y rebaños, los ríos, la estrella, los camellos, los leñadores, los panaderos, las lavanderas, ni se iluminaba el retablo, que tenía la ingenuidad y abundancia de pormenores de un Evangelio apócrifo. En los descansos, un coro invisible de señoritas cantaba villancicos del padre Folguerol. La sociedad olecense subía a la esterada tarima de la presidencia, persuadiéndose entonces de que el rigor ignaciano podía compadecerse con sutiles donaires glosando los anacronismos del «Belén» de Rebollo. Festivos, asombradizos, sonrosados, no semejaban los padres los mismos padres del colegio. Pero pasaban días, y en una plática o junta de congregantes sentían algunos que se les enroscaba la palabra del predicador flagelando las deshonestidades de una gala demasiado atrevida, de un martelo demasiado ardiente dentro de la inocencia de una noche de Navidad. Hasta lo más profundo llegaban los ojos de los Ángeles de la Guarda de Oleza…

… Ahora, los del Nuevo Casino tenían ya el goce de ver cómo gozaban los forasteros. Y el síndico acabó dándose una puñada en su frente de tufos. ¡Estaban hartos del color de ceniza de su vida! ¡Ellos eran otra Oleza! Y el grupo de más brío se fue con el síndico Cortina a contárselo a don Magín.

Paseaba don Magín al sol de su huerto, leyendo en un volumen del Licenciado Cáscales la epístola al Licenciado Bartolomé Ferrer Muñoz «Sobre la cría y trato de la seda».

Se lo dijeron todo, y el capellán sonreía escuchándoles.

—Tenemos Nuevo Casino, y tendremos comedias con mujeres, reuniones con mujeres, de todo con mujeres. Y a esas fiestas podrán asistir los sacerdotes y las familias de más remilgos, como a la sala de Rebollo y al salón de actos de los jesuitas, pero sin jesuitas. Eso para el invierno; y los ensayos para el verano, de noche, en la delicia de un jardín; ensayos y verbenas…

—¡Así sea, aunque no me importe!

Le replicaron que le buscaban precisamente para que le importase y les encaminase a conseguir su propósito de divertirse sin tutela y en beneficio de enfermos y pobres de la diócesis.

—¡Ah, vamos: la obra de caridad, la alcahueta de siempre! Pues ni por sus oficios alcanzaréis lo otro si no lo cobijáis en los jardines y claustros de «Jesús».

Oyendo a don Magín se marchitaban los ánimos de los fuertes. Todos ellos encontrarían en su mujer, en sus hermanas, en su madre, en su novia, una voluntad encogida, necesitada siempre de la consulta y legitimación de otras voluntades.

—Sobre todas las de la diócesis —gritó Cortina— está la voluntad de Palacio.

Palacio tuvo tiempos apacibles. El señor obispo mostraba una infantil complacencia en su salud. Bajaba a su huerto por la puerta de la Provisoría. Los curiales le veían conversar con el hortelano; acoger con risas los botes y cabezadas del mastín; daba de comer a los palomos; se sentaba y leía subiendo sus dedos para tomar el olor de una rama de limón.

Ofició en muchas solemnidades. En la del Corpus predicó un padre de «Jesús», que puso todos los tonos de su garganta, la pálida inmensidad de su frente teológica y la elegancia de sus manos, tan femeninas entre la riqueza de su roquete de Gonzaga, al servicio de una frondosa ciencia dogmática. Acabado el sermón, el señor obispo, sin dejarle tiempo de bajar del púlpito, fue comentando, desde su baldaquino, la institución eucarística, claro, dulce y lento, comparándola a la «luz prendida de otra luz». El cabildo, las autoridades y los fieles volvían la mirada, desde el prelado, que movió su báculo como si quitase bondadosamente una niebla del ojo blanco de la radiante custodia, al jesuita que escuchaba inmóvil, con el bonete en el pecho y un dardo en cada cristal de sus gafas…

En esta época hizo su última visita pastoral; restauró algunos conventos; mejoró las casas parroquiales más pobres, y en una de un pueblo fragoso pasó el verano. Pidió que viniesen ingenieros, y con ellos caminó la comarca más amenazada del río, estudiando embalses y paredones que lo contuviesen, y a sus expensas se acabó el muro de Benferro. Logró el estudio del ferrocarril, y en Palacio se celebraron las primeras juntas para conciliar a los técnicos con los hacendados.

Poco a poco, Su Ilustrísima volvió a sus soledades. Palacio vivía en voz baja. Una madrugada el paje de servicio oyó gemir al señor. Asomose al dormitorio por la puertecita de la sala de los retratos, y le vio rajándose las llagas con un agujón de oro calentado en un fuego azul.

