I

Vuelven los Lóriz

L conde abrazó a don Magín con elegancia; la condesa le tomó infantilmente las manos entre sus manos. Lóriz semejaba más menudo. Todos los Lóriz, en la madurez —según los lienzos de la sala familiar—, se quedaban cenceños y mínimos. Y este descendiente ya parecía un antepasado suyo, con empaque de reverdecida juventud, esa juventud de las decadencias adobadas por el ayuda de cámara.

—¿Usted tenía ese lunar en el pómulo? ¡Pues ahora se lo veo!

—¡Ahora, don Magín, acaba usted de verle a mi marido los ocho años que han pasado encima de nosotros!

Pero don Magín volviose a la de Lóriz, y la proclamó más perfecta en su gracia que cuando, recién casada, vino a Oleza.

—Entonces era usted una dulce aspiración de la de ahora.

—¡Ay, don Magín de mi vida, que se le ve su pobre lunar no viendo el mío! ¡Aunque sí que lo vio y demasiado que lo dijo: yo fui —ya no soy— una aspiración de mí misma! Lo más hermoso que se puede ser en este mundo.

Entró Máximo, el hijo. Y don Magín sintió la verdad del tiempo pasado; y ya no pudo valerse de galanas agudezas. En el heredero resalía otro Lóriz, un Lóriz del todo, sin puericias, un Lóriz en la carne y en el hueso; otro antepasado con su pliegue de orgullo y de cansancio en su boca delgada.

Se le quejó la señora de que tratase de usted a Máximo. Quería que fuese la escogida y provechosa amistad de su hijo.

—¡Ya lo creo que seremos dos amigos ejemplares, dos amigos que se tratan de usted!

—¿Y también le habla de usted al hijo de nuestros vecinos, los encerrados de enfrente?

—¿A Pablo? Pablo todavía es un zagalillo. No sé aún si ha de quedar sellado con la semejanza del padre o de la madre. En cambio, Máximo ya es todo él; se lleva años a sí mismo. ¡Acabará por ser mayor que su madre!

—¿De modo que soy la madre de un hijo envejecido?

Lóriz les propuso bajar al huerto, donde murmurarían de Oleza. Necesitaban repasar la crónica antigua y saber la nueva para graduarse de vecinos; porque ahora lo serían hasta que Máximo saliese de «Jesús» con su diploma de bachiller.

—Es voluntad de mi mujer, que parece la descendiente de mis abuelos olecenses. Cuando ya me creí tranquilo en mi Círculo, se le ocurre acordarse de que tenemos fincas en Oleza, de que hay familias madrileñas que traen sus hijos a «Jesús» de Oleza. ¡Pues nosotros también; todos a «Jesús»: Máximo, de interno, y yo, de externo! ¡La salvación, don Magín!

La hermosa señora le contuvo sonriéndole como a un hijo malcriado.

—¡Si no la salvación, puede ser este retiro nuestra restauración!

El jardín de casa Lóriz estaba cerrado por un claustro de piedra morena; y de allí recibían las salas y las galerías de tránsito una claridad académica y un silencio estremecido por hilos de fuentes y cantos de mirlos. Árboles grandes trenzados de yedras; almenas y bolas de romeros; glorietas de rosales, de glicinas y jazmines con bancos y estatuas; hornacinas con lotos y lámparas de cuencos de cactos; medallones de bojes, y en medio un albercón de agua inmóvil y celeste, que duplicaba la arquitectura de piedra y de follajes. Se alzaban y venían los palomos parándose en los jarrones de las cornisas. Se soltaban las bayas de las simientes y se las oía caer mucho tiempo, dejando un olor maduro. Atravesaba la fronda un humo de sol y se producía un fresco amanecer en los troncos y en los escondidos paisajes de musgos.

Lóriz se cansó de pisar hojas que crujían como huesos. Los senderos y arriates siempre estaban en un otoño húmedo. Resonaba la voz de don Magín:

—Nos hemos quedado sin don Vicente Grifol, el viejecito más puro que teníamos. Estaba en su butaca jugando con sus anteojos y el bastoncito en sus rodillas, como si fuera a levantarse para dar su paseo por la calle de la Verónica, y se nos fue a pasear por la plaza del cielo. Murió también mosén Orduña, el arqueólogo. Había completado las papeletas de su Iconografía Mariana, de la diócesis. Yo conseguí que viese desnuda la imagen de Nuestra Señora de la Visitación. Encendimos toda la cera del altar mayor. Fue en la madrugada. La comunidad le miraba desde el coro. Una monjita le preguntó: «¿Verdad que la modelaron los ángeles?». Mosén Orduña volviose y gritó tendiendo sus enormes brazos temblorosos: «¡Ese Niño, ese Niño es italiano; ese Niño no es su Hijo!». Mosén Orduña es el siervo de Dios que ha dicho más irreverencias en este mundo.

Entre dos pilares de murtas recortadas apareció el mayordomo, todo de paño negro y patillas blancas de contramaestre, y anunció que el chocolate estaba servido; el chocolate de casa rica del siglo XIX.

Pero la señora, antes de subir, les llevó a la sala del entresuelo. Después de la lumbre oriental de otro patio interior desnudo, la vieja estancia de artesones y tapices apagados quedaba en una fresca obscuridad de sótano.

—¡Párese usted, don Magín, y mire la alfombra!

El párroco la obedeció. Poco a poco fue exhalando la mullida tiniebla unas rápidas luces, unas fosforescencias desgranadas.

—No sé lo que es, pero esos brillos deben de tener un tacto glacial.

Abrieron los postigos y persianas, y vio don Magín el hermoso fanal de una pecera.

—Aquí tengo peces del Jordán, del Nilo y de las fuentes del Vaticano.

Y el conde añadió:

—Una maravilla sagrada que hemos traído a cuestas desde Madrid, por orden de mi mujer.

Bendijo don Magín la abnegación de Lóriz; y subieron al gabinete, donde les esperaba la merienda española.

En aquel aposento se juntaban muebles de distintos estilos y épocas. Butacones de guadamecí y, como estrado, una banca tallada de presbiterio; una mesa-camilla vestida de ropa de cachemira y detrás un pilar de retablo sosteniendo una Juno de piedra; un reloj de pesas, como un violoncello, entre un velador de taraceas y una consola con bernegales de cerámica dorada; lacrimatorios tan sutiles que sólo de hablar junto a sus bordes se quedaban vibrando con una dulce queja; y en una preciosa cómoda de olivo labrado como un mármol, dos vasos de Etruria, dos legítimos vasi di bucchero nero.

—Mi marido se ríe de esta almoneda; pero no importa. Pruebe usted esos concos de Inca. Oleza y Mallorca son los obradores de nuestra felicidad casera. En este cuarto he puesto lo que más me agrada. Mi marido es un crítico agrio, de esos críticos que delante de un cuadro, casi siempre mi cuadro predilecto, grita escandalizado: «¡Si esa figura que está sentada se levantase, se saldría del lienzo!». Yo no me apuro, porque sé que esa figura no se levantará. ¡Claro que yo no entiendo de estas cosas; pero a los aficionados no se nos va también a pedir que seamos inteligentes!

Lóriz la escuchaba recostado en sus almohadones y en su desgana de ese bullicio palabrero que le parecía muy de clase media de España y sus colonias. Tomó un sorbo de leche de almendras y suspiró:

—Cuéntenos usted más de este pueblo, porque no vale la pena de hablar de lo que nos va quedando. ¡La más humilde sacristía de Oleza nos aventaja en lujos y curiosidades!

La señora recordó el viaje a Madrid de Su Ilustrísima. Le tuvieron una tarde en su casa, y Lóriz le acompañaba en todos sus trajines para lograr el principio de las obras del ferrocarril.

—Estas gentes deben sentirse prendadas de nuestro obispo, que se cuida de abrirles caminos para el cielo y para el mundo.

Don Magín balanceó su testa imperial encanecida.

—El mundo de estas gentes no pasa de sus corrillos ni de sus haciendas; y ponen toda su gloria en vender la naranja, el aceite y el cáñamo en el bancal.

—Su Ilustrísima no se quitó los guantes ni la bufanda; guantes gruesos, bufanda rígida como una venda morada.

Pero don Magín se entretuvo rebañando infantil y eclesiásticamente su pocillo de soconusco sin reparar en la especulación suntuaria de Lóriz.

Lóriz sonrió para decir:

—Una pregunta indiscreta, que usted hará el milagro de que no lo sea: ¿Es verdad que nuestro obispo y los Padres de «Jesús» se tienen menos amor que usted y el penitenciario?

—El penitenciario y yo nos tenemos un amor literalmente evangélico. Y el confesor de Su Ilustrísima es un jesuita de «Jesús».

Recibieron los Lóriz una claridad de júbilo. «Jesús» se elevaba en jerarquía.