Lo supo don Magín y recordó las palabras de Grifol: «No se curará; tiene el dolor en las entrañas». Casi lo mismo, pero con más arrequives científicos que el difunto Grifol, dijo el médico forastero que venía a Oleza en el coche episcopal. Ese mal de la piel era como el mandato y la muestra de otro mal recóndito, de una etiología callada. Habló de sobresaltos y trastornos de emoción que predisponen a padecimientos que si no significan un peligro pueden ir fermentándolo.

Su Ilustrísima nombró la lepra, y el médico apartó sus recelos con un ademán indulgente. Antaño se confundía y agrupaba la lepra con otras enfermedades; pero en estos tiempos cualquier curandero la reconocería desde sus principios. No se olvidó de decir el descubrimiento del bacilo, ni de nombrar a Hansen y a Neisser, ni la forma y las medidas del microbio por milésimas de milímetros, sin omitir los ensayos de remedios más audaces como el de inocular ponzoña de serpientes. También contó sus visitas a leproserías donde murieron leprosos de pulmonía, de nefritis, de vejez, los cuales habían vivido más de veinte años con las llagas cerradas y secas, sin dolores, y con capacidad sensitiva hasta en la zona atacada, de modo que debieron ser rehabilitados sanitariamente; estaban limpios de su podre, y se les dejó morir entre los inmundos. Y el médico terminó con una bella frase de revista o conferencia dominical: «Si la medicina antigua tuvo carácter religioso, colocada entre el rito y el milagro, la medicina moderna participaba de la Ética y de la Sociología».

Era un dermatólogo de piel tan magnífica, de porte tan pulido, que todos sus enfermos se sentían realzados de ser el objeto de los estudios de ese hombre y hasta llegaban a no creer tan horrendos sus males tocándolos aquellas manos.

Para Su Ilustrísima la elocuencia del doctor objetivaba demasiado el mal. Escuchándole se veían las enfermedades separadas de la carne, contenidas y humildes bajo el poder de tanta sabiduría y elegancia. Después se soltaban por el mundo, y la suya se le escondía en la sangre y en los huesos, y se quedaba a solas con el dolor. Enfermo sin familia, con un pudor adusto de sus tristezas.

El cabildo, los familiares y domésticos recogían de sus ojos y de su silencio un veto de llegar a su intimidad. Enfermero y confidente de sí mismo, a sabiendas de que se hablaba de su padecer. No lo desnudaría con la palabra pronunciada. La palabra era la más preciosa realidad humana. Y el obispo se imponía esa ilusión de todos los que sufren de que el secreto existe, aun entre los que lo conocen, mientras la voz no lo abre.

Don Magín lo había aceptado. En sus conversaciones elegía asuntos y anécdotas que recrearan al pastor y al amigo y hasta contrariedades gustosas. Una de las más grandes la tuvo Su Ilustrísima cuando don Magín rechazó una canonjía de gracia.

—Serás canónigo por obediencia.

—Señor, ni por obediencia. ¡Huiré como un santo!

El señor obispo estuvo mirándole mientras le decía:

—¡Mi pobre salud no ha de recibir ningún daño!

Pero don Magín le replicó con maliciosa mansedumbre:

—Señor, que tampoco lo reciba la salud de las pobres criaturas como yo.

Y pidió la prebenda para un viejo capellán y el traslado a su rectoría de un vicario, los dos sometidos a la dura servidumbre del padre Bellod.

Pasó un doméstico anunciando a la comisión del Nuevo Casino. Don Magín adelantó los intentos y supuestos de aquellos diputados. El familiar presagió temerosas discordias: «Jesús» no toleraría esos solaces; el penitenciario y los suyos, tampoco. Se culparía de todo a Palacio. Su Ilustrísima hizo abrir la mampara, y desde su sillón bendijo cansadamente a los de fuera, diciéndoles:

—Si vuestra obra es buena, prometemos ir alguna vez y presidirla.

Salió don Magín con las gentes del Casino, que le llevaban abrazado.

Al atravesar el puente de los Azudes, cerca del Nuevo Casino, les atropelló uno de los socios corriendo y gritando como huido de una perdición:

—¡Qué bárbaros! ¡Lo he visto, lo he visto yo!

Lo había visto y escapaba para contarlo. Los ingenieros, después de almorzar en las obras, habían desnudado a la Argelina, y desnuda del todo la colgaron entre dos naranjos en flor; ella cantaba, y los hombres la rodeaban campaneándola y dando bramidos. Una hoguera de carne. Tocaban acordeones, y parecía envolverles un viento marinero.

Desde la baldosa repitió a gritos la aventura para que llegase a los que salían del tresillo y del billar.

Así lo oyeron y se inflamaron todos los socios; los socios y la señorita de Gandía y la señora de Monera, que, grifadas de honestidad, iban entonces muy de prisa, camino de casa de las Catalanas.