—¿De «Jesús»? Será el padre rector, o el padre prefecto, o el padre espiritual, o el padre…

—Es el padre Ferrando. De seguro que no lo conocen ustedes. Un viejecito humilde como un párroco de la huerta.

Y les contó que casi todos los días se paraba en el portón de los corrales del colegio un carro de heredad, o un labrador con su mula, y se llevaban al padre Ferrando dentro de sus adrales o encima del albardón. Le buscaban para confesar gentes pobres de la ribera; y al salir de la barraca del moribundo le llamaban de otras, aunque nadie estuviera muriéndose, para que también se dejase aviado al padre o al abuelo tullido o con tercianas. El padre Ferrando iba de senda en senda. Volvía a «Jesús» a la madrugada. El hermano portero le recibía rojo de malhumor y de sueño. El padre Ferrando, encogido y sudado, le refería las faenas de la salvación de aquella viña que el Señor le tenía encomendada. ¡Qué duras, qué pesadas esas almas para soltarse de sus cuerpos; pero en el cielo resplandecerían lo mismo que los bienaventurados de las mejores familias! El padre Ferrando caminaba por los claustros, subía por escaleras de servicio, atravesaba salas, corredores, pasadizos, anda que andarás, para llegar a su aposento, el último de una crujía alta del patio de la tahona.

Y ese jesuita, que semejaba calzado y vestido con lo viejo de la comunidad, era el escogido entre todos los religiosos de la diócesis y entre todos los reverendos padres de la casa para penetrar en la conciencia del prelado. A sus pies se arrodillaba Su Ilustrísima. Teólogos, moralistas, predicadores, honra del confesonario, verdaderos especialistas de la medicina pastoral, no podían esconder su sonrisa y su asombro. «¿El padre Ferrando? Pero, ¿de veras el padre Ferrando? Bueno; ¡el padre Ferrando!». Y algunos eminentes de «Jesús» le daban palmadas en sus hombros, sacando de su hábito polvo y olor de pesebres. Semejaba un abuelo que vive recogido en casa de los hijos que han criado con holgura ya familia, y del que todavía pueden recibir algunos ahorros.

Don Magín proseguía su crónica menuda de Oleza:

—Murió la madre de Cara-rajada, y como no pueden faltar amortajadoras en una buena república, tenemos a doña Nieves de las Agonías, que también ejerce oficio de santera, y no hay oración ni secreto que se le pase. Entra en todas las casas, participa de todas las tertulias, lo mismo de la de doña Corazón, que se nos quedó baldada, que de la de las Catalanas, dos solteronas con dineros y sin sobrinos, acosadas por la Monera y doña Elvira, las enemigas de doña Purita. Esta doña Purita, tan hermosa, que ustedes ya conocen desde mi herida de «San Daniel», ha de venir muy pronto a verles, porque quiere muy de verdad a la condesa.

—Nosotros —exclamó Lóriz en nombre de la casa—, nosotros también la queremos y la recordamos.

Ese tono de «nos» pastoral no pudo impedir que la condesa y don Magín le mirasen el lunar del pómulo, el lunar que crían los años.

El párroco se había levantado y hablaba paseando como si estuviese en su aposento rectoral. Verdadera falta de elegancia —según Lóriz—, resabio plebeyo de los célibes y de los capellanes y frailes españoles. Pero Lóriz se lo perdonaba todo a don Magín, que se detuvo en la vidriera y le envió su saludo a Paulina. Ella le sonrió inclinándose sobre su costura.

Se le acercaron los condes para mirarla. Y se empañó el cristal de la sala de don Álvaro con la cabeza lívida de Elvira.

—¡Carne azul que morirás intacta! Aunque también puedan morir lo mismo criaturas admirables como Purita…

—¿Doña Purita o Purita sigue…?

—Sigue soltera —anticipose don Magín—. Y en que lo fuese siempre se obstinó su familia y todo este pueblo.

—¿Pero es que este pueblo no da hombres para mujeres como ella?

—¡Ay, señora, aquí los únicos célibes somos los capellanes y don Amancio, que se ha dejado la barba!

Y don Magín tomó y comió primorosamente una pella de las clarisas de San Gregorio. Lóriz tuvo que confesarse que ni en la Gran Peña, ni en la Nunciatura, ni en el Ministerio de Estado se comía el dulce con el patricio regodeo de don Magín.

—Yo quiero a Purita tanto como a Paulina. Hace mucho tiempo, recién ordenado, con ilusiones de llegar a organista de la catedral más grande, salté un día de la banqueta de mi armónium y corrí a una casa vecina toda alborotada. Había muerto un nene; pero ya estaba tan bien plañido, que yo no esperaba que se recalentase el guayadero de las comadres hasta la hora de enterrarlo. Y encontré un torbellino de mujeres gordas y de pelo colorado que gritaban como si fuesen flacas. Eran las de López-Canci, las Panizas, madre y cuatro hijas, y en medio, Purita, muy pequeña, vestida de sobrina, con el niño muerto en sus brazos. La golpeaban y gritaban; y Purita, sin comprenderlas, gemía: «¡Yo no lo romperé!». En la Purita de ahora se me aparece la nena de entonces, jugando a dormir un hijo con un mortichuelo. ¡Y esa criatura se ha quedado soltera!

Sonó el estrépito de un carruaje sin alborozo de collerones, carruaje de luto. Los Lóriz se asomaron como si ya fuesen lugareños de verdad. Era el faetón del obispo. Iba un familiar acompañando a un médico forastero que venía casi todos los meses.

Pero don Magín no lo dijo. Don Magín se acomodó en su butaca, porque la condesa quería saber más de Purita.

—Creció y se hizo hermosa. ¿Y para qué había de llegar a mujer tan garrida sino para casarse? Pero estaba recogida por su tía. De modo que en la casa no había más mozas casaderas que las hijas. Lo menos que podía hacer Purita era aguardarse y aguantarse. Así lo dispuso su tía y lo quisieron sus primas y lo aceptaron las gentes. Tienen las mujeres días en que parecen, o son de veras, más guapas que nunca. Purita los tuvo y los tiene tan admirables, que hasta semeja emanar la belleza y la gracia de su vida, esparciéndolas más allá de su persona. Yo lo he oído y lo he pensado algunas veces viéndola en su ventana: «¡Madre mía, cómo está hoy esa mujer!». ¡Todo en ella, cada instante de su cuerpo, coincidiendo para la perfección, respirando hermosura!

Lóriz sentose a su lado, diciéndole:

—Vive usted, don Magín, holgadamente debajo de su hábito…

—Sí, querido conde; llevé siempre la sotana sin sentirla, pero ajustada como si fuese mi piel, porque Dios me ha librado de que me pese como las vestiduras de plomo de los hipócritas de Dante… Pues decía que las primas de Purita, de las que se ha murmurado su afán de marido y su antojo de convento, las primas, viéndola tan hermosa, se revolvían erizadas: «¡No mira lo que hacemos por ella! ¡Será capaz de casarse antes que ninguna de nosotras!». Muchas familias participaban de sus recelos y agravios; y los posibles novios, tan moderados aquí, pasan de largo. Diálogos con varón en su casa no se le permiten sino con don Roger. Ya verán a don Roger en el Colegio de «Jesús». Figura nueva para ustedes. Un buen hombre que ha cantado óperas por esos mundos. Habla un poco de italiano y de francés. Le refiere a Purita sus jornadas en todos sus idiomas; y ésta es la última alarma de las mujeres y la imagen de perversidad de los hombres de aquí: que Purita pueda amar y pecar en español, en francés y en italiano.

Le interrumpieron las risas de los Lóriz.

—Y ya no queda qué decir; o queda lo mismo por muchos años: Purita o doña Purita no se casa. Y no se casa porque todavía tiene dos primas solteras, y porque es demasiado hermosa y demasiado señalada por la malicia. ¡Parece capaz de todo! Y yo la proclamo la más casta y la más virgen de todas las solteras de la diócesis; y doy la medida más grande de nuestra latitud de amor. Ahora hablemos de Paulina. Pero no hablemos más, porque alguien viene cuando sus vecinos, los facciosos, se asoman y acechan este portal.

Y don Magín se despidió, y dos Padres de «Jesús» se presentaron en visita de cortesía antes del ingreso de Máximo en el colegio. Ingresaba privilegiadamente ya mediado el curso académico.

Abriose un balcón de los de Lóriz, y la condesa llamó a don Magín.

—¡Que me traiga usted pronto a Purita!

Todo se sintió desde el escritorio del caballero de Gandía.

Don Amancio Espuch, el penitenciario, el padre Bellod, se prometieron los males de tanta tolerancia. Y llegarían días peores.

Precisamente llegaba un ruido de azadas, no de azadas agrícolas, frescas, primitivas, sino un ruido de azadonazos rectos, unánimes, disciplinados que rajaban el campo para tender las traviesas y vías del ferrocarril.

Oleza parecía sobrecogerse escuchando a lo lejos.